Blizzard

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Capítulo XI

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 Capítulo XI

 

 

  LOS grandes heniles de Mac Cann estaban repletos de pienso. Ocho hombres se afanaban sacándolo y llevándolo a los comedores, hábilmente colocados y construidos. Los caballos debían entrar en ellos de dos en dos, nunca más de un par de docenas en cada comedero. Cuando se comían el pienso, eran sacados a la libertad por otra puerta. Seis comederos, ciento veinte caballos. No se les dejaba estar más de media hora allí dentro. Al cabo de la jornada, todos alimentados en la medida justa, sin desperdiciar ni un bushel de pienso.

  —Son animales muy inteligentes y el hambre los vuelve dóciles.

  Sin lugar a dudas. Pero también el hombre que había ideado, construido, todo aquel complejo era un hombre muy inteligente, que sabía sacar el máximo partido de las posibilidades de su explotación. Un ganadero moderno, con una mentalidad poco común.

  Vieron a los caballos heridos. Las garras y los colmillos de los lobos habíanles desgarrado malamente, pero podrían salvarse, eran animales adultos que, sin duda, se habían defendido bien. Otra cosa sería los potros y potrancas…

  Mac Cann habría querido subir al cañón occidental, pero desistió al manifestarle que sus hombres le llevaban tres horas de delantera.

  —Habrán encontrado a los lobos y darán buena cuenta de ellos; a nosotros se nos hará de noche antes de poder intervenir. Curtis conoce bien su tarea…

  Dio en cambio órdenes muy claras y concisas, que sus hombres, blancos, mexicanos y navajos, escuchaban atentos y disciplinados, luego se disculpó con Lee y marchó a inspeccionar las instalaciones, a ver a los caballos, dejando a su invitado con su hija. Era lo que más temía y deseaba Lee Hawk.

  Pat Mac Cann se había estado portando con él del modo más aniquilador, con una mezcla de confianza, seriedad, dulzura e inocencia del todo natural, pero que por lo mismo anonadaba al hombre hasta entonces misógino ferviente. Hubiera dado la vida por no ser quien era, lo que era. Y por serlo debía ahogar sus emociones, aquel sentimiento inesperadamente nacido en su pecho, que no le dejaba dormir y sosegar, tragarse el amargo dolor de saberse totalmente indigno de ella y mostrarse simplemente correcto, agradecido, bien educado, pero frío. Frío como el blizzard…

  Ella parecía no advertir su deliberada frialdad que tanto le costaba mantener a su lado. Le llevó a visitar todas las instalaciones y no pareció nada cohibida, aunque sí un poco tímida, al quedarse con él a solas.

  Fue una hora de suplicio para Lee Hawk. Y no la habría cambiado ni por el perdón de todos sus pecados.

  Pero precisamente por eso mencionó casi abruptamente su partida.

  —Mañana, si cede el blizzard, mi amigo y yo nos marcharemos.

  Pat se sobresaltó y le miró de soslayo, con su mirada luminosa y limpia.

  —¿Por qué tanta prisa? ¿Acaso no se encuentra a gusto con nosotros?

  Si ella supiera… Pero no sabía, su padre desde luego no le habría contado quién era él y qué vino a hacer a Arizona.

  —Por mi gusto me quedaría un mes. Pero no me es posible. Tengo una cita y un trabajo que no puedo ni quiero demorar.

  —¿Alguna… mujer? Si ella supiera…

  —No. En mi vida no hay ninguna mujer.

  Lo dijo cortante y seco, casi agresivo, justo porque ya aquella afirmación era embustera. Pat pareció acusar su sequedad.

  —Lo siento, a veces soy demasiado curiosa.

  —Soy yo quien debe excusarse. No tengo ninguna costumbre de tratar señoritas. Quedó un silencio difícil. Pat lo cortó pronto, sin mirarle.

  —En fin, si no tiene otro remedio… Pero con la nieve congelada el camino es muy peligroso. Y puede presentarse otra vez el blizzard o nevar…

  Sin duda ella preferiría que se quedara. Era natural, lo encontraba interesante, acaso hasta fascinante, como interesa y fascina un tigre. Otras mujeres se lo habían insinuado, incluso dicho. Él era eso, un tigre suelto. Y a las mujeres les atraen instintivamente los felinos carniceros, por alguna razón.

  —Confío en que no se presentará.

  Volvieron a quedarse callados. Pero Pat Mac Cann era mujer.

  —Me habría gustado que se demorara con nosotros hasta la llegada de mi primo Elmer. Lo estamos esperando de un momento a otro.

  Nada denotaba el rostro de Lee, tampoco su acento, al inquirir:

  —¿Su primo Elmer?

  —Elmer Grunkett. No es exactamente un oesteño, aunque procede de Kansas. Es hijo de la hermana mayor de mi padre, pero nosotros no le conocíamos. Papá se escribía regularmente con su hermanastra, porque sólo son hermanos de padre; eran cinco en total; uno murió muy joven, otro en la guerra y mi tía Constance de parto, casi recién casada; así que sólo quedaban ellos dos, aunque separados por medio país. Mi tía falleció esta primavera y su hijo nos lo escribió, entonces mi padre le invitó a venir. Estuvo aquí un par de meses, luego retornó a Kansas para liquidar allí sus asuntos y regresar.

  —¿Y eso por qué?

  —Mi padre le ha ofrecido trabajo aquí. Según nos contó Elmer, no le andaban bien las cosas, había tenido mala suerte en todo lo que emprendió. Como es el único sobrino carnal que tiene, a mi padre se le ha ocurrido adoptarlo, en cierto sentido.

  Había algo en su voz que aceró la mirada de Lee.

  —Eso no parece agradarle mucho a usted.

  —Pues… No sé por qué se lo estoy contando, como no sea por su intención de marcharse mañana. No, no estoy contenta de esa decisión de mi padre.

  —¿Se lo ha dicho a él?

  —Sí. Pero usted ya le conoce. Es honrado y justo; prefiere ser engañado o incluso perjudicado, antes que aceptar a priori que alguien pueda ser una mala persona. Y Elmer es de su propia sangre.

  —¿Puede ser también una mala persona?

  —No, no quise decir eso. El caso es… Quizá todo se deba a que soy demasiado suspicaz, o a que en realidad casi nunca he salido de aquí. Pero no me agradan sus modales, su modo de mirar… o mejor dicho, de esconder la mirada, su excesivo servilismo con mi padre y su excesiva galantería conmigo. No es sencillo, natural, todo en él parece rebuscado, pretensioso… calculado en exceso, ¿me comprende?

  —Sí, creo que sí.

  —Y hay algunas cosas… En fin, mejor hablemos de otro tema.

  —Este es muy interesante. Si pudiera hacerle una pregunta, sin miedo a ofenderla, quiero decir si me sintiera con algún derecho…

  Ella se había ruborizado y puesto ligeramente nerviosa poco antes. Ahora le miró de reojo, una mirada profunda.

  —¿Qué pregunta? Sé que no será nada ofensivo, señor Hawk.

  —Ojalá. ¿Su primo… la ha galanteado?

  Notó como se encendía el rostro de la joven. Pero no desvió la mirada, sólo estaba seria;

  —Lo hizo a menudo. Y de un modo que me desagradó.

  Era suficiente para él. Lee Hawk respiró hondo, luego sacó tabaco. Y no miró a su interlocutora al decir, pausado:

  —Me habría gustado conocer a su primo, señorita Mac Cann. Tal vez ocurra, cualquier día.

  El modo como lo dijo, aquella afirmación lenta, suave, delgada, hizo respingar ligeramente a la muchacha, le dilató la mirada. Pero Lee no lo vio. Y al tiempo que aparentaba seleccionar el tabaco en la palma de su mano, cambió de tema, de modo incongruente, refiriéndose a la posibilidad de que los hombres de su padre acabaran con la manada de lobos intrusos. De haber tenido más experiencia con mujeres jóvenes, sin duda habríale hecho pensar el que ella se dejara llevar dócilmente en aquella dirección.

  Poco después retornó Mac Cann con sus peones. Había llegado uno de los que partieron con el capataz de campo a dar la batida a los lobos. Estos ya habían hecho una buena carnicería, como de costumbre. Once entre potros y potrancas jóvenes, cuatro yeguas y dos potros grandes, pero ningún semental, fueron muertos o muy malheridos; la cuarta parte habían sido devorados total o parcialmente; el resto de los caballos, por instinto, habían refluido cañón abajo, salvándose de la matanza. Los peones habían encontrado a los lobos en pleno festín, ahítos de carne fresca y tierna. Treinta y cuatro habían sido abatidos, otra treintena larga, muchos de ellos heridos, huyó hacia lo alto del cañón. Los peones no deseaban arriesgarse de noche con los lobos, ya venían de retirada, uno de ellos herido por el contraataque de un lobo demasiado astuto, aunque no gravemente.

  Mac Cann escuchó la información y de inmediato adoptó decisiones.

  —Hawk, voy a pedirle un favor; acompañe a mi hija de regreso a la casa. Yo voy a quedarme a montar el cerrojo contra los lobos, no puedo permitir que se metan en esta cazuela durante la noche y me desgracien unas cuantas docenas de caballos.

  Sobresaltado por tal demanda, Lee vaciló, de repente nervioso por primera vez en su vida. Pero Mac Cann no era hombre para aceptar objeciones.

  —Además, necesito que me envíen unos cuantos hombres desde la casa, con todo lo necesario para acampar al raso con este frío. Pat, elígelos tú.

  No había otra cosa a hacer sino prestar obediencia; comprendiéndolo, Lee se guardó unas objeciones que pudieran resultar sospechosas y emprendió el regreso a la casa junto con la muchacha y uno de los peones navajos. La tarde declinaba aprisa, tendrían que moverse si deseaban llegar a la casa antes que se hiciera de noche. Por lo, demás, el maldito blizzard seguía ululando, implacable, y el frío, con el pálido sol sobre el borde occidental de la cazuela, envuelto en aquella vaporosa neblina azul— pizarra, iba en aumento.

  Tardaron dos horas en alcanzar la desembocadura del cañón, fatigados por el rudo esfuerzo de la marcha. Acababa de irse el sol y los aullidos del blizzard eran más lúgubres. Pero mientras iban penosamente hacia la casa se notó como disminuían rápidamente. En todo el viaje de retorno ellos dos no cambiaron sino pocas palabras, embargados en sus pensamientos, y eso durante los breves altos para recobrar fuerzas.

  Una vez dentro del patio, Pat demostró que era digna hija de su padre también en aquello. Con cuatro órdenes tajantes sin dejar de ser cordiales puso en rápido movimiento a los hombres que restaban allí arriba, después se fue con Lee dentro de su casa, donde Nooka, siempre silenciosa y eficiente, les salió al encuentro avisando que tenía listos el ponche y ropas secas, calientes, para ella.

  —Voy a cambiarme, con su permiso. Deme veinte minutos…

  Al quedar solo, Lee tomó despacio, a largos y lentos sorbos, el reconfortante ponche. Luego dio media vuelta, se puso en el vestíbulo su chaquetón de abrigo, otra vez las confortables botas para nieve y hielo, y fue a buscar a Windy, encontrándolo más bien aburrido en la casa de peones, junto a la estufa roja de calor, mirando cómo se terminaban de alistar tres o cuatro de los peones de Mac Cann. Todos se le quedaron mirando, pero Lee no perdió tiempo.

  —Arréglate, volvemos al cañón.

  —¿Ahora?

  —Hay que pagar de algún modo la hospitalidad que recibimos. Apura.

  Quería estar fuera de la hacienda de Mac Cann antes de que su hija regresara, cambiada de ropas, y descubriera su propósito. Porque temía no poder resistir debidamente a una noche a solas con ella en aquella hermosa casa, tan caliente y confortable. Le daba mucho más miedo quedarse allí que pasarla al raso, con aquel frío salvaje, bajo las duras estrellas de diamante y los aullidos del blizzard, a la espera de los lobos hambrientos y feroces. Mucho más.

 

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