Blitz

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Mayo

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MAYO

Un día sentado junto a la ventana del mirador vi cómo una de las chicas salía del dormitorio de Anabel con una camiseta corta. Se apoyó en la puerta de la cocina para beber a morro de una botella de agua. Ni siquiera reparó en mi presencia. Al levantar el brazo y llevarse la botella a la boca, dejó ver su culo perfecto, joven y terso, delgado y grácil como el gesto de desperezarse de un gato. Recuerdo que pensé en Helga y su bien distinto desnudo. Helga se hizo presente dos veces en esos meses. La primera fue una llamada de teléfono que no contesté. Acababa de llegar a Barcelona y estaba reunido discutiendo el proyecto para el que Àlex me había embarcado. Soportaba la palabrería pedantesca de un publicitario y no le devolví la llamada a Helga. En realidad sólo intuí que podía ser ella por el número largo y extraño con prefijos que no reconocía, 0044. En el aeropuerto de Múnich, antes de embarcar había tirado su nota con el número de móvil escrito. Encontré natural deshacerme de esa carga entonces, a punto de regresar a Madrid tras aquellos días extraños. ¿Qué iba a hacer? ¿Llamarla? Tiré el papel sin remordimientos. Tiras el papel y tiras a la persona. Para mí Helga se quedaba en aquella papelera impoluta del impoluto aeropuerto de Múnich.

La llamada perdida no dejó ningún mensaje, pero unos días después me acerqué a la mesa de Àlex para comentarle algo. Al darme cuenta de que hablaba por conferencia desde el ordenador me excusé con un gesto que quiso decir luego hablamos. No, no, mira quién está aquí. ¿Te acuerdas de ella? Y me invitó a asomarme a la pantalla. Allí estaba Helga. Habían intercambiado las direcciones y ella le había contactado para saber cómo andaba y enviarle su foto con Nashimira. Hola, dije. La cara de Helga se iluminó con una sonrisa en su recuadro de la pantalla. Ahora trabajo con Àlex, expliqué. Él añadió alguna broma que no recuerdo y se alejó un instante a otra mesa. ¿Entonces ahora vives en Barcelona? Yo dije sí. Me preguntó con cierta timidez si todo me iba bien, si me encontraba mejor. Sí, respondí, y luego le pregunté por ella, si todo iba bien con su familia, con sus hijos, con el gato. ¿El gato?, le diré que has preguntado por él, me dijo. Ya sabes que me gustan mucho los gatos, admití.

La segunda noche que pasamos juntos, el gato de Helga se subió a nuestra cama y, aunque insistimos en echarle, terminó por dormir a nuestros pies. Le conté a Helga que cuando tenía diez años, algunas tardes hacía los trabajos de clase con un amigo obeso que me invitaba a merendar a su casa. Mi amigo, que se llamaba Osorio, tenía una gata muy cariñosa y solía untarse mermelada en la punta de la polla que la gata lamía voluntariosa. Las dos o tres veces que me involucró en su placer secreto, que perpetrábamos en su cuarto rodeados de carteles de Oliver y Benji, mientras la madre escuchaba la radio en el salón, la lengua de la gata me había provocado una reacción instantánea de placer mientras el animal se relamía con decoro. A Helga aquella historia infantil sólo le había producido un horror evidente que expresó metiendo la cabeza debajo de las sábanas y diciendo algo parecido a cómo sois los hombres, por Dios. Aunque lo dijo en alemán, y por tanto no estoy seguro de lo que dijo.

Nuestra conversación por ordenador terminó poco después, cuando Àlex regresó a la mesa y nos despedimos los tres con esa ceremonia larga hasta colgar. ¿Habláis a menudo?, le pregunté a Àlex. Qué va, de tanto en tanto me manda una foto o un mail. Ya sabes, es de esas divorciadas mayores que tienen todo el tiempo del mundo. Ya, asentí.

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