Blizzard

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Capítulo IV

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 Capítulo IV

 

 

  —BUENO, ya está todo preparado, ahora sólo queda esperar. No me parece que el que viene se demore ya mucho.

  —Y ya comienza a nevar.

  Así era. Acercándose a la ventana, abierta para ventilar el interior de la casa durante unos minutos, Mac Cann y Lee vieron cómo, desde el cielo de plomo, entre la creciente oscuridad, comenzaban a descender unos copos grandes como plumas.

  —Habrá una gran nevada, puede que dure toda la noche. De ser así, no será fácil regresar a Kayenta, tendremos que quedarnos aquí dos o tres días.

  —Bueno, confío en que esos tres no den con Windy.

  —Si no me engaño, pasarán de largo. Han de llevar mucha prisa, ahora, por llegar a cobijo.

  Les cortó un alarido muy agudo procedente del cuarto donde estaba la parturienta.

  Se volvieron veloces y Mac Cann gruñó:

  —Ese ya llega. Vamos.

  Mientras los niños eran llevados por su padre junto a la chimenea, inquietos y curiosos, Mac Cann y Lee penetraron en la habitación matrimonial, iluminada por un quinqué colocado sobre una rústica mesa. Allí, en la revuelta cama, una mujer aún joven se retorcía presa de los dolores del parto, demasiado dolorida para preocuparse por la presencia de dos hombres, uno de ellos joven y desconocido, allí dentro. La habitación en sí era muy pobre, rústica, aunque no exenta de ciertas curiosidades. Habían metido en ella una mesa donde había una palangana y algunas toallas, traídas por Mac Cann en su maleta de silla, así como un pequeño botiquín de médico, que extendió aprisa mientras le pedía a la mujer que se tranquilizara.

  —Hay que tener ánimo, Flora. ¿Cómo va eso?

  —Duele, duele mucho, capitán… Yo está llegando, lo siento… ¡Aaaah!

  —Aguante un poco, ya vamos a ayudarla. Hawk, hay que acomodarla hacia la parte de abajo de la cama, ya sabe. ¡Tom, el agua caliente! Hawk, he leído en una revista médica moderna, que me envían desde Nueva York, que ahora en todos los hospitales se usa la desinfección de las manos de los médicos antes de tocar las heridas o las llagas abiertas de los pacientes, o de practicar intervenciones quirúrgicas. Un parto es igual a una herida, de modo que primero nos lavaremos bien con agua hervida lo más caliente posible, luego nos fregaremos con alcohol…

  —Usted es quien dirige.

  El marido de la parturienta, pálido y nervioso, entró portando un gran balde lleno de agua recién sacada del fuego, parte de la cual vertió en la palangana, yendo luego a acariciar y animar a su esposa, que se retorcía presa de los dolores del parto. El vaho del agua hirviendo llenó la habitación, caldeándola rápidamente. Lee vertió algo de agua fría en la palangana para templar la hervida, los dos hombres se arremangaron, tras despojarse de las chaquetas, y se lavaron concienzudamente, usando un pedazo de jabón. Luego se friccionaron las manos con chorros de alcohol puro, de un frasco de metal traído por Mac Cann. A todo esto la mujer ya no aguantaba sus quejidos y los entreveraba de agudos chillidos, sudaba copiosamente, estaba muy pálida y pedía pronta ayuda.

  —¡Tom, coja la lámpara y tráguese los nervios, tiene que alumbrarnos! ¡Hawk, ayúdeme a colocarla bien! Animo, Flora, esto va bien, pronto terminará…

  En aquellos tiempos, las mujeres, incluso en las ciudades civilizadas, parían con no demasiados ringorrangos y atenciones. En el campo, y sobre todo en las viviendas aisladas, era de lo más frecuente que lo hicieran ayudadas por cualquier vecina, otra mujer de la misma familia y el marido. Muy a menudo, ni tan siquiera había mujeres a mano, era el mismo marido quien debía apechugar con la faena, y hay que decir que no lo hacían tan mal, habituados a ayudar a terneras, ovejas y yeguas. Lo que no había era asepsia de ninguna clase, tratándose de campesinos, de ahí el aterrador porcentaje de parturientas que morían durante o inmediatamente después del parto. Eso era algo considerado normal por todos los estamentos sociales.

  Veinte minutos después, una serie de esforzados berridos anunciaban escandalosamente que la familia Norrie tenía otro miembro. Alzándole por una de sus cortas piernas, Mac Cann, que acababa de azotarle las nalgas, comunicó a la sudorosa y agotada madre:

  —Tienes otro hombre en la familia, Flora Norrie… ¿Cómo va eso?

  Recibió una desmayada respuesta y miró a Hawk, que tenía una expresión impasible, mientras que el padre de la criatura daba la de necesitar aún más que su esposa echarse y ser cuidado.

  —¿Limpia al chico o a su madre, Hawk?

  —Deme el niño.

  El recién nacido pasó a las manos de Hawk, que procedió a colocarlo sobre una toalla limpia, y con una esponja natural, traída también por Mac Cann, empapada en agua no muy caliente, procedió, sin hacer caso a sus berridos, a lavarlo cuidadosamente, con una mezcla curiosa de terneza, envaramiento y maestría. Sus ojos habían perdido la mirada glacial, estaba pensativo desde que comenzó su labor de comadrón.

  Finalmente, todo el trabajo quedó hecho y el recién nacido colocado junto al cuerpo de su madre, bajo las mantas. Norrie, más tranquilo ya, se movía con presteza, ayudado por sus dos hijos mayores, sacando el agua sucia del cuarto, echándola afuera y retornando con una caldera de otra recién hervida, que usó a modo de estufa de vapor para mantener en el cuarto una temperatura soportable.

  —Está nevando con ganas…

  Lee y Mac Cann retornaron en mangas de camisa, tras volver a lavarse, a la habitación principal mientras todos los Norrie se metían en la del matrimonio, los pequeños a conocer a su nuevo hermanito.

  Despacio, Mac Cann sacó una usada, pero excelente pipa, y una bolsa de tabaco del bolsillo de su chaqueta, tendiendo la segunda a Hawk, que la tomó y se echó un poco en la palma de la mano. Era un tabaco excelente, no como el normalmente usado por la gente de la frontera. El sacó papel de fumar y lió un cigarrillo despacio, con hábiles movimientos de sus largos dedos morenos, mientras Mac Cann atascaba la pipa, yendo a encenderla con una brasa que tomó del hogar. Gracias a la hoguera, allí dentro la temperatura era soportable, pero fuera debía hacer un frío de lobos.

  —Bueno, ayudamos a traer a un ser humano al mundo… ¿Qué tal se siente ahora, Hawk?

  —Un poco incómodo.

  —Ya. No está nada habituado, ¿verdad?

  —Es el segundo niño que ayudo a nacer. El anterior fue hace varios años y sólo serví de ayudante a un médico.

  —Ya. Pues yo llevo sacados adelante unos cincuenta, con éste, ya he perdido la cuenta. Con el tiempo se adquiere práctica y uno deja de fijarse en ciertos detalles, créame. Pero no es nada agradable ver a las mujeres así, se necesita estómago. ¿Qué tal si echamos un trago? Tenemos todo el tiempo del mundo, y a decir verdad, yo lo necesito.

  —Yo también.

  Mac Cann se acercó a sus pertenencias y tomó la cantimplora del licor, cogiendo también dos vasos de vidrio grueso de la alacena rústica junto a la chimenea. Echó una razonable cantidad de ambos y tendió el suyo a Lee.

  —Nos ha de durar, puede que debamos quedarnos dos o tres días.

  Bebieron un sorbo, paladeándolo. Luego fumaron. Ambos estaban ahora estudiándose concienzudamente, sin darlo a entender. Lo que llevaban realizado juntos durante las últimas horas había anudado en ellos una curiosa intimidad, que advertían y por igual les preocupaba.

  —Tiene usted un magnífico caballo, Hawk. No es corriente que un viajero de paso, de los que pasan por aquí, cabalgue animales de primera clase.

  —Lo supongo. También el suyo es un gran animal.

  —En mí no es raro. Crío caballos.

  —Ah…

  —Tengo un rancho y una gran manada, en el cañón Hatsosi, a unas cuatro horas de camino normal desde aquí.

  —Creí que era un oficial.

  —Lo fui. Capitán de caballería durante la— guerra. Hace una docena de años me afinqué en esta región, las gentes se han habituado a llamarme capitán.

  —Usted debe ser importante por aquí, ¿verdad? Mac Cann sonrió. Pero sus ojos eran como taladros.

  —Algunos opinan que sí. Pero ésta es una región muy poco poblada. ¿Va buscando empleo, Hawk?

  —Ya le dije que no. Voy de paso.

  —Entonces, tal vez le guste quedarse un par de días en mi casa.

  —¿Suele invitar a los desconocidos?

  —Nunca. Pero usted ya no es un desconocido. Hemos viajado, peleado y ayudado a venir al mundo a un niño, juntos.

  Pareció como si aquello fuera definitivo. Lee respiró hondo, se acercó al ventano, lo abrió y miró al exterior.

  Había cerrado el tiempo de tal modo que ya estaba oscuro, aunque sólo eran las tres y media de la tarde. La nevada era impresionante, todo se había vuelto blanco y silencioso.

  —Si cae así toda la noche, mañana tendremos medio metro de nieve en el fondo de los cañones. Y no se podrá cabalgar.

  La voz serena y aplomada de Mac Cann daba a sus palabras una fuerza absoluta. Lee volvió a cerrar el ventano y retornó junto a la chimenea. Dentro de la habitación de los Norrie se escuchaba a la familia, pero aquí fuera estaban solos ellos dos. En todo sentido.

  —No le gusta la idea, ¿verdad? Pero se lo advertí.

  —No me estoy quejando. Pienso en mi compañero. Se va a encontrar muy solo.

  —Usted dijo que tiene mantas y comida. Leña para la hoguera no le va a faltar. No me pareció un tipo blando.

  —No lo es. Y tal vez sea cierto, no me agrade la idea de pasar varios días aquí encerrado. No me gusta ninguna clase de encierro.

  —Ya lo noté. ¿Puedo hacerle un par de preguntas personales? Lee le miró de reojo.

  —Puede. Yo contestaré, o no.

  —Entendido. ¿Les persigue algún representante de la ley?

  —'No. ¿Hay por aquí alguno?

  —El más próximo está a tres jornadas de camino. Yo hago sus veces cuando se necesita.

  —Hace de médico, de alguacil… ¿De qué más?

  —De juez y de banquero. Todo ello de un modo bastante primitivo, patriarcal, sin ninguna clase de nombramientos o cosas así. Ellos me solicitan ayuda, yo se la presto en la medida de mis posibilidades, es todo.

  —Sí, sin duda es usted muy importante por aquí…

  —No se lo tome muy en serio. En toda esta región puede que no haya más de un centenar y medio de blancos establecidos. La otra gente, la vagabunda, no es mucha por diversas razones. Tampoco hay, en verdad, sitio para muchos más colonos. Kayenta es nuestra metrópoli y tiene treinta y dos edificios habitados por blancos, la mayor parte cabañas como ésta en que nos encontramos. Los navajos no pasan tampoco de unos cuantos centenares. Este es el reino del viento y el sol, Hawk, lo seguirá siendo sin duda por mucho tiempo todavía.

  Lee no le contestó. Miraba fijamente al fuego, como si estuviera buscando, o viendo, allí, respuestas a algunas importantes preguntas. Mac Cann guardó silencio también, mirándole con fijeza, cual formulándose unas cuantas para las que no hallaba satisfactoria respuesta.

 

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