Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » El emisario

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El emisario

Los Dióscuros han dicho que echan de menos a su Norma y al niño.

En la bañera de patas como garras y brillante grifería de bronce, el Príncipe Encantado, desnudo. En el agua humeante que ella había cubierto generosamente de sales aromáticas, como cuando se prepara el baño de un dios. Para recibir al Príncipe Encantado. Para honrar al Príncipe Encantado. «Amo a un hombre —le había confesado de súbito—. Estoy tan profundamente enamorada de un hombre por primera vez en la vida que a veces quiero morir. ¡No, quiero vivir!». El Príncipe Encantado le dio un casto beso en la frente. No como un amante. Porque el Príncipe Encantado no podía amarla. Había amado a demasiadas mujeres y estaba harto del amor de las mujeres, incluso del tacto de las mujeres. Ella creía que el Príncipe Encantado le daría su bendición de este modo. «Sólo vivir —dijo ella—, y saber que él también vive. Que algún día podremos amarnos como marido y mujer». El Príncipe Encantado había acabado por despreciar a las princesas, pero a ella la llamaba Ángel. Desde el principio la había llamado Ángel. No la llamaba por ninguno de sus nombres, sólo Ángel. Arrastrando maliciosamente las palabras y con sus hermosos y crueles ojos muy cerca de los suyos, le dijo: «Ángel, no me digas que crees en el amor. Como quien cree en el más allá». Y ella, aturdida, respondió con rapidez: «Pero ¿no sabes que los judíos no creen en el más allá, como los cristianos?». El Príncipe Encantado dijo: «Tu amante es judío, ¿eh?», y ella dijo con viveza: «No somos amantes. Nos amamos de lejos». El Príncipe Encantado se echó a reír y dijo: «Guarda esa distancia, Ángel. Y conservarás a tu amor». Y ella dijo: «Quiero ser una gran actriz, por él. Que se sienta orgulloso de mí». El Príncipe Encantado se tambaleaba. Y se tiraba de la camisa, que tenía empapada de sudor. Se había quitado ya la raída cazadora de cuero, que yacía en el suelo enmoquetado del piso de la calle 11 Este en el que ella vivía realquilada. Puede que el Príncipe Encantado no supiera dónde estaba exactamente. Era de esas personas a las que atienden otros, por ejemplo doncellas y lacayos. El Príncipe Encantado manipuló la hebilla del cinturón y la cremallera de la bragueta, que quedó parcialmente abierta. «Necesito un baño —afirmó el Príncipe Encantado—. Necesito asearme». Era una petición brusca e inesperada, pero ella estaba preparada para las peticiones bruscas e inesperadas de los hombres.

Ayudándolo a meterse en la bañera del fondo del piso, abriendo los relucientes grifos de bronce, echando sales de baño en la bañera y en el agua, que salía humeando, para darle la bienvenida, para hacerle los honores. El Príncipe Encantado era un emisario de su pasado y la aterrorizaba el mensaje que podía transmitirle, ya que se habían conocido hacía mucho, cuando ella era la Norma que vivía con los Dióscuros, antes de hacer Niágara y ser Marilyn Monroe, y no quería pensar en aquella época, y era posible que no pudiera pensar claramente, charlando con el Príncipe Encantado tal como las mujeres acostumbran para crear una música de fondo peliculera y exorcizar el terror del silencio. Al volverse, vio con consternación que el Príncipe Encantado, con movimientos torpes, había acabado por desnudarse del todo. Sólo conservaba los calcetines. Jadeaba a causa del esfuerzo invertido. Llevaba varias horas bebiendo y se había fumado un delgado cigarrillo arrugado del que emanaba un olor dulzarrón y que le había ofrecido (ella había dicho que no), y ahora jadeaba, tenía el rostro rojizo y los ojos soñolientos. Apartó con el pie los pantalones, los sucios calzoncillos y la sudada camiseta, que yacían en el suelo.

Ella sonrió asustada. No esperaba aquello. El cuerpo del Príncipe Encantado era muy… muy profundo. Un cuerpo provocativamente entrevisto en las ocho notables películas que habían convertido al Príncipe Encantado en el actor cinematográfico más admirado del momento: un cuerpo varonil hermosamente esculpido, con los músculos pectorales visibles, pechos masculinos de forma perfecta y tetillas como granos de uva diminutos, una capa de vello negro arremolinado en el esternón y que se espesaba en la pelvis. El Príncipe Encantado tenía treinta y dos años y estaba en la cúspide de su belleza física: al cabo de unos años, la piel perdería su lustre arrogante, la carne se le aflojaría; al cabo de una década engordaría de manera visible, tendría barriga y mejillas colgantes; al cabo de dos décadas sería un gordo confeso y convicto. Con el tiempo, el Príncipe Encantado se inflaría como un muñeco de goma, hinchado con una bomba de bicicleta, como una caricatura intencionada de su joven yo. Al mirarlo, ella pensaba: «¡Si pudiera amarlo! ¡Si pudiera amarme! Somos libres de amarnos y salvarnos». El pene del Príncipe Encantado colgaba hinchado y triste en medio del crespo mechón de pelo pubiano, semierecto, inquieto; en la punta brillaba una solitaria perla de humedad. Ella retrocedió y chocó con la barra de las toallas. Los grifos estaban totalmente abiertos, el agua olorosa humeaba. Seguía sonriendo y muy nerviosa. Pues había un guión para aquella escena. Querrá que se la chupe. Eso es lo que piden. Me cogerá por la nuca. ¿Y dónde estaba madre? En otra habitación. En la cama. Dormida y quejándose en sueños. Sólo Norma Jeane y un borracho desnudo, un hombre con el pene tieso y vibrátil, ojos sonrientes y entornados, y una boca besable, según reconocía Gladys sarcásticamente: «Sí, desde luego que es un príncipe, mientras se sale con la suya».

Pero el Príncipe Encantado apartó a Norma Jeane, camino de la bañera, y apoyó las desnudas nalgas en el borde de porcelana. Envuelto en el aromático vapor que ascendía, indefenso y quisquilloso como un niño: «Ángel, ayúdame con estos putos…».

Se refería a los calcetines, no podía agacharse para quitárselos.

(De estos lamentables episodios tomaría nota el Francotirador. El Francotirador no haría juicios morales en sus escrupulosos informes, ya que no era ésta su misión. Al servicio de la Agencia. Para asuntos como las actividades sospechosas de ser subversivas, las amenazas para la seguridad interior de Estados Unidos. Porque si la ciudadanía fuera inocente, no habría nada que ocultar. No habría ninguna culpa. Todos los ciudadanos serían informadores y no haría falta ningún Francotirador.)

Era su Magda, ¡suya! Llamaría a su amante. Lloraría por teléfono: «Te quiero, por favor, ven a mi lado enseguida. Esta noche». Los judíos son un pueblo antiguo, un pueblo nómada al que Dios bendijo y maldijo. Su historia es sin embargo una historia de hombres-dioses, Adán, Noé, Abraham, el dios padre de todos. Un linaje de hombres. Hombres que comprendían la debilidad de las mujeres y podían perdonarlas. ¡Te perdono! Por ser cobarde. Por no atreverte a amarme como te amo yo.

Ah, sí, había visto al Dramaturgo en el teatro de Bleecker Street. Desde luego que lo había visto. La verdad es que sabía que estaría allí. Pese a haber llegado hacía poco a la ciudad sabía muchas cosas; tenía muchos amigos nuevos que le contaban cosas; cuántos desconocidos suspiraban por ser amigos suyos, hombres y mujeres de buena reputación deseosos de estar con Marilyn Monroe en público y de que los fotografiasen con ella.

Sí, te vi. Vi que apartaste la mirada y negaste a tu Magda.

En aquel pequeño teatro que olía a moho, rígido y encogido junto a su esposa. ¡Aquella mujer, su esposa!

Soy Miss Sueños Dorados. La que un hombre merece.

¡Nunca lo llamaba por teléfono! Al Dramaturgo, al que admiraba más que a ningún hombre. Él era su Abraham: la conduciría a la Tierra Prometida. La habían bautizado de pequeña, se descristianizaría y se haría judía. En el fondo de mi alma soy judía. Una judía errante que busca su verdadera patria. Él vería lo seria que era ella y cómo se entregaba a su profesión. Pues actuar es a la vez un oficio y un arte, y ella quería dominar los dos. Era una joven inteligente, con dignidad, sentido del honor y un astuto sentido común. Un hombre como el Dramaturgo no podía sino amarla. Vería lo sensata que era su Magda: por lo pronto, del resentimiento y la histeria femenina había pasado a llevar un vestido de noche acolchado, y mientras el Príncipe Encantado se remojaba al fondo del piso en la bañera de anticuario de porcelana, con grifería de bronce y patas en forma de garra, ella se recostó en un sofá para copiar en su diario unos versículos del Cantar de los Cantares. Había comprado una Biblia hebrea en la librería Strand y se había quedado boquiabierta, aunque aliviada, al comprobar que era el Antiguo Testamento con otro nombre.

Bésame con besos de tu boca, pues mejores que vino son tus amores.

Hete aquí que eres hermosa, amiga mía; hete aquí que eres hermosa; tus ojos son como palomas.

¡La voz de mi amado! Helo aquí que viene saltando por las montañas, brincando por las colinas.

Pues mira, el invierno ha pasado, la lluvia ha cesado, desapareció.

Las flores aparecen en la tierra, el tiempo de la poda ha llegado y el arrullo de la tórtola se oye en nuestro país.

Yo dormía, pero mi corazón velaba; oigo la voz de mi amado que llama a la puerta: «¡Ábreme, hermana mía, amada mía, mi paloma, mi pura».

Yo misma he abierto a mi amado, pero mi amado se había ido, había desaparecido.

El alma se me ha salido en su seguimiento.

Lo he buscado y no lo he hallado, lo he llamado y no me ha respondido.

Debió de quedarse dormida. ¡Le pesaba tanto la cabeza! Todo estaba ante ella, el esfuerzo de lo que le quedaba de vida.

Sí, volvería a Hollywood; haría otra película. Cómo evitarlo, si no tenía dinero; para que el Dramaturgo se divorciara y para la vida que iban a llevar juntos necesitaba dinero; y el dinero estaba a disposición de Marilyn Monroe, ya que no a la de ella. Volvería a la Ciudad de Arena como Marilyn. Yo ya lo sabía. Sin saber que lo sabía.

Sin embargo, volvería sabiendo de interpretación mucho más que antes. Después de los meses que había estudiado con Max Pearlman, su exigente tutor. Después de pasar meses de obediencia y avidez como una niña brillante a la que enseñan los rudimentos de la caligrafía, la lectura y la pronunciación.

«En ti late la promesa de una gran actriz», le había dicho él.

Si no era verdad, ella lo haría verdad.

El Príncipe Encantado era el más grande actor estadounidense de su época, del mismo modo que Laurence Olivier era el más grande actor británico de la suya. El genio del Príncipe Encantado parecía significar muy poco para el Príncipe Encantado; el éxito le inspiraba desprecio, no gratitud. Yo no seré así. Trataré como me traten.

Debió de quedarse dormida porque despertó bruscamente. Le invadía una sensación de miedo mortal. Eran las cuatro menos veinte de la madrugada. Pasaba algo. ¡El Príncipe Encantado! Hacía horas que estaba en el cuarto de baño.

Estaba en la bañera de patas de animal, en el agua tibia, con la nuca apoyada en el borde de porcelana, con la boca entreabierta, saliva en la barbilla, los ojos entornados y enseñando sólo un borroso arco de color gris, como de mucosa. Tenía el pelo mojado y el cráneo brillante como el de una foca. El cuerpo que le había parecido tan bellamente esculpido hacía unas horas estaba ahora doblado de un modo extraño, los hombros caídos, el pecho hundido, en la cintura un michelín, el pene reducido a un dedito de carne orientado lánguidamente hacia arriba en el agua sucia. ¡Había vomitado en la bañera! Estaba rodeado de grumos e islotes de vómito. Pero respiraba, estaba vivo. Era lo único que me importaba. Consiguió despertarlo. El Príncipe Encantado le apartó las manos y la insultó. Se puso en pie solo, chorreando agua hasta el suelo de baldosas, volvió a insultarla, perdió el equilibrio, estuvo a punto de caerse en la resbaladiza bañera de porcelana y ella tuvo que sujetarlo para impedir que se abriera la cabeza, y lo estrechó entre sus brazos, que temblaban a causa del esfuerzo; pues el Príncipe Encantado era un hombre pesado, no alto pero sí macizo y musculoso. Le rogó, le suplicó que tuviera cuidado y él la llamó «guarra» (pero no sabía que era ella y no podía tener intención de ofenderla) aunque se agarró a ella con fuerza, y al cabo de unos minutos ella lo sacó de la bañera y lo tuvo sentado, balanceándose, murmurando y con los ojos cerrados, mientras ella empapaba un paño en agua fría y se lo pasaba suavemente por la cara, y le limpiaba lo mejor que podía los parches de vómito que tenía por el cuerpo, aunque temía que se pusiera a vomitar otra vez, que se desplomara muerto, ya que tenía la respiración irregular, la boca abierta y floja, y por lo visto no sabía dónde estaba, pero tras pasarle el paño varias veces se reanimó hasta cierto punto y consiguió ponerse en pie, y ella lo envolvió en una toalla grande y lo condujo al dormitorio con el brazo en su cintura, las pálidas y peludas piernas masculinas chorreando agua, igual que los pies, y ella reía con suavidad para darle a entender que todo estaba bien, que estaba a salvo con ella, que ella cuidaría de él; tropezando entonces e insultándola otra vez, «¡guarra, cretina!», cayó de costado en la cama con tal violencia que los muelles chirriaron y ella temió que se rompiera aquella cama que no era suya, la bonita cama de bronce de una amiga rica de Max Pearlman que vivía en París. A continuación le levantó los pies, pies pesados como ladrillos de hormigón, y le apoyó la mojada cabeza en una almohada, sin dejar de murmurarle, de tranquilizarlo, como había hecho a veces con el Ex Deportista y con otros ciudadanos de la Ciudad de Arena; se sentía ya mejor, más optimista ahora, Norma Jeane Baker era por naturaleza una joven optimista, o no se habría jurado optimismo eterno acuclillada en el tejado del orfanato, mirando la iluminada torre de RKO, a kilómetros de distancia, en Hollywood: ¡Lo juro! ¡Lo prometo! ¡Nunca, nunca me rendiré!, y ahora comprendía que aquella ignominiosa y desagradable escena era en realidad una escena de cine: los contornos, ya que no los detalles, le parecían conocidos, y en un sentido romántico; ella era Claudette Colbert y él era Clark Gable; no, ella era Carole Lombard y él era Clark Gable; había un guión para aquella situación, pero aunque no lo hubiera, los dos eran actores dotados y podían improvisar.

El Príncipe Encantado en mi cama. En fin, era un buen amigo, me dijo que lo llamara Carlo. Pero ¿fuimos amantes? Creo que no. ¿Lo fuimos o no lo fuimos?

Se puso a roncar al instante. Ella lo arropó y se encogió silenciosamente a su lado. El resto de aquella noche de pesadilla transcurrió entre sobresaltos e interrupciones. La agotaban las esperanzas y tensiones de la vida neoyorquina, una vida que no iba a redimirla. Sesiones de cinco horas diarias en el Ensemble, varias veces a la semana, y horas de intensa enseñanza privada con Max Pearlman o con cualquiera de sus impetuosos y jóvenes asociados; su amor por el Dramaturgo, el miedo de que se le escapara y en consecuencia ella muriese; un fracaso así como mujer la condenaría a muerte, porque ¿no había hablado la abuela Della con desprecio de su hija Gladys por no haber sabido retener a un marido, ni siquiera a un amante maduro que la mantuviera? Della riendo, diciendo entre jadeos: «¿De qué vale ser una perdida y una puta si a los treinta años no tienes nada?». Y a Norma Jeane le faltaban unos meses para cumplir treinta años.

Apoyó la cabeza con cuidado en el hombro del Príncipe Encantado. Él no la apartó. Su sueño era irregular pero profundo, como suele ser el sueño de los hombres. Rechinaba los dientes, se agitaba y daba patadas y sudaba, y hacia el amanecer había humedecido las sábanas, olía ya como si no se hubiera bañado, y el olor hizo que Norma Jeane pensara sonriendo en Bucky Glazer, en sus sobacos cenagosos y en sus pies pegados de tanta suciedad. Esta vez, con el nuevo marido, no cometería ninguno de los errores del pasado. Haría que el Dramaturgo se sintiera orgulloso de ella como actriz y que la amase más que a su mujer. Tendrían niños. Casi se imaginaba ya embarazada. En la paz de aquella madrugada, hacia el amanecer, el niño volvió a acercárseme y me perdonó.

Otto Öse había predicho cruelmente que moriría hecha una piltrafa en Hollywood, pero ése no iba a ser su destino.

Despertó a media mañana, se vistió sin hacer ruido, mientras el Príncipe Encantado seguía durmiendo, y fue a una tienda de la Quinta Avenida a comprar huevos, cereales, fruta y café de Java sin moler, y cuando volvió, el Príncipe Encantado ya estaba despierto y hacía guiños a la luz que le daba de lleno en los ojos enrojecidos, pero por lo demás en condiciones razonablemente buenas, sorprendiéndola con su humor, con su ingenio; le dijo que su propio olor le daba asco y que quería ducharse, y al correr otra vez hacia el cuarto de baño se rió de las aprensiones de ella, que se quedó en la puerta, escuchando, temiendo otra catástrofe, pero sin oír nada más alarmante que el golpe del jabón que se le cayó al Príncipe Encantado varias veces. Luego, frotándose el pelo con una toalla, el Príncipe Encantado miró en su armario y en los cajones de la cómoda en busca de ropa masculina, aunque fueran unos calzoncillos y unos calcetines. Y en la cocina le aceptó únicamente un vaso de agua fría, que bebió con cautela, como un hombre que caminara por la cuerda floja, sin red. A Norma Jeane la contrarió que no quisiera comer nada. ¡No le daba ninguna oportunidad! Bucky Glazer y el Ex Deportista habían sido buenos desayunadores. Ella tomaba únicamente café solo, para estimularse. Qué guapo era el Príncipe Encantado, incluso con los ojos enrojecidos, las muecas de la resaca y la «flojera intestinal», que decía él. Con las sucias ropas de la víspera, sin afeitar y el húmedo pelo cuidadosamente peinado. La llamaba Ángel y le daba las gracias. Ella le acarició la mano, sonriendo con tristeza mientras él hablaba con un entusiasmo poco convincente, como un personaje de Odets, de ellos dos actuando algún día a las órdenes de Pearlman, o haciendo una película juntos si encontraban el guión apropiado (pues también él despreciaba Hollywood, pero necesitaba el dinero de Hollywood); y ella pensando: qué ironía, ninguno de los dos recordaría claramente lo ocurrido la noche anterior, sólo que entre los dos había mediado cierta dosis de ternura. ¿Le había salvado la vida? ¿O se la había salvado él a ella? Y así quedaron unidos para siempre, aunque sólo fuera como hermanos.

Después de mi muerte, Brando se negaría a hacer declaraciones sobre mí. El único entre los chacales de Hollywood.

Cuando se disponía a irse de la casa recordó el mensaje que le habían dicho que transmitiera.

—Oye, Ángel, hace poco me encontré por casualidad con Cass Chaplin —Norma Jeane sonrió ligeramente. No dijo nada. Temblaba y esperaba que su amigo no se diera cuenta—. No lo veía, ni a él ni a Eddy G., desde hacía cosa de un año. Habrás oído algo de ellos, ¿verdad? Entonces me encontré con Cass en casa de no sé quién y me dijo que si te veía, que tenía un recado que darte.

Norma Jeane seguía sin decir nada. Habría podido decir con toda lógica: «Si Cass quiere darme un recado, ¿por qué no me lo da personalmente?».

—Me dijo: «Dile a Norma que los Dióscuros echan de menos a su Norma y al niño» —el Príncipe Encantado vio su expresión y añadió—: A lo mejor he hecho mal diciéndotelo. El muy capullo.

Norma Jeane se despidió y se fue corriendo a otro cuarto.

Oyó la voz de su compañero de aquella noche, titubeante: «Oye, ¿Ángel?». Pero no la siguió. Sabía, como sabía ella, que la escena había terminado; su noche compartida había concluido.

Brando y yo no hicimos ninguna película juntos. Era un actor demasiado potente para la Monroe. La habría destrozado, como a una muñeca barata.

Sin embargo, la escena con el Príncipe Encantado no había terminado aún.

Aquella tarde, al volver de una clase de interpretación, vio, en el instante sobresaltado y atónito en el que cruzó la puerta de la sala, algo parecido a un sepulcro de flores. Había varios ramos y en todos predominaban las flores blancas: lirios, rosas, claveles, gardenias.

¡Muy hermosas! Pero cuántas.

El olor de las gardenias casi lo inundaba todo. Los ojos le picaban y lagrimeaban. Sintió un principio de náusea.

Deseaba creer que las flores eran del Dramaturgo, del amante que le suplicaba que lo perdonara. Pero sabía que no eran de él.

Eran del Príncipe Encantado, por supuesto. Del amante que no podía amarla.

En una tarjeta con forma de corazón había escrito escrupulosamente con tinta roja:

ÁNGEL,

ESPERO QUE SI SÓLO UNO DE LOS DOS LO CONSIGUE,

SEAS TÚ.

TU AMIGO CARLO

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