Blizzard

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Capítulo II

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 Capítulo II

 

 

  CUANDO abrieron la pequeña y desvencijada puerta, el blizzard les golpeó la cara y el cuerpo con sus mil uñas de hielo, cegándoles y cortándoles la respiración. Les pareció como si de repente cortaran la piel de sus caras con afiladas cuchillas. Aunque ambos iban bien abrigados, con ropa interior de lana gruesa, con recios chaquetones de piel de oveja y con bufandas de lana enrolladas al cuello, los sombreros encasquetados, los gruesos guantes encajados en las manos, al menos Windy sintió que el blizzard se le colaba hasta el tuétano de los huesos. Resoplando, encogidos, corrieron, cargados con sus rifles y sus petates, a la pequeña cuadra desportillada pegada a la choza, donde los caballos de silla y el de carga bufaban, resoplaban y se apretujaban unos contra otros, acusando el cruel frío de varios grados bajo cero.

  Tirando al suelo su petate, Lee tomó una de sus cantimploras, se descalzó las manos y se acercó a su espléndido caballo negro, un animal de lujo, pero también de extraordinaria fuerza y resistencia, que relinchó como quejándosele del frío. Le habló de aquel modo cálido, íntimo, extraño, que a Windy tanto sorprendía al principio, y que el caballo semejaba entender perfectamente, destapó la cantimplora y vertió parte de su contenido en la pata derecha, arriba, frotando de inmediato vigorosamente. Era whisky de Kentucky, setenta por ciento alcohol.

  —Mal licor hay en cualquier parte; caballos como el mío en ninguna —fue la réplica de Lee cuando su compañero protestó débilmente que el licor lo podrían necesitar ellos. Y ante los ojos desolados de Windy friccionó al noble bruto cuidadosamente, luego hizo lo mismo con el caballo mucho peor de su compañero. El de carga no lo necesitaba, de momento.

  Cuando abandonaron aquel solitario refugio en el inmenso desierto de arenisca del norte de Arizona, un sol extraño, casi irreal, que no irradiaba calor, estaba levantándose sobre la inmensidad desolada que barría el blizzard y aquella como neblina color de acero lo llenaba todo, contribuyendo a deformar, irrealizar, el paisaje. El ulular intermitente del cruel viento era como una lúgubre sinfonía de muerte y soledad, de infinita desolación…

  Pusieron los caballos a buen paso y los animales no necesitaron acicate. Como se encaminaban hacia el suroeste tenían el viento casi de espaldas, pero antes de pasar veinte minutos ya ambos jinetes sentían congelados sus cuerpos por el lado por donde eran azotados por las violentas, sutiles ráfagas. El aliento de los caballos se helaba apenas salir, formando una neblina clara ante sus cabezas, y el sudor que les provocaba la marcha se cuajaba de inmediato sobre sus pieles, peligrosamente para ellos.

  A ambos les dolían los ojos, aunque procuraban tenerlos cerrados la mitad del tiempo, y las narices debían refregárselas de continuo, mientras procuraban mantener cubiertas las doloridas orejas. Con todo, debieron detenerse a echar un largo trago de whisky que les tonificara.

  —¡No vamos a poder llegar, este frío nos matará, maldita sea!

  —¡Calla y cabalga!

  De todos modos no le quedaba otro remedio, porque Lee no iba a dar la vuelta.

  De repente alcanzaron el arranque de uno de los innumerables, profundos y misteriosos cañones que rasgaban el alto desierto rocoso como gigantescas cicatrices. Windy estaba ya tan helado que había perdido la noción del tiempo y las distancias, iba como sonámbulo, encorvado sobre su caballo y tirando del de carga, siguiendo el implacable paso de Lee Hawk. Vio al negro descender sin vacilar por el derrumbadero áspero y no preguntó. Cualquier maldito lugar era bueno para reventar de frío bajo el salvaje viento y aquel sol amarillo con reflejos negros que no calentaba…

  El cañón profundizaba rápidamente, manteniendo una anchura de unas docenas de yardas en su fondo, tan reseco como una vieja cicatriz. Muy pronto sintieron el alivio del viento, que se había quedado allí arriba, y el frío resultó mucho más soportable. A ruegos de Windy, detuviéronse en una rinconada a echar otro trago.

  —Lo necesito, Lee, te juro que lo necesito, estoy congelado hasta los huesos…

  —Bebe y haz un poco de ejercicio, salta, mueve los brazos, imítame. Si te quedas quieto te congelarás de verdad.

  Los dos brincaron y se golpearon en un simulacro de combate, hasta que la sangre les circuló de nuevo a ritmo normal. Después volvieron a montar a caballo y se internaron en el cañón.

  Aunque casi era mediodía, allí arriba no había apenas luminosidad. Tampoco verdadera niebla, o nubes. Era como si el blizzard hubiera tendido entre el pálido sol de diciembre y la tierra yerta un sutil velo gris— negro. Dentro del cañón reinaba un profundo silencio que permitía oír los aullidos largos del viento en la meseta inhóspita. Por fortuna, la grieta terrestre mantenía una dirección casi al oeste, de modo que el blizzard pasaba sobre ella. Encontraron muy pronto rastros indicadores de que la salvajina habíase venido a cobijar allí abajo, huyendo del blizzard.

  —Mientras no tropecemos con una manada de lobos hambrientos… Era un peligro que no podían olvidar ni desdeñar.

  Cosa de una hora cabalgaron descendiendo el cañón, que se mantenía muy abrupto y bastante estrecho. Ahora seguían una corriente de agua casi congelada por completo, pero la temperatura se había dulcificado, rondaba muy poco por debajo de cero, ya no tenían riesgo inmediato de congelación de orejas y narices. De todos modos, el frío molestábales mucho. Y abajo, casi era penumbra de crepúsculo, a pesar de ser mediodía.

  —Debemos haber caminado unas cinco millas por el cañón, pero nos conduce hacia el oeste, habrá que salir de aquí.

  —¿Y que nos coja de nuevo el blizzard?

  —Tendremos que arriesgarlo.

  Apenas diez minutos después llegaron a la desembocadura del cañón. No hubo anuncio previo; de repente oyeron un ulular intenso y continuo, como si todos los lobos del mundo descendieran del helado norte en busca de comida, doblaron una no muy cerrada curva y descubrieron el cañón principal.

  —¡Oye, Lee! ¡Es el mismo diablo quien baja con todos sus compinches!

  Eso parecía. El blizzard descendía por el gran cañón principal como una horda de jinetes aulladores, azotándolo hasta los mismos huesos de tierra arenisca. El cañón era una gigantesca grieta roja, como herida fresca, por donde descendía una corriente de agua seguramente congelada ahora, con vegetación relativamente abundante en sus partes bajas y menos en sus roídas laderas. Al más templado imponía aquel ruido silbante, aquella soledad total, aquel sol lejano y frío con un aura amarillo-negro, aquel cielo de un azul metálico… Y la temperatura, de golpe, descendió varios grados.

  Los animales relincharon, asustados y resistiendo el bofetón del frío, clavaron los cascos en tierra como indicando que no querían descender al helado infierno ululante. Pero Lee estaba mirando ahora a un punto determinado del cañón que habían venido siguiendo.

  —Humo —dijo secamente—. Ahí acampa alguien.

  Sobresaltado, Windy miró y descubrió, en efecto, el debilísimo cordón de humo que emergía detrás de las rocas, al otro lado del cañón, como a treinta yardas de distancia y justo a otras tantas escasas de la desembocadura. Aquél era un punto donde la pared de roca se recogía formando un recodo, un excelente refugio contra el viento del Norte.

  Ya Lee estaba sacando su magnífico rifle de repetición, un arma, como su revólver, cara, seleccionada, de modelo reciente.

  —Quédate —le ordenó, mientras saltaba a tierra con agilidad, marchando hacia la columna de humo por entre las rocas y la maleza áspera, mientras Windy extraía su propio y vulgar rifle, amartillándolo y vigilando la acampada del o los desconocidos.

  Lee Hawk llegó rápidamente a las altas rocas que ocultaban la acampada. Sus ojos de acero helado estaban muy alerta, la boca ligeramente apretada, y se había descalzado la mano derecha para meter el índice en el gatillo, bajándose además la bufanda para respirar mejor. Como un lobo, se metió entre las rocas para sorprender a quienes estuvieran al otro lado…

  No sorprendió a nadie. Vio una oquedad no grande al pie del enorme paredón rojizo, tampoco profundo, pero con todo, un excelente abrigo en tales circunstancias. De allí salía el humo y de allí salió la voz:

  —No necesita tomar precauciones, hombre, si no es un forajido. Si lo es, le aconsejo que lo tome con calma. Le estoy apuntando.

  Lee respiró hondo y pareció relajarse, casi, casi, sonreír. Luego avanzó despacio, sin cubrirse, con el rifle ligeramente terciado. Sabía muy bien, por la voz y el tono de un hombre, cuál era su peligrosidad, también su calidad.

  —No soy un forajido y tengo mucho frío, mi compañero también. Es un día de perros, ¿no le parece?

  —Lo es —el de adentro se hizo visible.

  Parecía un gigante, casi un oso, con su gran pelliza desabrochada que le llegaba a las rodillas y su gorro de piel de castor encasquetado hasta las orejas. Empuñaba un

  «Winchester» moderno, tan bueno como el del propio Lee, y debía sacarle cuatro dedos, rondaba los dos metros de estatura. Una revuelta barba gris completaba su impresionante aspecto y tenía una voz recia, muy sonora, profunda.

  Añadió:

  —Muy malo para viajar. Yo soy Mac Cann.

  —Yo, Hawk. No conocemos el país, viajamos hacia el sur, el blizzard nos cogió anoche cuando descansábamos en una cabaña vacía de pastores, algunas millas más allá del comienzo de este cañón.

  —Conozco la cabaña. Bien, Hawk, puede decirle a su amigo que venga y traiga a los caballos. Estaremos un poco apretados, pero en la caverna, con la hoguera, se puede aguantar. Y tengo la cafetera al fuego.

  Su tono era sereno, cordial. Pero Lee sabía que aquel hombre no se descuidaba, ni se descuidaría, con ellos; también que no les temía, ni probablemente a nadie. Le intrigó de golpe quién podía ser. Su dicción era educada, sus modales no se asemejaban a los de un vagabundo, un vaquero, un buscador de minerales o metales preciosos, un cazador…

  Tenía un excelente refugio y ofrecía compartirlo. Con el blizzard aullando en el cañón grande, sólo un loco iba a vacilar.

  —Es un hombre solo, un gigante cortés y bien armado. Hay una cueva donde cabemos todos. Habla sólo cuando te pregunte, y con monosílabos, ¿entendido…? —le advirtió a Windy, al volver junto a él.

  El viejo bandido estaba demasiado aterido para hacer preguntas tontas.

  Mac Cann estaba aguardándoles. Tuvo una rápida mirada, de entendido, para el caballo de Lee, que éste notó; luego les invitó a pasar como si estuvieran entrando en su casa.

  Sólo era una cueva de tres metros por algo menos de boca, ligeramente ensanchada más adentro, de forma que, una vez metidos los tres caballos y acomodados junto al de Mac Cann, apenas si para los hombres quedaban libres quince metros cuadrados de terreno, hacia la entrada. Una hoguera pequeña, de leña seca pero humedecida por nevadas o lluvias recientes, calentaba apenas el interior, había un acopio de leña a un lado y sobre las brasas una cafetera de metal, ya borbollando su contenido. La montura de Mac Cann estaba al lado de la hoguera, su petate algo más lejos, pegado a la pared. Y su caballo, un alazán entero, era tan bueno como el negro de Lee; ambos animales se engallaron de modo significativo al olfatearse, y tan sólo el frío evitó que se desafiaran.

  —Metan sus cosas por ahí, aunque no hay mucho sitio.

  No había temor de que los animales desearan salir de la cueva. Y sólo un loco buscaría pelea en aquellas circunstancias. Windy y Lee arrimaron sus monturas a la hoguera, abrieron sus chaquetones y alargaron las manos al brillante fuego, resoplando. Mac Cann estaba dándoles la cara. Llevaba revólver y cuchillo de caza, se echó atrás el gorro de pelo de castor y enseñó una despejada frente.

  Lee le calculó unos cuarenta y cinco años, pero estaba tan lleno de vigor como un grizzly. Y muy alerta, escrutándoles a fondo con sus oscuros ojos llenos de inteligencia. Aquél era un hombre acostumbrado a mandar y a resolver por sí mismo cualquier tipo de problemas o situaciones.

  —No voy a preguntarles adónde se encaminan, pero vayan adonde vayan, no llegarán. El blizzard parará dentro de algunas horas y luego va a caer una dura nevada.

  —Debe haber algún pueblo cerca…

  —El más cercano está a cinco horas de camino con buen tiempo. Nevando, si no conocen la tierra no llegarán nunca.

  —Usted parece conocerla. Y debe encaminarse allí, imagino.

  —Imagina mal. Voy en la dirección opuesta.

  —A algún lugar donde habrá cobijo y comida caliente, supongo.

  —A una cabaña aislada donde una mujer está a punto de dar a luz.

  Era una inesperada noticia, por muchas razones. Lee dejó que la sorpresa apareciera a sus ojos.

  —¿Es usted médico?

  —No. Pero no hay ninguno en ciento cincuenta millas a la redonda; yo estudié dos cursos de Medicina, hace ya muchos años. Hago lo que puedo.

  Un hombre como él, a atender un parto… Lee asimiló la noticia. No había ninguna razón para no creerle. Y algo en aquel hombre le atraía.

  —¿A qué distancia se encuentra esa cabaña?

  —Unas dos millas y media, pero cañón arriba, de cara al blizzard. Está en la embocadura de otro cañón, resguardada. Me propongo llegar antes de que caiga la nevada.

  —Y luego se encaminará hacia esa población que dijo, ¿no es así?

  —Más o menos. Sé lo que está pensando, pero en ese lugar no hay sitio suficiente para alojarnos los tres y nuestros caballos. Tendrán que esperar aquí mi regreso, luego les guiaré hasta Kayenta.

  —Es muy amable. Dígame, ¿habrá lugar en esa cuadra para mi caballo y el suyo?

  —Es posible. ¿Por qué quiere acompañarme? ¿No se fía y teme que no vuelva a ayudarles?

  —Supongo que podríamos arreglárnoslas. Lo que ocurre es que hubo una vez en que tuve un compañero que era médico. Le ayudé en muchas ocasiones… incluso a atender partos en cabañas aisladas.

  Windy casi se atragantó con su tabaco de mascar. Pero Mac Cann no demostró nada.

  —Curiosa y también interesante coincidencia, Hawk —dijo pausado—. En tal caso puede acompañarme, si su amigo no tiene inconveniente en quedarse solo.

  —No tendrá ninguno. Cuenta con provisiones y mantas más que suficientes, además no le agrada la idea de plantarle cara al blizzard. ¿No es así, Windy?

  Windy gruñó una respuesta afirmativa. Desde luego prefería no andar por aquel cañón barrido por el blizzard, y quedarse en la confortable cueva, junto a la hoguera, con la cantimplora del whisky, hasta que volvieran a recogerle. Pero se estaba preguntando qué demonios habría llevado a Lee Hawk a mentir… si es que había sido una mentira.

 

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