Blitz

Blitz


Enero

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Pensaba en algo que decirle, pero se puso a llorar y yo no quería que todos nos miraran en el local. Deja, come tranquila, luego hablamos. Pero masticar resultó una actividad ridículamente cotidiana frente a los sentimientos desatados. Y los dos nos dejamos la mitad del kebab en el plato, a medio envolver aún en papel de plata. Cuando salimos a la calle Marta seguía llorando, pero caminar sin tenernos el uno frente al otro nos hizo más sencillo hablar. Me gustaban de las películas del iraní Kiarostami esas largas conversaciones en los coches, con planos del camino o la carretera a través del cristal, porque los viajes, con esa disposición de los hablantes no enfrentados, sino con la mirada hacia la ruta, son propicios para las confesiones sinceras. A mi amigo Carlos no le gustaban las película iraníes, se burlaba de ellas y las había convertido en un género aparte. No te pongas en plan película iraní, bromeaba. Marta concedía, a veces son aburridas, pero comprendía mi gusto por ellas, por ese tiempo lento, laborioso, muerto incluso. Tantas veces le expliqué que la agitación era sólo una forma de rellenar el verdadero vacío.

Yo había tonteado con ser director de cine. Hubiera querido rodar películas del Oeste de aquel tiempo en que el Oeste se terminó. Cuando llegó el ferrocarril y el automóvil y los viejos pistoleros solitarios se extinguieron camino del crepúsculo. Tuve poca determinación para cumplir con esa vocación. Nunca me interesó contar historias. Hubiera filmado nada más que momentos aislados y sin significación narrativa. Condenado a ser un cineasta artista, de esos que tan ridículos me resultaban, tan fatuos en sus entrevistas, preferí darle a mi madre y a mis hermanas la tranquilidad de un título en arquitectura. Pero rodé sin cámara una película para mí. Era el rostro de Marta en un plano cercano y luminoso que duró casi cinco años. 3 784 320 000 (tres mil setecientos ochenta y cuatro millones trescientos veinte mil) fotogramas, según me entretuve en calcular cuando ella ya no estaba.

Le dije a Marta que en el fondo lo que ella perseguía era enmendar su pasado. Nunca aceptaste la separación, pero quizá te estás equivocando al creer que ahora lo puedes corregir. El pasado ya no se puede cambiar. Pero ella repetía, mientras negaba con la cabeza, de verdad, no es eso, Beto, no es eso. Yo he sido tan feliz contigo, me has hecho tanto bien. De pronto me veía como un médico de urgencias que había tratado sus heridas pero, una vez recuperada la salud del paciente, no podía hacer otra cosa que darle el alta y verla marchar. Te juro que el pasado estaba olvidado, Beto, superado. Yo asentía con la cabeza, pero no estaba de acuerdo. Ella seguía hablando. Él es ahora una persona nueva y yo también. Intuí, pues, que el único que se había convertido en una persona vieja y gastada era yo.

Lo extraño es que una fuerza interior, orgullosa y terca, me impidió caer en recriminaciones. Conocía rupturas de amigos llenas de reproches, así que traté de lograr la única victoria que la situación me permitía. Se hizo de noche sin que Marta me escuchara un lamento. Ni siquiera por las semanas que había durado su relación a mis espaldas, por el tiempo que había dedicado a alimentar la nueva pasión mientras vaciaba y condenaba la nuestra. Me callé las heridas que deja el engaño, porque lo consideré una prospección necesaria sobre la profundidad del nuevo amor antes de proceder a cegar de manera definitiva el pozo del antiguo. En realidad no me estuvo engañando aquellos días, sino protegiéndome. Lo entiendo, le dije, tienes que obedecer a tu corazón, otra frase hecha para tiempos de ruptura que uno no sabe ahorrarse. Sólo tropecé con el rencor fácil cuando, pese a la muda negativa de ella, le eché en cara que para mí sería imposible no estar convencido de que durante todos nuestros años juntos, en el fondo, ella siempre lo había seguido queriendo a él. Puede que siempre lo hayas seguido queriendo a él.

Fuimos a ver la película de esa noche, para la que habíamos reservado entradas en la oficina de la organización. En los congresos siempre acompañaban las sesiones con películas, historias con la arquitectura o el mundo del arte infiltrado en la excusa argumental, lo que solía ser equivalente a aburrimiento y pretenciosidad. Las películas que más tienen que decir sobre paisajismo son aquellas que no lo subrayan, basta un ascensor o una oficina para hablar mejor del asunto. En este caso era un documental sobre la reconstrucción de Múnich tras la guerra, la recuperación de su esplendor previo. Me causó una cierta desazón escuchar a uno de los expertos entrevistados rememorar la hermosa ciudad, y afirmar que el surgir de la locura nacionalista fue una consecuencia natural. La belleza consciente siempre acaba por provocar el fascismo, aseguró. Poseer la belleza podía convertirte en un monstruo. Incapaz de concentrarme en la película, me dediqué a observar el rostro hermoso de Marta, de una delicadeza especial. Me sentía herido al creerla imbuida en el documental. Era capaz de evadirse, de abstraerse en algo que no fuéramos nosotros. Su concentración me permitía reparar en su piel y en sus rasgos, bajo la luz oscilante de la pantalla. En un momento en que volvió la mirada hacia mí y me descubrió con la vista clavada sobre ella, añadió un gesto de fatalidad algo postizo.

Al terminar la película, Helga, que estaba rodeada de otros voluntarios del congreso, muchos de ellos jubilados con ganas de ayudar y algún que otro estudiante con curiosidad por seguir el desarrollo de las presentaciones, nos invitó a tomar algo con los demás en un bar cercano. Estará el otro paisajista español, nos animó intentando convencernos cuando le dije que estábamos cansados. Él me ha dicho que le gustaría mucho conocerte, insistió Helga, y noté un tono de ironía que respondía a mi frase anterior despectiva para con Àlex Ripollés tras la presentación. Pero Marta negó con la cabeza cuando la interrogué con la mirada, no le apetecía ir, y yo se lo expliqué a Helga. Mañana además tenemos que estar en el aeropuerto temprano, añadí. Sí, es cierto, pero yo no os podré llevar, irá otro compañero, se excusó ella. Qué pena, que durmáis bien. Muchas gracias, respondí, y saluda a Àlex Gilipollez de mi parte. Lo haré. Cuando se alejó con su paso activo y alegre tras darnos dos besos familiares, Marta me preguntó por qué había llamado de ese modo a Àlex Ripollés. Es que así es como se pronuncia en alemán, le expliqué.

En la habitación del hotel, a la vuelta, planteé la posibilidad de hacer el amor como una despedida tierna. Lo hice incluso en términos cómicos. Que mi cuerpo pueda despedirse de tu cuerpo. Mis manos se despedirían de lo que han acariciado tanto tiempo. Mi polla decirle adiós a tu coño y mis manos a tu culo. Mis labios se despedirían de tus labios y de tu piel. Piensa en ellos, la separación también les afecta. Pero Marta se negó, por favor no me hagas esto ahora. Tomó mi propuesta como un sarcasmo desesperado. De hecho, al acostarse impidió que la viera desnuda, adquirido un pudor sobrevenido que me causó excitación más que la pretendida distancia. Negaba así también a mis ojos la posibilidad de despedirse de su cuerpo, de ese cuerpo que había sido el paisaje cotidiano más querido para ellos y la sustancia primordial de su alegría en el último lustro.

Mi orgullo herido, más por esa negativa suya de darle a la última noche el valor real de última noche juntos, de oponerse a que nuestros cuerpos se dijeran en silencio las cosas que querían decirse después de tanto tiempo de dulzura y buen trato, me envaneció. Fue vanidad lo que me llevó a darme la vuelta con mi edredón particular y anunciar: mañana no volveré contigo. No cogeré de vuelta ese avión a casa, porque ya no tenía casa ni ciudad ni patria.

Dormimos a ratos, interrumpidos a veces por la presencia desvelada del otro, tan cerca pero ya camino de tan lejos. La rabia contra mí mismo por haber sido incapaz de presentir su ánimo, su renovada relación, me inflamaba. ¡Cuánto ignoraba de ella creyendo conocerla! Ni tan siquiera había sabido leer en sus ojos y en su actitud la alarma de ese reencuentro con su antiguo novio unos meses atrás. Luego recuperaba el sueño y me cruzaban por la cabeza recuerdos de los años compartidos, imágenes inducidas por la nostalgia o el despecho. Los edredones separados terminaron por ser una cama cortada a cuchillo.

Por la mañana la escuché ducharse y preparar su maleta con tiempo. Marta hacía las maletas como casi todo en la vida, con orden y precisión. Para alguien con tan estudiada planificación esta ruptura tenía que haber sido torturadora. Me sacudió cariñosa y le repetí ve tú, yo me voy a quedar unos días. Trató de convencerme, incluso cuando llamaron por teléfono para advertir que el coche de la organización estaba listo para llevarnos al aeropuerto. No me moví. Era temprano y no tenía ganas de salir de la cama. Podía entenderse como una pequeña venganza. Dejar que ella hiciera el viaje a solas, el viaje que ella había emprendido. Creo que Marta ya no podía llorar más y hubo un gesto de cansancio, de boxeador derrotado cuando acercó sus labios a mi cara y me besó para despedirse. Era aquél nuestro último beso en los labios. Me tapé la cabeza con la almohada, pero la escuché salir. La puerta al cerrarse sonó con un acompañamiento eléctrico. Pensé que eran las fotocélulas y me pareció un pensamiento ridículo e inoportuno, una curiosidad tecnológica fuera de sitio.

A las doce en punto una camarera quiso hacer la habitación. Habían llamado quince minutos antes para advertirme desde recepción que tenía que dejar el cuarto. Les dije que lo sabía, pero ignoré el aviso. La camarera cerró la puerta con educación y avisó de que volvería en diez minutos.

Bajo la ducha me sorprendí llorando y excitado. ¿Se puede estar roto y empalmado? ¿Qué dicen las canciones de eso? Salí a recuperar el teléfono móvil de la mesilla. Volví al baño y me senté sobre el retrete cerrado, busqué entre la colección de fotos y vídeos breves de la memoria del teléfono. Allí estaban, dos o tres fotos de Marta desnuda al amanecer en un memorable recorrido por su cuerpo. Habría tiempo para destruirlas, pero ahora era un recurso para suplir lo que la realidad me negaba. Me puse de pie mientras con la mano derecha me sacudía la polla y con la izquierda saltaba adelante y atrás entre esas fotos de un domingo feliz ya perdido para siempre. Me apoyé en el cristal de la ducha. Seguía cayendo agua cada vez más caliente. Cuando me aproximaba al éxtasis envuelto en el vapor, el móvil se me escurrió de la mano y fue a dar al fondo del plato de ducha. Tardé en reaccionar y corrí a recuperarlo de entre el agua hirviendo. Me escaldé la mano, pero igual me apresuré a descomponer el teléfono y colocar sus piezas bajo el vendaval portátil del secador de pelo.

En la calle encontré un supermercado y compré un kilo de arroz y metí el móvil en la bolsa. Le había oído contar a una de mis hermanas que había salvado su teléfono con ese método cuando se le cayó en la taza del váter mientras contestaba mensajes. Había que verme sujetando en el aire el saco de arroz mientras caminaba. En la recepción del hotel se prestaron a guardarme la maleta hasta que encontrara otro lugar más asequible en la ciudad para pasar la noche. La sala de desayunos ya estaba ofreciendo las primeras comidas del día, así que pese al hambre me quedé sin desayunar.

La calle estaba animada a esa hora y el frío era soportable gracias a unos caritativos rayos de sol. Comí un pedazo de pizza en un local de basura para comer abierto veinticuatro horas. Celebré de una manera sutil mi libertad hasta que llegó el derrumbe. Fue casi al final de la tarde, cansado, después de merodear por tiendas de muebles de diseño, librerías y un local de vinilos. Buscaba nada y miraba los tejados de las casas y las fachadas con atención de estudiante de arquitectura. Esquivé a algunos mendigos cuando crucé por los jardines del antiguo botánico y cada vez que oía español, lo que era frecuente, cambiaba de acera siempre con el móvil sumergido en la bolsa de arroz de mi mano. Había estudiantes jóvenes que soñaban con un trabajo en el primer mundo ahora que la economía de nuestro país estaba en crisis. Había leído que los alemanes quería implantar una corrección a la libre circulación entre europeos. Si no conseguías trabajo en seis meses podían expulsarte. Me imaginé deportado, con ese trato que se dispensa al visitante cuando trasciende la agradable visita corta del turista y carece de dinero y plan de vida. Un mundo cainita y agresivo, regido por guardias de aparcamiento que en cuanto dejas de cotizar te expulsan del paraíso. Miré embelesado los tranvías al pasar, hasta que pensé que quizá también mirar sin más fuera ilegal.

Marta había sido la luz de mis días, la fuerza para sostenerme en actividad y pelear por los proyectos cuando ya nadie los solicitaba. Marta era la expresión de mi suerte y con ella al lado me sentía invencible y afortunado. Me gustaba bromear con su nombre y decirle que venía de Marte para rescatarme, para fugarnos juntos. Marta viniste de Marte. Marta fue mi exilio, mi planeta de acogida en un tiempo en el que nos sentíamos expulsados de nuestra ciudad, desamparados, desahuciados del hogar. En días de intemperie, cuando la economía teñía todo de perdedores y ganadores, Marta fue un país de acogida. Pero ahora me quedaba fuera del sistema solar, sin brújula, a la deriva, en proceso de congelación sin un calor que salvara.

¿Estás bien? ¿Estás llorando? Cuando levanté la cabeza vi a Helga inclinada hacia mí, como quien se asoma a la boca de un pozo. Yo había hundido mi cabeza en las manos, apoyados los codos en las rodillas, y puede que llorara o sólo tratara de soportar la humillación. Mis pies estaban helados y la nariz enrojecida moqueaba por culpa de lo que yo creía que era el frío y puede que fuera la tristeza. Pero estás helado, ¿te pasa algo? ¿Y tu novia? Al levantar el rostro me colgaba un moco como una estalactita y ella me prestó un pañuelo de papel.

No, es que me he quedado solo. Para mi sorpresa, Helga pareció entender la ambigüedad de la frase. Una frase que era cierta sin importar el matiz con que ella la tradujera. Me he quedado solo. ¿No tenías hoy el vuelo? Sí, pero he decidido pasar unos días más en Múnich. Venga, ven, levanta de aquí. ¿Por qué no vienes al congreso? Helga comprendía sin que yo le explicara demasiado, tenía esa experiencia acumulada de quien no necesita indagar para intuir lo oculto. En veinte minutos tenemos la mesa redonda. ¿Por qué no te unes? Unirme era buena idea. Unirme a lo que fuera.

¿Y eso qué es? Al ponerme de pie, Helga señaló la bolsa de arroz que reposaba en el banco. La levanté y sumergí mi mano entre los granos para sacar el móvil. Helga sonrió, pero de inmediato consultó su reloj. Corre, llegamos tarde, me urgió. Caminando a su lado probé a prender el teléfono. Nada. Tan sólo la negra pantalla que reflejó mi cara triste, mi cabello despeinado, el filo de mi abrigo a la altura de los hombros. Si necesitas llamar puedes usar mi móvil, me ofreció Helga. No, gracias, no tengo a quien llamar.

Cuando me cedieron la palabra, después de anunciar mi feliz incorporación inesperada a la mesa redonda, ya había escuchado las argumentaciones de mis colegas, también jóvenes y también prometedores, a la pregunta inicial, ¿para qué sirve un paisaje? La confusión de idiomas esterilizaba la conversación al modo de una discusión en la ONU, pese al esfuerzo de tres traductoras. Àlex Ripollés alzó las cejas al verme llegar con Helga y sumarme a la mesa. Junto a él participaban una joven bengalí tan nerviosa que no dejaba de moverse igual que si estuviera sentada sobre una mecedora, un intenso nigeriano vestido con el sokoto y la buba amplios y el sombrerito fila y, por último, un coreano tímido y obeso. Àlex acababa de presentar su proyecto de Parque Chernóbil, consistente en recrear el día de la catástrofe de la central nuclear de Ucrania en un rincón de Barcelona repleto de motivos de aquel exacto tiempo. Al parecer el día de la fuga radiactiva coincidía con el día de su nacimiento, en abril de 1986, y contaba que la intención de su proyecto era contrastar vida y muerte y la idea del tiempo detenido. Hubo aplausos al terminar su discurso.

Àlex me miró con gesto irónico desde su atractivo incontestable cuando comencé a hablar. Dije: yo no sé para qué sirve un paisaje. Porque un paisaje es un hermoso jardín inglés pero también la valla para frenar inmigrantes africanos de Melilla. Creo que fue Robin Lane Fox el que preguntó en su clase de Oxford para qué servía un jardín y se encontró con la respuesta maravillosa de un alumno: para besarse. La vida transcurre en lugares y nuestro oficio no puede evitar que esos lugares se asocien a las experiencias personales de cada uno. En el mismo parque dan tus hijos sus primeros pasos o se muere tu abuelo de un infarto. A veces intento imaginar en lo que pensaba Olmstead cuando diseñó los jardines de Central Park en Nueva York, pero él podía transformar la gran urbe y nosotros trabajamos en un estadio distinto de la evolución de las ciudades, trabajamos sobre lo ya hecho, vamos al rescate. Me gustaría que los lugares nos hicieran descubrir el mundo oculto a nuestros ojos. Porque necesitamos volver a mirar el mundo real, no vagar por la ficción, ni levantar una fantasía, ni permanecer evadidos. Necesitamos un espejo pero curativo, volvernos a enamorar de nosotros mismos, de nuestro hecho concreto y humano, por defectuoso que sea. Yo no tenía ni pensado ni ensayado el discurso, pero consideraba correcto defender la idea de mi propuesta de jardín con una teoría general del paisaje como referente arcaico, puede que en desuso frente al esplendor tecnológico y la ingeniosidad de otros concursantes. No podemos permitir, proseguí, que la arquitectura y el urbanismo sean divertidos para quienes lo practican pero inapreciables para quienes lo han de padecer. La modernidad, la modernidad cierta, es encontrarnos de nuevo a nosotros mismos y descubrir la casa, la calle, el tiempo, el amanecer, el atardecer, el sol, las nubes, lo orgánico. Puede que me empezara a sentir ridículo, pero ayudaban las interrupciones en las que Helga me traducía al alemán. Me renovaban las fuerzas. Siempre me acuerdo, continué, de algo que le oí decir a Buñuel, que sostenía que era ateo, que no creía en Dios salvo en el dios inventado por los hombres, en la mentira que ponían en pie para consolarse. Pero que frente a la ciencia y la tecnología, como soluciones de alta precisión para todo, prefería, con mucho, la chapucera idea de Dios.

Cuando terminé, Àlex Ripollés bromeó con mi discurso. A ratos parecía más bien una lección de religión, ¿de verdad prefieres a Dios antes que un buen teléfono móvil? Todo lo que has dicho me ha sonado un poco a tratado de jardinería como autoayuda. El público rió cuando Helga lo tradujo. No estoy de acuerdo en absoluto, aunque sinceramente me encanta el proyecto que has presentado a concurso, esos relojes de arena para sentarse a mirar el tiempo pasar. Pero él prosiguió, nuestro oficio no es consolar al ciudadano, los espacios públicos no son plantas de rehabilitación, nosotros tenemos que sacudir a la gente, bambolearla, increparla. Nunca calmarla, sino todo lo contrario. Hay que desafiarlos, agitarlos, golpearlos, incomodarlos. Helga traducía casi al tiempo que Àlex hablaba.

¿Ah, sí? ¿Eso es lo que te gusta? ¿Ésa es nuestra labor? Vamos a probarlo, le interrumpí. Déjame probarlo contigo, dije, y me levanté del asiento y comencé a sacudirlo por las solapas, a agitarlo, a bambolear su silla con ruedas. Esto es lo que tú crees que debemos hacer con la gente, ¿verdad? Lo que estoy haciendo yo ahora contigo. ¿Sabes lo que siempre he deseado hacer con una película cruel donde los personajes son humillados y vejados?, aplicarle esa disciplina al director, al guionista. Helga iba tarde en la traducción de mis palabras, pero los espectadores ya no prestaban atención a lo que decía, sino a mi violencia incruenta y fuera de lugar. Ella se rió, entre la incomodidad general. Àlex Ripollés no se resistía, pero estaba tenso tras su aire aseado y de relajada superioridad. Delante de Marta no había estallado y la soledad es siempre un rincón para la autocompasión y la lágrima, pero aquel auditorio invitaba a mi arrebato furioso.

Toda esa rabia destilada la pagó Àlex Ripollés en la mesa redonda, que pese al nombre no incluía mesa ni redondez ninguna salvo la del joven diseñador coreano cuyo tono de voz era idéntico al de un niño de seis años. La ira culminó con mi gesto desafortunado de empujarle en la silla rodante. Estábamos situados sobre una tarima que elevaba quince centímetros nuestra charla sobre el poco público presente. Con mi empujón, la silla rodó hasta el borde y cayó al corto abismo. Àlex Ripollés se dio de bruces contra el suelo y la silla le golpeó un instante después. Se hizo un silencio de tanatorio. Parte del público y dos ponentes ayudaron al caído a ponerse en pie. Àlex Ripollés tranquilizó a todo el mundo, dijo estoy bien. Alguien trajo la silla vacía de nuevo a su posición en la tarima. El moderador del acto me recriminó la actitud con palabras duras, sonaban en su alemán a pedruscos de lapidación. Mejor no te traduzco, me dijo Helga, es mejor que te vayas. Perdón, quiero pedir perdón, sólo estaba tratando de demostrar mi punto de vista. Preferí dejarlo ahí, porque las miradas de todos alrededor eran de enorme desprecio y algo de miedo.

Abandoné la sala con pasos arrastrados. Salí del corazón del palacio de congresos de ladrillo rojo y busqué la calle más transitada. Intenté volver a encender el teléfono móvil pero nada dentro de él respondía a mi desesperación. Caminé por la calle comercial, hasta un cine cercano de dos salas llamado Kino Rio. A su lado un puesto de fruta y detrás una tienda de telefonía. Empujé la puerta y esperé a que me atendiera un joven atareado con otro cliente. Todos los anuncios que rodeaban el expositor de móviles presentaban mujeres y hombres jóvenes y bellos, en el mundo de la conexión permanente. Cuando el chico quedó disponible le tendí el móvil y le hice entender mi accidente doméstico en la ducha, eludiendo la masturbación. Meneó la cabeza, extrajo la batería y luego admitió su incapacidad para arreglarlo. Elegí entonces, en un gesto de supervivencia, el teléfono más rutilante de todos los que exponía en la tienda. Quiero éste, afirmé.

Eine gute Wahl, dijo él. Buena elección.

Con renovada fuerza, que sólo inyecta el consumo, volví al palacio de congresos. Tenía que excusarme, pedir perdón a todos. Cuando entré aún terminaban los parlamentos de los invitados. Alguien había apartado mi silla vacía. Me senté al final de la sala, en la última fila. Saqué el nuevo teléfono de su caja y cambié la tarjeta desde el mío. Mi cuenta bancaria había quedado a cero, pero era urgente empezar a recuperar mi sitio en el mundo. La batería estaba descargada. Tenía que encontrar algún lugar donde enchufarlo. Miré alrededor, pero entonces terminó el diálogo. Aguardé a que Àlex Ripollés enfilara hacia la puerta y fui a su encuentro, le tendí la mano. Lo siento. Pero ni siquiera me miró, tan sólo susurró un vete a la mierda.

El director del congreso se acercó y me dijo algo en alemán que no entendí. Helga nos observaba mientras caminaba en mi dirección. Con un gesto compartí con ella mi incomprensión ante las palabras del hombre. Sólo ha dicho algo sobre tu comportamiento, me explicó ella. Algo así como las maneras que has usado te quitan la razón.

Die Manieren, deren du dich bedient hast, setzen dich ins Unrecht. Die Manieren es tu modo de comportarte.

Recht haben es como decimos tener razón. Así que

ins Unrecht setzen podríamos traducirlo como quitar la razón. Un poco complicado, la verdad.

Me hizo buen efecto la prolija explicación de Helga. Transformar el momento en una clase de alemán le quitaba gravedad a mi conducta. Se quedó allí plantada. ¿Estás bien, seguro? Yo asentí con la cabeza, creo que me disculpé de nuevo. Se te habrán acabado los vales de comida. ¿Quieres que te lleve a cenar a un sitio rico? Te invito. No, no, traté de negarme. Lo que menos necesitaba ahora era la piedad de los desconocidos. Venga, no te vas a quedar por ahí solo.

Fuera estaba oscuro y Helga se rearmó con el abrigo para luchar contra el frío. Fuimos caminando por la avenida, lejos del palacio de congresos. Si te gusta el chucrut puedo llevarte a donde hacen el mejor de la ciudad. Yo asentí sin demasiada euforia. Por primera vez caí en la cuenta de que Helga era esbelta y que su cara conservaba una expresión infantil superados los sesenta. Tenía arrugas alrededor de los ojos y encima del labio superior, pero torcía la sonrisa con una pose irónica que transmitía confianza en sí misma. El pelo era del color de la ceniza y lo llevaba recogido con naturalidad en una cola de caballo baja, despejada la frente amplia, con cejas muy finas y una nariz poderosa que venía a coronar toda una declaración de personalidad. Debió de ser muy guapa de joven, y ese pensamiento se me hizo insultante. Guapa de joven es una expresión desafortunada, me corrigió una vez un profesor de la facultad durante una conversación informal. De joven se es joven, la belleza transita por otro carril. O debería transitar por otro carril, me explicó. Cuando estuve a punto de resbalar en el hielo, Helga me tomó del brazo con agilidad. Cuidado, a esta hora se hielan las aceras.

Agradecí el calor del restaurante a rebosar y la cerveza que nos tomamos en la barra mientras un camarero cómplice con Helga nos encontraba hueco entre las mesas de madera. Quedamos rodeados de bávaros ruidosos. Yo presté atención a las conversaciones ajenas, a veces más al bailoteo del bigote que a la frase en sí, al tono bravo de sus disputas cordiales pero encendidas. Lo hacía también por evitar entablar una conversación incómoda con Helga, que pidió de cenar pero apenas probó bocado mientras yo engullía la variedad de salchichas sin poder evitar la idea infantil de que eran penes y entregado al esfuerzo de imaginar el rostro de sus dueños a partir del miembro amputado. Ella me traducía algunas bromas que todos reían y explicaba a quien se interesaba por mí que yo era español. Por cierto, ¿de dónde eres? De Madrid, dije. Ah, Madrid me encanta, qué ciudad. Hace mucho que no voy, pero me gusta caminar por el barrio de la Ópera, junto al Palacio Real. Me gusta mucho la ópera, dijo. Me explicó que había entrado en una coral tres años atrás y que después de toda una vida convencida de que cantaba horriblemente mal estaba orgullosa de los elogios de su profesor. Toda la vida acomplejada y al final resulta que cantaba bien, me dijo con una sonrisa. ¿Ah, sí? ¿Y qué cantas?, le pregunté. Una vez fuimos a Madrid a cantar Schubert. Y sin ningún rubor entonó, con voz queda, algo que podría ser un

lied de Schubert si yo hubiera sabido identificarlo. Luego volvió a hablar con naturalidad. Al lado de la Ópera en Madrid se pone siempre un mimo muy divertido que se burla de la gente que pasa, me contó. Se sorprendió al ver mi gesto horrorizado. Le expliqué que odiaba a los mimos. No me preguntes por qué pero me alteran, me sacan de mis casillas, son una mezcla de payaso trágico y árbitro amanerado que despierta mi agresividad. Y cuando hacen eso del cristal.

Imité entonces la rutina del mimo ante una pared de cristal. Ella se rió. Lo haces muy bien. Sí, me podría ganar la vida de mimo español en Alemania. Así además no habría problemas con el idioma. Claro que ahora no quieren españoles sin trabajo por aquí, sólo quieren ingenieros. Bueno, tú eres arquitecto. Sí, la verdad es que una de las salidas profesionales de la arquitectura ahora mismo en España es ser mimo callejero, es de lo que más nos estamos colocando. Helga respondió a mi tono de broma. Claro, el mimo crea arquitecturas invisibles. Exacto, como yo, le aseguré. Todo lo que creo es invisible, nunca jamás se lleva a cabo. Ella se rió con generosidad. Deberías ser actor, añadió a modo de oscuro elogio. Marta era actriz, dije.

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