Blizzard

Blizzard


Capítulo XII

Página 14 de 19

 Capítulo XII

 

 

  MAC Cann no pareció sorprenderse al verle llegar con los refuerzos. Lee dióse cuenta de que el otro había contado con su reacción y ello le produjo un irritado alivio.

  —No va a ser una noche divertida…

  No lo fue. Tuvieron que improvisar una línea de refugios algo más arriba de la desembocadura de aquel cañón, ancha de unas doscientas yardas entre cantiles, menos de un tercio de ellas formada por el cauce del arroyo que lo había ido formando en diez mil siglos. Por fortuna, allí también apareció la previsión certera de Mac Cann. A distancias de unas treinta a cuarenta yardas había cercos de piedras con una entrada. Sobre ellos se tendieron lonas de tienda de campaña, redondas, que se sujetaron con cuerdas a otras rocas a todo alrededor, amontonando encima con palas la nieve, de modo que quedaban cubiertas las grietas y rendijas, salvo unas aspilleras grandes, mirando hacia el interior del cañón. Dentro de cada uno de aquellos cercos cabían cinco hombres, cuatro tendidos y uno sentado en bajo taburete. Estarían convenientemente apretados, con lo cual, y las gruesas mantas de lana, más sus propias prendas de abrigo, obtendrían suficiente calefacción para contrarrestar el frío de más de veinte grados bajo cero. Todo el piso de aquellas chabolas fue cubierto de paja seca, magnífico aislante contra el frío.

  Luego, delante de la línea de chabolas, no mucho y a medio camino entre ellas, fueron encendidas sendas hogueras, a las que se arrimó buena provisión de combustible.

  —Alumbrarán todo el cañón y los lobos tendrán que entrar en su círculo luminoso para avanzar hacia la cazuela.

  Era una táctica dictada a la vez por la experiencia y la técnica militar. Cinco hogueras, cuatro puestos, dieciocho hombres bien armados. Cuando llegaran los lobos, si llegaban, iban a encontrarse con un caluroso recibimiento…

  Pero los lobos no bajaron aquella noche. Tenían aún mucha comida con los caballos sacrificados en el cañón y habían sido diezmados; se conformaron con lo seguro. El otro lobo, el del frío, fue el que mordió duro a los hombres acurrucados unos contra otros para dormir y vigilar. Lee, con Windy y dos de los peones de Mac Cann, ocupó uno de los puestos centrales, eligiendo para su amigo y para sí las peores guardias, tres horas cada uno. De hecho sólo podían permanecer una hora al acecho tras de la aspillera, mirando hacia las hogueras crepitantes, brillantes, tentadoras con su promesa de calor; luego debían ser reemplazados para no congelarse. A cada relevo, dos hombres iban a alimentar y atizar hogueras mientras otros dos, uno en cada puesto, vigilaban la aparición súbita y asesina de los lobos.

  Con el alba, el aspeado equipo se dividió por la mitad, unos quedaron allí mientras los otros iban a alimentarse y trasegar cantidad de café negro. Cuando todos hubieron comido, con aquel maldito sol de hielo que no calentaba, echaron a andar, en batida, cañón arriba, maldiciendo de los lobos y del frío, de la nieve y, sobre todo, del implacable blizzard, aunque apenas si notaban los efectos de éste en el cañón, cogido de lado por el terrible viento.

  Poco después de descubrir los ya descarnados restos de los potros y yeguas muertos el día anterior, dieron con los lobos. Estaban alimentados, pero seguían teniendo hambre y desde luego eran demasiado feroces para temer a los hombres. Durante dos horas largas, éstos los acosaron a tiro limpio cañón arriba, en medio de penalidades y trabajos sin cuento. En una ocasión, un lobo ya herido, que se fingía muerto, le saltó a la garganta al mexicano que iba a la izquierda de Lee, entre éste y Mac Cann. Fue un ataque súbito, artero, asesino. El mexicano gritó asustado al verse encima al lobo, disparó a las altas rocas y cayó de espaldas, tratando de no ser mordido en la cara. Veloces, Mac Cann y Lee corrieron a él. El primero, blandiendo su rifle como una maza, lo descargó contra el cráneo del lobo y fue suficiente.

  Por fin, los últimos ocho o diez lobos, todos ellos heridos, quedaron acorralados en el extremo del cañón, un lugar sumamente salvaje, sin posibles salidas. Cuando lo comprendieron, los feroces animales atacaron a la línea de cazadores. Pero ya eran demasiado pocos y los hombres estaban prevenidos…

  Era media tarde cuando Mac Cann, Lee, Windy y un grupo de peones del primero entraron en la hacienda. Salvo Mac Cann, todos los demás estaban agotados, además de helados y adoloridos.

  Lee descubrió pronto que Pat Mac Cann no iba a perdonarle su vergonzosa huida de la noche anterior. Estaba tan fría como el ambiente exterior; contestó seca a su saludo y luego lo casi ignoró de manera ostensible, desapareciendo pronto con una excusa. Lee dio gracias a aquella actitud, que le permitía abreviar una estancia que ya era un suplicio para él. Durante la cena, advirtió que él y Windy se marcharían a la mañana siguiente. Pat no dijo palabra, su padre se limitó a decir, blandamente, que lamentaba su necesidad de partir tan pronto. No fue una cena muy animada, por todo un cúmulo de razones. Y todos se retiraron pronto a descansar.

  A la mañana siguiente amaneció con casi todo el cielo cubierto por un toldo de nubes grises, bajas, pero apenas soplaba el viento y había rolado al sur; el ambiente estaba reblandecido, la temperatura había subido mucho, aunque se mantenía por debajo del cero. Lee se afeitó despacio, rumiando sus pensamientos y mirándose al fondo de los ojos con amargura, luego recogió sus pertenencias y descendió a la habitación principal.

  Encontró a Mac Cann solo. Estaba normal, pero le dio una noticia para él ingrata como una puñalada:

  —Pat parece que se ha enfriado un poco; le duele la cabeza y no piensa levantarse.

  Me ha pedido que le desee en su nombre un buen viaje y mucha suerte.

  Lee le dio las gracias mientras pensaba, con amargura, que era una excusa de la joven, muy femenina, un modo de demostrarle su revancha por lo que él hizo al dejarla sola prefiriendo a su compañía irse a cazar lobos. Si supiera sus verdaderos motivos… Pero valía más que no los sospechara jamás, que no estuviera presente para despedirle casi resultaba un alivio.

  Mac Cann se comportó como el hombre que era. Les había preparado un excelente caballo de carga y cortó en seco las objeciones de Lee.

  —Tengo muchos caballos. Y usted lo necesita, acéptelo como un regalo de paz. Luego apretó su mano reciamente, mirándole a los ojos. Una mirada honda, cálida, viril, como su apretón.

  —Le deseo mucha suerte, Lee Hawk. Y en cualquier caso, si alguna vez me necesita, acuda a mí. Siempre estará abierta la puerta de mi casa para usted.

  Era algo que Lee Hawk supo apreciar.

  Minutos después se alejaba despacio, descendiendo el camino limpiado de nieve helada hasta el terreno llano, sin volver la cabeza. No lo hizo ni una sola vez; tenía la boca apretada y los ojos repletos de algo que nunca había estado antes en ellos. A su espalda, Windy se preguntaba qué demontres pensaría y qué harían ahora ellos dos.

  ¿Ir a Kayenta a ejecutar su siniestra tarea? Incluso a él, que no se caracterizaba por el brillo y la agilidad de su cerebro, le resultaba desagradable la idea luego de aquel interludio pasado a cuerpo de rey, tratado como un hombre decente por personas decentes.

  Lo comentó cuando ya cabalgaban por el valle, cuidadosamente eligiendo su ruta.

  —Bueno, muchacho, ahora tú dirás…

  —Iremos a ver qué se puede recuperar de nuestro equipo.

  —No habrán dejado nada los lobos, se habrán comido hasta los sacos y las mantas.

  —Lo veremos.

  Nadie debía haber pasado por allí. Encontraron los restos totalmente descarnados del caballo de carga, y a todo alrededor, esparcidos, revueltos en la nieve, congelados y pegados con ella, sus pertrechos. A duras penas pudieron recuperar algo utilizable, porque los feroces dientes de los lobos habían destrozado lo no comestible. Pero las dos grandes cantimploras de agua, las cajas de munición y un par de mantas fueron rescatadas.

  Después se encaminaron, sin ninguna prisa, a través del amplio y desolado valle, bajo la luz gris del día invernal, hacia el suroeste, hacia Kayenta. Al punto donde Lee Hawk tenía que matar a un hombre por dinero.

  Caminaron durante casi toda la jornada, sin prisa ni pausa. El frío, de algunos grados bajo cero, era perfectamente soportable y lo mismo el viento; la nieve, aunque se mantenía helada, iba licuándose despacio y empapando la débil capa de tierra donde la había, crujía bajo los cascos de los caballos, abriéndose y rompiéndose con su característico ruido. No se distinguían árboles ni matorrales, salvo en las hondonadas, cerca de los cauces por donde circulaba el agua en primavera y en otoño. No volaban pájaros, las huellas de animales eran rarísimas también. Sólo silencio… Justo lo que necesitaba Lee Hawk.

  Por fin, a lo lejos aparecieron unas «débiles humaredas indicadoras del emplazamiento de la población. Tardaron todavía una larga hora en alcanzarla, cuando ya la oscuridad se tendía sobre la tierra yerta.

  A la gris penumbra del tristón crepúsculo invernal, Kayenta no presentaba, desde luego, un buen aspecto. Un puñado de edificaciones de una sola planta y sórdida apariencia, con los tejados cubiertos por la nieve helada, se desparramaban a la parte norte de una barranca poco profunda y bastante ancha, a la sazón cubierta por un espeso manto de nieve. Dos o tres de aquellos edificios eran de dos plantas y tenían mejor aspecto. Alrededor del pueblo había campos de cultivo, no demasiados, cubiertos también por la nieve. Una docena de árboles de ramas desnudas animaban el panorama entre los edificios y a la orilla del barranco. No eran muy grandes. Y eso era todo. Con todo, un grato lugar de refugio para quien llegara allí después de atravesar el alto desierto nevado bajo el azote implacable del blizzard.

  No había ninguna animación fuera de los edificios.

  Apenas si dos o tres valientes que iban de un lugar a otro se demoraron a lanzar una ojeada a los dos forasteros. Lee siguió por delante de la taberna local hasta la cuadra del pueblo, desmontó al llegar a ella y tomando al caballo de la rienda se introdujo en su interior. Un hombre de largos y caídos bigotes, arrebujado en una manta navajo de vivos colores, que estaba sentado junto a una estufa pequeña fumando en una vieja pipa, se puso en pie aprisa, mirándoles a él y a Windy con desconfianza y curiosidad.

  —Hola, forasteros…

  —Buenas tardes. Necesitamos alojamiento y comida para nuestros caballos. Un buen alojamiento y un buen pienso.

  —Tendrán que conformarse con lo que hay. Al menos, aquí dentro no se congelarán. Les costará cincuenta centavos por caballo y día, el pienso incluido. Y es un precio muy razonable, créanme. Caramba, amigo, qué gran caballo este negro suyo…

  —Por eso quiero que tenga lo mejor. Yo mismo lo acomodaré.

  —¡Oiga, aquí…!

  —¿Aquí, qué?

  El cuadrero tragó saliva bajo la mirada glacial de Lee.

  —No, nada… Haga lo que quiera… Pero cobro por anticipado.

  Lee acomodó a su caballo en el mejor lugar de la cuadra, quitando para ello de allí a otro caballo. Había ocho en la cuadra, animales vulgares. El dueño, ligeramente nervioso, se apresuró a traer, con un farol encendido, heno seco en cantidad suficiente, alfalfa tierna también. Tras darle unas friegas al caballo, trabajo imitado por Windy, Lee recogió su montura, colgándola de una de las estacas de la pared, tomó el rifle, las bolsas de la silla y su petate, y le dejó a Windy todo lo demás. El cuadrero vacilaba en insistir en su demanda de cobrar por adelantado cuando se paró frente a él, apoyó el rifle en uno de los postes que sostenían el techo, sacó una moneda de cinco dólares y se la tiró, forzándole a cogerla al vuelo.

  —Tres días pagados y sobra medio dólar. Para que mi caballo reciba lo mejor.

  —Sí, sí, claro…

  —¿Dónde podemos alojarnos?

  —Vayan al Red Hole. Tienen habitaciones…

  El Red Hole era la taberna local. Y apenas Lee empujó sus batientes, entrando, descubrió a los dos tipos a quienes él y Mac Cann hicieron salir con el rabo entre piernas de la cabaña de los Norrie unos días atrás.

 

Ir a la siguiente página

Report Page