Blonde

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La otra vida: 1959 - 1962 » «Todos nos hemos ido al reino de la luz»

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«Todos nos hemos ido al reino de la luz»

El piano fantasma. Era capaz de actuar con rapidez si era preciso. Cuando se estaba acabando el tiempo. Dos o tres llamadas telefónicas y el piano blanco fue trasladado a la clínica Lakewood para que lo pusieran en la sala de visitas por gentileza de GLADYS MORTENSEN. Gladys parecía confundida cuando le explicaron este homenaje, pero en esa etapa de su vida (tenía sesenta y dos años y hacía tiempo que no se peleaba con los demás pacientes ni trataba de escapar o suicidarse; se había convertido en una paciente modelo) estaba dispuesta a dejarse alegrar, o a fingir que se alegraba, igual que una niña que responde con sonrisas a la expectación de los adultos; se negó a sentarse al piano cuando se lo pidieron, pero pulsó las teclas con timidez, tocando unos acordes con la misma actitud cuidadosa y reverente que adoptaba su hija ante el instrumento. Norma Jeane dijo al director y al personal: Es un piano precioso, he tratado de mantenerlo afinado, ¿no suena maravillosamente bien?, y le aseguraron que era magnífico y que se lo agradecían mucho. La escena no había sido ensayada, pero salió muy bien. Sorprendentemente bien. El director expresó su gratitud mientras más miembros del personal de los que ella recordaba y varios pacientes amigos de Gladys, sonrientes, lúcidos, miraban a la visitante rubia, a quien ahora llamaban abiertamente señorita Monroe, y a ella le pareció tonto y absurdo recordarles cuál era su verdadero nombre. En la sala de visitas, entre voluminosos muebles, el elegante y pequeño piano resplandecía con aire espectral, como el recuerdo de un piano.

La música es importante para los espíritus sensibles, los espíritus solitarios, ay, la música ha significado tanto para mí, dijo ella, unas frases banales y reconfortantes, y el director le cogió las manos con afecto por segunda o tercera vez, obviamente reacio a dejar marchar todavía a esta visitante célebre.

Pero ella tenía otro compromiso, explicó mientras se despedía de su madre con un beso, y aunque Gladys no respondió con otro beso o un abrazo, sonrió y dejó que su hija la besara y abrazara —Así se comporta una madre, y yo lo valoro—, quizá fuera la medicación, pero cuánto más misericordiosos y humanos eran estos potentes tranquilizantes que una lobotomía o el tratamiento de electrochoque, y sobre todo, cuánto mejores que las emociones puras e irracionales, y Norma Jeane prometió volver pronto, la próxima vez para una visita más larga, y se alejó a paso vivo, poniéndose las gafas para que nadie viera sus ojos, pero una de las enfermeras más jóvenes se atrevió a acompañarla al aparcamiento, una rubia de sonrisa nerviosa, parecida a June Haver, demasiado tímida para hablar de Marilyn Monroe, pero diciendo que había estudiado piano durante cinco años y que daría clases a los pacientes. ¡Caray, un piano blanco! Pensaba que sólo existían en las películas, y Norma Jeane dijo: Es una reliquia, en un tiempo perteneció a Fredric March, y la joven enfermera arrugó la cara y preguntó: ¿A quién?

La chimenea. De manera que él la odiaba, y ella aceptaría su odio igual que en el pasado había aceptado su amor, se había regodeado en su amor y lo había traicionado, y ahora veía la justicia que había en ello, quizá fuese risible, una broma, si sus detractores lo supieran, se burlarían, Cass Chaplin había estado escribiendo extrañas cartas a Marilyn Monroe haciéndose pasar por el padre de la actriz, y ella se lo había creído; todo esto durante años. Esas cartas que ella atesoraba, que guardaba en una caja de seguridad para protegerlas del fuego, las inundaciones, los terremotos y los estragos del tiempo; pero sin permitirse mirar por última vez las cartas mecanografiadas y firmadas «Tu afligido padre», las quemó en la chimenea de piedra del 12305 de Fifth Helena Drive. La primera y última vez que Marilyn Monroe usaría la chimenea.

El parque. De hecho, había varios parques en Brentwood, a unos minutos andando de su casa, en West Hollywood y en el centro, porque ella se había hartado de que la reconocieran y la espiaran, así como la habían identificado años antes en Washington Square Park, Manhattan, mientras miraba cómo jugaban y reían unos niños y les preguntaba sus nombres, y eso estaba bien antes de Galapagos Cove y la caída en el sótano; pero ahora, después de que la Tierra se moviera sobre su eje, era prudente y cauta y rara vez iba al mismo parque más de una ocasión en diez o quince días. Llegó a reconocer a los niños, pero no los miraba abiertamente. Llevaba un libro, una revista o su diario. Se sentaba cerca de los columpios, de cara a la parte delantera del tobogán, las barras de escalar y los balancines. Sabía que alguien podía estar observándola (no una madre ni una niñera) desde una corta distancia, enfocándola para fotografiarla o filmarla. El Francotirador en su furgoneta o un investigador privado (¿contratado por el Ex Deportista, que todavía estaba enamorado de ella y terriblemente celoso?), y no podía protegerse a menos que se escondiera eternamente en su casa, a lo cual se negaba. Porque los parques, los niños, la atraían. Le gustaba oír sus entusiastas gritos, sus risas, y sus nombres pronunciados por las madres una y otra vez, como se dice que repetimos los nombres de los amantes, tan sólo para oírlos, para oír cómo suenan; si alguien le hablaba espontáneamente, un niño corría cerca de ella o una pelota pasaba rodando por delante de su banco, alzaba la vista y sonreía, aunque se resistía a mirar a los ojos a cualquier adulto, pese a ir disfrazada, por temor a ¡Juraría que esta mañana vi a Marilyn Monroe en el parque, aunque parecía más vieja, delgada y solitaria! Sin embargo, en las circunstancias apropiadas, si algún niño corría cerca de ella y la madre o la niñera se encontraban a una distancia prudencial, decía: ¡Hola! ¿Cómo te llamas?, y dejaba que las cosas siguieran su curso si el chico se detenía a responderle, porque algunos niños son amistosos y sociables pero otros, asustadizos como ratones. No le daría el tigre de peluche a ningún niño. No se acercaría a ninguna madre o niñera para decir: Perdone, esto pertenecía a una niña que ya ha crecido, ¿le gustaría quedárselo? ¡Está limpio!, ¡impecable! ¡Hecho a mano! Ni siquiera en un sueño febril diría: Perdone, esto pertenecía a una niña que ha muerto. ¿Lo quiere? Ay, por favor, ¿querría aceptarlo? Era demasiado orgullosa y tenía miedo al rechazo. No soportaría que la rechazaran. Por lo tanto trazó otro plan: condujo hasta un parque de Los Ángeles donde había niños blancos, negros e hispanos y dejó el pequeño tigre sobre una mesa del merendero, cerca del cajón de arena donde jugaban los más pequeños, y sin mirar atrás emprendió el viaje de regreso a Brentwood con una sensación de inmenso alivio, capaz de respirar profunda y libremente otra vez, y sonrió al pensar que una niña descubriría el juguete… ¡Mira, mamá!, y la madre diría: ¿De quién es eso?, debe de pertenecer a alguien, y la niña respondería: Yo lo he encontrado, mamá, es mío, y la madre preguntaría a las personas que estaban por allí ¿Esto es suyo?, y finalmente la escena se desvanecería, como todas las escenas que suceden en nuestra ausencia.

El Viajero del Tiempo. Era una época de disciplina. Una época que no podría repetir y, en consecuencia, sagrada. Estaba escribiendo un poema y un cuento de hadas en su diario. Hacía tiempo que había llenado su cuaderno de colegiala, el pequeño diario rojo que le había regalado una mujer que la quería; todas las páginas estaban cubiertas por la caligrafía de Norma Jeane y ahora había insertadas algunas hojas sueltas. En una de estas hojas, transcribió escrupulosamente, copiando las desvaídas inscripciones en tinta de una de las primeras páginas: Así que viajé, deteniéndome una y otra vez en paradas separadas por miles de años o más, atraído por el misterioso destino del mundo, observando con extraña fascinación cómo el Sol se hacía más grande y opaco al oeste del cielo y la vieja Tierra empequeñecía. Por fin, más de treinta millones de años más adelante, la enorme bóveda incandescente del Sol cubría casi la décima parte del cielo… Un horrible frío se apoderó de mí. Sin embargo, estaba viva.

Cloroformo. Era un sueño y, en consecuencia, no era real. Ella lo sabía. No había pruebas que demostraran lo contrario. No estaba alucinando. El hidrato de cloral era un sedante seguro. No estaba en uno de esos estados mentales. Había escondido el teléfono como quien esconde la tentación. Dentro de un cajón de la cómoda. Si sonaba, sería como el llanto de un bebé. No sentiría la tentación de atender porque no había nadie con quien quisiera hablar, salvo él, que nunca llamaría. Y ella tenía demasiado orgullo para marcar cierto número que había jurado no marcar jamás. Si a mediados de julio era evidente que había dejado de menstruar, sería por otra razón, y ella estaba obligada a conocer esa razón. Se examinó los pechos: éstos eran / no eran los pechos de una mujer embarazada. Asociaba esos pechos con el olor del océano Atlántico. El recuerdo de Galapagos Cove vívido / remoto como una película vista mucho tiempo antes en un estado de gran lucidez y excitación. Había consultado con uno de sus médicos, que había dicho: tendremos que hacer una revisión ginecológica, señorita Monroe, y una prueba de embarazo, desde luego, y parecía muy serio, pero ella había respondido rápidamente: no, hoy no tengo tiempo. No había vuelto a su consulta. (¡Los médicos y los técnicos de laboratorio le inspiraban pánico! Algún día me traicionarán. Traicionarán a su paciente. Le contarán los secretos de la Monroe al mundo entero, y los secretos que ignoren se los inventarán.)

Sabía lo que era la menopausia y se preguntaba, con fría fascinación, ¿ha empezado ya? ¿Tan pronto? Confundiendo su edad (treinta y seis) con la de su madre (sesenta y dos). A primera vista, parecía que un número era el doble del otro, pero no lo era. Sin embargo, las dos habían nacido bajo el signo de Géminis, de modo que había una conexión fatal. Y esa noche fue a verla alguien, acaso más de una persona, aunque ella sólo supo de una, entrando en la casa por la puerta trasera, y ella estaba en la cama, desnuda, debajo de una sola sábana, incapaz de mover los músculos, rígidos y paralizados por un terror animal, sin suficiente aire en los pulmones para gritar, y la sacaron de la casa para llevarla en coche hasta un hospital, donde un cirujano extirpó al hijo del Presidente (con la excusa de que era deforme y no podría sobrevivir), y cuando despertó quince horas después, agotada y expulsando del útero una sangre espesa y salobre que empapaba la sábana y el colchón donde dormía desnuda, con el bajo vientre palpitando de dolor, su primer pensamiento fue: Oh, Dios, qué sueño tan horrible, y el segundo fue: Es una suerte que fuese un sueño, porque nadie me creería.

El blanco traje de baño de 1941. «Esa encantadora y estúpida jovencita. Todos la conocíamos, por supuesto. Tenía un traje de baño nuevo, blanco, bonito, de una pieza, con tirantes cruzados en la parte delantera y la espalda descubierta, y ese monumento de mujer tenía una figura espectacular y una melena ondulada que caía sobre su espalda, pero el traje de baño era de una tela barata y cuando se metió en el agua (sucedió en Will Rogers Beach) se volvió casi transparente, se le veía el vello del pubis y los pezones, pero ella no parecía notarlo mientras corría y chillaba entre las olas, y Bucky se puso rojo de furia y debió de decirle algo porque al final la tranquilizó, le ató una toalla a la cintura y la obligó a ponerse una de sus camisas, que le quedaba tan grande que parecía una tienda de campaña inflada por el viento. Se quedó cohibida y no dijo una sola palabra más durante el resto del día. Aunque nunca lo hacíamos en su cara, nos burlábamos mucho de ella, era una especie de chiste entre nosotros; cuando Bucky y su chica, Norma Jeane, no estaban delante, nos reíamos como hienas.

El poema

Río de la noche.

Y yo este ojo, abierto.

En Schwab’s. Hacía meses que no tomaba Nembutal. Había estado tomando dosis moderadas de hidrato de cloral, prescrito por dos médicos, y le quedaban por lo menos cincuenta cápsulas en casa. Tenía otra receta para Nembutal, de un médico nuevo, y esa noche la llevó a Schwab’s y esperó a que se la prepararan, setenta y cinco cápsulas porque pasaría dos semanas viajando fuera del país, y mientras esperaba se paseó con inquietud por el iluminado drugstore, evitando únicamente el puesto de revistas con las morbosas portadas de Screen World, Hollywood Tatler, Movie Romance, Photoplay, Cue, Swank, Sir!, Peek, Parade, etcétera, en cuyas páginas MARILYN MONROE vivía su vida de tebeo, y la joven cajera recordaría: Claro, todos conocíamos a Marilyn Monroe. Venía por la noche, muy tarde. Me decía: Schwab’s es mi lugar favorito en el mundo, yo empecé mi carrera aquí, adivina cómo, y yo le preguntaba cómo y ella decía: un tipo se fijó en mi culo, ¿qué otra cosa podía ser?, y reía. No era como las demás estrellas, a las que nunca ves porque mandan a los criados. Ella venía personalmente y siempre sola. Sin maquillaje resultaba difícil reconocerla. Era la persona más solitaria que he conocido. Esa noche apareció a eso de las diez y media. Me pagó en efectivo, contando los billetes y las monedas. Se confundió y tuvo que empezar a contar de nuevo. Siempre me sonreía y tenía algo agradable que decir, como si fuésemos amigas de la infancia, y esa noche no fue una excepción.

El masajista. A medianoche apareció Nico, del que casi se había olvidado, y ella salió a la puerta a recibirlo y se disculpó por no haberlo llamado pero esa noche no lo necesitaría, aunque insistió en pagarle, le dio un montón de billetes que él contaría más tarde para descubrir con asombro que había más de cien dólares, mucho más que la tarifa habitual, y cuando le preguntó si debía volver a la noche siguiente, ella respondió que no, por un tiempo no, y cuando Nico le preguntó por qué no, ella rió diciendo: ¡Ay, Nico! Ya me has dejado el cuerpo perfecto.

El elixir. Con esos misteriosos polvos y líquidos prepararía un elixir tan delicioso para ella como el Dom Pérignon, e igual de embriagador.

El cuento de hadas.

LA PRINCESA EN LLAMAS

El Príncipe Encantado cogió a la Pobre Doncella de la mano

y le ordenó «¡Ven conmigo!».

La Pobre Doncella no pudo sino obedecer,

pues estaba encandilada por la belleza del sol rojo

que brillaba sobre las aguas del mundo.

¡Confía en mí!, dijo el Príncipe Encantado,

y ella confió en él.

¡Obedéceme!, dijo el Príncipe Encantado,

y ella lo obedeció.

Adórame, dijo el Príncipe Encantado,

y ella lo adoró.

Sígueme, dijo el Príncipe Encantado,

y lo seguí.

Animosamente, a pesar de mi miedo a las alturas,

subí la alta escalera de 1.001 peldaños,

todos ellos en llamas.

¡Ponte a mi lado!, dijo el Príncipe Encantado,

y yo me puse a su lado,

aunque ahora estaba asustada y

deseaba volver a casa.

En la alta plataforma que se sacudía al viento,

muy por encima de la clamorosa multitud,

el Príncipe Encantado cogió la varita mágica

del Director.

Pero ¿quién eres?, pregunté

y él respondió: soy tu amado.

Me habían bañado en aguas perfumadas,

librándome de las impurezas del cuerpo,

y todos los resquicios de mi ser

estaban escrupulosamente limpios.

Habían decolorado el feo pelo de mi cráneo,

dejándolo fino como la seda,

habían arrancado todos los pelos de mi cuerpo

y el fragante aceite que me cubría me daría el poder

de soportar un dolor insoportable para otros.

Es una pócima mágica, prometió el Director,

extendida sobre la piel se mezclaría con el aceite corporal

para crear una capa de invulnerabilidad semejante a una coraza

y aun así fina como la translúcida membrana de un huevo

y ardería y ardería sin causar dolor.

He aquí el elixir que has de beber, dijo el Director.

Y yo cogí la copa en mi mano, que temblaba,

y alzándome sobre el clamoroso público titubeé,

pero el Príncipe Encantado ordenó: ¡bebe!

Yo temblaba de miedo.

Quise hablar, pero el viento se llevó mis palabras.

Aquí. Junto al borde de la plataforma, dijo el Director.

Te ordeno que bebas el elixir.

Quiero volver atrás, dije.

Pero el viento se llevó mis palabras.

¡Bebe y serás la Bella Princesa!

Bebe y serás inmortal.

Bebí del elixir.

Era amargo y se me atragantó.

Apura el elixir, dijo el Director.

Hasta la última gota.

Así que apuré el elixir,

hasta la última gota.

Ahora te sumergirás, dijo el Director.

Ahora eres la Bella Princesa

e inmortal.

El Director enardeció a la multitud.

Abajo había una cuba con agua para que yo me lanzara.

Abajo, una banda tocaba música de circo.

El público empezaba a impacientarse.

El Director encendió una antorcha.

El Director enardeció a la multitud.

No sentirás dolor, dijo el Director.

Yo estaba hipnotizada por las llamas…

No podía mirar a otra parte.

El Director acercó la antorcha a mi cabeza

y un instante después mi pelo estaba en llamas

y mi cuerpo desnudo se abrasaba.

Levanté los brazos, con la cabeza ardiendo

en columnas de fuego.

Ahora la multitud estaba callada,

una enorme bestia observando.

El dolor que sentía era insoportable.

¡Qué dolor!

Mi pelo en llamas, mi vientre en llamas, mis ojos en llamas,

dejaría atrás mi cuerpo incendiado.

¡Salta!, ordenó el Director. ¡Obedece!

Salté de la plataforma a la cuba con agua.

Era una piedra preciosa ardiente, un cometa cayendo sobre la tierra.

Era la Princesa en llamas, inmortal.

Me lancé a la oscuridad, a la noche.

Lo último que oí fueron los gritos desquiciados de la multitud.

Corrí por la playa, descalza, con el pelo agitándose al viento.

Era Venice Beach al amanecer, yo estaba sola, la Princesa en llamas había muerto.

Y yo estaba viva.

El Francotirador. Vestido con ropa oscura y la cara cubierta con un pasamontañas, el Francotirador entró por la puerta trasera de la aislada casa de estilo mexicano del 12305 de Fifth Helena Drive. Tenía la llave que le había entregado el informante R. F. El Francotirador cumplía órdenes y esas órdenes tenían que ver con hechos materiales, con pruebas. No era quién para entender. Ni siquiera entendería sus propias acciones. En él no había pasión ni piedad. Planeando, ingrávido, por la casa oscura igual que un ave rapaz en el aire. No vería su reflejo en un espejo. El haz de luz de su pequeña linterna no era más ancho que un lápiz, pero aun así, poderoso y firme. La voluntad del Francotirador era poderosa y firme. El Mal es el nombre del objetivo. Cuando hablamos del objetivo, nos referimos al Mal. No sabía si la Agencia lo había enviado a esta misión para proteger al Presidente de la zorra rubia del Presidente, que era una amenaza para él y en consecuencia para la «seguridad nacional», o si esa noche ejecutaría una acción que, una vez hecha pública, dañaría la imagen del Presidente por alternar con la zorra rubia. Porque el Presidente y la Agencia no siempre eran aliados; la Presidencia era un poder efímero y la Agencia, un poder permanente. El Francotirador estaba al tanto de las antiguas conexiones de esta mujer con organizaciones subversivas de Estados Unidos y el extranjero, de su matrimonio con un judío subversivo, de su aventura sexual con el comunista de Indonesia Sukarno (un encuentro en el hotel Beverly Hills en abril de 1956) y de su apoyo público a dictadores comunistas como Castro; sabía, y esto lo hubiese enfurecido de haber sido un hombre apasionado en lugar de un calculador, que esa individua había firmado exaltadas peticiones en contra del poder del propio Estado al que él había jurado defender con su vida. Sin embargo, no especularía. Recogería pruebas en un maletín y se las enviaría a sus superiores para que las examinaran y destruyeran. Él, personalmente, no destruiría ninguna prueba. Él no sabría nada de anotaciones comprometedoras en un diario, documentos o materiales que podían usar (o habían usado) para un chantaje. El primero de estos objetos fue una polvorienta rosa de papel metalizado que encontró en un florero en el salón y guardó en su maletín. A continuación, un diario en el cual habían introducido varias hojas sueltas y que estaba sobre una mesa pequeña del comedor, atestada de libros, guiones, periódicos, tazas, copas y platos sucios. Hojeó rápidamente este cuaderno, sabiendo que era una prueba y que debía confiscarse. Palabras distribuidas como «poesía» con una caligrafía insegura e infantil.

Tan alto llegó el pájaro en su vuelo,

que ya no pudo decir «éste es el cielo».

Si el ciego puede ver,

¿qué no podré yo hacer?

Para mi hijo

Contigo,

el mundo vuelve a nacer.

Antes de ti…

nada existía.

¡Un hijo! Eso sonaba peligroso para alguien.

Los japoneses tienen un nombre para mí.

Me llaman Monchan.

Me llaman «preciosa niñita».

Cuando mi alma voló de mi cuerpo.

¡Japoneses! No le sorprendió.

¡Socorro! ¡Socorro!

Socorro, siento que la Vida se acerca

El Francotirador sonrió. Metió una mano en la chaqueta, palpando la pluma de águila real que llevaba junto al corazón. Acto seguido encontró listas de palabras, obviamente en clave y escritas con la misma letra infantil para despistar. «Ofuscar, oblación, contumaz, plañidero, emergente, excoriación, palingenesia / metempsicosis.» El Francotirador introdujo este material en su maletín, para que los expertos lo descifraran, analizaran y destruyeran. Porque toda prueba que entraba en la Agencia se destruía en las gigantescas trituradoras o en los incineradores de la propia Agencia. (¿Sucedería lo mismo con los agentes, algún día serían borrados de los archivos de la Agencia? Ésa no era una pregunta digna de un patriota.)

Lo único que quedaría sería un expediente enigmático en su brevedad y su lenguaje, indescifrable incluso para la mayoría de los agentes. El Francotirador se dirigió ahora al oscuro dormitorio, situado en el fondo de la casa. Allí, la encontró en la cama, aparentemente dormida. Basándose en su ronca e irregular respiración, el Francotirador dedujo que estaba inconsciente. Su informante, R. F., se lo había garantizado: la Actriz Rubia se sumía cada noche en un profundo sopor inducido por las drogas y no era fácil despertarla. Aunque en 1962 el Francotirador era un experto profesional y no un joven bravucón que viajaba en la camioneta de su padre con un fusil del 22 preparado para disparar, seguía sintiendo una punzada de excitación en las proximidades de su presa. Y en especial ante esta presa, la famosa Actriz Rubia. Porque las presas como esta hembra siempre son «inconscientes»: ignorantes e impersonales. El objetivo nunca es personal. Igual que el Mal nunca es personal. La zorra del Presidente era una alcohólica y una drogadicta, de manera que su muerte no sorprendería a nadie en Hollywood y sus alrededores. Sobre su mesilla de noche había un sórdido despliegue de frascos de pastillas, ampollas y un vaso medio lleno de un líquido turbio. Junto a la ventana vibraba y zumbaba un pequeño aparato de aire acondicionado ineficaz para purificar el punzante hedor femenino mezclado con polvos de talco y perfume, toallas y sábanas sucias y un penetrante olor a una sustancia química que hacía llorar los ojos del Francotirador; dio gracias por llevar un pasamontañas de tejido tupido, que le protegía la boca y la nariz de ese aire enrarecido.

El sujeto no ofrecerá resistencia. Las palabras de R. F., confirmadas.

La mujer estaba desnuda, cubierta por una sábana blanca como si ya estuviese en la camilla del forense. La sábana se adhería a su cuerpo febril, marcando el vientre, las caderas y los pechos de una manera a la vez excitante y repugnante. Debajo de la sábana, ¡las piernas lascivamente abiertas, con una rodilla semiflexionada! Uno de sus pechos, el izquierdo, estaba casi al descubierto. El Francotirador habría querido taparlo. El enmarañado cabello platino, semejante al de una muñeca y fantasmagóricamente pálido, era casi invisible sobre la almohada. Su piel también era fantasmagóricamente pálida. El Francotirador había visto muchas veces a esta mujer y siempre le había sorprendido la blancura y la antinatural suavidad de esa piel. Y lo que el mundo, con su cobarde servilismo, llamaba «belleza». También los grandes pájaros del cielo, las águilas reales y los halcones peregrinos eran hermosos en vuelo y sin embargo podían reducirse a simple carne para después colgar sus cadáveres de unos postes. Ahora sabes lo que eres. Ahora ves el poder del Francotirador. Los párpados de la mujer temblaron como si hubiese oído sus pensamientos, pero el Francotirador no tuvo miedo; en semejante estado, «el sujeto» podía abrir los ojos y sin embargo no ver nada, perdida en sus sueños y ajena a todo lo que la rodeaba. Su boca estaba flácida como un tajo cortado en la cara, y los músculos de sus mejillas se movían espasmódicamente, como si quisiera hablar. De hecho, gimió en voz baja. Tembló. Tenía el brazo izquierdo sobre la frente, enmarcando su cabeza. Exhibiendo una axila cuyos pelos rubios oscuros brillaron a la luz de la linterna, inspirando repugnancia al Francotirador. Sacó una jeringuilla del maletín. Un médico contratado por la Agencia la había preparado con Nembutal líquido. Aunque el Francotirador llevaba guantes, éstos eran de fino látex, como los que usaría un cirujano. Sin prisa alguna, el hombre dio vueltas alrededor de la cama, calculando el mejor ángulo de ataque. Debía ser un ataque rápido y certero, tal como le habían ordenado. Lo ideal habría sido sentarse a horcajadas sobre su objetivo, pero no podía arriesgarse a despertarla. Finalmente, se inclinó sobre el lado izquierdo de la mujer inconsciente y mientras ella respiraba hondo, levantando la caja torácica, le hundió la aguja de quince centímetros en el corazón.

La Hacienda. ¡En la oscura platea! Fue su momento más feliz. Reconoció el Teatro Egipcio de Grauman de su infancia. Aquellas tardes en las que madre trabajaba pero ella no se sentía sola porque podía ver el programa doble y memorizar todo lo posible para contárselo a madre, que se quedaba embelesada ante sus exaltados relatos sobre el Príncipe Encantado y la Bella Princesa y a veces le pedía que le contara más. En el cine no debía sentarse junto a hombres solos. Hombres solitarios. Así que esa tarde, sentada cerca de dos señoras con las bolsas de la compra, supo que estaría segura, ¡y fue tan feliz! Aunque la película terminó con la muerte de la Bella Princesa, su dorado cabello extendido sobre la almohada y el Príncipe Encantado afligido junto a ella, y cuando se encendieron las luces, las mujeres se enjugaban las lágrimas y ella se enjugó las suyas y se limpió la nariz con la mano, pese a que la cara muerta de la Bella Princesa empezaba a desvanecerse ya, una imagen en una pantalla con menos sustancia que el aleteo de un colibrí.

Salió del cine deprisa, antes de que alguien pudiera hablarle como hacían a veces, y fuera anochecía, brillaban las luces de la calle y el día era sorprendentemente húmedo y fresco, porque llevaba prendas ligeras, las piernas desnudas y expuestas y una camiseta de algodón de manga corta, como si se hubiese vestido o la hubiesen vestido para otra estación. Emprendió el camino a casa andando cerca del bordillo, como le había dicho madre. Había poco tráfico; un tranvía pasó ruidosamente a su lado, pero dentro no parecía haber nadie. No podía perderse; conocía el camino. Sin embargo, al llegar junto al edificio de apartamentos de su madre vio que era LA HACIENDA y no el otro, y comprendió que se había confundido de época. Aquello no era La Mesa sino Highland Avenue; aunque era La Mesa, porque ahí estaba el edificio estucado de estilo colonial, con los postigos verdes que Gladys llamaba adefesios y con la herrumbrosa escalera de incendios que, según bromeaba Gladys, se derrumbaría bajo el peso de cualquiera que intentara escapar del fuego. El umbral de LA HACIENDA estaba cegadoramente iluminado como un plató de cine, pero alrededor de la entrada sólo había oscuridad, y de repente tuvo miedo.

Mantén la concentración, Norma Jeane / / / / no te distraigas / / / / el círculo de luz es tuyo / / / / tú te encierras en ese círculo / / / / lo llevas contigo adondequiera que vayas / / / / Norma Jeane estaba en la escalera y Gladys salía a su encuentro, risueña y de buen humor. Tenía los labios pintados de rojo y una fragancia floral. Así que Gladys era más joven. Lo que fuese a suceder todavía no había sucedido. Gladys y Norma Jeane riendo como colegialas traviesas. ¡Tan alegres! ¡Tan emocionadas! Arriba, en el apartamento, había una sorpresa para Norma Jeane. Su corazón latía como un colibrí aprisionado en una mano y desesperado por escapar. Arriba, carteles de cine en las paredes de la cocina, Charlie Chaplin en Candilejas, mirándola fijamente. Hermosos y enternecedores ojos oscuros mirando a Norma Jeane. Pero la sorpresa de Gladys estaba en el dormitorio, así que Gladys tiró de la mano de Norma Jeane y la levantó en brazos para que viera el enmarcado retrato de un hombre apuesto que en ese momento parecía sonreírle a ella.

—¿Ves, Norma Jeane? Ese hombre es tu padre.

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