Blitz

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Abril

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En el trabajo conocí a Anabel. Se ocupaba de las cuentas, pero era una diseñadora con buen gusto, que hablaba deprisa y con afilada ironía. Llevaba a ratos unas gafas que maltrataba, las tiraba con fuerza sobre la mesa, se las arrancaba de la cara para gesticular, señalaba con ellas y a veces hasta dibujaba sobre el papel con un gesto rápido, utilizando las patillas como un lápiz. Casi siempre sus ideas y correcciones eran enriquecedoras. Sabía que yo buscaba un cuarto en la ciudad, el sueldo no daba para un piso, así que me ofreció compartir con ella. Anabel era lesbiana y tenía en propiedad un piso enorme del Ensanche comprado en sus años rentables entregados a la publicidad. Podía cederme el ala del fondo sin causarnos demasiadas interferencias domésticas. De tanto en tanto ella ligaba con chicas jovencísimas y bellas que paseaban medio desnudas por el pasillo y la cocina y yo las observaba en la distancia como un fantasma que se asomara a la vida ideal sin poder alargar la mano y tocarla con la punta de los dedos.

Anabel era crítica y rotunda. Para ella, nuestra generación estaba poblada de niños mimados, incapaces de afrontar las dificultades, acostumbrados a torcer todos los derechos ganados por nuestros abuelos y padres con el sudor de la lucha y transformarlos en privilegios irrenunciables. No nos hemos querido enterar de que Europa, y no digamos España, ya no son el centro del mundo, me decía en ratos perdidos de la oficina, y nos vamos a dar cuenta a bofetadas. Todos deprimidos y tristones, me decía señalando a los más jóvenes, buscando culpables a los que poner una demanda por malos tratos psicológicos. Y reía con una risa ruidosa. Van a demandar a papá y a mamá por traerlos al mundo, ya verás.

Un día Anabel se confesó ante mí como una especie de vampiro. Yo soy, me dijo, una especie de vampiro. Estábamos desayunando juntos un domingo. Solía robar para mí la edición internacional del

New York Times en el hotel de lujo a dos calles y ese día había despedido a una de sus conquistas y volvió con ensaimadas y el periódico que yo desplegaba como una sábana de felicidad. Cuando pronunció la frase dejé que una esquina del periódico se plegara para prestarle atención.

Necesito la belleza y la juventud para seguir sintiéndome viva. Se refería a las chicas con las que sostenía relaciones breves y a las que echaba de casa sin demasiadas contemplaciones pasadas algunas semanas, siempre chicas llenas de luz y energía, que andaban acaso descubriéndose a sí mismas en la relación con Anabel. Yo asistía divertido al recital de Anabel con sus gruñidos, porque después de hacer el amor siempre le entraba un descarado malhumor, que ella definía como su lado masculino. Tengo orgasmos de hombre, me aseguró ese día. ¿Sabes esa sensación de hastío después del placer, con ese egoísmo fisiológico por el que desearías que la persona de al lado desapareciera cuando ya estás satisfecho? Y que te dejara en paz, porque tu ideal no consiste en prolongar la relación sino en volver a tu ataúd hasta despertar a una nueva aventura, distinta. Y otra y luego otra. Pues así soy yo, una especie de vampiro a la búsqueda de sangre joven. Lo dijo Anabel y no sonaba feliz.

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