Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » El reino junto al mar

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«Pero la verdad de un actor es la verdad de un momento que sólo puede ser pasajero. La verdad de un actor es el diálogo.»

Esto era cierto, el Dramaturgo estaba aquí más seguro.

Norma había dejado de cortar flores y volvía a la casa. Se preguntó si alzaría la cabeza y lo vería, y hubo una fracción de segundo durante la que pudo haberse retirado, pero sí, ella levantó los ojos y lo saludó, con la mano, y él le devolvió el saludo con una sonrisa.

—Mi amor.

Qué extraño que la frase de T. S. Eliot le hubiera acudido a la cabeza. Nada es más teatral que un fantasma.

—No hay fantasmas en nuestra vida.

El Dramaturgo se había estado preguntando, desde la temporada en Inglaterra, por el futuro de Norma. Había renegado de la interpretación, pero ¿cuánto tiempo estaría sin actuar? Ama de casa y madre muy pronto, sin profesión. Tenía demasiado talento para contentarse con la vida privada, el Dramaturgo lo sabía.

Estaba convencido. Admitía sin embargo que no podía volver a ser Marilyn Monroe; o Marilyn la mataría algún día.

Pero él estaba escribiendo un guión de cine. Para ella.

Y necesitaban dinero. O lo necesitarían, pronto.

Bajó para ayudarla en la cocina. Allí estaba Norma, sin aliento, con las flores y una ligera película de sudor en la cara. Había cogido hortensias azules y algunos tallos de rosas trepadoras, con una especie de hongo negro en las hojas.

—Mira, papá. Mira lo que he traído.

Los amigos de Manhattan no tardarían en llegar. Licores en el porche y luego cena en el Hostal del Ballenero. La tímida y simpática esposa del Dramaturgo puso flores por toda la casa, sin exceptuar la habitación de los huéspedes.

—Las flores hacen que la gente se sienta bien recibida. Como si se quisiera su presencia.

El Dramaturgo ponía agua en jarrones y ya iba Norma a arreglar las flores cuando vieron que pasaba algo, que las hortensias se caían de los jarrones.

—Querida, has cortado demasiado cortos los tallos. ¿Ves?

No era un reproche y menos aún una crítica, pero Norma se abatió en el acto. Su alegre ánimo estaba por los suelos.

—¿Qué? ¿Que he hecho qué?

—Mira. Podemos reparar el daño, así.

¡Maldición! No debería haber dicho «daño». Aquello la abatió aún más y retrocedió como una niña a la que han dado una bofetada.

El Dramaturgo puso las flores en tazones, para que flotaran en el agua. (No eran flores recién abiertas. No vivirían más de veinticuatro horas. Pero Norma, por lo visto, no se había dado cuenta.) Las rosas trepadoras, torpemente cortadas, se añadieron a las hortensias tras quitarles las manchas a las hojas a base de tijera.

—Yo creo que así queda igual de bien, cariño. Produce cierto efecto japonés.

Norma, a unos metros de distancia, no había dejado de mirarle las manos en silencio. Se acariciaba el vientre mordiéndose el labio inferior. Jadeaba y al parecer no había oído las palabras del Dramaturgo. Por último, con voz titubeante, dijo:

—¿Está bien ponerlas así? ¿Tan cortas? ¿No se reirá nadie?

El Dramaturgo se volvió a mirarla.

—¿Reírse? ¿Por qué iba nadie a reírse?

Había puesto cara de incrédulo. ¿Reírse de mí?

10

La encontró en el rincón de la cocina, donde se había escondido.

Y si no en la cocina, en el garaje.

Y si no en el garaje, en lo alto de la escalera del sótano. (¡Vaya lugar húmedo y apestoso para esconderse!) Aunque Norma no admitía que se escondiera.

—Cariño, ¿no vienes a sentarte con nosotros en el porche? ¿Por qué estás ahí?

—Sí, ya voy, papá. Era sólo que…

Saludaba a los invitados y casi inmediatamente se iba corriendo, dejándolo con sus amigos, tímida como una gata callejera. ¿Era una modalidad de miedo escénico?

El Dramaturgo no la reprendía diciendo Norma, no les des motivo para que murmuren de nosotros.

Queriendo decir Para que murmuren de ti.

No; estaba comprensivo, agradable, hogareño, sonriente. Convirtiendo la legendaria timidez de Marilyn Monroe en una inocente broma doméstica. La encontró en el rincón de la cocina, enfrascada en la labor de alisar bolsas de papel. Los invitados recorrían la casa y salían al porche. El Dramaturgo la besó en la frente, para tranquilizarla. Cuando Norma sudaba, el pelo le olía ligeramente a productos químicos, aunque no se había puesto agua oxigenada en los últimos meses.

El Dramaturgo procuraba hablarle con amabilidad. Sin reproches. Tenía el diálogo delante, como si hubiera escrito las frases de ambos.

—Cariño, no le des tanta importancia a esta visita. Pareces muy nerviosa. Ya conoces a Rudy y a Jean, me dijiste que te caían bien.

—Yo no les caigo bien a ellos, papá. Han venido a verte a ti.

—Norma, no sea absurda. Han venido a vernos a los dos.

(No: el Dramaturgo debía borrar de su voz todo rastro de escepticismo. Debía hablar a su infantil esposa como en otro tiempo había hablado a sus jovencísimos y vulnerables hijos, hijos que adoraban y temían a papá.)

—¡Pero si no se lo reprocho! No se lo reprocho. Lo entiendo, son tus amigos.

—Bueno, sí, los conozco mucho más que tú, desde que era joven. Pero…

Norma se echó a reír, negó con la cabeza y le enseñó las palmas. Era un gesto de petición y al mismo tiempo de rendición.

—¿Y por qué esas personas, esos inteligentes amigos tuyos, él, escritor y ella, editora, por qué querrían verme?

—Querida, ven de una vez, ¿quieres? Te están esperando.

Ella volvió a negar con la cabeza y a reír. Lo miraba de soslayo. Muy parecida a una gata asustada, asustada por ningún motivo, a punto de echar a correr, y peligrosa. Pero el Dramaturgo no quiso confirmar sus ridículos recelos y se lo pidió en voz baja, con amabilidad, pasándole el pulgar por la frente, inclinándose para mirarla a los ojos de un modo que a veces ejercía sobre ella una especie de hipnosis.

—Cariño, anda, sal conmigo. Estás bellísima.

Era una mujer bella asustada de su propia belleza. Parecía molestarle que confundieran su belleza con «ella». Sin embargo, el Dramaturgo no había conocido nunca a una mujer tan angustiada por su aspecto cuando estaba ante desconocidos.

Norma había escuchado y meditado. Al final se estremeció, se echó a reír, se frotó la pegajosa frente en la barbilla de él y sacó del frigorífico un plato grande de hortalizas crudas, dispuestas geométricamente según el color, y una salsa de crema agria que había preparado ella misma. Él llevó bebidas en una bandeja. De pronto, todo volvía a estar bien. Iba a salir estupendo. Como en el plató de Bus Stop, donde el Dramaturgo la había visto aterrorizada, paralizada, con ganas de retirarse, y sin embargo muy poco después había reaparecido, y allí estaba Cherie, más vehemente, más viva, más flamiforme y convincente que nunca. Rudy y Jean admiraban la vista marina y se volvieron al oír que regresaba la atractiva pareja. El Dramaturgo y la Actriz Rubia. La mujer que quería que la llamaran «Norma» estaba deslumbrante (no evitaron el cliché, según contarían Rudy y Jean) con aquel cutis lozano y de una transparencia lechosa que le daban los primeros meses de embarazo; el pelo era de un rubio más oscuro, brillante y ondulado; llevaba un vestido de tirantes, con unas amapolas chillonas estampadas en las caderas, y un escote lo bastante abierto para enseñar el nacimiento de los turgentes pechos; calzaba zapatos blancos de tacón alto y puntera abierta, sonreía a la pareja como aturdida por los fogonazos de los fotógrafos, y entonces perdió pie en el único pero alto escalón que había que bajar para salir al porche, el plato grande se le cayó al suelo, las hortalizas, la salsa y la loza rota por los aires.

11

Convertías los asuntos más insignificantes en una prueba de mi lealtad. De nuestro amor.

¡Los asuntos más insignificantes! Te refieres a mi vida.

También tu vida pasó a ser un motivo. Un chantaje.

Oye, que nunca me defendiste. Nunca diste la cara por mí delante de aquellos hijos de puta.

No estaba claro quién necesitaba defensa. ¿Siempre eras tú?

¡Me despreciaban! Esos a los que tú llamabas amigos.

No. Tú te despreciabas a ti misma.

12

Norma, sin embargo, quería a sus ancianos suegros. Y ante su sorpresa, sus ancianos suegros la quisieron a ella. El día en que los conoció, en Manhattan, la madre del Dramaturgo, Miriam, se llevó al hijo aparte, le asió las muñecas y le murmuró con voz de triunfo: «Esta chica es como yo cuando tenía su edad. Llena de esperanza».

¡Esta chica! ¡Marilyn Monroe!

El Dramaturgo descubrió, sorprendido y luego desilusionado, que sus padres no habían simpatizado con su primera esposa, Esther. Después de veintitantos años de pobre Esther, que les había dado unos nietos a los que adoraban. Esther, que era judía y con unos antecedentes familiares parecidos a los suyos. Mientras que Norma (Marilyn Monroe) era la shiksa rubia por antonomasia.

Pero se conocieron en 1956, no en 1926. En la cultura judía y en el mundo habían cambiado muchas cosas durante los años transcurridos.

El Dramaturgo había advertido que, como ya le había señalado Max Pearlman, las mujeres solían simpatizar con Norma, totalmente lo contrario de lo que se esperaba. Lo previsible eran celos, envidia, hostilidad; por el contrario, las mujeres hacían gala de un curioso parentesco con Norma, o con Marilyn; ¿sería posible que las mujeres la mirasen a ella y se vieran hasta cierto punto a sí mismas? ¿Una forma idealizada de ellas mismas? Un hombre podía sonreír ante un malentendido semejante. Un espejismo, o una confusión. Pero ¿qué sabe un hombre? Si alguien se oponía a Norma, lo más probable era que fuese un hombre; un hombre sexualmente atraído por ella pero lo bastante sabio para comprender que ella lo rechazaría. El Dramaturgo sabía mucho de las irónicas estrategias que urdía el orgullo masculino amenazado.

¿No era verdad que si la Actriz Rubia no se hubiera sentido tan manifiestamente atraída por él, el Dramaturgo habría hablado de ella de forma despectiva?

No está mal para ser actriz de cine. Pero es demasiado floja para el teatro.

Y sucedió que la madre del Dramaturgo quiso a la segunda esposa del Dramaturgo. Pues allí estaba la tímida y sonriente Norma, una muchacha muy joven, de aspecto más juvenil aún, removiendo los recuerdos nostálgicos de la perdida juventud de la mujer de setenta y cinco años. El Dramaturgo oyó que su madre contaba a Norma que, a la edad de Norma, había tenido el pelo exactamente igual que el suyo. «El matiz, calcado, y las ondas.» Oyó que le contaba a Norma que durante su primer embarazo también ella se había sentido «como una reina. ¡Oh, por una vez!».

A Norma no la preocupó en ningún momento la posibilidad de que sus suegros, que no tenían inclinaciones intelectuales, se rieran de ella.

En la cocina de Manhattan y en la Casa del Capitán. Miriam hablando por los codos y Norma dándole la razón con murmullos. Miriam le enseñó a preparar caldo de pollo con sopas de pan ácimo y a preparar hígado troceado con cebolla. Al Dramaturgo no le gustaban particularmente los bagels de salmón ahumado, pero solían aparecer en los desayunos tardíos de los domingos. Y el borscht.

Miriam hacía borscht de remolacha y a veces de col.

Miriam preparaba la carne que guisaba. Decía que era tan fácil como abrir una docena de latas de Campbell’s.

Miriam servía el borscht caliente o frío. Según la época del año.

Miriam tenía una receta para «borscht de urgencia» a base de latas de remolacha rallada para niños. «Poca azúcar. Zumo de limón. Y vinagre. Nadie se da cuenta.»

Su borscht era el más exquisito del mundo.

13

EL OCÉANO

Rompí un espejo

y los pedazos

llegaron flotando a China.

¡Adiós!

14

Y llegó la terrible noche de julio en la que Norma volvió del pueblo y el marido vio a Rose en su lugar.

Rose, la adúltera de Niágara.

¡Eran imaginaciones suyas, naturalmente!

Había cogido el cinco puertas para ir a Galapagos Cove, a menos que se hubiera dirigido a Brunswick. Iba a comprar comida, fruta, o artículos de farmacia. Vitaminas. Aceite de hígado de bacalao en cápsulas. Le pareció que Norma le había dicho que para fortalecerse los glóbulos blancos. Hablaba con frecuencia de su estado: en cierto modo, era su único tema. Un niño que crece en el útero. Que se prepara para nacer. ¡Qué felicidad! Cada dos semanas iba a ver a un ginecólogo de Brunswick, un profesional conocido de su ginecólogo de Manhattan. También podía haber ido a que le hicieran la permanente, o las uñas. Raras veces compraba ropa (en Manhattan la reconocían continuamente y tenía que irse corriendo de las tiendas), pero ahora que estaba embarazada y empezaba a notarse, hablaba con nostalgia de ciertas prendas que le hacían falta. Batas y vestidos premamá. «Si no estoy guapa, dejarás de quererme, ¿verdad, papá?» Norma se había ido después de prepararle la comida y a las tres aún no había vuelto.

El Dramaturgo, absorto en sus papeles, en plena inspiración (él, que a duras penas escribía una página de diálogo al día, y aun así provisional y con tachaduras), apenas se enteró de la ausencia de su mujer hasta que sonó el teléfono.

—¿Papá? Sé que se me ha hecho tarde. Pero ya estoy en camino.

Estaba sin aliento, arrepentida, contrita.

—No corras, cariño —dijo él—. Estaba un poco preocupado, como es lógico. Pero conduce con cuidado.

La carretera de la costa era estrecha y con muchas curvas, y a veces, a plena luz del día, había masas de niebla que la cruzaban lánguidamente.

¡Si Norma sufría un accidente, y en aquel momento…!

Era una conductora prudente, por lo que sabía el Dramaturgo. Sentada al volante del viejo Plymouth de cinco puertas (que a ella se le antojaba grande y pesado como un autobús), encorvaba la espalda, fruncía la frente y se mordía el labio inferior. Tendía a pisar el freno enseguida, y con brusquedad. Tendía a alarmarse ante la proximidad de otros vehículos. Tendía a frenar en los semáforos mucho antes de llegar a la raya, como si temiera atropellar a los peatones incluso con el vehículo parado. Pero nunca iba a más de sesenta y cinco por hora, ni siquiera en plena carretera, a diferencia del Dramaturgo, que iba mucho más deprisa, y perdido en sus pensamientos, con arrogancia de neoyorquino, hablando mientras conducía, a veces levantando las dos manos del volante para gesticular. ¡Estaba convencido de que Norma era una conductora más fiable que él!

Pero ahora empezaba a tener conciencia de que la esperaba. Imposible reanudar el trabajo. Tuvo que esperar otras dos horas y veinte minutos.

De Galapagos Cove a la Casa del Capitán no había ni diez minutos. ¿Desde dónde lo había llamado Norma, desde Brunswick? El aturdimiento le impedía acordarse.

Imaginó un par de veces que la oía llegar por el empinado camino de grava. Que entraba en el garaje con su habitual discreción. El crujido de la grava. El portazo. Sus pasos. Su voz susurrante que subía por entre las tablas del suelo… «¿Papá? Ya estoy aquí.»

Incapaz de resistirlo, el Dramaturgo bajó corriendo para mirar en el garaje. Lógicamente, el Plymouth no estaba allí.

Al volver pasó por delante de la puerta del sótano, que estaba abierta de par en par. La cerró de golpe. ¿Por qué siempre estaba abierta aquella maldita puerta? El pestillo encajaba bien; Norma debía de haberla dejado abierta. Del sucio sótano ascendía un olor a descomposición denso y nauseabundo; olor a tierra, a putrefacción, a tiempo. Sintió un escalofrío.

Norma decía que detestaba el sótano: «Es asqueroso». Era lo único de la Casa del Capitán que no le gustaba. Sin embargo, el Dramaturgo pensaba que Norma había inspeccionado el sótano con una linterna, como una niña voluntariosa decidida a averiguar lo que le asusta. Pero Norma tenía treinta y dos años, no era una niña. ¿Qué objeto tenía darse miedo? Y en su estado.

Nunca se lo perdonaría, pensaba. Que Norma estropease aquella felicidad.

Por fin, pasadas las seis de la tarde, el teléfono volvió a sonar. El Dramaturgo se abalanzó sobre el auricular. Aquella voz cálida y frágil.

—Ayyyy, papá. ¿Estás en-enfadado conmigo?

—Norma, ¿qué ocurre? ¿Dónde estás?

No podía ocultar el miedo que sentía.

—Estoy aquí medio enganchada con una gente…

—¿Qué gente? ¿Dónde?

—No estoy en ningún apuro, papá. Lo que pasa es que… ¿Qué dices? —le estaba hablando otra persona y ella respondió tapando el auricular con la mano. El Dramaturgo, temblando, oyó voces elevadas al fondo. Y una estruendosa música de rock and roll. Norma volvió a ponerse entre risas—. Uf, esto está de miedo. Pero es gente muy simpática, papá. Hablan francés o algo así. Y hay dos chicas, ¿sabes? Son hermanas. Gemelas idénticas.

—Norma, ¿qué dices? No te oigo. ¿Gemelas?

—Pero enseguida me pongo en camino. Voy a hacer la cena. ¡Te lo prometo!

—Norma…

—Papá, me quieres, ¿verdad? Y no estás enfadado conmigo…

—Norma, por el amor de Dios…

Por fin, a las siete menos veinte, apareció Norma con el cinco puertas. Saludándolo a través del parabrisas.

El Dramaturgo la esperaba y la espera le había estirado la cara. Tenía la impresión de haber esperado un día entero. Sin embargo, casi todo el cielo seguía iluminado, con claridad de verano. Sólo en el horizonte oriental, en el lejano confín del océano, había comenzado el crepúsculo, semejante a una mancha oscura que ascendiese como arcos de nube compacta.

Y llegó Norma corriendo. Era la Vecina de Arriba. A no ser que fuese Rose disfrazada de Vecina de Arriba.

Con el sombrero de paja que seguía sujetando con un cordón bajo la barbilla. Con un blusón premamá estampado con pimpollos rosas y un pantalón corto, blanco y algo sucio. Rodeó con los brazos el tieso cuello del Dramaturgo y lo besó larga y húmedamente en la boca.

—Caramba, papá. Lo siento muchísimo.

El Dramaturgo sintió en la boca el sabor de algo maduro y dulce. Norma tenía manchadas las comisuras de la boca. ¿Había estado bebiendo?

Norma trataba de sacar las bolsas de comida del Plymouth y el Dramaturgo la ayudó sin decir palabra. El corazón le latía con una furia que era, de hecho, consecuencia del temor experimentado. ¡Si a Norma le hubiera ocurrido algo! ¡Y al niño! Sin que él se diera cuenta, Norma se había convertido en el eje de su vida.

Cuánto desconcierto y lástima había sentido. Al oír hablar a Norma de su anterior marido. De los detectives privados que contrataba el Ex Deportista para que la espiasen.

Pero ya estaba en casa, ilesa, risueña y arrepentida. Mirando de soslayo a su serio marido. Contándole una larga e incoherente historia, que no esperaría que él descifrase, sobre unas autostopistas que había recogido en la carretera y a las que había llevado a Galapagos Cove, punto de destino de las dos muchachas, y de aquí a la casa de alguien, y las chicas la habían convencido de que se quedase un rato.

—Todos sabían quién era yo, me llamaban Marilyn, pero yo decía: «No, no, yo no soy ésa, yo soy Norma», como en un juego, quiero decir que nos reímos mucho…, como con mis amigas de Van Nuys, del instituto, a las que echo de menos.

Las hermanas gemelas eran «monísimas» y vivían con su divorciada madre en «una vieja caravana, triste y desvencijada», en medio del campo, y una de las muchachas, Janice, tenía un niño de tres meses que se llamaba Cody, y «el padre está en la marina mercante y piensa casarse con ella, pero tuvo que embarcar hacia esos mares». Norma se quedó un rato en la caravana y luego se fueron todos a dar un paseo con el cinco puertas, y después, «¿Sabes, papá? Terminamos en aquel supermercado de la carretera, ¿te acuerdas? Todos, incluido el niño. Porque necesitaban muchas cosas sólo para comer. Me gasté hasta el último centavo». Pedía perdón mientras lo contaba; sin embargo, hablaba con actitud desafiante. Era una niña arrepentida, pero no estaba de ningún modo arrepentida, más bien estaba orgullosa de su pequeña escapada. Sin decir: Es dinero de Marilyn, papá. Y haré con él lo que quiera.

Suspiraba, como presa del asombro.

—Hasta el último centavo que llevaba. ¡Es la monda!

El Dramaturgo estaba acostumbrado a pensar en lo irremediable y profundamente que amaba a aquella mujer. A aquella mujer extraña y sujeta a cambios inesperados. Ahora iba a tener un hijo suyo. Y la verdad era que no había querido otro hijo. En Manhattan, en el New York Ensemble y en los círculos teatrales le había dado la impresión de que la conocía; ahora no estaba tan seguro. Al comienzo de su relación ella parecía darle más amor del que él estaba preparado para devolver; ahora se amaban en igual medida, con un ansia terrible. Pero hasta aquel día no había pensado en la posibilidad de que llegase un momento en el que amase más a Norma que ella a él. ¡No lo soportaría!

Mientras ponía las cosas en la cocina, Norma lo miraba de reojo. En una obra de teatro, como en una película, una escena así comportaría un mensaje fuerte. Pero la vida se adaptaba pocas veces al arte, a las formas y convenciones del arte. Aunque Norma le recordaba dolorosamente a la Rose de Niágara, que llevaba de cabeza (o de cualquier otra parte de la anatomía masculina) a su enamorado marido, interpretado por Joseph Cotten.

Norma le contó lo sucedido con la voz temblando de emoción. ¿Mentía? El Dramaturgo creía que no. La historia que contó era inocentísima, sin malicia. Pero estaba tan emocionada que lo mismo podía estar mintiendo. El nerviosismo sería idéntico. El Dramaturgo advirtió con horror que los pantalones blancos de su mujer estaban manchados con algo oscuro que podía ser menstruación, oh, Señor, ¿significaba aquello que iba a tener un aborto? (¿y Norma no se había dado cuenta?), aunque, al ver la cara del Dramaturgo, Norma bajó los ojos y se echó a reír con algo de vergüenza.

—¡Qué barbaridad! Estuvimos comiendo frambuesas y todos nos pusimos perdidos.

Pero el Dramaturgo estaba asustado. Su magro rostro, tostado por el sol estival, se había puesto pálido. Las gafas de lentes gruesas le resbalaron por la nariz. Norma había sacado un puñado de frambuesas de una bolsa y se las alargó al Dramaturgo, se las acercó a la boca para que comiese.

—Papá, no pongas esa cara, pruébalas y verás. Están deliciosas.

Era cierto. Las frambuesas estaban deliciosas.

15

No bastó con subrayar estas proféticas palabras de El malestar en la cultura. Norma quiso copiarlas en su cuaderno.

Jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado o su amor.

16

EL REINO JUNTO AL MAR

Érase una vez una Pobre Doncella

en un reino junto al mar.

Una maldición le echaron:

«La Bella Princesa serás».

«Es una maldición terrible»,

la Pobre Doncella gimió.

La madrina mala se echó a reír,

«Pues aún te puede ir peor».

Un Príncipe espió a la Princesa

cuando paseaba por el valle.

Le dijo: «¿Estás sola?

¿Necesitas quien te acompañe?».

El Príncipe cortejó a la Princesa

durante mil noches y un día.

La Princesa amó al Príncipe,

sí, pero… ¿qué le diría?

«No soy una Bella Princesa,

sólo soy una Pobre Doncella.

¿Me querrías si lo supieras?»

El Príncipe le sonrió y dijo…

Encogida en el banco de la ventana de la Habitación del Niño, soñando, feliz, limpiándose las lágrimas de los ojos, con el cavernoso cielo muy arriba y el sótano de suelo sucio tan abajo que no alcanzaba a oír sus amortiguados murmullos, Norma Jeane se esforzó, probó, buscó… pero no pudo terminar la balada.

17

La Habitación del Niño. Sabía, lógicamente, que el niño nacería en Manhattan. En el Columbia Presbyterian Hospital. Si todo salía según lo previsto. (¡El 4 de diciembre era la fecha mágica!) Sin embargo, allí, en la Casa del Capitán de Galapagos Cove, Maine, soledad en abundancia y mucha felicidad de ensueño a lo largo del verano, había creado un cuarto infantil de fantasía en el que ponía artículos que compraba en las tiendas de antigüedades y en los mercadillos de la carretera. Una cuna de mimbre, de color blanco cremoso y decorada con flores blancas. (¿No era casi idéntica a la cuna que Gladys había comprado para ella?) Juguetitos de trapo, cosidos a mano. Un sonajero de marca popular. Cuadernos, cuentos infantiles, Mamá Oca, animales parlantes, objetos en los que podía perderse durante largas horas de trance. Érase una vez…

Norma Jeane se encogía en el entrante de la ventana de la Habitación del Niño y fantaseaba con su vida. Escribirá obras preciosas. Para que yo las interprete. Esos papeles me harán madurar. Me respetarán. Cuando me muera, no se reirá nadie.

18

A veces oía un golpe en la puerta. No tenía más remedio que invitarlo a entrar. Él había abierto ya y asomaba la cabeza. Sonriendo. ¡Tanto amor en sus ojos! Mi marido.

En la Habitación del Niño, escribió en su diario de estudiante que constituía su vida secreta. Apuntes para su propio uso, fragmentos poéticos. Listas de palabras. En la Habitación del Niño, en el banco del entrante de la ventana, Norma Jeane se encogía y leía Ciencia y salud, de Mary Baker Eddy, y las fascinantes declaraciones (¡en el caso de que fueran verdaderas!) que aparecían en The Sentinel; leía libros que había llevado de Manhattan, aun sabiendo que el Dramaturgo no siempre aprobaba todos.

El Dramaturgo creía que una mente como la de Norma («susceptible, sensible, influenciable») era como un manantial. Agua pura, inestimable. No querrías contaminarla con elementos tóxicos. ¡Nunca!

La llamada en la puerta y él ya la había abierto y le sonreía, aunque la sonrisa se desvaneció cuando vio (Norma no se atrevió a ocultárselo) lo que estaba leyendo.

Una tarde, La vergüenza de Europa: Historia de los judíos europeos. (Por lo menos no era una publicación de la Ciencia Cristiana, que el Dramaturgo no podía ni ver.)

La reacción del Dramaturgo ante aquellos libros, los libros «judíos» de Norma, fue compleja. La cara se le contrajo en una sonrisa reflexiva, casi de miedo. Era ciertamente una sonrisa de indignación. O de dolor. Como si Norma, sin darse cuenta (¡ay, no quería hacerlo, cuánto lo siento!), le hubiera dado un puntapié en el estómago. Se acercó a la ventana, se arrodilló a su lado y hojeó el libro, deteniéndose ante algunas fotos. El corazón de Norma se había acelerado. Veía en el rostro de los muertos fotografiados los rasgos de su marido vivo; a veces incluso su expresión sarcástica. Sintiera lo que sintiese aquel hombre en aquel momento, y ella estaba muy lejos de poder imaginarlo (¿qué sentiría, si fuera judía, en una circunstancia así?, pensaba que no lo soportaría), no iba a decírselo. Podrían temblarle la voz y la mano, es verdad. Pero le hablaría con serenidad, con la voz del hombre que la amaba y que sólo deseaba lo mejor para ella y para el niño.

—Norma, ¿crees que es conveniente en tu estado —dijo— que te inquietes con estos horrores?

—Pero es que…, es que quiero saber, papá —replicó ella con voz apagada—. ¿Está mal?

—Cariño —dijo él dándole un beso—, claro que no está mal que quieras «saber». Pero tú ya sabes. Sabes lo del Holocausto y lo de los pogromos, sabes lo del suelo ensangrentado de la cristiana y «civilizada» Europa. Sabes lo de la Alemania nazi, sabes incluso lo de la indiferencia de Gran Bretaña y Estados Unidos durante la persecución de los judíos. Lo sabes en términos generales, aunque no hasta el último detalle. Tú ya sabes, Norma.

¿Era verdad? Era verdad.

El Dramaturgo era el amo de las palabras. Cuando entraba en una habitación, las palabras fluían hacia él como las limaduras de hierro hacia un imán. Norma Jeane, titubeando y tartamudeando, no tenía la menor oportunidad.

Él podía hablar entonces de «la pornografía del horror».

Podía hablar de «regodearse en el sufrimiento», «regodearse en el dolor».

Podía hablar cruelmente de «regodearse en el dolor ajeno».

¡Pero yo también soy judía! ¿Es que no puedo serlo? ¿Depende todo de cómo se nace? ¿Del alma?

Norma escuchaba. Escuchaba con seriedad. Jamás lo interrumpía. Si hubiera estado en la clase de interpretación, habría abrazado el funesto libro contra sus pechos y su acelerado corazón, y aunque no estaba en la clase de interpretación podía abrazar el funesto libro contra sus pechos y su acelerado corazón; mejor aún, podía cerrar el libro y dejarlo en el gastado cojín de pluma del banco de la ventana. Arrepentida en tales ocasiones, avergonzada y dolida, pero no herida, porque sabía que no tenía derecho a sentirse herida. No, yo no soy judía. Supongo.

Lo que pasaba era que su marido la amaba. Más que amarla, la adoraba. Pero también tenía miedo por ella. Empezaba a ser posesivo con sus emociones. Sus «sensibles» nervios. (¿Recuerdas lo que estuvo a punto de ocurrir en Inglaterra?) Le llevaba dieciocho años y tenía la obligación de protegerla. En ocasiones como la presente lo preocupaba la magnitud de sus propios sentimientos. Vio brillar las lágrimas en los preciosos ojos azules de Norma. El temblor de sus labios. En tan íntimo momento recordó que el director de Bus Stop se había asombrado de la facilidad con que Marilyn Monroe lloraba espontáneamente. La Monroe no pide nunca la glicerina. Siempre tiene las lágrimas a punto.

La escena, sin previo aviso, pasó a depender de la improvisación.

—Pero, papá —decía ella, balbuceaba—, si nadie lo hace, quiero decir, ahora, ¿no debería…?

—¿Qué deberías?

—Saber. Pensar. Por ejemplo, durante un día tan bonito como hoy. Aquí arriba, junto al mar. Personas como nosotros. ¿No debería ver las fotos por lo menos?

—No seas absurda, Norma. No hay nada que «debas» hacer.

—Lo que quiero decir es que esas fotos debería verlas siempre alguien, ¿entiendes? En cualquier parte del mundo. Cada minuto. Porque ¿y si… y si se olvidan?

—Cariño, no es probable que se olvide el Holocausto. Recordarlo no es responsabilidad tuya —el Dramaturgo se echó a reír, ruidosamente. La cara le ardía.

—Bueno, ya lo sé. Parece idiota —se estaba disculpando, pero no se estaba disculpando—. Creo que me refiero a… ¿qué dijo Freud? «Quien comparte una falsa ilusión es incapaz de reconocerla como tal.» ¿No podrías ser víctima de la ilusión de que otros están haciendo lo que necesitas hacer tú, para no necesitar hacerlo? En ese preciso momento. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—No. No entiendo lo que quieres decir. Con franqueza, lo que haces es regodearte en el dolor ajeno.

—¿Y eso qué es?

—Hay algo morboso en eso. Conozco a muchos judíos que se regodean, créeme. La suerte pésima en la historia en versión cosmológica. ¡Sandeces! Pero yo no me he casado con un animal carroñero —más exaltado de lo que pensaba, el Dramaturgo esbozó una sonrisa horrible—. No me he casado con un animal carroñero, me he casado con una mujer.

Norma se echó a reír.

—Una mujer que no es un animal carroñero.

—Una mujer guapa, no un animal carroñero.

—Aaaah, ¿es que no puede ser guapo un animal carroñero?

—No. Un animal carroñero no puede ser guapo. Sólo una mujer.

—Sólo una mujer. ¡De acuerdo!

Levantando Norma la cara, para que la besasen. En su perfecta boca.

Cuando improvisamos, no sabemos adónde vamos. Pero a veces sale bien.

«No me quiere. Quiere a un ser rubio que hay en su cabeza. No a mí.»

19

Lo cierto es que se escabulló como un perro castigado. Y el niño en su útero, encogido de vergüenza hasta el tamaño de un pulgar.

Después siempre hacían las paces. Horas más tarde, en la cama de dosel. El colchón de crin, ridículamente duro, los chirriantes muelles del somier. Momentos exquisitos que el Dramaturgo recordaría toda la vida, asombrado de la fuerza del amor físico, del placer sexual que sigue vibrando en el tiempo mucho después de la muerte de los individuos que generaron tal amor con su cuerpo anhelante y angustiado.

Sería Rose para él si era a Rose a la que deseaba.

¡Era su mujer, podía ser cualquiera! Para él.

Lo besó hasta dejarlo sin aliento. Le succionó la lengua para metérsela en la boca. Le pasó las manos por el cuerpo, por el delgado y anguloso cuerpo que comenzaba a aflojarse en la cintura y en el vientre, le besó el pecho con pasión, el vello rizado del pecho, le besó y le chupó las tetillas, se echó a reír, le hizo cosquillas, le acarició con intensidad. Las hábiles manos de Norma. Practicaba (lo excitaba pensar que era esto, fuese verdad o no) como una pianista pasa los dedos por el teclado, haciendo escalas. Era la Rose de Niágara. La esposa adúltera, la esposa homicida. La rubia de belleza y atractivo sexual inigualables a la que había visto en alguna ocasión hacía años, mucho antes de que existiera incluso la posibilidad de conocerla. ¡Y qué fantasía, la posibilidad de conocerla! Cuando se identificó con el traicionado e impotente marido, interpretado por Joseph Cotten. Hasta el final de la película se había identificado con él. Cuando Cotten estrangula a Rose. Una escena medio fantástica, de estrangulación silenciosa. Un ballet de muerte. La expresión de la perfecta cara de la Monroe cuando se da cuenta. ¡Va a morir! ¡Su marido es la muerte! El Dramaturgo miraba estupefacto las parpadeantes imágenes de aquella película que le había conmovido más que ninguna otra. (Tendía a hablar despectivamente del cine como de un medio de masas.) Nunca había visto a una mujer como Rose. Había visto la película solo, en un cine de Times Square, y pensaba que todos los hombres del público tenían que sentir lo mismo que él. Ningún hombre está a su altura. Tiene que morir.

En la cama de la casa costera de Galapagos Cove se tendió encima de él, su esposa, su esposa embarazada, y se puso en posición. Su dulce aliento infantil. Los dulces grititos estrangulados («¡Ay, papá! ¡Ay, Dios mío!») que él no sabría si eran auténticos o fingidos. Nunca lo sabría.

20

El Dramaturgo abrió la puerta del cuarto de baño sin saber que ella estaba dentro.

Con una toalla en el pelo, desnuda, descalza, con el vientre hinchado, se volvió sobresaltada.

—¡Eh! ¡Oye! —en una mano píldoras, en la otra un vaso de plástico. Se metió las píldoras en la boca y bebió del vaso.

—Cariño —dijo él—, creía que ya no tomabas nada.

—Son vitaminas, papá —dijo ella mirándolo por el espejo—. Y aceite de hígado de bacalao.

21

Sonó el teléfono. Pocos sabían el número de la Casa del Capitán y los timbrazos fueron inquietantes.

Lo atendió Norma. Su cara de susto. Sin decir nada, tendió el auricular al Dramaturgo y salió rápidamente de la habitación.

Era Holyrod, el agente de Hollywood. Pedía disculpas por llamar. Sabía, dijo, que Marilyn no tenía intención de hacer cine por el momento. Pero se trataba de un proyecto especial. Se titulaba Con faldas y a lo loco y era una comedia disparatada sobre hombres disfrazados de mujer y con un papel principal escrito expresamente para Marilyn Monroe. La Productora estaba deseosa de financiar el proyecto y pagaría a Marilyn cien mil dólares como mínimo.

—Gracias. Pero ya te lo dijimos: a mi mujer no le interesa Hollywood por el momento. Nuestro primer hijo ha de nacer en diciembre.

¡Qué placer al pronunciar estas palabras! El Dramaturgo sonreía.

Nuestro primer hijo. ¡Nuestro!

Qué placer, aunque pronto se quedarían sin dinero.

22

DESEO

Porque me deseas

no soy.

Se la enseñó con timidez a su marido, ya que éste decía con frecuencia que le gustaría ver sus poesías.

El Dramaturgo leyó los dos versos, volvió a leerlos y sonrió con perplejidad, porque había esperado algo muy distinto. Algo que rimase, desde luego. Bueno, ¿qué decirle ahora? Quería darle ánimos; sabía lo anormalmente sensible que era, la facilidad con que se lesionaban sus sentimientos.

—Cariño, es un comienzo fuerte y dramático. Es muy… muy prometedor. Pero ¿qué viene después?

Norma asintió rápidamente con la cabeza, como si hubiera esperado aquella crítica. No, no era crítica, claro que no, era un estímulo. Le quitó el papel de las manos, lo dobló varias veces y, riendo como la Vecina de Arriba, dijo:

—¿Qué viene después? Ay, papá, cuánto sabes. Viene el enigma de nuestra vida, supongo.

23

No muy lejos, bajo el suelo de la vieja casa, un débil sonido de queja, un maullido, un gemido. ¡Socorro! ¡Ayudadme!

—No hay nada ahí abajo. Y tampoco oigo nada.

24

Era fines de julio, al atardecer. Había llegado de visita un amigo del Dramaturgo y los dos se habían ido de pesca. Norma estaba sola en la Casa del Capitán. Sola con el niño: sólo nosotros. Estaba de buen humor, nunca se había sentido tan fuerte. Hacía días que no bajaba al sótano, ni siquiera miraba desde lo alto de la escalera. No hay nada ahí abajo.

—Es que donde yo nací no había sótanos. No hacían falta.

Había adoptado la costumbre de hablar en voz alta cuando estaba sola.

Hablaba al niño. ¡Su amigo más íntimo!

Era precisamente lo que a Nell la niñera le había faltado, en su propio ser: un niño.

—¿Por qué querría tirar a aquella niña por la ventana? Si hubiera tenido un hijo propio…

(Pero ¿qué había sido de Nell? No se había podido rebanar el pescuezo. La habían encerrado. Se había entregado sin resistencia.)

A fines de julio, al atardecer. Un día de bochorno. Norma Jeane entró en el estudio del Dramaturgo con la emoción y el temblor de una intrusa. Sin embargo, al Dramaturgo no le importaba que usase su máquina de escribir. ¿Por qué tenía que importarle? No era exactamente una escena improvisada, ya que ella la había planeado. Quería escribir una carta con copia y enviársela a Gladys. Aquella mañana se había despertado sobresaltada, pensando que Gladys debía de echarla de menos. Había estado lejos mucho tiempo, en la Costa Este. ¡Invitaría a Gladys a estar con ellos unos días en Galapagos Cove! Porque estaba segura de que Gladys se había recuperado y de que podría viajar si quisiera; era la imagen materna que había dado al Dramaturgo y a ella se le antojaba posible. El Dramaturgo le había dicho que Gladys tenía que ser muy interesante y que le gustaría conocerla. Norma Jeane escribió dos cartas con sendas copias. Una para Gladys y otra para el director de Lakewood.

Como es lógico, sólo a Gladys le dijo que esperaba un niño para diciembre.

«Por fin vas a ser abuela. ¡Ay, me muero de ganas!»

Norma Jeane se sentó a la mesa del Dramaturgo. La cámara se acercaría a ella, en picado. Le gustaba la vieja y fiel Olivetti de su marido, con la cinta deshilachada. Había papeles esparcidos por la mesa, tan reales como pensamientos de un genio dispersos. Puede que fueran notas, borradores. Fragmentos de escenas. El Dramaturgo hablaba poco de su trabajo. Superstición, tal vez. Pero Norma Jeane sabía que andaba enfrascado en dos o tres obras a la vez, entre ellas un guión de cine. (Habría sido capaz de hacer la película por él, tan complacida y orgullosa estaba.) Mientras buscaba un folio en blanco, sus ojos se posaron involuntariamente en…

X: ¿Sabes una cosa, papá? Quiero que el niño nazca aquí. En esta casa.

Y: Pero, cariño, habíamos planeado…

X: Podríamos buscar una comadrona. Lo digo en serio.

(X, emocionada y con los ojos dilatados; se sujeta la barriga con ambas manos como si ya la tuviera hinchada.)

En otro folio, con múltiples correcciones:

X (irritada): No me defendiste. Nunca.

Y: No estaba claro quién se equivocaba.

X: ¡Me despreciaba!

Y: No. Tú te despreciabas a ti misma.

Y: No. Tú te desprecias a ti misma.

(X no soporta que ningún hombre la mire sin desearla. Tiene treinta y dos años y teme que su juventud se agoste.)

25

¿Adónde vas cuando desapareces? Norma había oído ruido en el sótano. Se lo dijo a él sin mirarlo, sabiendo que no la creía, que no quería creerla. La acarició para tranquilizarla y se puso tensa.

—¿Qué te pasa, Norma?

Norma no podía hablar. Él fue a inspeccionar el sótano, con la linterna, pero no encontró nada. Sin embargo, ella lo había oído. Un maullido, un gemido quejumbroso. Otras veces era una especie de correteo. De agitación, de zarpazos. Recordaba (¿en un sueño?, ¿en una película?) un grito infantil. Por la mañana temprano, durante el día, cuando estaba sola en la planta baja, y a menudo en mitad de la noche por lo demás silenciosa, cuando despertaba sudorosa y con unas ganas incontenibles de ir al lavabo. Pensaba que podía ser un gato extraviado o un mapache, «un animal atrapado ahí. Muerto de hambre». La llenaba de horror imaginar que una criatura viva estuviera atrapada como en una trampa en aquel sótano nauseabundo. El Dramaturgo advirtió que estaba muy agitada y quiso aplacar sus temores. No quería que ella bajase al sótano, con aquella oscuridad deprimente.

—¡Te prohíbo que bajes, cariño!

Había descubierto que bromear con su mujer era la táctica más inteligente. De este modo invitaba a la sensata Norma a enfrentarse a la irracional Marilyn. Apretándose la nariz para no oler (más que a manzanas podridas había ahora un hedor a carne descompuesta mezclado con los olores de la tierra y el tiempo), el Dramaturgo bajó otra vez al sótano, barrió con la linterna todos los rincones y volvió junto a ella jadeando, irritable (porque era un día demasiado caluroso y húmedo para la costa de Maine) y con telarañas colgando de la cara, pero estuvo amable con Norma cuando le repitió que no, que no había nada allí abajo, que por lo menos él no había visto nada; ni había oído los ruidos que ella decía. Norma pareció calmarse. Parecía aliviada. Se llevó impulsivamente la mano del Dramaturgo a la boca y la besó, poniéndolo a él en un aprieto. ¡La mano estaba sucia!

—Ay, papá. Deberías seguir la corriente a una embarazada.

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