Blonde

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La otra vida: 1959 - 1962 » Roslyn, 1961

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Roslyn, 1961

«No puedo memorizar las palabras solas. Tengo que memorizar los sentimientos.»

Vidas rebeldes sería la última película de la Actriz Rubia. Algunos opinan que ella debió de darse cuenta, que se le veía en la cara. Roslyn Tabor sería el personaje más fuerte que encarnaría en la gran pantalla. ¡No una cosa rubia! Una mujer, por fin. Roslyn confía a una amiga que siempre termina en el punto donde comenzó, y habla con nostalgia de su madre, que «no estaba allí», y de su padre, que «no estaba allí», y de su apuesto ex marido, que «no estaba allí», y Roslyn, que es una mujer de más de treinta años y no una adolescente, confiesa con lágrimas en los ojos Echo de menos a mi madre, y sabemos que aquí es la Actriz Rubia quien habla. Habla de no tener hijos y sabemos que aquí es la Actriz Rubia quien habla. No terminó el bachillerato. Da de comer a un perro hambriento, a hombres hambrientos. Cuida de los hombres. Hombres dolidos, envejecidos, marcados por el sufrimiento. Derrama lágrimas por hombres incapaces de derramarlas por sí mismos. Grita a los hombres en el desierto de Nevada, llamándolos ¡Embusteros! ¡Asesinos! Los convence de que suelten a los caballos que han cazado. Caballos salvajes que son ellos mismos, almas masculinas salvajes, extraviadas y heridas. Ah, pero Roslyn es su resplandeciente Virgen María. Concentrada, sin aliento y luminosa como quien está al borde de un abismo. Diciendo: «Todos nos estamos muriendo, ¿o no? No nos estamos enseñando lo que ya sabemos». Roslyn es creación de la Actriz Rubia y sus frases en la pantalla, una imitación de las frases privadas de la Actriz Rubia, y si su marido el Dramaturgo, que escribió el guión y se apropió de las palabras de su mujer y de ciertos trances dolorosos de su vida, quiso también apropiarse de su alma, la Actriz Rubia no se lo echó en cara. No. Existimos para los demás y en los demás. Roslyn es tan regalo tuyo como mío.

Ahora que ya no lo amaba.

Ahora que sólo los vinculaba la poesía. Una poesía de diálogos y una aún más elocuente poesía de gestos.

Su mujer le había sido infiel, el Dramaturgo creía saberlo.

Con quién, cuánto, cuándo, cómo, con cuánta emoción, pasión o sinceridad, eso no quería saberlo. Ahora era un marido provisional, la niñera de una actriz famosa. (Sí, captaba la paradoja: en Vidas rebeldes, la radiante Roslyn es la niñera de todos.) No se quejaba, estaba resignado, y cuando no podía impedirlo, concebía esperanzas. Para lo que quedaba de su ambicioso yo de juventud. Sería fiel a su mujer hasta que ella rechazase su contacto. La amaría hasta mucho después. ¿No había llevado a su hijo muerto en las entrañas, no estaban ya unidos de por vida por un vínculo demasiado intenso, profundo y sagrado para ser nombrado? Ya no era su Magda ni era su Roslyn, eso lo sabía; pero cuidaría de ella y la perdonaría (si ella quería perdón, cosa que no estaba clara).

Le preguntó cautamente:

—¿Estás segura de que quieres hacer esta película, Norma? ¿Te sientes con fuerzas? —queriendo decir sin pastillas esta vez, sin matarse mientras él miraba con impotencia.

Dolida e irritada, ella respondió:

—Yo siempre tengo fuerzas. Ninguno de vosotros me conoce.

Corremos temerariamente hacia el abismo tras haber puesto algo delante para no verlo.

Estas palabras, copiadas en el diario de estudiante de Norma Jeane.

No estaba segura de entenderlas. ¿Se refería Carlo a ella?

Carlo le había regalado un ejemplar de los Pensamientos, de Pascal, antes de partir hacia Reno para rodar Vidas rebeldes. Carlo-el-no-amante-que-sin-embargo-la-amaba.

«Mi pequeña Angela ya es toda una mujer, ¿eh?»

¡A quién sino a H habían contratado para dirigir Vidas rebeldes! H, el distinguido director de La jungla de asfalto. La Actriz Rubia respetaba a H, a quien no veía desde hacía diez años. Él fue quien me lanzó. Él me dio una oportunidad. Había planeado dar un abrazo al anciano cuando se vieran, pero la desanimaron su cara arrugada, su aliento aguardentoso y su barriga; sus ojos de mirada fija y franca, más enrojecidos que los suyos propios. H había seguido la trayectoria de la Actriz Rubia con interés escéptico y desorientado, como un padre podría observar de lejos la vida de un bastardo, de un retoño ilegítimo por el que no sintiera ninguna responsabilidad paterna, sólo un vínculo desigual e indirecto. En el momento de conocerse, en Hollywood, la Actriz Rubia estuvo tímida y es posible que contuviera una mueca cuando H le cogió las dos manos y se las apretó con fuerza. Su voz cavernosa y efusiva, esa actitud masculina que una mujer no sabe si es de burla, de afecto o de ambas cosas a la vez. Ella lo llamaba «señor» en señal de respeto. Él la llamaba «querida», como si no recordara su nombre; hablaba con más respeto con su marido el Dramaturgo. La ponía nerviosa adrede, mirándola con fijeza; como un hombre de mundo que tiene fama de entender de caballos y de carne de mujer. La puso aún más nerviosa recordándole la prueba de voz que había hecho para La jungla de asfalto: «Vas a ser Angela sólo por andar». La Actriz Rubia le preguntó qué quería decir; le habían hecho una prueba como a todas las demás, aunque ella se había tendido en el suelo para declamar las frases de Angela porque el personaje iba a estar recostado en un sofá; y H se echó a reír, guiñó el ojo a Z (estaban tramitando contratos en el despacho lujosamente amueblado que Z tenía en los estudios de La Productora) y repitió: «No, querida. Vas a ser Angela sólo por andar». La Actriz Rubia sintió una dolorosa punzada de humillación. Se refiere a mi culo. Hijo de puta.

La Actriz Rubia ya no recordaba con claridad la personalidad de Angela. Recordar a Angela era recordar al señor Shinn, al que ella había traicionado, o que la había traicionado a ella. Recordar a Angela era recordar a Cass Chaplin cuando se habían hecho amantes. Mi amiga del alma, la había llamado Cass. Mi bella hermana gemela. No quería recordarse a sí misma antes de Angela, la joven promesa todavía sin nombre que había acudido al despacho del señor Z para ver el aviario.

El despacho de Z estaba ahora en otro edificio de La Productora. El mobiliario y la decoración de aquel despacho eran asiáticos: gruesas alfombras chinas, sofás y sillas tapizados en brocado, y en las paredes, pergaminos antiguos y acuarelas de paisajes naturales exquisitos. Z era en la industria el descubridor de MARILYN MONROE. En las entrevistas se jactaba de tener a «mi chica» bajo contrato, cuando otros ejecutivos, entre ellos el antiguo presidente de la compañía, habían querido darle el finiquito. («¿Por qué? Nadie se lo imaginaría: creían que no sabía actuar, creían que no era atractiva.»)

La Actriz Rubia oyó su propia risa, coqueta y cordial. Se sentía bien aquel día. Era uno de sus días buenos. Y parecía estar bien. Estaba firmemente convencida de que Vidas rebeldes sería un gran clásico de la gran pantalla y de que el papel de Roslyn sería su salvación. Haría que el público olvidase a Sugar Kane, a la Vecina de Arriba, a Lorelei Lee y a las demás. ¡No una cosa rubia! Una mujer, por fin.

—Bueno, ya no soy Angela, señor H. Tampoco soy Marilyn Monroe, al menos en esta película.

—¿De verdad, querida? Pues a mí me pareces Marilyn Monroe.

—Soy Roslyn Tabor.

Fue una buena respuesta. Y a H le gustó.

Hay unos caballos, creo que los purasangres, que necesitan el látigo para correr al máximo. Así soy yo. Tenía deudas y necesitaba saldarlas, llegó aquel contrato y la Monroe estaba en él. No me merecía respeto como actriz. No había visto casi ninguna película suya. Creía que no se podía confiar en ella, que ni siquiera me caería bien. Yo nunca había transigido con los neuróticos con tendencias suicidas. Mátate si quieres hacerlo, pero no les jodas la vida a los demás. Ésa es mi opinión. Decían que yo estaba loco por ella, que la trataba con dureza y que fui la causa de su hundimiento. Que se vayan a la mierda. Lo que le pasaba a la Monroe lo llevaba escrito en los ojos. Siempre enrojecidos, con capilares reventados. Vidas rebeldes no habría podido rodarse en color aunque hubiéramos querido.

Reno, Nevada. Es una película en blanco y negro, como los recuerdos. Una película de los años cuarenta, no de los sesenta. ¡Actores muertos! Y ya sentenciados en la historia.

La Actriz Rubia se ordenó a sí misma: «Seré profesional en todos los aspectos».

La Actriz Rubia y el marido dramaturgo al que ya no quería pero que seguía empeñado (así lo dirían los testigos) en quererla vivían, allí en Reno, en lo que sería el infierno-de-Vidas rebeldes-y-Reno, en unas habitaciones de la décima (y última) planta del hotel Zephyr, llamado así por Zephyr Cove, una población situada a orillas del lago Tahoe. El primer día de rodaje, la Actriz Rubia tenía que estar en el plató a las diez de la mañana, pero hacia las nueve ya se había encerrado con pestillo en el cuarto de baño, incapaz de soportar la horrible imagen que le devolvía el espejo, y despidió incluso al fiel Whitey, que suplicó a la señorita Monroe que le permitiera intentarlo. Era un manojo de nervios. Era un manojo de emociones. ¡Ni un solo pensamiento coherente! No había dormido en toda la noche y, si había dado alguna cabezada, posiblemente ahora siguiera dormida, con el drogado cerebro sumido en el sopor del sueño, aunque tuviera los ojos abiertos y hubiera salido de la cama para meterse en el cuarto de baño. Y se negaba a abrir la puerta. Y el marido se lo pedía por favor. Y el marido dramaturgo la amenazó con llamar a recepción y solicitar que quitaran las bisagras de la puerta. La Actriz Rubia gritaba a todos que se fueran, que la dejaran en paz, y el Dramaturgo, a las once y cuarto, se desplazó hasta el plató, que estaba a unas manzanas de allí, y pidió disculpas en nombre de su mujer, Marilyn tiene migraña, Marilyn tiene fiebre, Marilyn ha prometido que estará aquí esta tarde, y H, el distinguido director, dio un gruñido y se limitó a decir que aquella mañana filmaría algunos planos donde ella no apareciese, y en privado añadió que esperaba de todo corazón que si la Monroe iba a sufrir una crisis nerviosa, que la sufriera cuanto antes.

Encerrada en una habitación del hotel Zephyr de Reno, Nevada. Vista de las calles soleadas y de los rótulos de neón del casino —$$$—, y a lo lejos una cordillera, los montes Virginia, todo claro y granulado como un escenario desprovisto de color. En aquella época, Reno era la capital del divorcio de Estados Unidos y era lógico que Roslyn estuviera allí y se divorciara (se «liberase») en esta ciudad del desierto. ¡Porque ella era Roslyn! Sería Roslyn de pies a cabeza. Es el papel de mi vida. Ahora verán lo que sé hacer. Sólo que empezaba a ponerse nerviosa. Quería repasar el guión y la vista se le nublaba. Ya era mediodía, hacía dos horas que tenía que estar en el plató y creía que aún tenía tiempo de prepararse para llegar a las tres o a última hora de la tarde, y esperaba que H se mostrara comprensivo. Lo comprenderá, ¡le caigo bien! Es como un padre para mí. Fue él quien me lanzó.

Con el sol que hacía iba con gafas negras a todas partes y huía de los fotógrafos y periodistas que esperaban como buitres en el vestíbulo del hotel o en la calle. No podían acceder al plató, pero sí a los lugares públicos. H se quejaba diciendo que Monroe arrastraba a los hombres como una hembra en celo, y que cuanto menos les daba ella, más deseaban ellos, y molestaban a los demás, incluido él. «¿Cómo es Marilyn?» «¿Cómo va su matrimonio?» En el rabillo de los ojos y en las comisuras de la boca le habían aparecido unas arrugas finas y blancas, y los ojos, antaño hermosos y azules, eran ahora una telaraña de vasos rotos, y ni siquiera durmiendo doce horas seguidas conseguía que la rojez se le redujera hasta el nivel del amarillo ictericia. «Suerte que esta película no es en tecnicolor, ¿eh?»

Tan difícil era prever lo que iba a salir de la seductora boca de Marilyn como adivinar o calcular todo lo que había entrado en ella.

Había dicho a H y a los demás hombres que ella era Roslyn Tabor.

—Conozco a Roslyn. La quiero.

Era verdad y a la vez una media verdad. Porque Roslyn es sólo lo que los hombres ven. ¿Qué hay de la Roslyn que los hombres nunca ven? Había dicho a H que las frases de Roslyn eran poéticas y bellas, pero que le habría gustado que Roslyn hiciera algo más que consolar a los hombres y limpiarles la nariz para que se sintieran admirados y queridos; ¿por qué no podía ser Roslyn la primera persona a la que viera el público en la película, Roslyn bajando de un tren, Roslyn llegando a Reno en automóvil, Roslyn en movimiento y activa, no la Roslyn que quedó al final, casi invisible detrás de una ventana del primer piso mientras un hombre levanta la cabeza y la busca con la mirada; y en la escena siguiente, Roslyn se mira preocupada en un espejo mientras se maquilla.

—A la porra las ventanas y los espejos. ¡Maquillaje! Veamos a Marilyn…, quiero decir a R-roslyn, de cuerpo entero.

Cuanto más lo pensaba más quería que se eliminaran algunas frases cursis de Roslyn, y le importaba poco que las hubiera escrito un dramaturgo que había ganado el premio Pulitzer. Quería que se reescribieran los diálogos. ¿Y por qué no podía soltar los caballos la misma Roslyn al final de la película?

—Roslyn podría hacerlo tan bien como el vaquero. Monroe, no Gable. O los dos, Monroe y Gable. ¿Por qué no?

Se ponía muy nerviosa explicando su lógica y la lógica de la película, la Bella Princesa y el Príncipe Encantado unidos para liberar a los caballos salvajes; naturalmente, Gable podría soltar el semental él solo y ella soltaría los demás.

—¿Por qué no, joder?

H la miró como si estuviera loca, pero la llamó querida para tranquilizarla.

—Sólo quiero que Roslyn haga más cosas —rogaba ella.

En medio del desconcertado silencio masculino.

Se filtró a la prensa que Marilyn «creaba dificultades» incluso antes de que comenzara el rodaje. Marilyn hacía «las abusivas exigencias de siempre».

Pese a todo no le escamotearon el papel de Roslyn ni la interpretación más sólida de su vida. Roslyn era la hermana mayor de Sugar Kane, pero sin situaciones cómicas ni números musicales contoneantes. Ni ukeleles ni escenas amorosas insinuantes. Roslyn daba pena porque era «real», pero (como cualquier mujer del público advertiría inmediatamente) nada más que un «sueño real» (un sueño masculino). Para ser Roslyn tenía que dejar de ser Norma Jeane; pues Norma Jeane era más inteligente, más astuta y más experimentada que Roslyn; Norma Jeane tenía más cultura, aunque autodidacta. Cuando Gay Langland, el amante de Roslyn, habla bien de ella («No me gustan las mujeres cultas; es una suerte conocer a una mujer que respeta a los hombres»), Norma Jeane se habría reído en su cara, pero Roslyn se siente halagada. ¡Ah, la de cosas masculinas que le dice a Roslyn para adularla, seducirla y confundirla! «Roslyn, estás hecha para vivir», «Roslyn, brindemos por la vida y espero que sea así por siempre», «¿Por qué estás tan triste, Roslyn?», «Limítate a brillar ante mis ojos», «Tienes que dejar de creer que puedes cambiar las cosas». ¡Sí, puedo cambiar las cosas! ¡Miradme!

El teléfono sonaba. Respondió hecha una furia. Se lavó la cara, se limpió los ojos con agua fría, se tomó un par de calmantes, se maquilló, se puso una blusa, unos pantalones y las gafas negras, y salió del hotel por la puerta trasera, por la cocina. Tenía una amiga en la cocina (siempre tenía amigas en las cocinas de los hoteles) y llegó al plató, inesperadamente, a las tres y veinte de la tarde, ya se sentía mucho mejor y la sangre le bullía al pensar en la cara que pondrían aquellos hijos de puta. (Menos Clark Gable; siempre respetó a Clark Gable.) Y se convirtió en Roslyn: le lavaron el pelo y la peinaron, la maquillaron para acentuar su palidez y le pusieron el vestido escotado y blanco, con cerezas estampadas. ¡La Bella Princesa en la capital del desierto de Nevada! Para que se jodiera el equipo de rodaje de Vidas rebeldes, aprovecharía lo que quedara de la primera jornada de filmación y exigiría que se repitiera la primera escena todas las veces que hiciese falta (sentada ante el tocador, hablando con nostalgia, con una anciana, de su inminente divorcio) hasta que caía la armadura de Norma Jeane y aparecía la trémula, amedrentada y comprensiva Roslyn. H se quedaría de piedra, H, que no era un hombre impresionable; H, que diez años antes la había tratado con superioridad; H, que no sentía respeto por ella; H, el famoso director, que estaba esperando, como ella sabía muy bien, que la Monroe se viniera abajo cuanto antes para elegir a otra actriz más maleable que la sustituyera.

—Pero sólo hay una Monroe. Eso debe saberlo el cabrón.

A veces era un milagro. Es un tópico, pero resulta que es verdad. Pasaban las horas y la Monroe no aparecía, y cuando ya se rumoreaba, por ejemplo, que estaba en el hospital de Reno (por haber querido suicidarse la noche anterior), de pronto llegaba ella, toda tímida y melosa, y balbuciendo disculpas, y recuperábamos el entusiasmo aunque hubiéramos estado insultando a aquella cerda. Cuando llegaba la Monroe no veíamos a ninguna cerda, sino una fuerza de la naturaleza, y todos nos sentíamos dispuestos a perdonarla; incluso Clark Gable, que estaba mal del corazón, decía que la Monroe no podía evitarlo, y a él no le gustaba pero lo comprendía. Y los peluqueros, los maquilladores y demás se lanzaban sobre ella como quien trata de reanimar un cadáver y transformaban a aquella rubia de piel blanca a la que apenas reconocíamos en la bella y angelical Roslyn; y todo esto ocurrió muchas veces en las semanas que duró el rodaje, demasiadas veces quizá; y no siempre recuperábamos el entusiasmo y no siempre la cerda se transformaba en ángel, aunque era lo normal. Ninguno de nosotros sabía qué proyectaba la Monroe por el objetivo de la cámara. Veíamos a multitud de estrellas, pero ninguna era como la Monroe. Mira, había días en los que parecía totalmente normal, salvo por la palidez, e interrumpía una escena y decía que se repitiera desde el comienzo, como una principiante, y casi todas las escenas quiso que se repitieran multitud de veces, diez, veinte, treinta veces, y entre toma y toma sólo veíamos cambios ligerísimos, pero la cosa crecía, la Monroe se perfeccionaba, adquiría fuerza mientras los demás actores se debilitaban y acababan agotados, el pobre Clark Gable, que ya no era joven, que padecía hipertensión y del corazón, pero la Monroe era insensible a aquel agotamiento; insensible a H, que la odiaba a muerte; a lo mejor creía, a lo mejor creyó siempre que todos tenían que amarla, que era tan guapa que había que rendirse ante aquella niña de orfanato. Había un dicho que repetía a todas horas y que nos contagió a todos: «Si vale, vale, y si no, no». Esto podría aplicarse a Reno, Nevada, en nuestra opinión. Porque al parecer no importaba lo tarde que llegara la Monroe al trabajo, ni lo angustiada o aturdida que estuviese; en cuanto salía del camerino, maquillada, vestida e interpretando, ya era como si tuviera otro ser dentro de ella, y se transformaba en Roslyn, ¿y quién iba a culpar a Roslyn de las cagadas de Marilyn? Era imposible. Nadie quería. Y proyectara lo que proyectase en el plató, por el objetivo de la cámara, cuando veíamos el metraje rodado aquel día nos quedábamos pasmados, pensando: «¿Quién coño es ésa, esa desconocida?».

La Monroe era única en su especie.

Esto sucedió antes. Lo que ocurrió no había ocurrido aún.

En una fantasía llena de emociones y esperanzas paseaba descalza por el piso superior de la Casa del Capitán. Las tablas mal encajadas, las ventanas mal construidas y, más allá, un cielo neblinoso y translúcido. Sabía que aún no había ocurrido porque tenía al niño empotrado debajo del corazón. En un saco o una bolsa especial, debajo del corazón. El niño no se había ido aún. Algún día (¡esto lo había imaginado minuciosamente!) el niño sería actor, emprendería misteriosas giras interpretativas, rompiendo con todo lo que había sido, pero esto pertenecía al futuro y la fantasía era para confortarse, ¿verdad? El niño no la había abandonado aún convertido en coágulos y chorros de negra sangre uterina. El niño tenía el tamaño de una berenjena y a ella le gustaba acariciarse la hinchazón del vientre. Sin saber por qué, aquello tenía alguna relación con mi buena disposición hacia Roslyn y la película, y ya estábamos en la tercera semana. Y (¡ah, esto era confuso!) podía haber sucedido en una fantasía del niño, no suya (porque los niños también fantasean en la matriz; Norma Jeane creía que había imaginado su vida entera en la matriz de Gladys), pero el caso es que entraba descalza en el alargado, estrecho y frío despacho del hombre con el que vivía, el hombre con el que estaba casada, el hombre que se creía padre de su hijo, y veía papeles encima de la mesa; sabía (¡sabía!) que no debía mirar aquellos papeles, porque se lo habían prohibido; sin embargo, como una niña mala y atrevida, cogía los papeles y los leía; y no veía las palabras en la fantasía, sino que las oía en boca de dos hombres:

MÉDICO: Señor…, le traigo malas noticias.

Y: ¿Qué sucede?

MÉDICO: Su mujer se recuperará del aborto, aunque podría tener dolores y «pequeñas pérdidas» ocasionales. Pero…

Y (tratando de mantener la calma): ¿Sí, doctor?

MÉDICO: tiene los genitales el útero muy lesionado. Le han hecho demasiados abortos chapuceros…

Y: ¿Que le han hecho…?

MÉDICO (turbado, hablando de hombre a hombre): Su mujer…, por lo visto, ha tenido muchos abortos provocados. Con franqueza, es un milagro que se quedara embarazada.

Y: No me lo creo. Mi mujer nunca había…

MÉDICO: Lo siento, señor…

Y sale (¿con rapidez? ¿con lentitud?, un hombre en una ensoñación)

LAS LUCES SE REDUCEN (no se apagan)

FIN DE LA ESCENA

¡Marilyn era la rehostia! Las cosas que decía. Sabiendo que no podíamos reproducirlas en nuestras puritanas publicaciones, hacía las observaciones más crudas, por ejemplo, cuando ella y Gable hicieron Vidas rebeldes, el asunto despertó el interés de la prensa y Life me mandó a Reno para que entrevistara a los protagonistas, al director y al marido dramaturgo, todos hombres menos ella, y estábamos concertando un encuentro en un bar de Reno, y yo hice una de esas bromas medio idiotas que se hacen cuando estás nervioso y le pregunté qué llevaría puesto para reconocerla, y Marilyn no perdió baza; con aquella voz susurrante y arrulladora que tenía me dice por teléfono: «No tendrá pérdida. Marilyn será la única que lleve vagina».

Quizá no exista más que lo que va a suceder / / / / quizá no exista más que lo que va a suceder / / / / quizá no exista más / / / / no exista más / / / / no exista más que lo que va a suceder / / / / quizá no exista / / / / quizá no exista / / / / quizá no exista más / / / / que lo que va a suceder / / / / a suceder / / / / Las palabras de Roslyn metidas en la cabeza y no podía dejar de repetirlas Quizá no exista más que lo que va a suceder / / / / como un mantra hindú, como si ella fuera una yogui que murmuraba la oración secreta / / / / Quizá no exista más que lo que va a suceder

¡Qué consuelo!, pensaba.

La boca se le llenó de hormigas rojas que picaban mientras yacía sumida en un letargo de barbitúricos. Tenía la boca abierta, de lado. Las hormigas debían de ser las diminutas hormigas rojas del desierto de Nevada. Clavaban el aguijón, descargaban sus toxinas y se iban. Pero más tarde Whitey, mientras la maquillaba, le preguntó preocupado:

—¿Le ocurre algo, señorita Monroe?

Porque la Actriz Rubia ponía una mueca de dolor mientras se tomaba el café solo de costumbre, con dos pastillas de codeína disueltas, y con una voz susurrante que Whitey casi no pudo oír, Whitey, que oía la confusa voz de su ama no sólo desde el otro extremo de un pasillo, sino a kilómetros de distancia y al final a años de distancia del cuerpo que la emitía, le dijo:

—Ay, Whitey, n-no lo sé.

Se echó a reír y sin previo aviso se puso a llorar. Luego se detuvo. ¡No tenía lágrimas! Se le habían secado como la arena. Se introdujo el pulgar en la boca y se tocó las heridas. Unas eran llagas, otras, ampollas.

—Señorita Monroe, abra bien la boca y déjeme mirar —dijo Whitey muy serio.

La Actriz Rubia obedeció. Whitey le escrutó la boca. La docena de bombillas de cien vatios que enmarcaba el espejo iluminaba la escena como si fuera un plató de cine.

¡Pobre Whitey! Pertenecía a la tribu de enanos contratados por La Productora, gente del subsuelo, aunque medía más de un metro ochenta; hombros y brazos macizos y bondadosa cara de bollo. Tenía el cráneo como un balón de rugby, cubierto de una pelusa rizada y blancuzca. Sus ojos carecían de color, era miope y poseía una furia que inspiraba seguridad. Si no hubiera sido por sus ojos, nadie habría pensado que Whitey era un artista. Con barro y pinturas de colores podía hacer una cara. A veces.

Aquel experto en cosmética se había vuelto espartano al servicio de la Actriz Rubia; caballero siempre, ocultando toda señal visible de preocupación, alarma o asco a los angustiados ojos de la Actriz Rubia.

—Señorita Monroe —dijo con voz tranquila—, será mejor que la vea un médico.

—No.

—Sí, señorita Monroe. Voy a llamar al doctor Fell.

—¡No quiero a Fell! Me da miedo.

—Entonces a otro médico. Haga lo que le digo, señorita Monroe.

—¿Tiene… tiene mal aspecto? La boca —Whitey negó con la cabeza pero no dijo nada—. Me han picado los bichos —añadió la Actriz Rubia—. Por dentro. Probablemente mientras dormía —Whitey negó con la cabeza pero no dijo nada—. A lo mejor es algo que tengo, no sé, en la sangre. Alguna alergia. Una reacción a los medicamentos —Whitey seguía mudo, con la cabeza gacha. No alzaba los ojos para no ver los de su ama en el espejo lleno de luz—. Hace mucho que no me besa nadie. Quiero decir a fondo. Como haría un amante. No les puedo echar la culpa a los besos envenenados, ¿verdad? —se echó a reír. Se frotó los ojos con las dos manos, aunque tenía los ojos secos como la lija.

Whitey, sin decir palabra, se escabulló y fue en busca del doctor Fell.

Cuando llegaron los dos hombres, la vieron con la cabeza apoyada en los antebrazos. Estaba caída hacia delante, como inconsciente, y su respiración era superficial. Tenía el blancuzco pelo lavado y peinado como el de Roslyn. Aún no se había vestido y llevaba una bata sucia y pantalones anchos, y tenía las musculosas piernas de bailarina muy pálidas y en una posición anormal. Su respiración era tan superficial e irregular que el doctor Fell fue presa momentánea del pánico. Se está muriendo. Me echarán la culpa a mí. Pero consiguió reanimarla, le inspeccionó la boca y le echó un rapapolvo por mezclar fármacos, contraviniendo sus instrucciones, y por ponerle los cuernos con otros médicos, y le recetó medicamentos que le curarían las llagas a menos que las llagas no tuvieran curación. Y Whitey volvió a la prueba de fuego de la cara de la Actriz Rubia. Quitó el maquillaje que había puesto, le limpió la piel con cuidado y comenzó de nuevo. Le llamaba la atención («¡Señorita Monroe!») cuando desenfocaba la mirada o si aflojaba la boca mientras se la estaba pintando. En el plató llevaban ya dos horas y cuarenta minutos esperando a Roslyn. Una y otra vez, con obstinado cabreo masoquista, H enviaba a un ayudante al camerino de la Actriz Rubia para saber cuánto faltaba todavía. Whitey murmuraba diplomáticamente: «Estará enseguida. Pero ya sabéis que no podemos correr». La escena de aquel día era más complicada que las anteriores porque tenía mucho ajetreo, cuatro actores, música y baile. Los hombres miraban a Roslyn con una intensidad que era hija de su contrariedad, su desdicha y su cólera; la cámara registraba la devoción, la esperanza, el amor que brillaban en sus ojos como si fueran reflectores. La escena era de Roslyn. Roslyn bebía demasiado y bailaba sola, exhibiendo su bello cuerpo de niña de orfanato, luego salía corriendo, hacia la romántica oscuridad, y abrazaba un árbol en un momento «poético», y el Príncipe Encantado proclamaba: «Roslyn, estás hecha para vivir, brindemos por la vida y espero que sea así por siempre».

El marido repudiado.

—A nadie le gusta que lo espíen, ¿verdad?

Amarla era la misión de su vida, pero en aquella cegadora ciudad del desierto había llegado a pensar que, pese a toda su devoción, a lo mejor no estaba a la altura de lo que se había propuesto. Vidas rebeldes había querido ser su regalo de San Valentín y era ya la tumba de su relación conyugal. Había querido ensalzar su luminosa belleza con Roslyn y no entendía qué había fracasado ni por qué debía fracasar; y eso que ella era cada vez más intransigente con él, incluso grosera, conforme intensificaba su relación profesional con Gable, su amante en la película. «¿Estoy celoso? Si eso fuera todo, aunque es innoble, creo que podría acostumbrarme.» Pero ella seguía consumiendo fármacos. Demasiados fármacos. Y le mentía sobre eso, en su propia cara. Su organismo había desarrollado tanta tolerancia que masticaba y tragaba pastillas de codeína mientras hablaba, reía y «hacía de Marilyn» con otros. Decían: «¡Qué ingeniosa es Marilyn!». Decían: «¡Cuánta vitalidad tiene esta Marilyn!». Mientras él, el marido huraño, el marido cuatrienal, el marido-que-parecía-demasiado-mayor-para-Marilyn, el marido censor, se quedaba al margen, observando.

—Ya te lo he dicho, joder: no me gusta que me espíen. Si tan perfecto te crees, mírate en el espejo.

Tenía el cerebro más estropeado que un reloj de juguete y a pesar de todo anhelaba perfeccionarlo con toda su alma. ¡Con toda su alma!

No sólo había pasado meses leyendo El origen de las especies y tomando notas. También el libro que le había regalado Carlo. ¡Ah, cuánto la conmovía Pascal! Tener aquellos pensamientos hacía tantísimos años parecía imposible, la miga de El origen de las especies era que las cosas mejoraban, que se perfeccionaban con el tiempo, «reproducción con modificación» para mejorar, ¡pero Pascal! ¡Y en el siglo XVII! Un hombre enfermizo que moriría joven, a los treinta y nueve años. Y había puesto por escrito lo más profundo que pensaba ella y que nunca habría podido expresar ni siquiera tartamudeando.

Nuestra naturaleza consiste en movimiento; el reposo absoluto es la muerte… Es tan grande la seducción de la fama que reverenciamos todos los objetos ligados a ella, incluso la muerte.

Estas palabras de Pascal, copiadas con tinta roja en el diario de estudiante de Norma Jeane.

Carlo le había puesto una dedicatoria en el libro, Para Ángel con amor, de Carlo. Si sólo uno de los dos lo consigue…

«¿Y si al final tengo el niño con Marlon Brando?»

Se echó a reír. Era una idea disparatada, pero… ¿por qué no? No tendrían que casarse. Gladys no se había casado. El Príncipe Encantado quedaba mucho mejor soltero. Ella tenía treinta y cuatro años. Le quedaban dos o tres años de fertilidad.

¡Los amantes se besaban! Roslyn y Gay Langland el vaquero.

—No. Quisiera repetir.

Los amantes volvían a besarse. Roslyn y Gay Langland el vaquero.

—No. Quisiera repetir.

Los amantes volvían a besarse. Roslyn y Gay Langland el vaquero.

—No. Quiero repetir.

Eran amantes recientes. Clark Gable, que era Gay Langland, que no era joven, y Marilyn Monroe, que era Roslyn, que era una divorciada que había dejado atrás la lozanía de la primera juventud.

Hace muchísimo, en el cine a oscuras. Yo era una niña y te adoraba. ¡Príncipe Encantado! Le bastaba con cerrar los ojos y ya estaba en aquel cine de hacía muchísimo, al que iba al salir de clase, y compraba una sola entrada, y Gladys le había advertido: «¡No te sientes al lado de ningún hombre! ¡No hables con ningún hombre!», y ella levantaba los ojos hacia la pantalla, llena de emoción, y veía al Príncipe Encantado, que no era otro que aquel hombre que la besaba ahora y al que ella besaba con avidez, sin acordarse de las escoceduras de la boca; aquel hombre moreno y atractivo, de bigote recortado, sesentón ya, con arrugas en la cara, el pelo cayéndosele y en los ojos una inconfundible expresión de caducidad. Una vez pensé que eras mi padre. ¡Ay, dime, dime que eres mi padre!

Esta película que es su vida.

Eran amantes recientes y los sentimientos que intercambiaban eran delicados y evanescentes como una telaraña. Roslyn dormida en la cama, el hermoso cuerpo cubierto sólo por una sábana, y su amante Gay se inclinaba suavemente sobre ella para despertarla con un beso, y Roslyn se incorporaba al instante y le pasaba los brazos por el cuello, y lo besaba con tanta vehemencia que por el momento olvidaba las escoceduras de la boca, el miedo y la desdicha de su vida. ¡Te quiero! ¡Siempre te he querido! Volvió a ver la foto enmarcada de su galán en la pared del dormitorio de Gladys. ¡Hacía muchísimo, pero qué vívidamente la recordaba! El edificio era La Hacienda. La calle era La Mesa. Norma Jeane cumplía seis años. Mira, Norma Jeane, éste es tu padre. Roslyn estaba desnuda bajo la sábana; Gay, vestido. Aparecer desnuda en la pantalla y sobre una colcha arrugada de terciopelo rojo era quedar al descubierto y tan indefensa como una criatura marina valorada por su concha, pero si se veían las plantas de los pies, ¡qué indecencia! Y la oscura emoción erótica de semejante indecencia. Cuando se besaban, Roslyn se estremecía; se podía ver los granitos de la carne de gallina en su piel pálida. ¡Hormigas rojas que pican! Aquellas llagas diminutas viajarían por sus venas, por su pecho y su cerebro, y la destruirían un día pero no aquél.

Un beso debe doler. Amo tus besos dolorosos.

La Monroe era supersticiosa y pocas veces veía lo que habíamos filmado durante la jornada, pero aquella noche llegó con Gable, se pasó la escena y nos quedamos boquiabiertos al ver cómo había quedado. H se llevó a la Monroe aparte, se plantó ante ella, le cogió las manos y le dio las gracias por el trabajo que había hecho aquel día. Era cojonudo, dijo. Muy sutil. Estaba más allá del sexo. Ella era una mujer real en la escena y Gable un hombre real. Los dos hacían soñar. Nada que ver con las habituales tonterías del cine. H había bebido whisky y hablaba con voz arrepentida, porque durante semanas había estado echando pestes de la Monroe a sus espaldas, y haciéndonos reír contándonos los métodos con que pensaba matarla.

—Si alguna vez vuelvo a dudar de ti, querida, dame un buen puntapié en el trasero, ¿quieres?

La Monroe rió con malicia.

—¿Y por qué no en los huevos?

Somos amigas, ¿verdad, Fleece?

Tú sabes que sí, Norma Jeane.

Has vuelto a mi vida por un motivo.

Siempre he sabido cómo eras.

¿En serio? Te quería mucho.

Yo a ti también, Ratón.

Íbamos a fugarnos juntas, Fleece.

¡Nos fugamos! ¿No te acuerdas?

Tenía miedo. Pero confiaba en ti.

Ay, Ratón, no debiste hacerlo. Nunca fui buena.

¡Sí lo fuiste, Fleece!

Quizá para ti. Pero no en lo más profundo.

Eras amable conmigo. Nunca lo he olvidado. Por eso quiero darte ahora algunas cosas. Y en mi testamento.

Oye, no hables así. No me gusta ese lenguaje de mierda.

Es realista, Fleece. En la película que estoy haciendo, un vaquero me dice: «Todos tenemos que morirnos algún día».

Joder, pues no le veo la gracia.

No me lo dicen para que me ría, Fleece. A veces me río, pero no esta vez.

Pues sigo sin verle la gracia. ¿Has visto gente muerta? Yo sí. Los he visto de cerca. Los he olido. Los muertos no son divertidos, Norma Jeane.

Ay, Fleece, ya lo sé. Lo que pasa es que «Todos tenemos que morirnos algún día» es un tópico.

¿Un qué?

Algo que se ha dicho antes. Muchas veces.

¿Y por eso tiene gracia?

Yo no me reía, Fleece. No te enfades.

Todo lo que se dice lo han dicho ya otros, pero eso no significa que haya que reírse de ello.

Perdona, Fleece.

En el orfanato eras la más triste. Llorabas con desconsuelo todas las noches y mojabas la cama.

No es verdad.

A las niñas que mojaban la cama les ponían un hule en vez de sábana inferior. Olía fatal. Y siempre era el pequeño Ratón.

¡No es verdad, Fleece!

Joder, qué mezquina fui contigo.

No fuiste mezquina conmigo, Fleece. Me protegías.

Te protegía. Pero era mezquina contigo. Me gustaba hacer reír a las otras niñas.

A mí me hacías reír.

Me siento mal, Norma Jeane. Aquella vez te quité el regalo de Navidad y te echaste a llorar.

No.

Sí, te lo quité. Le arranqué aquella mierda de rabo que tenía. Creo que lo hice porque tenía celos.

No te creo, Fleece.

Le arranqué el rabo a aquel tigre. Lo tuve debajo de la almohada durante un tiempo y luego lo tiré. Supongo que estaba avergonzada.

Oh, Fleece, creía que te caía bien.

¡Y me caías bien! Me caías mejor que nadie. Eras mi Ratón.

Sentí dejarte. Pero fue necesario.

¿Vive aún tu madre?

Oh, sí.

Llorabas mucho. Tu madre te abandonó.

Mi madre estaba enferma.

Tu madre estaba loca y tú la odiabas. Recuérdalo, íbamos a ir a Norwalk, a donde estaba encerrada, para matarla.

¡Eso no es verdad, Fleece! Es terrible eso que dices.

Íbamos a incendiarlo todo.

¡No es verdad!

No dejaba que te adoptaran. Por eso la odiabas.

Nunca he odiado a mi madre. Q-quiero a mi madre.

No te preocupes, Marilyn, no se lo diré a nadie. Es nuestro secreto.

No es ningún secreto, Fleece. No es verdad. Siempre he querido a mi madre.

La odiabas mucho porque no dejaba que te adoptaran. ¿Lo recuerdas? La vieja bruja no quería firmar los papeles.

Yo nunca he querido que me adoptaran, Fleece. Ya tenía una m-madre.

Oye, estuve en Norwalk una temporada.

¡En Norwalk? ¿Para qué?

¿Para qué crees tú, tontorrona?

¿Estabas… enferma?

Pregúntaselo a ellos. Hacen con una lo que les da la puta gana, no se les puede detener. Cabrones.

¿Estuviste encerrada en Norwalk? ¿Cuándo?

¿Cómo coño voy a saberlo? Hace mucho. Estábamos en guerra, me alisté en el ejército. Hice la instrucción en San Diego. Embarqué para Inglaterra. ¡Yo, en Inglaterra! Pero me puse enferma. Tuvieron que enviarme otra vez a Estados Unidos.

Lo siento mucho, Fleece.

Pues yo no. Vestía ropas de hombre, nadie me molestaba. Salvo cuando se jodía algo.

Me gusta tu aspecto, Fleece. Te vi enseguida entre la multitud. Si hubieras sido hombre, habrías sido guapo. Eso me gusta.

Sí, pero no tengo polla, ¿sabes? Si tienes coño pero no lo otro, tienes que hacer lo que la polla mande. Yo sacaría la navaja si me dejasen. No era precisamente tímida. Ahora me asustan más cosas que antes. Quería belleza en mi vida. Viví en Monterrey, en San Diego y en Los Ángeles. He seguido tu trayectoria cinematográfica.

Esperaba que lo hicieras, Fleece. Lo esperaba de todas las niñas.

Te conocí enseguida. «Marilyn.» Vi Niebla en el alma y tenía ganas de que tirases por la ventana a aquel renacuajo. ¡No me gustan los niños! En Niágara no podía creer que estuvieras tan mayor, y tan guapa. Pero me emocioné mucho cuando te estrangulaban.

Fleece, estás diciendo cosas muy extrañas.

Sólo te digo la verdad, Norma Jeane. Ya conoces a Fleece.

Por eso te quiero, Fleece. Te necesito en mi vida. Que estés en mi vida. ¿Lo entiendes? Así podremos hablar de vez en cuando.

Podría ser tu chófer. Tengo carnet de conducir.

Ahora soy Roslyn. La que sale en la película que estoy haciendo. No soy actriz, sólo una mujer. Procuro ser buena. Los hombres me han hecho daño, estoy divorciada. Pero no resentida. Saldré adelante. Vivo en Reno, quiero decir en el papel de Roslyn. Pero no voy a jugar a los casinos, porque perdería.

He dicho que podría ser tu chófer.

La Productora ya me ha puesto un chófer.

Podría ser la guardaespaldas de Marilyn.

¿Guardaespaldas?

¿Crees que no tengo fuerza suficiente? Pues la tengo. No me subestimes, Norma Jeane.

No te subestimo.

¿Ves esta navaja? La llevo encima para protegerme de los cabrones que quieren joderme.

Vamos, Fleece.

¿Qué? ¿Te asusta?

Fleece, yo creo…, no me gustan las navajas.

Bueno, pues ésta es mía. Es mi protectora.

Creo que deberías dejarla.

Ah ¿sí? ¿Dónde? ¿Dónde debería dejarla?

En un…, bueno, donde la cogiste.

¿La hoja de la navaja? ¿Dónde debería ponerla?

No me asustes, Fleece. Yo no quería…

Marilyn, pareces un poco asustada. Joder.

No lo estoy, es sólo que…

¿Que te he hecho daño? ¿A Norma Jeane? ¿A ti? Yo nunca te haría daño.

Ya lo sé, Fleece. Y espero que sea así.

Ratoncito mío.

Es que me ponen n-nerviosa. Las navajas así.

No tengo miedo de usarla para protegerme. Podría protegerte a ti.

Ya sé que podrías. Y te lo agradezco.

Uno se acerca a Marilyn y le dice una grosería, o se lanza sobre ella. Seré tu guardaespaldas.

No sé, Fleece.

Hay quienes quieren hacer daño a Marilyn. Yo podría protegerte.

No sé, Fleece.

Y una mierda no sabes. Has querido que volviera por eso.

Fleece, yo…

Está bien, dejaré la navaja. Está bien, no habrá navaja. Nunca ha habido navajas. ¿Vale?

Gracias, Fleece.

Siempre he sabido cómo eras, Norma Jeane. Nunca te olvidaré. Comprendí que eras Marilyn. Para todas nosotras.

Besar a Fleece, ¿me atreví a besar a Fleece o soñé que besaba a Fleece y que Fleece me besaba (¡y me mordía!), y que luego los labios se me hinchaban y me escocían? Besar a Fleece como quien aspira éter. Ávidamente, aromas de naranja, y el corazón a punto de estallar.

gracias a Dios.

El aniversario de boda. El cuarto. Pasó sin pena ni gloria.

El marido repudiado. Descubrió que no sólo la encandilaba Gable (y posiblemente se la follaba), sino que además estaba el aún más enigmático Montgomery Clift. Alcoholizado y atractivamente perturbado, con el hermoso rostro desfigurado y lleno de cicatrices por culpa de un accidente de moto que había estado a punto de acabar con él el año anterior; un adicto a las anfetaminas y los barbitúricos (¿se los inyectaba?); encerrado en su caravana como un Dioniso de clausura que se apartaba con su inseparable vodka con pomelo y un amante joven e insolente, casi siempre se negaba a que le hicieran entrevistas e incluso a adentrarse en la soleada y «fantasmal» Nevada hasta que llegaba la noche. En el equipo de rodaje de Vidas rebeldes se hacían apuestas sobre si Clift terminaría la película y representaba un peligro mayor aún que la Monroe.

—¿Sabes por qué quiero a Monty Clift? Porque es géminis.

—¿Que es qué?

—Géminis, como yo.

El marido no estaba celoso de un homosexual sentenciado, tenía demasiado orgullo. Ella vio el sufrimiento en sus ojos y le tocó el brazo. (La primera vez que tocaba a alguien en los últimos días.) De repente era Roslyn, la belleza rubia y curativa en plan cursi.

—Bueno, la verdad es que no sé si Monty nació bajo el mismo signo que yo, lo que quiero decir es que es como un hermano gemelo. Hay personas que son como hermanos gemelos nuestros, ¿lo entiendes? Montgomery Clift es el mío.

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