Blizzard

Blizzard


Capítulo X

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 Capítulo X

 

 

  WINDY estaba a la vez cómodo e incómodo. Explicó sus razones a su modo.

  —Me siento como metido en una ropa que me viene estrecha, Lee. Y no me acaba de gustar. Como a reventar y muy buena comida, tengo una cama muy buena, duermo a pierna suelta tanto como quiero, no me falta buen licor para enjuagarme el gaznate… pero no estoy a gusto. Me parece como si algo o alguien nos hubiera jugado una mala pasada metiéndonos aquí y cercándonos con nieve, hielo y viento.

  Estaban en la cuadra, la caldeada y excelente cuadra donde Mac Cann tenía a sus caballos personales y los de su hija, donde también alojaron al de Lee. Aquellos animales eran selectos, estaban cuidados como tales. El caballo de Lee, nada habituado a tal compañía y tanta comodidad, también parecía resentirse. Lee podía entenderlo.

  —Nos marcharemos mañana. Windy le miró de reojo.

  —¿Estás seguro?

  —Mac Cann afirma que al anochecer se tenderá el blizzard, él debe saberlo.

  —No me refiero a eso, sino… Perdóname si meto la pata, pero…

  —Pues no la metas. Guárdate tus ideas y no dejes que te hagan doler la cabeza, mañana saldremos de aquí.

  Estaba repleto de un mal humor amargo y a duras penas podía contenerlo. Cuarenta y ocho horas en casa de Mac Cann habían sobrado para trastocarle todas las perspectivas vitales, derrumbar viejos y potentes muros, volviéndolos cascote y polvo…

  Desde la tarde anterior aullaba el blizzard, azotando la desolada tierra con su millón de látigos de hielo. La temperatura era de muchos grados bajo cero, exactamente veintitrés al exterior, la nieve se había helado y nadie podía moverse allí fuera, en la vastedad blanca. Ahora mismo, un sol sin calor, irreal, casi fantasmal, brillaba en lo alto de un cielo azul-pizarra donde no quedaba ni rastro de nubes. Mac Cann le había invitado a dar un paseo hasta el cañón, estaba preocupado.

  —Con la nieve helada, los caballos resbalan y se quiebran las patas, hay que rematarlos…

  Iban a ir a pie, utilizando botas especiales para el hielo, pues ningún caballo podía eludir los peligrosos resbalones. Para él, Lee Hawk, aquella excursión iba a ser un alivio, tras cuarenta y ocho horas de respirar el mismo aire que Pat Mac Cann, oírla, verla, sentir su influjo…

  Pero se llevó un buen sobresalto al descubrirla, junto a su padre, vestida para la excursión. Parecía un esbelto y guapo muchacho con sus recios pantalones de pana, su parka de pieles de carnero, con capuchón, las grandes, deformes, botas con suelas especiales, de las que sobresalían las gruesas cabezas de los clavos que luego se incrustarían en la nieve helada impidiéndole resbalar, pero que eran de lo más incómodas dentro de una casa. Su padre contestó al ademán de sorpresa de Lee con un encogimiento de hombros.

  —No he podido convencerla para que se quedara. Aparte de que está muy acostumbrada.

  —No voy a ser un estorbo para nadie. Y nadie me dejará encerrada en casa mientras ustedes dos disfrutan del paseo.

  También era hija de su padre, a veces lo dejaba traslucir. Lee suspiró y se resignó a seguir sufriendo.

  Salieron del edificio para ser atrapados por el blizzard, que los azotó cruelmente. La joven iba entre ambos hombres, pero incluso el gigantesco Mac Cann se dobló bajo la furia del blizzard. Iban perfectamente abrigados, no había peligro de congelaciones, gorros de pura lana con orejeras reforzadas, bufandas ante boca y narices, gruesos mitones de piel de liebre, con el pelo hacia dentro, calcetines de lana y paja seca, cuidadosamente cortada, dentro de las botas. Aun así, el blizzard halló modo de calarles su frío.

  Los tres llevaban rifles, más pequeño, pero no menos efectivo, el de la joven. Cuidadosamente preparados, limpiándolos de todo vestigio de grasa, de toda hume— dad. Los lobos hambrientos merodeaban sin duda por las cercanías, no podían descuidarse. La noche anterior una manada intentó penetrar en el cañón y los guardianes estuvieron disparando largo rato.

  Descender la helada pendiente del camino hasta el valle les llevó casi veinte minutos y apenas si eran doscientas yardas. Por suerte, una vez abajo la masa del cerrillo les cortó algo el blizzard, permitiéndoles ir algo más aprisa. Tenían que limpiarse casi a cada instante los ojos doloridos y remover las bufandas para que el aliento congelado se deshiciera.

  La gran montaña roja, con su gigantesco lomo de coronación, resaltaba igual que un gran pastel espolvoreado de azúcar. Ahora, a plena luz, Lee podía verla entera, le calculó unas trescientas a cuatrocientas yardas de cantil a pico. Cortaba el blizzard y de golpe alivió su propia situación. Enfrente, la montaña gris semejaba un gigantesco castillo medio derruido, con altísimos torreones y trozos de muralla desmochados, coronando un levantamiento triangular de rocas jaspeadas.

  —El cañón queda bastante resguardado del viento noreste —dijo Mac Cann a gritos—. En cuanto entremos en él todo será más soportable.

  Tardaron tres cuartos de hora en llegar a la entrada del cañón. Allí, sobre la nieve helada, estaban las huellas del asalto de los lobos, docena y media de esqueletos casi totalmente mondos, sobre manchones de nieve roja. Muchos de ellos habían muerto a cortísima distancia de los muros de adobe que descendían desde los altos flancos, coronados por cerca de alambre espinoso muy tupido, hasta el cauce del arroyo, salvándolo por un puente de piedra. Había una edificación baja y alargada adosada al muro por su parte interior, con aspilleras, de cuya chimenea surgía el humo denso, y una gran puerta de troncos cruzados como las barras de la bandera inglesa, pesada y difícil de manejar. Dos hombres, semejantes a osos por su atuendo, salieron a abrirles la puerta. Un blanco y un mexicano, ya Lee les viera arriba. El blanco informó con respeto a Mac Cann:

  —Eran tal vez un centenar y estaban locos de hambre, hubo un momento en que creímos que lo conseguirían. Cuatro o cinco lograron saltar, pero los matamos antes de que pudieran meterse en el cañón. A los que matamos ahí fuera se los comieron sus compañeros, eso los encalmó. Pero volverán esta noche a pesar de las trampas y las balas.

  Eran animales increíblemente flacos, increíblemente salvajes, en la hirsuta mueca de la muerte, los que habían caído dentro de la cerca. Cuando estaban examinándolos vieron llegar, por el cañón, a un hombre, que resultó ser otro de los blancos al servicio de Mac Cann. Traía malas nuevas.

  —Una manada de lobos logró meterse en el ramal occidental, lo hemos descubierto esta mañana al ver a un par de animales heridos. Curtis salió con cinco más a darles una batida antes de que hagan mucha carnicería.

  Remontaron el cañón. Allí, en su desembocadura, el fondo del mismo apenas si sobrepasaba las doscientas yardas de anchura, entre dos derrumbaderos gigantescos. Un poco más adelante juntábanse las dos montañas, quedando separadas por una enorme brecha de paredes verticales, tajada por el arrojo y el viento en muy lejanos siglos, cuando los cañones eran niños y transportaban caudalosas, rápidas corrientes. Las laderas tenían bastante arbolado, pinos y abetos, arces rojos y negros, abedules y robles. Mac Cann le había dicho que todos los años traía plantones tiernos en sus viajes al Sur, para poblar con ellos su propiedad, formando bosques capaces de retener el agua de las lluvias de otoño y las nieves de invierno, también la de las furiosas tormentas del verano. Otra de sus inteligentes iniciativas. Ahora, todo nevado, con el agua del arroyo congelada hasta el fondo del cauce, con el blizzard aullando en lo alto y el pálido sol sin calor alumbrándoles el camino, era como avanzar por una tierra de fantasmas.

  Los caballos comenzaron a aparecer. Peludos y vigorosos caballos salvajes a los que el intenso frío no parecía afectar demasiado, mirándoles con sobresalto no excesivo, a veces relinchaban con disgusto o desafío, a veces se les acercaban como llenos de curiosidad, otras escapaban sin espantarse. Era notorio y evidente que aquellos animales estaban acostumbrados a la cercana presencia de los hombres, dentro de su salvaje libertad.

  Un mundo congelado y de una belleza impresionante, extraña, fantasmal. Mac Cann le había hablado mucho en los últimos días de sus dominios.

  —El cañón tiene dos millas y media largas en su parte inferior, luego se ensancha en una cazuela casi redonda, de cómo media milla de diámetro, y se bifurca como los dedos de una mano extendida y abierta. La rama central y principal tiene nueve millas de largo y termina en un despeñadero de setenta u ochenta yardas de altura; la oriental unas siete millas y acaba en un talud rocoso de cincuenta yardas de altura, cortado a pico; la occidental cinco y media, y se une directamente a la ladera de un monte inaccesible. En todos los cañones altos no hay un lugar por donde puedan trepar caballos hasta la meseta; donde las paredes de roca son más chicas, tienen veinte o veinticinco pies de altura. Claro que hay derrumbaderos y puntos erosionados, pero ya los verá. Las cabras salvajes y los lobos hambrientos se atreven con ellos, pero ni el más loco de los cuatreros lo intentaría…

  Ahora, Lee comprendió que no había exagerado. Aquel enorme cañón era el encerradero ideal para criar caballos salvajes, si se disponía de los medios y la técnica adecuados, como los tenía Mac Cann. Paredes casi lisas de cientos de yardas de altura, laderas empinadas, cubiertas de vegetación y arbolado, el arroyo con agua abundante casi todo el año… Los caballos, allí, estaban seguros, al menos contra cuatreros. Los lobos hambrientos eran otra cosa.

  Hora y media después llegaron al ensanchamiento; la Palma de la Mano, en idioma navajo. Un lugar como para quitar el resuello.

  —En lejanos tiempos geológicos debió ser la taza de un lago que recogía el agua de los cañones altos. Hay un lomo de arenisca atravesado delante de la entrada del cañón bajo, que durante millones de años debió ser la barrera de contención de aguas. Luego, el agua erosionó y tajó una salida hacia uno de los lados…

  En efecto, un lomo de arenisca purpúrea, a la sazón casi cubierto de nieve, tan pelado y duro que sólo algunas matas habían podido crecer sobre él, alto de unas cincuenta yardas y ancho de doscientas, cerraba como una retranca el cañón inferior, que allí abría sus bordes altos en abanico, alejándose hacia los lados. El cauce del arroyo se encajonaba hasta no tener más de cincuenta pasos de anchura, formaba una gran S hacia la derecha, y después desembocaba en el antiguo lago.

  Lee vio un circo de rocas rojas, rojizas, color siena, veteadas de púrpura y de gris, cantiles de tremenda altura, algunos abombados, otros lisos, en algunos puntos con agujas rocosas destacándose de ellos, en otros con enormes grietas. La parte superior, casi sin excepción, era lisa y de altura casi uniforme, como igualada por una garlopa de titán. Muy a lo lejos, hacia el norte, apuntaba, azul intenso, un lejano picacho. Desde el pie de los acantilados descendían laderas empinadas, derrumbaderos, cubiertos de árboles y matorrales. El centro de la gran cazuela era casi liso y buena parte del mismo estaba cultivado sin duda, pues sobre la blancor de la nieve distinguíanse cercas de piedras altas de más de un metro, coronadas por alambre espinoso.

  «Con las cercas de piedra impido que los caballos se hieran con el espino, aprenden pronto a no tratar de entrar en los campos…»

  Había una serie de edificios a un lado, resguardados al pie de unas altas rocas y junto al arroyo, también con unos grandes árboles. Había unas corralizas de desbrave…

  Y centenares de caballos salvajes moviéndose por todas partes, pero sobre todo en los alrededores de las edificaciones, donde los hombres de Mac Cann echábanles comida. Centenares y centenares de caballos salvajes… una fortuna en sangre, carne y huesos.

 

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