Blitz

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Diciembre

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DICIEMBRE

Fui a pasar unos días de Navidad a Madrid. En Nochebuena cené con Carlos y Sonia y conocí a su hija recién adoptada. Tenía cinco años y era activa y revoltosa, aunque ambos adjetivos, que usaron sus padres para describirla, se quedaban algo cortos de intensidad. Rompía los objetos más variados de la casa, lloraba a gritos si se la reprendía y sólo se calmaba ante el televisor encendido. Cuando le mostré el regalo que le había comprado, un bonito reloj de arena de diversos colores que componía dibujos delicados al caer, tardó apenas un minuto en romperlo y sacudir la arena por encima del pescado que Carlos había cocinado para nosotros. La maltrataban en el orfanato, les había explicado una psicóloga y, a su vez, se vieron obligados a explicarme a mí. Claro, ahora iba a maltratarlos a ellos de vuelta, pensé de modo miserable, presenciando la desagradable actitud dictatorial de la niña y su violencia incontenible. Nunca vi a personas tan agradecidas como aquellos padres a la invención sedante del televisor.

En la tele emitían resúmenes informativos del año. Todos hablaban de la crisis económica. En el recordatorio, la presidenta alemana Merkel, con su rigidez, daba una mano fría a los presidentes sucesivos de España, primero Zapatero con sus cejas de bebé asustado y luego Rajoy con esa ausencia de personalidad idéntica al muñeco abandonado de un ventrílocuo. Ambos parecían pedir de ella más que un apretón de manos, quizá ser acunados, que los acercara a su pecho para darles de mamar. Pero ella no era la madre que buscaban. Traté de explicarles esa idea a Carlos y Sonia, pero ninguno de los dos quería hablar de política, me dijeron.

En la comida del día siguiente, con mis hermanas y mi madre, hicimos el intercambio de regalos habitual después de que se cansaran de preguntarme si había encontrado alguna chica en Barcelona. Nuestra costumbre era organizar los regalos por el sistema del amigo invisible, donde cada uno tenía que cumplir el encargo de regalar algo a alguien, pero depositar todos los paquetes bajo el árbol de Navidad sin que nadie supiera de quién era qué. Cuando mi hermana mayor abrió su paquete y vimos que era un lector electrónico de libros, mi madre se apresuró a explicar que era una idea del resto de mis hermanas, yo no entiendo de esas cosas, pero me dijeron que a ti te vendría muy bien con tanto viaje. Mi hermana menor protestó, no empecéis, si dais explicaciones de cada regalo se pierde la sorpresa del amigo invisible. Todos los años sucedía lo mismo. Alguien decía, al entregarse cada paquete, si no te va bien lo puedes cambiar, me dijeron en la tienda que tiene dos años de garantía, ahora está muy de moda, frases que destrozaban un misterio no demasiado relevante.

Abrimos el resto de los regalos con la misma inercia. Mi madre recibió una tableta electrónica, entre protestas por lo difícil que le resultaba manejar esas cosas modernas. Esas cosas modernas era una expresión que utilizaba desde que yo era pequeño ante cada novedad tecnológica. Lo mismo dijiste del móvil y mírate ahora, no hay quien te lo quite, la corrigió mi hermana, la segunda, que a su vez abrió su paquete y descubrió con entusiasmo fingido un marco de fotos electrónico que podía alternar hasta setenta y cinco imágenes distintas guardadas en la memoria digital y ofrecerlas a ritmo pautado. Me va fenomenal porque con eso de que ahora ya no tenemos álbumes de fotos, a veces me entra hasta pena al ver crecer a los niños. Mi tercera hermana recibió un teléfono móvil de última generación que festejó incrédula. Pero si vale setecientos euros, ¿estáis locas? A lo que mi hermana menor respondió que tenía muchos puntos de fidelidad acumulados. A mi hermana menor le iba bien en lo económico. Mi madre decía que tenía ojo, quizá fuera estómago. La empresa le exigía enormes esfuerzos personales, en expresión suya, quizá por eso el regalo para ella fue un contador de pulsaciones y esfuerzo que medía kilómetros recorridos y tensión vascular con sólo ajustarlo en el antebrazo durante su hora diaria de salir a correr y cuyo modo de empleo otra de mis hermanas le explicó con detalle. A mí me regalaron ropa. Siempre me regalan ropa porque saben que odio comprarme ropa y me gusta cuando es vieja y se ajusta al cuerpo en una segunda piel y me critican que la utilice hasta que se cae a pedazos. El paquete contenía dos camisas, un jersey, un cinturón y un pantalón de lino para el verano.

Los finales de año nunca me ponían especialmente triste, al contrario que a otra gente, pero no evitaba hacer balance y tratar de ordenar mi vida un poco mejor. Para el año nuevo me propuse resistir a las historias superficiales que a cambio de un rato de placer habían causado cierto daño a la otra parte. Me centraría en mí mismo, sin recurrir a los demás, debía sanarme en lugar de esperar a que el contacto con los otros me sanara. Sólo temía que ese cambio de hábitos me empujara a masturbarme demasiado. Anabel me solía decir, en nuestras charlas en el piso de Barcelona, que ella jamás tendría hijos ni compartiría su vida con nadie. Lo he diseñado así, puede que sea triste, pero lo tengo claro. En la vida hay que tener las cosas claras, sostenía Anabel. Yo no tenía las cosas claras. Quizá fuera bueno empezar a tenerlas. Primero tener cosas. Y luego tenerlas claras.

La sombra de Marta seguía pesando sobre mí y un día de esos de Navidad, en la FNAC de Callao, la había visto de lejos con su novio cantante uruguayo y tuve la certeza de que estaba embarazada. Carlos me dijo que era una obsesión mía, pero yo noté en su forma de andar ese gesto de protección. Me había escabullido sin saludarles, lo cual me hizo sentirme como el escolar que rehúye el examen porque no se ha preparado a conciencia.

Y sin embargo cualquier sombra de rencor se había evaporado. La canción que daba título al disco del cantante uruguayo escaló hacia los éxitos populares y en lugar de entristecerme me relajó, me quitó un peso de encima. Y hasta un día me vi sorprendido tarareando el estribillo

Vuelve el amor

Vuelve la primavera

Vuelven las noches en vela

tus caprichos, mis penas

y nuestro destino

amarrado a las aspas de un ventilador

sin saber muy bien qué quería significar todo aquello, en especial lo del ventilador, que quizá fuera una forzada rima con amor, pero intuyendo que ese gesto mío de naturalidad, de paz sin agravio, más que generosidad era egoísmo, la salvación propia, una manera de desentenderme de lo ajeno. En esa escalada de aislamiento, casi de naufragio, apenas me vi con nadie en los días que pasé en Madrid. Al volver a Barcelona comprendía que había perdido mi sitio, porque ni allí ni en mi ciudad de toda la vida anterior había nada que me amarrara, que me hiciera sentir prisa por regresar. Todos los lugares para mí eran islas desiertas.

Semanas atrás habíamos concertado con Àlex para la mañana del día de fin de año un encuentro con los gestores de aplicaciones de una marca de móviles. Queríamos mostrarles mis modelos de relojes de arena. Para entonces tenía desarrollada una colección de una docena que iban desde trampantojos a enrevesados mecanismos. El favorito de todos era un reloj de arena que mostraba el dibujo de un campo de fútbol, con el verde y las rayas de demarcaciones blancas. Al invertirlo, en el receptáculo vacío se recibía la arena y volvía a formar el campo de nuevo. La duración exacta del trasvase de un lado al otro eran cuarenta y cinco minutos. El estudio me había llevado bastante tiempo y el modelo de muestra lo tuve que variar demasiadas veces, pero Àlex lo celebraba con fe apabullante. Esa mañana Àlex y yo logramos cerrar una oferta comercial. Los detalles los terminaríamos de decidir a la vuelta de año nuevo. Pero significa bastante dinero, me dijo Àlex, para la empresa y para ti. Hay que celebrarlo.

Nos juntamos los que habíamos acudido a trabajar ese día, a falta de varios que se habían vuelto a sus ciudades de origen o se habían marchado de vacaciones. En la comida hablaban de la fiesta de Nochevieja a la que acudirían. De pronto todos se escandalizaron al unísono cuando les confesé que yo me quedaría solo en casa y que con toda probabilidad me iría a dormir antes de las campanadas. Para tranquilizar sus conciencias, y puede que mi incomodidad, terminé por aceptar la invitación de mi compañera de piso, que iría a casa de unas amigas. Habrá también heterosexuales, me advirtió Anabel, sólo hace falta que traigas alguna botella de alcohol. Marga, que era otra chica que había entrado de becaria en la empresa, me aseguró que también iría. Varias veces Àlex me había insistido en que yo le gustaba a Marga, habrás notado que le encantas a Marga, pero yo rehuía a Marga porque su nombre era demasiado similar al de Marta y sus cejas no eran tan especiales como las de Marta, que daban un valor único a su rostro, con un aire entre Frida Kahlo y una joven Ángela Molina.

Salí bastante bebido de la comida y fui caminando sin rumbo por la ciudad hasta llegar a las Ramblas. Me gustaban las Ramblas pese a la masiva presencia de los turistas. Un día, alguien que se quejaba en el mercado de la Boqueria de la acumulación de turistas, recibió una reprimenda del frutero. Por mí se pueden ir todos los de Barcelona a tomar por culo y que se queden sólo los turistas, que son los que dejan dinero y se lo gastan aquí. Encontré interesante esa apreciación, que me ayudó a nunca mirar en adelante a los turistas por encima del hombro. Al fin y al cabo, tampoco yo era de allí y lo que me atraía de esa avenida era que no existía una similar en mi ciudad de nacimiento. Acaso sabía, al igual que Chéjov, que el interés por nuevas ciudades no es tanto llegar a conocerlas como escapar de otras anteriores.

Despistado, no vi acercarse a un mimo que se lanzó a imitar mi gesto meditabundo para diversión de quienes miraban. Me detuve y el mimo hizo lo mismo. Sonreí con espíritu navideño, aunque tenía unas obscenas ganas de abofetearlo. El mimo se parapetó tras mi espalda y cuando yo me volvía para desenmascararlo él se volvía conmigo en una rutina clásica que me convertía en el hazmerreír de la parada. Entonces posé la cartera con mis papeles en el suelo y comencé a imitar los gestos del mimo delante de la pared transparente. Pese a que mis habilidades eran más bien patéticas, el mimo se detuvo a mirarme y luego comenzó a aplaudirme y hasta me dio una moneda que sacó de su gorrilla y me invitó a seguir andando y alejarme de allí, con un divertido gesto de que no le robara el negocio, pero fastidiado por mi reacción y la supuesta vulgarización de su oficio. Alguno de los turistas me aplaudió cuando ya me alejaba.

En la plaza de Cataluña vi detenerse al autobús azul que lleva al aeropuerto y caminé hacia la parada. Había comprado una botella de vodka en el colmado Quílez, que estaba cerca de nuestro piso, en la calle Aragón. La llevaba dentro de la cartera abultando de manera obscena. Varias personas con las que me crucé repararon en el bulto de mi cartera como repararían en un pene sobreexcitado bajo el pantalón. Subí sin prisas al autobús y esperé unos minutos a que retomara su ruta. Me acomodé al final. El mismo impulso que me había salvado del mimo me había hecho subir al autobús azul y ahora me llevó hasta las terminales del Prat. Busqué una compañía barata que anunciaba vuelos a Mallorca con una modelo conocida en una foto donde ella resultaba gélida y perfecta y el paisaje falso y acartonado. Compré el pasaje en un trámite sencillo. No había cola en el mostrador de facturación, pero el empleado me dijo que era imposible viajar con la botella de vodka encima. Así que la facturé y la vi perderse por la cinta transportadora con la corbata adhesiva de la compañía que indicaba su destino. En el kiosco más cercano a la puerta de embarque compré dos revistas de arquitectura y diseño para entretenerme en el par de horas de espera hasta que saliera el avión. Me quedé dormido nada más despegar.

En Son Sant Joan fui directo a la fila de los taxis y encontré a varios conductores en animada tertulia. Mostré una foto en mi móvil y les pregunté si conocían aquel lugar. Había tomado la foto de la postal en la nevera de Helga, pero no figuraba el nombre de la población. Uno de los taxistas, con la cabeza calva, reconoció la cala. Y le explicó al que le correspondía el turno dónde era. Cuando estemos por allí ya le indico, le dije después de sentarme. Estaba buscando a alguien y me detendría en algún comercio a preguntar. Tiendas allá no hay muchas, si quieres te puedo dejar en el club de tenis. Le dije que lo hiciera así, pero cuando llegamos había anochecido y el club parecía abandonado y desierto con dos o tres pelotas despellejadas y olvidadas junto a la valla oxidada, así que el taxista me acercó hasta un hotel cercano.

Entré en la recepción y pregunté por los precios de las habitaciones. La mirada sospechosa de la recepcionista me desanimó para contratar una. Luego le pregunté si conocía a una mujer alemana que se llamaba Helga y solía pasar las vacaciones en esa zona. Me dijo que no conocía a la gente con casas en la zona, más bien a turistas habituales. La chica se excusó, me temo que no te puedo ayudar. Aún le pregunté por la zona de casas que se abarcaba bajo el nombre de la cala y fue generosa en las explicaciones, señalándome un extremo. A partir de allí ya todo es acantilado, no hay casas.

Salí del hotel con la promesa incierta de volver. Caminé por la calle asfaltada pero mal iluminada. Había chalets en la ladera de la montaña y si avanzaba hacia el extremo de la cala podría tener una visión más general. Pero no conocía la dirección exacta ni tampoco el aspecto de la casa que buscaba. En algunas viviendas había luces y decoración navideña, pero el silencio sólo lo rompía el rumor encabezonado del mar al romper con las rocas.

Continué por la calle hasta tomar la ruta entre pinos. Había un restaurante con piscina ahora vacía y sombrillas de palo con sombrero de hojas secas de palmera, también chalets de esa obscena arrogancia. Recordaba el comentario de Helga sobre su casa, pero empezaba a albergar dudas de si aquél era realmente el sitio donde solía pasar los fines de año, como me había explicado.

Caminé de vuelta hacia la calle principal y vi un camión cisterna detenido junto a la puerta de un caserón. Transportaba agua y el operario estaba recogiendo la gruesa trompa de plástico. Era un joven con las mejillas coloradas y el pelo rubio segado corto. Estoy buscando la casa de una señora alemana que vive por aquí. Al pronunciar la palabra señora sentí un ligero rubor. Esto está lleno de alemanes, me dijo el joven sin dejar de maniobrar. Ella está separada de su marido, pero viene siempre sola a pasar la Nochevieja, vive en Múnich. ¿Helga?, preguntó de pronto el chico, fijando la manga en la parte trasera de la cisterna de agua.

Presa de un entusiasmo algo irracional, acepté la invitación para subir al camión. Él podía acercarme hasta la casa de Helga. En realidad la casa es del marido, ella viene bastante poco. ¿Eres familiar de Helga? Sí, un sobrino. Es una señora encantadora, que aquí no es fácil de encontrar gente así, ya te digo yo. Los alemanes son unos tocacojones de cuidado. Los hijos vienen más. Sí, su hijo, bien grandote, ¿verdad? Lo conozco. Durante un instante imaginé que también el joven conductor había tenido una aventura con Helga, que ella era una devoradora de hombres que fingía siempre encuentros accidentales. Me aterró la idea al tiempo que me fascinaba. Luego observé más atentamente al camionero y me pareció una absurda fantasía mía. El chico carecía de imaginación para ver en Helga algo distinto de una jubilada alemana de retiro dorado.

El camionero me dejó a la puerta de una casita de madera azul. No encontré el timbre, así que abrí el portón y entré en la finca hasta el acceso a la vivienda. Estaba orientada hacia el mar y aunque ahora sí vi el interruptor de un posible timbre, preferí golpear la puerta, que parecía una entrada trasera y poco frecuentada. Escuché ruidos y música en el interior y volví a llamar hasta que alguien subió la escalera.

Un hombre alemán, de los alemanes rojizos y jubilados de Mallorca, me recibió con gesto cordial. Durante un instante pensé que podía ser el marido de Helga. Tenía el aire de estar bebido. Quedaba menos de una hora para el fin de año. Cuando le pregunté por Helga me indicó con un gesto que esperara y corrió a llamarla a gritos hacia el interior. Escuché los pasos de ella llegar por la misma escalera por la que el hombre había desaparecido. Di un paso atrás para que no pudiera verme hasta que se asomara al umbral de la puerta.

Su rostro cambió de una sonrisa vaga a una sorpresa sincera. Podía esperar a un vecino o a algún empleado de comercio. Jamás a mí. No dije más que hola y ella también saludó con timidez. Me acordé de que siempre pasas fin de año aquí, no dije más. ¿Quieres entrar? Nos hemos juntado algunos vecinos. Abrí mi cartera y saqué la botella. He traído vodka, le dije. No sé si reconoció que era el mismo vodka polaco que habíamos bebido la primera noche en su casa, con aquella ramita de hierba al fondo del líquido.

Había dos parejas de alemanes de la edad de Helga, entre ellos el hombre que había abierto la puerta. También una mujer más mayor e insolada con piel de cangrejo, que aparentaba estar sola y achispada por el vino. Helga me presentó en alemán a todos y no entendí demasiado bien lo que añadió de mí. Puede que les mintiera también y les dijera que yo era un sobrino español. Me tendieron un plato con restos de salmón y ensalada, me llenaron la copa de vino blanco y cada vez que alguien pasaba por mi lado se empeñaba en chocar su copa con la mía y brindar. Prosit. La televisión estaba encendida aunque el sonido quedaba aplastado por la música de la radio. Era un canal español que a la hora precisa mostró el reloj de la Puerta del Sol.

No hablé demasiado con nadie y Helga tampoco se acercó para hacer algún aparte que quizá los demás habrían observado con curiosidad. De vez en cuando ayudaba a traducir lo que alguien me decía y me explicaba a qué se dedicaban o lo cerca que tenían su casa de la de Helga. Con las campanadas todos celebraron la cuenta hacia el nuevo año. Deberían usar un reloj de arena para festejar el fin de año, ¿verdad?, me sugirió Helga con una sonrisa. Nadie tomó uvas ni tampoco pregunté si tenían. Fue la primera noche en mi vida que no tomé las uvas con las campanas de Nochevieja, así que me limité a dar un sorbo a mi vaso de vino con cada repique espaciado. Tampoco sufría por mis perspectivas de futuro, mis Zukunftsperspektiven. Ein glückliches neues Jahr, repetí con ellos mientras reían con mi pronunciación. Luego tiraron petardos y algún cohete a imitación de las casas cercanas.

Sobre las dos de la mañana comenzaron las despedidas y la mujer de piel de cangrejo fue la última en marcharse. Se había desportillado en el sofá y Helga la invitó a quedarse a dormir, pero ella se negó y sacó una linternita de su bolso y mostró el modo en que llegaría a su casa en la oscuridad, como una bruja de cuento infantil en su caballo de palo de escoba. Helga la acompañó escaleras arriba mientras ella repetía un Nein, nein al ofrecimiento de quedarse a dormir en uno de los dormitorios de la casa.

Cuando Helga regresó al salón yo estaba en la terraza. Desde allí se observaban con claridad las estrellas sobre el mar infinito y oscuro que no dejaba de rugir, poderoso. La cala adoptaba la forma de una mano ahuecada para recibir al mar, un abrazo alargado y hospitalario de rocas, un refugio natural fabricado por el viento y las mareas. Me había servido un vasito de vodka de la botella que nadie había abierto aún y Helga se unió a mí después de llenar la suya. Habían bailado algún rato, pero yo me negué las veces que me insistieron para unirme, había preferido mirarlos desde una cierta distancia educada. No era mi fiesta.

Qué bonito es este sitio, dije. Ya, se limitó a añadir ella, luego siguió la dirección de mi mirada. Esta tarde estaba paseando por Barcelona y de pronto pensé en venir. Sonó a una explicación ni solicitada ni con demasiado sentido. Hace frío, dijo ella, como si prefiriera interrumpirme y que yo no me justificara más. Se asomó al salón para coger una manta que reposaba sobre el respaldo del sillón. Se puso la manta en la espalda y me cedió un extremo. Era delicada y agradable, hubiera dicho que era de pelo de camello si supiera diferenciarlo de cualquier otro tejido; no era, seguro, una imitación china de baja calidad. Me acerqué a ella y nos juntamos los dos bajo el cobertor. Cada uno agarraba un extremo de la manta con su puño, apretado contra el pecho. Las dos manos quedaban juntas, rozándose. A esta cala los alemanes la llamamos Blitz. Relámpago.

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