Blizzard

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Capítulo XIII

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 Capítulo XIII

 

 

  SIN duda aquellos dos no esperaban verle aparecer. Estaban sentados a una de las mesas, con una botella y dos vasos delante, jugando a los naipes. Se quedaron rígidos… y eso fue todo, porque el rifle de Lee estaba apuntándoles, como al desgaire.

  Aparte ellos había ocho hombres más allí dentro, todos blancos y la mayoría gente pacífica, a juzgar por su aspecto. El tabernero era un tipo calvo y ventrudo, con ojos saltones, bien envuelto en un recio jersey de lana verde con cuello vuelto, sobre el que llevaba un sucio mandil. Todos quedaron mirando a los recién llegados, pero no oyeron la siseante advertencia de Lee a su compañero:

  —Ojo con esos dos de la mesa. Tienen motivos para no quererme.

  Windy era perro viejo, ya había advertido la reacción de aquel par. Les miró, pues, con antipatía manifiesta mientras bajaba de modo ostensible su rifle, y cubrió la espalda de Lee, que por su parte desdeñaba ya a los otros, yéndose al mostrador para interpelar al tabernero secamente:

  —Me dijeron que tiene alojamientos.

  —Sólo me queda libre un cuarto, forastero. Con dos camas. Un dólar por persona cada día.

  —Me lo quedo.

  —El pago es por adelantado. ¿Qué van a beber?

  —Sírvanos whisky.

  Había dejado sus cosas encima del mostrador. Junto a él, Windy no quitaba ojo a los de la mesa, los cuales, sombríos, les miraban a su vez intercambiando frases en voz baja. Los demás, sólo estaban mostrándose curiosos.

  —¿Quiénes son esos dos tipos, Lee?

  —Los compañeros del que devoraron los lobos.

  Windy juró por lo bajo y afoscó más el gesto. El tabernero les puso delante sendos vasos no muy limpios y vertió en ellos una parca ración de licor. Tomando el suyo, Lee lo apuró de un trago, sacó otra moneda de cinco dólares y la tiró al mostrador.

  —Cobre dos días de alojamiento.

  Luego recogió sus cosas y marchó tras el tabernero hacia la tosca escalera que conducía al piso superior, seguido por Windy. Los dos de la mesa no hicieron ningún ademán agresivo.

  El cuarto era un asco, comparado con la habitación que él había disfrutado en casa de Mac Cann, pero no peor que otros alojamientos que había tenido. Eso sí, estaba tan helado como el interior de un témpano. Dos toscos camastros de tablas, con jergones de paja y mantas indias, una destartalada mesa de pino sin pintar, unas perchas y un desvencijado palanganero, aparte dos escabeles, formaban todo su mobiliario. Windy gruñó su mal humor examinándolo, pero Lee tenía otras cosas en que pensar.

  —Deja todo ahí acomodado, luego baja.

  Todo seguía igual cuando retornó a la taberna, salvo que había entrado un nuevo campesino. Los dos vagabundos se dieron cuenta en el acto de sus intenciones, envarándose y llevando las manos a sus revólveres; pero permanecieron sentados, mientras los demás volvían a mirar curiosos a Lee. Este llegóse al extremo del mostrador y se plantó calmoso de cara a los vagabundos. Su voz sonó cortante como el mismo soplo del blizzard:

  —Encontré los huesos de vuestro compañero.

  Hubo un súbito silencio. El tejano Bud se levantó despacio, crispada la mano derecha sobre la culata de su revólver.

  —¿Sí, hombre…?

  —Sí. No me gustan los tipos que abandonan a los lobos a un compañero herido para salvarse ellos. Mejor dicho, apestan a cobarde. Así que ya os estáis largando de aquí.

  —¡Échanos tú!

  El que se había quedado sentado, y fuera quien recibió su golpe en la cabaña de Norrie, había sacado con veloz movimiento el revólver que tuvo todo el tiempo traicioneramente oculto y empuñado. Pero era muy poca cosa para Lee Hawk, que había advertido de inmediato sus intenciones y no le quitó ojo. Su propia mano se movió de modo relampagueante y fue su revólver el que disparó un quinto de segundo, acaso, antes de que lo hiciera el ventajista. Alcanzado de lleno, el tipo aquél gritó roncamente y se dobló de modo difícil, soltando su arma humeante para rodar al piso de tierra apisonada.

  El tejano ya había sacado su arma cuando se vio encañonado por la de Lee. Aún más aprisa la dejó caer de nuevo en la funda, y alzó las dos manos, lívido:

  —¡No dispares, hombre!

  Había miedo en sus ojos. Como todos, acababa de presenciar la fulmínea rapidez de su contrario y no quería morir. Con una sonrisa desdeñosa, Lee volvió a meter su revólver en la funda.

  —Lo dije, eres un cobarde. Recoge a tu amigo y fuera de aquí. Si te encuentro mañana en este pueblo te mataré como a un coyote. ¡Largo!

  —¿Qué es lo que pasa, Lee? —Windy estaba, revólver en mano, arriba, en el rellano, cubriendo el local.

  Lee se lo dijo lentamente, sin mirarle:

  —Maté a un coyote, ya lo ves. El otro se marcha con el rabo entre piernas.

  El tejano estaba liquidado y lo sabía. Apretando los dientes, se agachó a recoger el cadáver de su compañero y lo arrastró penosamente, en medio del total silencio, dejando un reguero de sangre en el piso, al exterior. Windy se apresuró a bajar e ir a la puerta, mientras Lee se movió de modo que no pudiera ser alcanzado por un disparo traidor desde afuera. Miró a los ojos del tabernero, y luego le preguntó:

  —¿Conoce a los Norrie? Habitan un cañón al norte de aquí.

  —Sí, les conozco. ¿Qué hay con ellos?

  —Sabrá que la señora Norrie iba a tener un hijo. Mi amigo y yo llegamos allí el otro día, casualmente, a tiempo de impedir que tres vagabundos cobardes hicieran una gran cochinada. Esos dos, y otro, habían llegado poco antes, aprovecharon la ocasión para amedrentar y golpear a Norrie, insultando a su mujer y disponiéndose a saquear la cabaña. Nosotros les hicimos salir a punta de rifle, y ya fuera, uno de ellos trató de acuchillarme, entonces mi amigo le quebró un ala. Más tarde encontramos sus huesos devorados por los lobos, en el valle. Sus amigos le habían abandonado. Se me olvidaba: Norrie tiene otro hijo varón. ¿Esos se alojaban aquí?

  Se habían acercado los lugareños a escucharle. Todos, menos un tipo de aspecto ambiguo, entre jinete y granjero, de sobre treinta años, que llevaba revólver y tenía una cara poco de fiar, el cual en todo el tiempo se mantuvo aislado, bebiendo en una de las mesas. Ahora el tabernero gruñó:

  —Les di una habitación, pero voy a echar sus trastos a la calle ahora mismo. No quiero en mi casa tipos como ésos.

  Cumplió su palabra. Al parecer era bastante honrado. En cuanto al tejano, más tarde llegó la noticia de que había cargado a su amigo sobre el caballo que le perteneciera, recogió de la nieve sucia del arroyo sus pertenencias entre broncas maldiciones, y se marchó del pueblo llevándose a su amigo.

  —Si se los comen los lobos no lo voy a sentir —fue el comentario de Windy al saberlo. Lee no hizo ninguno.

  Comieron una cena que les hizo añorar las de Mac Cann, sobre una de las mesas de la taberna. La exhibición de pistola de Lee y lo que contó sobre los Norrie, habíanles creado una aureola de respeto temeroso por parte de las gentes de Kayenta. Lee envió a su compañero a dormir cuando ya estaban solos con el tabernero y habían acabado con la cena.

  —Espero a un hombre, no quiero que estés presente.

  Windy conocía el motivo de su presencia allí, no rechistó y obedeció. Prefería no saber nada de aquel feo asunto…

  Pero aquella noche Lee Hawk esperó en vano. Cuando el tabernero le dijo que cerraba y se iba a acostar, subió al camaranchón helado y se metió entre las mantas propias, tras echar las otras, seguramente empiojadas, al suelo. Aún así los voraces bichejos llegaron a impedirle dormir, junto con el frío congelado, los ronquidos de Windy y el recuerdo de Pat Mac Cann.

  El día amaneció con una nevisca ligera y muy desagradable, revoleada por un viento del sureste que mantenía relativamente alta la temperatura. Las gentes de Kayenta se quedaron dentro de sus casas, con muy buen acuerdo, y a Lee y a Windy no les quedó otro remedio sino pasarse el día en la taberna, donde por lo menos la gran estufa mantenía el ambiente caldeado hasta cierto punto.

  Prácticamente estuvieron solos todo el día, Lee sumido en sus pensamientos, fumando o haciendo solitarios; Windy trasegando licor barato con mucha menos continuidad de lo que le habría gustado, fumando y conversando a ratos con el tabernero.

  Poco después de caer la noche, el tipo malencarado apareció en la taberna. Habían venido, también, algunos de los hombres del pueblo a la cotidiana tertulia. Seguía neviscando con intermitencias y en el exterior el frío era intenso, aunque mucho menos que días atrás.

  Lee captó el leve gesto de inteligencia de aquel individuo al cruzarse sus miradas, y supo que se trataba de un emisario.

  —Te quedas quieto —avisó a Windy.

  Luego se levantó y acercóse al mostrador, parándose junto al otro sin mirarle. Pidió un nuevo whisky al tabernero.

  Entonces el individuo aquel habló entre dientes, sólo para Lee:

  —Salga, dé vuelta al edificio y vaya al porche de la herrería. Espere allí.

  No hubo más. Lee se bebió su licor de dos lentos sorbos, volvió junto a Windy y le avisó:

  —Salgo ahora. Regresaré dentro de diez o quince minutos. Vigila bien.

  —Ten cuidado, no vaya a ser una trampa…

  Lee sabía que no lo era. Y se preguntaba cómo su empleador pudo llegar a Kayenta sin ser notado. Claro que la nevisca cubría mucho…

  Al salir, el bofetón salvaje del frío le cegó momentáneamente. Todo estaba oscuro, aunque la luz de la taberna alumbraba un cono de noche débilmente, mostrándolo lleno de polillas blancas. Todo era silencio, también.

  Lee caminó pausadamente. Llevaba el revólver empuñado en la mano derecha, por debajo del grueso chaquetón, y estaba totalmente alerta. Sin embargo, nada sucedió en el trayecto hasta la cercana herrería. Allí, en la sombra del porche, no había tampoco nadie.

  Pero apenas un minuto después vio llegar una figura humana, atravesando desde el almacén de ramos generales. Un solo hombre que caminaba todo lo aprisa que le permitía la nieve, una especie de fantasma borroso. Cuando el hombre llegó a la acera del porche, Lee oyó su voz, ronca y silbante:

  —¿Hawk?

  —Sí.

  —Me alegro. Temí que con este temporal no llegara.

  —Yo siempre llego.

  —Ya lo veo. Bien, hace demasiado frío para entretenernos a charlar. ¿Listo para su tarea?

  —¿Ha de ser ahora?

  —No. Puede que aún tarde un par o tres de días. Escuche y grábese todo en la cabeza. Cuando mate a ese hombre deberá parecer claramente un ajuste de cuentas…

  —Ya me lo dijo.

  —Ahora se lo repito. Yo vendré con él, no podrá confundirse. Es muy alto y fuerte, casi gigantesco. Y es muy conocido por aquí. Su nombre es Mac Cann, le llaman el capitán Mac Cann.

  —Mac Cann…

  —Exacto. Usted ya debe haber oído de él. Soy su sobrino y estoy encargado de sus negocios exteriores, pero quiero ser su heredero. Para ello, y para completar mis planes, debe morir mi tío de modo que no se sospeche de mí. Su tarea es ésa, le mata y escapa. Le traigo los doscientos cincuenta, como convinimos. Los mil restantes los recibirá en Moencopi dentro de una semana a contar del momento en que cumpla su trabajo.

  —Espero que sea así…

  —Debe confiar en mí, como yo estoy confiando en usted. Ahora, escúcheme…

 

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