Blitz

Blitz


Enero

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¿Helga? ¿La traductora? Me sorprendió la cualidad detectivesca. Entonces inventé a una chica universitaria, jovencita y agradable, que me había ofrecido su casa porque sus padres estaban de viaje, y una historia sin detalles pero que Marta no recibió con los celos que yo esperaba. ¿Cuándo vuelves? La gran habilidad para cambiar de asunto si la corriente se vuelve en contra. Pronto, no sé, esto es muy bonito. Y con ello quería incluir mi relación con la chica alemana. Añadí algo sobre mis ganas de pasar unos días más en la ciudad pero le expliqué que apenas tenía batería en el móvil y que ya hablaríamos a mi vuelta.

Me dejó estúpidamente satisfecho esa conversación suspendida. Luego, cuando caí en la cuenta de que la mentira fabricada en torno a esa nueva amistad tenía más efecto sobre mi autoestima que sobre ella, me sentí abatido. Para Marta sólo importaba, musicalmente feliz en el reencuentro con su amor, que yo no padeciera. A ese deseo de liberarse de culpa se debió el mensaje escrito que me llegó un instante después. Tengo la impresión de haber hecho mucho daño a la persona a la que menos querría herir en mi vida. Debía contestar algo, y así lo hice, pero con prisa y sin delicadeza. Esos mensajes reducidos y urgentes hacían añorar los intercambios epistolares en tiempos de sobres lacrados y mensajeros de librea a la espera de respuesta. Tranquila, son cosas que pasan. ¿A quién quería engañar con esa fingida indiferencia? Pero era urgente poner en orden mis asuntos, cambiarme de ropa, recuperar la maleta y resolver mi vuelo de vuelta. Podía alquilar un coche y conducir de regreso a Madrid deteniéndome en los lugares hermosos de paso. ¿Qué hay entre Múnich y Madrid?, me pregunté con suspenso en geografía. Pero no tenía dinero para aquellos placeres pausados, la compra del móvil había terminado con mis recursos.

Lucía el sol y la nieve se derretía con un crujido vivo. No reconocía el barrio ni las calles y me faltaban referencias para ubicarme y regresar hacia el InterContinental o la zona del congreso. Vi detenerse un tranvía, pero era incomprensible para mí el panel con su ruta. Tomar un taxi era un lujo que no podía permitirme y tras caminar por calles residenciales sin demasiado atractivo empecé a considerarme perdido del todo. Un joven me indicó la estación de metro más cercana. Junto al hotel recordaba la parada señalizada, Rosenheimer, y la ubiqué en el mapa junto a la taquilla. En el vagón silencioso y limpio, a media mañana, era un náufrago recién duchado. Un emigrante español más en busca de un futuro prometedor, lejos de las tragedias de su país.

Caminé hasta el hotel y recuperé mi maleta bajo la mirada sospechosa del recepcionista. Mirada que se trocó en una advertencia incómoda cuando me vio intentar abrir la puerta del cuarto de negocios, desde el que quería revisar mis mensajes de correo y quizá navegar hasta dar con un billete barato de avión. Es sólo para clientes, me dijo en un inglés extranjero como el mío, pero perdida su solidaridad a cambio de una chaqueta azul con la chapita con su nombre. Me sentí expulsado del paraíso que representaba el hotel. Mis planes se revelaron catastróficos cuando me vi en la calle, con la maleta de ruedas, con el móvil sin batería y desorientado. Ya ni tan siquiera podía pedirles que me guardaran de nuevo el equipaje durante algunas horas. Casi me atropelló un ciclista cuando invadí el carril reservado, pero me regaló un insulto tan bien dicho en alemán que daban ganas de enmarcarlo.

Fui hasta un locutorio que conocía del día anterior, cuando crucé por delante en mi paseo sin rumbo. Me dieron una cabina y enchufé el móvil a la red para completar la recarga. Luego intenté contestar algún correo electrónico pero sin ningún entusiasmo.

Tenía un mensaje de Carlos, escueto, que decía: Marta me ha contado, tenemos que hablar. ¿Cuándo vuelves? Un abrazo. Carlos era mi amigo pero Marta guardaba una enorme confianza con él. En lugar de escribirle marqué su seña de contacto en skype. Estaba en el estudio. Carlos trabajaba en un estudio, bajo el nombre de un conocido arquitecto. En realidad, la empresa era la tapadera de un concejal del ayuntamiento para desviarse fondos de urbanismo y el arquitecto, ya en evidente decadencia, le servía de aliado en su rutina corrupta. Los padres de Carlos estaban muy bien relacionados y cuando él cayó en la misma degradación laboral que yo, tuvo al menos esta propuesta indecente bajo un paraguas de prestigio, que no dejó pasar. Le repugnaba ganar dinero así, pero las opciones más románticas, como la mía, trabajar para el aire, quedaban descartadas, más aún en el momento en que estaban a la espera de adoptar su primer hijo.

¿Qué pasa? ¿Dónde estás?, me preguntó sin dejar de mirar a su alrededor. No le gustaba hablar desde la oficina. Es que tengo aquí al puto niño de mi jefe, me lo han dejado para que le entretenga, y me mostró al niño en el ordenador junto al suyo. Su jefe estaba casado con una jovencísima arquitecta con la que tenía un niño de cuatro años y era algo ridículo ver a ese hombre de setenta embarrancado en las vicisitudes de un amor juvenil y la agotadora crianza del niño, al parecer tan insoportable que cuando lo llevaban por el estudio los empleados eran forzados a distraerlo con jueguecitos de ordenador y a atender sus caprichos como en una guardería improvisada, salvo que la guardería era propiedad del menor. Es de esos hombres mayores que se casan con su viuda, decía Carlos de su jefe. En Múnich, sigo aquí, comencé a explicarle. Ayer le di dos hostias a Àlex Ripollés y lo tiré de la silla durante una mesa redonda. Seguro que ya está colgado en YouTube. ¿Sabías que en alemán Àlex Ripollés se pronuncia Àlex Gilipollez? Pero qué cojones dices, Carlos se mostraba más alarmado que divertido. Oye, aquí no puedo hablar, pero Marta ya me ha contado lo vuestro, que estás jodido. Lo siento, tío. No, no, tranquilo, estoy bien, le interrumpí. Me apetecía quedarme un poco más por aquí. No te castigues, que te conozco, no te culpes de todo, me advirtió.

No, tranquilo, si además anoche follé. Me zumbé a una tía, he dormido en su casa. En realidad más que una tía era una vieja. Mayor. Sí, alemana. Una señora alemanota, pero vive aquí. No veas qué momentazo. Acojonante, me emborraché, claro, y acabé en su casa. Tío, tenías que verme, con ella ahí desnuda, las tetas que le llegaban por el ombligo, la barriguita esa de las señoras mayores. De cagarte. Y allí yo, dándolo todo. En ese momento, por detrás de Carlos apareció la cabecita del niño, que se mostraba interesado, y mucho, en mi relato. ¿Quién dijo que lo único que capta la atención de los niños de hoy son los videojuegos?, y levanté la mano para saludar a la criatura. Cuando Carlos lo apartó seguí mi relato con detalles groseros.

Para, para, para, Beto, ¿de qué cojones me estás hablando? Carlos cortó mi verborrea mientras plantó de nuevo al niño en otro ordenador y volvió para hablarme en susurros. ¿Seguro que estás bien? ¿Por qué no vienes ya? Me calmé y volví a hablarle intentando tranquilizarle con mis palabras. Estoy bien, jodido, pero hecho a la idea. Bonita expresión, hecho a la idea. Modelado por los golpes sería una expresión más precisa para describir lo que somos. Marta ha vuelto con el uruguayo, el cantante, ¿te acuerdas? En realidad tenía que haberlo sospechado. A Marta no le gusta perder a nada, ni siquiera con su pasado, y esto era una cuenta pendiente para ella. ¿Te acuerdas la que te montó una vez que le ganaste al Risk, aquella partida en tu casa en que peleabais por conquistar América del Sur? Fue una agria disputa entre ambos que delató el espíritu competitivo de Marta y la furia oculta ante la derrota. ¿A qué viene eso ahora, Beto? No, bueno, que sólo quiero que sepas que estoy bien y que anoche follé, que es lo que te estaba contando. ¿Con quién follaste?, me preguntó después de asegurarse de que el niño de su jefe no alcanzaba a oírle. Pues con una señora, lo que te decía, con una tía que podría ser tu madre, de verdad, con dos cojones, me tenías que haber visto. Pero bien, eh, o sea un espanto despertarte y ver esa cosa ahí al lado, pero estuvo bien, no sé, ya te contaré, era maja. Era como la tía esa del chiste de Woody Allen cuando se folla a una vieja y dice que tenía ochenta y un años pero se conservaba muy bien, tenías que haberla visto, sólo aparentaba ochenta.

Carlos sonreía, convencido de que me estaba inventando buena parte de la historia pero no toda. Me salvó la noche, le reconocí, porque no tenía donde caerme muerto, pero esta mañana casi vomito, te lo juro. Que le he comido la boca a una señora, tío, que es muy fuerte, que yo mismo alucino. Pero ¿estás con ella?, me preguntó Carlos. Sí, no te jode, y me voy a mudar a vivir con ella, se la voy a presentar a mi madre, que son de la misma edad. A ver, Beto, deja de decir gilipolleces, ¿cómo estás? Seguro que andas paseando por ahí, hundido, hecho mierda, vente a Madrid, anda, te vienes a casa unos días, hasta que os organicéis Marta y tú con el piso. En lugar de apaciguarme, todos sus consejos y su preocupación me resultaban insoportables, prefería mis bromas crueles sobre Helga, mi huida hacia adelante. Tienes que volver a Madrid, insistió Carlos, le digo a Sonia que te vienes a casa unos días y ya está. Carlos y su mujer sonaban siempre afinados, deberían haberme servido de ejemplo cuando Marta y yo empezábamos a interpretar partituras distintas.

Sentí un enorme asco de mí mismo por no haberme anticipado a la ruptura de Marta, por haber sido incapaz de escuchar la música de sus pensamientos antes de que me la viniera a tocar una orquesta ajena en plena cara. Por haber necesitado una conversación de más. Siempre sobra esa conversación de más. Y asco por mi forma de hablar de Helga, intentando quitarme de encima la escena, contándosela a Carlos como un episodio dantesco, cómico. No hablamos mucho más. Después de despedirnos y escuchar a Carlos tratar de convencerme de que lo de Marta se arreglaría tarde o temprano, ya verás como se arregla, volví a sentirme furioso. Tendría que contarle a todo el mundo lo de Marta, hablar con todo el mundo de lo de Marta, poner al corriente a mi madre y a mis hermanas de lo de Marta. Lo de Marta. La decepción de todos, el consuelo vacío de todos. Lo de Marta.

Navegué por la Red para encontrar buenas ofertas de aviones. La más barata salía dos días después. Múnich-Madrid. La letra M repetida me recordó a Marta. Cuando, completadas todas las etapas de la compra, logré llegar al proceso de pago, la página me negó por tres veces el crédito de la tarjeta. Fue un instante bíblico y bancario muy humillante. Hasta tal punto había vaciado mis recursos. Miré al teléfono móvil, rutilante, mi último lujo en un tiempo largo. Busqué hoteles baratos en Múnich pero me aburrí de los consejos de clientes ansiosos por compartir sus experiencias. Anoté algunas direcciones y me llamó la atención que en cada página que abría los anuncios me ofrecían vuelos entre Múnich y Madrid, con ese rasgo de mentalismo que ha adquirido la publicidad en línea. Me sentí espiado y preferí dejar de navegar. Vi que mi móvil había tomado fuerzas para tirar al menos hasta después de comer. Empezaba a asfixiarme ese aroma de locutorio forrado en madera barata.

Pero no pude resistirme a rastrear al cantante uruguayo en la Red. Las últimas novedades, alguna entrevista. Su página de promoción ofrecía fragmentos del nuevo disco. Su cara en la portada y el título del álbum, que resultó una pista demoledora. Vuelve la primavera. Desde mi invierno no podía más que sentirme expulsado de esa primavera que era Marta. Lo que para él era regreso, para mí era pérdida. Fui brincando por los treinta segundos de escucha que permitían por canción. Amores recuperados, errores del pasado, lamentos sentimentales, festejos románticos. Había una balada titulada «Nunca te has ido», de la que pude escuchar sólo la estrofa inicial. Pero en YouTube estaba colgada la canción completa, porque era el vídeo de lanzamiento. La escuché cuatro veces completa, convencido de que sólo podía estar dedicada a Marta. Demasiadas claves coincidentes. Era una idea absurda, porque seguramente la canción llevaba meses escrita, desde antes de su renovada relación. Pero el dolor genera paranoias irracionales. Tenía los auriculares puestos, pero me di cuenta de que estaba hablando por encima de la canción, dando gritos. Cabrón, ya te vale, hijodeputa, mediocre, liante, hortera. El encargado del locutorio tocó mi puerta para pedirme que bajara la voz, estaba molestando, seguro, a una madre que hablaba con una hija lejana o a un joven que tranquilizaba a un pariente que no veía desde hacía años. ¿Merecía mi problema menor causar tanto estruendo?

Preferí salir de allí. Me puse a llorar en la calle y las lágrimas se helaban en mi cara. De pronto sentí que no tenía a nadie. Ni amor, ni familia, ni amigos, nada existía de verdad ya en mí. Nadie, porque nadie, por más que te rodee la gente, puede llegar dentro de ti. Un viento afilado provenía del río y terminaba en mis lagrimales. La mano que sostenía la maleta cristalizó y se apoderó de mí una terca lástima trascendental. Un clavo doloroso que penetró hasta lo más íntimo. Por vez primera pensé en morir. No era mala solución. Fin de todos los problemas. Y me ahorraba el avión de vuelta y la noche sin hotel. Morir, definitivamente, no ofrecía más que ventajas. ¿Alguna objeción?

Pero no me tiré desde el puente al río ni me lancé a las ruedas del tranvía, sino que permití que la inercia me arrastrara por la avenida. Mis movimientos estaban limitados por la maleta, que no era pesada pero sí incómoda, y no quería arrastrarla por el suelo con sus ruedines porque provocaba un ruido escandaloso sobre el empedrado. Un ruido que atraería miradas de pena hacia mí. La pena del despojado. Cambiaba la maleta de mano a mano. Me senté un rato a tomar aliento en un parque situado entre las manzanas de edificios, en el cruce de las calles Dienestrasse y Schrammerstrasse. Lo supe porque empleé un rato en deletrear los carteles. Las sillas de aluminio estaban encadenadas unas a otras por un cable de acero, probablemente para que no las robara ningún español. Tomé una foto de la maleta sobre la hierba. Luego hice lo mismo con la vista de las fachadas desde allí. Guardar las fotos conformaba un mapa en el que no encontrarme tan perdido.

Me gustan los jardines, y me gusta llamarlos jardines y no espacios verdes, y me gustan porque son una invención del hombre aliada con la naturaleza. Un pacto entre el territorio y su poblador, frente a la guerra habitual que mantienen por dominarse el uno al otro. Los jardines nos desvelan de cuajo la otra dimensión del hombre. La de la pasión por lo inútil, por lo estético. El tutor de mi tesis sostenía que Dios fue el primer paisajista de la historia y que con los jardines tratamos de rescatar la memoria perdida del Edén. En cada maceta aspiramos a recuperar la utopía perdida, el sueño arruinado por aquel castigo tan original.

Cuando arrastré a Marta al jardín botánico de Madrid le mostré el banco donde me sentaba a menudo a dibujar. Me aficioné a copiar del natural flores y plantas. Ella nunca había estado allí, pese a haber nacido en Madrid. Quería besarla en aquel lugar y que fuera la primera vez. A veces volvíamos a pasear, pese a que el ayuntamiento cobraba una entrada por acceder, y yo la hacía reír con mi teoría sobre las personas, que en realidad no somos otra cosa que plantas y que nos hemos inventado esa fantasía del viaje para creernos libres, pero estamos aferrados a la tierra por un tallo y unas raíces invisibles. Las flores tristes se doblan sobre sí mismas, como hacía yo aquella mañana.

La noche anterior apenas había sabido explicarle mi trabajo a Helga. Ella colaboraba con el congreso de paisajismo desde hacía varios años, también era voluntaria en el festival de cine y en el de ópera. Conoces a gente de talento, me gusta estar cerca de ellos, se justificó Helga. Me había contado que en su vida laboral antes de prejubilarse no había pasado de ser administrativa en una empresa importadora de alimentos y tampoco compartió la ocasional excitación del trabajo de su marido. La frustración se había renovado con sus hijos, que desempeñaban trabajos rutinarios en empresas internacionales. Siempre me gustó tener un trabajo inservible, le había explicado yo. Un trabajo que ofrece a la sociedad algo que ésta ni tan siquiera ve. ¿Me convertía eso de nuevo en un mimo? Cuando había estallado la crisis financiera en España, le expliqué, los presupuestos de los ayuntamientos y autoridades se cerraron para cualquiera de nuestras propuestas, en la medida perfecta de nuestra inutilidad, de nuestra falta de esencialidad. Los jardines ya existentes había que mantenerlos como un gasto superfluo del que no podían prescindir, pero reducían el número de cuidadores, jibarizaron los recursos posibles. Eran otras las privaciones fundamentales. Y aunque de vez en cuando se caía un árbol o una rama desprendida en El Retiro mataba del golpe a un paseante frente a sus hijas pequeñas, estos hechos provocaban una indignación retórica, pero sin eco ni relación con el oficio.

En el bolsillo del abrigo seguía guardando la acreditación del congreso y recordé que en una zona se ofrecían bebidas gratis y algo de picar para los visitantes. No quedaba lejos y llegué decidido a arrastrar mi maleta por sus alfombras. Había muchos proyectos que ahora tendría tiempo de estudiar. Una azafata se ofreció a guardarme la maleta y me sentí ligero y liberado cuando la llevó tras una puerta. Mientras comía nueces y patatas fritas con una cerveza en la mano, le escribí un mensaje a una de mis hermanas para avisarle de que me quedaba algunos días más en Múnich. Es posible que minusvalorara la capacidad de mi familia para acogerme, para salvarme, para servirme de refugio. Pero prefería aplazar el momento de sincerarme con mis hermanas sobre lo de Marta y que posaran esas miradas de censura tutorial sobre mí. Como todo lo que tienes sin haberlo conquistado te resulta prescindible, así el amor familiar, que se abre para ti como un paracaídas, no entra nunca en tus planes más urgentes de salvamento, aunque frena el derrumbe con su fortaleza de viga maestra.

Era el último día del congreso y en el auditorio principal estaba anunciada una conferencia de clausura. Cuando planificamos el viaje lo único que me dolía era no poder quedarme a la charla de Tetsuo Nashimira, uno de los grandes paisajistas japoneses, pero nuestros días de estancia estaban limitados. Aguardé mirando maquetas y catálogos hasta que llegara la hora del comienzo de la charla. Comprendía sin demasiado esfuerzo que había nacido en el país equivocado, un lugar donde se ignora a los paisajistas porque lo mejor de nuestra disciplina se había compuesto a solas, la belleza de sus paisajes era un regalo no peleado. Muchas veces con Marta, con Carlos, con amigos y colaboradores, habíamos hablado con desconsideración de España. Irse, hay que irse, decía alguno, cómo vamos a sobrevivir aquí, en el paraíso de los enladrilladores. Y sin embargo el clima, las costumbres, cierta anarquía, el desprecio mutuo entre gobernantes y gobernados generaba adicción. No, no nos moverían nunca de allí, quizá el tallo agarrado al suelo no nos lo permitía. Éramos otros más de esa larga lista de españoles a pesar de España. O puede que la familiaridad, la fuerza de la costumbre nos ganara definitivamente, la puntualidad del sol, el jaleo de la calle.

Pedí unos auriculares para seguir la conferencia en inglés y a cambio dejé mi carnet de identidad a unas azafatas. El público llegó a la conferencia con un goteo constante que se aceleró en los últimos minutos. Yo me había colocado en un lugar discreto, temeroso de que alguien me expulsara por mal comportamiento. El paisajista violento y rencoroso de la tarde anterior. Àlex Ripollés entró rodeado por dos o tres colegas extranjeros, ya había hecho amigos, y fue a sentarse en las filas delanteras, con la estúpida acreditación colgada del cuello. Bajé la cabeza y celebré que no me viera. En condiciones de igualdad me vencería a golpes. La tarde anterior me había aprovechado del efecto sorpresa, ahora hasta intuía ratos de gimnasio bajo su camisa. Sospeché que Helga también estaba en la sala cuando noté contra mi nuca el aliento de la culpa. No quise buscarla con la mirada para no encontrarla, pero durante las tediosas presentaciones del acto sentí que ella también me había localizado aunque guardaba una distancia de protección.

La conferencia de Nashimira se centró en explicar con detalle su último proyecto, un jardín interior ubicado en un centro para ancianos con Alzheimer de Osaka. ¿Cómo hacer un jardín para quien lo ha olvidado todo y se muestra insensible a las emociones?, se preguntaba en voz alta, si los jardines son emocionantes porque te traen recuerdos, sensibilidad, antiguas sensaciones. Habló del Alzheimer como de una enfermedad misteriosa que te roba la inversión de una vida sin robarte la vida misma. Nos reduce, dijo, a la botella vacía de nosotros mismos. El jardín que había planeado era una maravilla donde confluían las cuatro estaciones. Se abría al cielo, acristalado, y era un espacio colorido, lleno de flores y plantas, con la humedad de un pequeño arroyo cruzado por un puente diminuto.

Mirando las imágenes proyectadas tuve ganas de volver a trabajar, a dibujar. Aquel anciano creador seguía inventando delicias que presentaba con modestia. Lo descubrí en la universidad, junto a otros maestros que terminaron por inclinarme hacia esa especialidad. Había seguido conferencias suyas grabadas, pero escucharle ahora en persona lo convertía en más expresivo y preciso. La belleza se resume en apreciación, concluyó. El paso del tiempo es la expresión perfecta de la fugacidad y es precisamente ese discurrir el que dota a cada etapa vital de significado. El sentido de la vida es vivir siguiendo el sentido de la vida. Respiré aliviado al no sentirme decepcionado por aquel hombre.

En la parte final de la conferencia respondió con generosidad a las tres o cuatro preguntas del público. Alguien le preguntó cuáles eran los jardines más hermosos del mundo según su opinión y dudó un instante largo. La Gran Barrera de Coral, dijo. Me gustaría felicitar al arquitecto paisajista que la diseñó, dijo con una enorme sonrisa. El director del congreso inició los aplausos generales y luego pidió silencio para leer la lista con los premiados del concurso. Durante un segundo sucumbí a la ambición de ganar. Era probable que mi nombre hubiera sido proscrito tras el comportamiento en la mesa redonda.

No sólo no gané ni recibí una mención honorífica, sino que en la sección de Perspectivas de Futuro, Zukunftsperspektiven, el gran premio fue para Àlex Ripollés y su Parque Chernóbil en Barcelona. Aplaudí junto a los demás y escuché sus palabras de agradecimiento en un perfecto inglés. Terminó con una sentencia que me resultó grandilocuente: La memoria es nuestra única resistencia al pasado. Me noté observado, puede que algunos temieran de mí otro acto del hooligan de jardinería en que me había convertido. Cuando la ceremonia concluyó tras la entrega de galardones, los premiados se reunieron sobre el escenario y se fotografiaron juntos con Nashimira. Àlex Ripollés le pasó el brazo por encima de los hombros y sonrieron ambos para la foto. Sentí celos. Yo me volví hacia Helga y consideré acercarme a saludar. Estaba rodeada por varias mujeres de su edad, que a su lado parecían ancianas. Al final ganó tu amigo, dijo ella. Sí, Àlex Gilipollez, respondí. Gracias por el desayuno, añadí después, pero en realidad le quería agradecer el detalle de habernos evitado al despertar. Las mañanas son siempre difíciles, dijo ella. Yo sonreí y asentí con la cabeza. ¿Qué te ha parecido este hombre? Yo no lo conocía, pero me han dicho que es un genio. Sí, respondí, es uno de mis ídolos. En realidad suelo dedicarme a copiar todo lo que hace.

¿Has arreglado lo de tu billete? Cuando le dije que no, se empeñó en acompañarme hasta la oficina de la organización. Estaba en la zona privada del pabellón, al fondo. Llamó a la puerta entreabierta de un despacho y habló a una chica en alemán. Ella escuchaba y levantó los ojos hacia mí con una sonrisa caritativa. Hubo algún asentimiento entre ellas, alguna otra mirada hacia mí, protagonista pasivo de su conversación. Helga me pidió que le diera mi nombre completo. Y me sentí algo ridículo al repetir mis dos apellidos, como si respondiera a una profesora.

Me parece que vas a tener suerte, ahora te cuento. Me despidió con un gesto. Volví hacia la zona principal, por donde pululaban los invitados. Había gente que intercambiaba tarjetas de negocios, abrazos, algún apretón de manos. Gente joven con botellitas de agua en la mano y las acreditaciones exhibidas como medallas olímpicas en sus cuellos. Si Àlex Ripollés me vio disimuló muy bien para ignorarme. Me detuve un segundo al lado del profesor Nashimira, que estudiaba algunas de las maquetas de la exposición central. Soy un gran admirador suyo, le dije en inglés. Es usted un maestro. Me devolvió un saludo casi reverencial. No maestro, me dijo, soy viejo. Sólo soy viejo. Y se sacudió toda mi admiración de encima. Luego lo alejaron de mí algunos de sus acompañantes.

Miré el título y las especificaciones de la maqueta, que era su proyecto de jardín interior. Al acercarme le había visto resituar un fragmento de la moqueta de hierba, retocar tres detalles de la presentación. Se titulaba Jardín de la Soledad. Garten der Einsamkeit. Y al tratar de pronunciarlo volvieron las palabras en alemán que Helga me había enseñado la noche anterior, volvieron con una leve excitación. Aquí tienes, me susurró Helga un instante después, apareciendo de la nada. Llevaba en la mano un papel adhesivo de notas, de un color espantoso entre el lila y el naranja, donde estaba escrito el horario y el localizador para el billete. Tienes vuelo mañana a las diez de la mañana. Luego, casi en broma, me pegó el adhesivo al dorso de la mano y yo lo miré sin reacción. ¿Aún tienes la maleta en el hotel? No, y le expliqué dónde la había dejado, a la entrada del pabellón. Entonces reparé en las letras del localizador, M4RTA, y después de un instante doblé el papel adhesivo y lo guardé en el bolsillo de atrás del pantalón. Caminamos hacia la entrada, deprisa y puede que ella, como yo, también se avergonzara de andar junto a mí y que alguien, incluso nosotros, percibiera lo que había sucedido la noche anterior. También ella tenía derecho a estar avergonzada, por distintas razones a las mías, pero idénticas en esencia. Llevaba una falda por debajo de la rodilla y un jersey que le cubría gran parte del trasero, el cabello recogido y los zapatos con un leve tacón que le ayudaba a caminar propulsada hacia adelante. Me detuve para que no se sintiera obligada a acompañarme más allá y le señalé el lugar donde había dejado la maleta. Tenía ganas de irme y no quería pensar lo que me esperaba fuera, el frío, otro día perdido en la ciudad, aguardar hasta el avión del día siguiente y entonces aterrizar en Madrid sin hogar, sin techo, sin abrigo, con el desamparo de los apátridas.

El puesto de información estaba desierto, seguro que las chicas se habían unido a la celebración final. Esperé. La odiosa melodía del hilo musical cumplía su objetivo de encubrir el silencio suspendido entre Helga y yo. Le quitaba al momento su hiriente vacío. ¿Escuchas la música?, le pregunté. Es horrible, ¿verdad? Asentí. Es lo que hablábamos ayer de las sonrisas, los rostros perfectos, los cuerpos moldeados. Helga no dijo nada, pero entendió que me refería a cierta conversación de la noche anterior sobre esas ofertas amables llenas de gestos y miradas agradables, familias agradables, entornos agradables, un masaje grato que impedía mirarnos a nosotros mismos y reconocernos entre tanta perfección. Lugares plastificados y adornados, deslizantes nunca ásperos, con su música romántica y melódica de avión a punto de aterrizar, vacíos llenos de una propuesta artificial con cielos siempre azules. Soledades sepultadas, sin el peligro de que te reflejen al igual que un espejo refleja lo que eres, lo que te falta, lo que has perdido, lo que se fue, lo que nunca llegó. Silencios pavorosos que alguien se encarga de rellenar por nosotros, como quien silba para espantar el pensamiento. La realidad reducida a lo asequible como una pantera reducida a gato doméstico.

Helga se había puesto el abrigo. Se envolvió el cuello en una bufanda de hilo delicada. Creo que no te he dado las gracias por la cena de anoche, me atreví a decir. ¿Sólo por la cena?, bromeó ella. Por fin llegó la azafata y al verme corrió sobre sus tacones con un pizpireto punteo musical y abrió la puerta para devolverme el equipaje. Bueno, dije sin terminar la frase, y Helga sonrió de nuevo. ¿Te ha dado tiempo a conocer la ciudad un poco? No mucho, nunca viajo con guías de turismo, así que al final veo sólo lo que me cruzo. ¿Quieres un tour rápido?, me propuso. Tuve el impulso de negarme, más por corrección que porque interrumpiera algún otro plan. He traído el coche, explicó ella.

Desde el volante Helga me señalaba algunos puntos de la ciudad. Un puente sobre el Isar, el jardín inglés, y me anunció que veríamos al pasar la isleta que más le gustaba. Me habló del diseño del XIX que había ordenado la ciudad y la reconstrucción tras la guerra.

Me señaló los torreones de la Catedral de Nuestra Señora, visibles desde muchos puntos de la ciudad porque la normativa impedía construir nada más alto. Lo contrario que las cuatro torres de Madrid, que habían cambiado el perfil de mi ciudad para siempre y brillaban como el mástil de la bandera invisible de la corrupción. También mi marido tuvo que untar a cierta gente en Mallorca para levantar nuestra casa, me dijo a modo de consuelo. Luego miramos la Isartor, la puerta medieval, la Haus der Kunst con sus pilares de piedra maciza con solidez de permanencia, la torre BMW, la estación y esa constante concatenación de viejas construcciones y nuevos edificios añadidos. Me contó anécdotas de los bávaros y algunas variantes de su dialecto. A Múnich lo llaman Minga, que es algo que le resultó muy chistoso a Àlex Ripollés cuando se lo conté.

Luego regresamos hacia el centro y dejó el coche en un enorme aparcamiento. Tras su paso enérgico, recorrimos el camino hasta la Marienplatz y a cada instante me señalaba algún edificio emblemático con un resumen rápido de su arquitectura o su historia. Algunos edificios clásicos habían crecido con estructuras modernas y acristaladas, en una combinación de tiempos. Lo viejo nos parece más hermoso sencillamente porque lleva más tiempo ahí, pensé. Me confesó que se había preparado la gira por la ciudad para sus invitados en los congresos y que sus colaboraciones de voluntaria casi siempre incluían un paseo. Es agradable descubrir de nuevo tu ciudad con los ojos de los visitantes, me dijo. En la fachada de un edificio cercano se anunciaba una exposición de Otto Dix. Me encanta Otto Dix, dije. ¿Quieres entrar?

La exposición era breve, apenas una veintena de cuadros y una antesala con dibujos dramáticos del periodo de entreguerras, bocetos que señalaron la senda del Guernica. Luego los óleos presentaban rostros enigmáticos y algunas cumbres de su pintura, con presencias femeninas temerosas, imperfectas, gastadas y frágiles. La mujer desnuda pelirroja que protege su vientre y su pecho con los brazos resguardando unos grandes senos caídos y yertos, la embarazada algo grotesca que oculta su rostro con la cabeza girada contra el espectador, la famosa pintura de otra pelirroja extremadamente delgada con la nariz y los ojos descollantes, la niñita desnuda con el lazo rojo en el pelo y su piel transparentando las venas delicadas, mujeres mayores y desmadejadas, en la más elaborada expresión de lo que los nazis consideraron Entartete Kunst o Arte Degenerado. Pero lo degenerado era su mirada, no la pintura, su rechazo a la fiereza de lo real en el sueño de alcanzar la pureza y la perfección.

Son desagradables, dijo Helga. No lo sé, repuse, no estoy tan seguro. La impresión de las pinturas era tan fuerte que hasta el rostro del bedel de la salida, que nos despidió con un gesto, parecía ahora pintado por Dix. Entramos a tomar un té en una cafetería acristalada, muy cerca de la iglesia de San Miguel, que me obligó a visitar por dentro pese a mi gesto perezoso. Todas las iglesias son iguales, me atreví a decir. Oh, vamos, entonces según tú todos los culos son iguales. Ahí me has convencido.

Como sucede siempre, el recorrido por la ciudad fue un recorrido por nosotros. De tanto en tanto ella decía aquí arreglé los papeles del divorcio o en este barrio vive ahora uno de mis hijos o en aquella empresa trabaja un amigo. Yo señalaba algo llamativo, un edificio, un reloj, y ampliaba sin pretenderlo la información sobre mí mismo con descripciones de mi trabajo, de mi convivencia con Marta. Hablábamos de edificios y hablábamos de nosotros. Nombrábamos un barrio y nombrábamos algo íntimo. Señalábamos algo afuera y estábamos señalando algo adentro.

Fue un rato agradable y locuaz. En la parada del té fue cuando más silenciosos estuvimos. Lo estático nos coartó de nuevo. Nos obligaba a una intimidad que acaso nos perturbaba. Hubo un instante en que ella se reclinó para colocarse el zapato y apoyó la mano sobre mi rodilla. Fui yo quien reaccionó con cierto apuro, pero cuando comprendí que el gesto no delataba ninguna intención oculta me sentí ridículo.

Sucedió entonces algo inesperado. Se abrió la puerta del local y noté la tensión en el rostro de Helga. Dos hombres corpulentos con sus parejas entraron en plena conversación. Uno de ellos, rubio y fornido, sonreía, pero al ver a Helga cambió el gesto y se acercó hacia nosotros. Helga se puso de pie y hablaron un instante tras darse dos besos. Una de las mujeres también se acercó y repitieron las sonrisas y los besos anteriores. Helga se volvió hacia mí. Éste es Beto, es español y luego añadió algo en alemán referido al congreso. El hombre resultó ser el hijo de Helga y ella su esposa. Los saludé puesto en pie y noté una presión excesiva del hijo al aferrar mi mano. Quizá natural dada su envergadura, resultaba imponente, mirándome desde un piso superior, y mis dedos entre los suyos crujían como vainas de cacahuete al abrirse. Me dieron ganas de deshacerme en explicaciones, pero me contuve. La mujer, que sonreía amable y divertida con la situación, dijo algo parecido a ah, español, y me tendió una mano fría de dedos largos.

Ellos fueron a sentarse con sus amigos al otro extremo del salón. Helga y yo permanecimos mustios frente a nuestras tazas de té con miedo a que cualquier actitud que adoptáramos acabara malinterpretada en la distancia. Helga agitó la cabeza y mostró un gesto de cómica tensión. Bueno, ya has conocido a mi hijo. Sí, está muy crecidito, bromeé. Casi me tritura la mano. ¿En serio? Si es un pedazo de pan, se excusó Helga. Más que un pedazo de pan es un pedazo de hierro. Sí, en la universidad era un atleta. Eso me temo, ironicé. ¿Qué disciplina practicaba, lanzamiento de españolito? O tiene el récord de huesos rotos en apretón de manos. Cuando me ha dado la mano, ¿no has oído cómo me crujían los nudillos? Traté de coger la taza de té, pero fingiendo que mi mano derecha estaba inutilizada después del apretón. Helga se reía a carcajadas con mi espiral de bromas y mis gestos casi de dibujos animados en los que trataba de enderezar la mano muerta sin éxito. De hecho, creo que me vendría bien si me puedes acercar al hospital. No hace falta que me expliques la arquitectura ni nada, basta con que me lleves a urgencias y me hagan una radiografía de la mano. Puede que tenga varios huesos rotos.

Desde lejos, el hijo miró alertado por la carcajada de su madre. Nuestros ojos coincidieron un instante y él sonrió como le sonríe uno al cirujano. ¿Crees que mi vida corre peligro?, le pregunté. Suerte que sólo me ha dado la mano, si me llega a dar un abrazo, ahora tendrías que empujar mi silla de ruedas. Helga se tapó la boca con una mano para reír a placer y al verme agitar la mano dolorida y soplarla como alivio soltó un borbotón de aire. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz sin dejar de reír. Yo no paraba de hacer bromas ridículas, porque me gustaba verla así, bajo el ataque de risa incontenible. La situación contribuyó a relajarnos y dejar que una corriente de simpatía similar a la de la noche anterior renaciera entre nosotros. Había algo libre en aquellas risotadas de Helga. Su hijo se acercó de nuevo y habló con la madre tendiéndole dos entradas que había sacado del bolsillo.

Helga se volvió hacia mí para preguntarme. Dice que tiene dos entradas para el partido de fútbol y que no él no podrá ir. Es en una hora. ¿Te apetece ir? Helga y su hijo esperaban mi respuesta. Bueno, no me gusta demasiado el fútbol, me excusé. Pero a lo mejor te gusta ver el estadio, en el coche cuando veníamos del aeropuerto te oí hablar de su arquitectura. Ah, bueno, dije sin mucho entusiasmo. Claro, y el hijo le tendió las dos pequeñas entradas y luego sacó del bolsillo de su abrigo una bufanda del Bayern de Múnich y me la puso al cuello. Creí que iba a estrangularme. Regalo, dijo en español. Danke, le respondí yo.

Se estaba haciendo de noche y caminamos hacia el aparcamiento para recuperar el coche. Yo llevaba la bufanda al cuello y Helga me invitó a asomarme dentro del edificio del Instituto Max Planck para que viera las largas escaleras. Al salir me tomó del brazo mientras caminábamos. Helga me preguntó por el hotel donde dormiría. Le confesé la verdad, que no tenía hotel. No eres un chico muy práctico, me temo. Asentí con su valoración. Siempre dejo que se resuelva todo en el último minuto. O que lo resuelvan los demás, apuntó ella. ¿Quieres dormir en mi casa? Pero hoy sin vodka, añadió. Ayer nos terminamos la botella.

Al atravesar las filas del aparcamiento aún llevaba el brazo posado sobre mí y una chica rubia que esperaba a alguien mientras consultaba su móvil nos miró con intensidad apoyada en un coche cercano. Sentí entonces una sacudida de pudor y de una manera irreflexiva me aparté de Helga, me desasí de su brazo. La chica era hermosa y nos ignoró para devolver la atención a su móvil. Pero mi gesto no pasó desapercibido para Helga, que se sintió repudiada.

Claro, dijo un segundo después, no vaya a pensar la muchacha que hay algo entre nosotros, que estás saliendo con una vieja. No lo dijo a modo de reproche, sino como un diagnóstico acertado de mi reacción. No, no, no era eso, me excusé, pero caminamos hacia el coche en un silencio herido. Yo mismo no podía entender cómo se producía esa concatenación de atracción hacia ella, al menos de consentimiento para terminar de nuevo esa noche en su casa, y al tiempo ese pudor al qué dirán, al qué pensarán los demás, esa vergüenza indómita despertándose dentro de mí.

En el coche, después de arrancar el motor, Helga se volvió hacia mí. Mira, si de verdad crees que yo estoy intentando tener una relación contigo estás equivocado. Para mí esto es ridículo, yo no tengo ninguna pretensión sobre ti ni soy tan idiota como para creer que tú y yo podemos tener una relación, yo soy la primera que me miro al espejo y sé cómo soy y la edad que tengo. Que yo ya sé que no te voy a consolar de la ruptura con tu chica tan preciosa, que yo ya estoy de vuelta de todo esto. Y además me alegro, no creas que te lo digo con pena. De eso que me he librado, de lo contrario uno sufre mucho y yo ya he sufrido bastante. ¿Me entiendes? ¿Entiendes lo que quiero decir? Yo ya estoy en otra etapa de mi vida, no quiero complicarme, me he acostumbrado demasiado bien a estar sola, a hacer lo que me gusta, cuando quiero, como quiero, ya no aspiro a que invadan mi vida ni los sentimientos ni las personas que llevan adosados.

Había algo de rabia contenida en su discurso en un inglés trabado, aunque no fuera una rabia dirigida contra mí. Entiendo perfectamente, le dije. Pero había también un desafío en sus palabras, en esa indiferencia, en ese situarse al margen de las disputas del corazón y la atracción. Helga metió la marcha atrás con una agresividad masculina. Escondí mi ánimo y no dije mucho más mientras ella conducía. Ninguno de los dos quería terminar de aterrizar sobre el malentendido y clausurar nuestra relación como quien clausura un congreso de soledades. Lo que había pasado la noche anterior quedaba en la antología de momentos chocantes. O como dijo ella cuando paramos en el primer semáforo en rojo, lo que pasó anoche, la verdad, supongo que lo podrás guardar en el museo de los horrores de tu vida.

No fue ningún horror, pensé. Quizá un error o un terror, daba igual. A esas alturas ni tan siquiera sabía el lugar donde quedaría en mi memoria y tampoco importaba demasiado, las cosas que pasan encuentran el acomodo al capricho con que la memoria es moldeada por su dueño. Llegamos a las cercanías del Allianz Arena, que de cerca era una urna con forma de pastel, cuyo envoltorio de rombos se iluminaba con los colores del equipo local. El partido estaba empezado cuando nos sentamos y el ambiente en los graderíos sirvió para que Helga y yo habláramos de arquitectura más que de fútbol. Le conté que el material con que estaba forrado el estadio era copolímero de etileno-tetrafluoretileno. Pese a lo risible de mi precisión, ella pareció impresionada. En la época de facultad tuve un profesor obsesionado por las obras de Herzog y de Meuron, incluso me propuso que el trabajo de fin de carrera fuera sobre alguno de sus edificios, le expliqué. Pero acabé eligiendo como tema la desaparición de los bancos para sentarse en las plazas públicas de Madrid como modo de desplazar a los mendigos hacia zonas menos llamativas. Ya sabes, arquitectura comprometida y todo eso, le expliqué elevando la voz sobre el griterío, mientras ella asentía y acercaba su oído a mi boca.

Seguimos el juego con cierta indiferencia y poco a poco recuperamos la confianza perdida. En el gol de la victoria de los locales, contagiado por la euforia de los demás, me precipité a abrazar a Helga y celebrarlo igual que el resto de fanáticos. Siempre eché de menos participar en las comuniones colectivas. El infortunio de los individualistas es jamás sentirte incluido en la palabra todos, en la expresión gente. Y de pronto, sin saber muy bien por qué, la besé en los labios. Fue un beso largo y generoso, algo que le debía y que aceptó divertida y ruborizada por la mirada de sus compatriotas alrededor.

En su barrio encontró un espacio donde aparcar. La nieve había casi desaparecido de las aceras y quedaban algunas acumulaciones en las zonas sombrías o en los recodos. La última vez que nevó en Madrid, Marta y yo habíamos salido a hacer fotos de la Cibeles, la estación de Atocha o la explanada del Reina Sofía. Recuerdos que también ahora trasteaban en mi memoria mientras su huella se derretía en agua. Ya no habría más nevadas como aquélla, dispuesta para nosotros dos.

No tengo mucho que ofrecerte, pero puedo hacer pasta, propuso Helga cuando nos deshicimos de los abrigos. Dejé la maleta junto a la entrada del piso. El gato salió a recibirnos tras abandonar su trono del salón. Se frotó contra mi pierna y Helga le acarició la cara oculta del cuello. La seguí hasta la cocina, donde empezó a abrir armarios y a revolver entre los frascos de cristal ordenados.

¿Te gusta cocinar? No cocino nunca, le respondí. Podemos hacer una salsa al pesto, si te gusta. Es comida de niños, se lo hacía a mis hijos y ahora se lo hago a mis nietos, dijo mientras sacaba la batidora de un cajón. Los muebles de cocina eran color crema con tiradores plateados y a veces al abrir su panza mostraban una disposición práctica de las cacerolas y utensilios. Tengo un nieto al que le gusta cocinar y preparamos juntos una tarta de manzana cuando me lo dejan a dormir aquí. ¿Es hijo del Rompehuesos?, pregunté. No, de mi hija, se llama Andreas. ¿Te gusta la tarta de manzana? Sí, claro. Si quieres preparo dos raciones, no me cuesta nada. Puso agua a hervir y luego sacó los huevos y la harina de la estantería. Helga manejaba la batidora y los fogones al tiempo. Con esa plasticidad que adoptan los que saben moverse en la cocina. Pela dos manzanas, me dijo. Y yo me puse a pelar dos manzanas verdes y hermosas. Luego ella me indicó cómo trazar las finas rodajas para la tartaleta. Sacó dos moldes de aluminio y colocó el rollo de hojaldre junto a las pasas. Exprimió el zumo de un limón y doró las manzanas cortadas en mantequilla, mientras añadía el limón y algo de azúcar, y después las pasas, un poco de nuez picada y la canela. Recordé que la canela era un afrodisíaco conocido, pero no dije nada. Manché un dedo en los restos del azúcar en polvo. Lo lamí con gusto. Mi nieto también lo hace, me indicó ella.

Metió las tartaletas en el horno y se agachó para programarlo. Su culo quedó delante de mí, ofertado a través de la falda, y pensé que acabaríamos haciendo el amor entre los restos de harina, como en las películas donde nadie recoge los desórdenes que deja tras de sí la pasión. La ceremonia de cocinar para otro es siempre un rito erótico y de seducción. Duró algo más de media hora y luego le ayudé a preparar la mesa del salón. ¿Quieres poner música?, me preguntó mientras señalaba el estante de los cedés. No tengo ganas de música, dije, y le conté mi escena en el locutorio, con la canción del cantautor uruguayo. Vuelve el amor, así se llama su nuevo disco, le informé. No, no, Vuelve la primavera. Supongo que ahora el estúpido romántico es él y yo tengo que convertirme en el descreído. Así funciona el baile. Helga balanceó la cabeza, como si yo fuera alguien sin remedio.

En el momento en que mordí la tarta de manzana deseé acostarme de nuevo con Helga. Me ofreció algo de helado por encima pero lo rechacé. La tarta aún estaba caliente. Deberíamos dejar que se enfriara, recomendó, pero la gula siempre tiene prisa. Habíamos hablado durante la cena de mis planes de futuro, de cómo organizaría la salida del piso y la búsqueda de uno nuevo. Pensaba renunciar también a seguir con el trabajo y buscar algo que me diera los ingresos suficientes para vivir. Había llegado el momento de dejar de engañarse y cerrar la empresa. Ella se entristeció al oírme decir que renunciaría al paisajismo. Sí, es complicado ganarse la vida de Landschaftsarchitekt, bromeé. Confesé que no tenía el talento de Nashimura ni España es zen, le dije, es un caos.

Te confieso que siempre he odiado esos jardincitos de arena y piedritas a la japonesa que la gente se pone encima de la mesa de trabajo, me explicó Helga. Mi marido tenía uno de ésos en la oficina para relajarse y cuando estaba nervioso solía coger el rastrillito y juguetear con él mientras hablaba por teléfono y yo esperaba para salir a comer juntos, en la época en que iba a buscarlo al trabajo. Lo habría tirado todo de un manotazo. A veces pienso que a lo que me gustaría dedicarme es al diseño industrial, que me equivoqué de carrera, le confesé. Me parece que contribuyes más al paisaje haciendo ceniceros o cafeteras. Que el paisaje ya no es tanto inventar un jardín o un desarrollo urbano sino diseñar el ordenador o el televisor de la gente o el sofá, que es frente a lo que pasan la vida entera.

¿Pero no te molesta que sea todo tan perfecto?, me preguntó Helga. ¿No tienes la sensación de que todo es amable ahora? Hay algo de mentira en cada producto. Los cuchillos tienen que aparentar que no cortan, las sartenes parecen objetos decorativos, nada tiene aristas y luego llega la gente, se roza con la realidad y se siente desamparada. Estaba de acuerdo, pero le expliqué que hasta la gente finalmente se moldeaba así. Claro, añadió ella, no tienes más que ver a todas esas mujeres operadas, se supone que los maniquíes de los escaparates se fabricaban para parecerse a las mujeres y no para que las mujeres terminen por parecerse a ellos. Sonreí. Sí, la gente es estúpida. No, me negó ella. No es estúpida, es que tiene miedo. Pero es que la vejez es un horror, dijo, no te olvides de que la degradación nos da miedo. La decadencia es lo que tratamos de retrasar todo lo que podemos, pero sin mucho éxito. Yo hace tiempo que estoy peleada con los espejos. Pero a lo mejor el problema, repuse, es que no estamos preparados para mirarnos al espejo, que llevamos demasiado tiempo negándonos a hacerlo y si admitiéramos que sencillamente cumplimos con las estaciones de la vida no sería tan problemático. Eso es muy sencillo decirlo, me dijo Helga, pero prueba a vivirlo. Te aseguro que por muy hecho a la idea de hacerte mayor que estés, cuando llega es una tragedia. No poder subir las escaleras ni conducir y un día ni tan siquiera leer. Supongo que conservas la fantasía de enamorar a alguien más joven y creer que prolongas tu esplendor, pero el final siempre te atrapa.

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