Blitz

Blitz


Enero

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¿Te gusta cocinar? No cocino nunca, le respondí. Podemos hacer una salsa al pesto, si te gusta. Es comida de niños, se lo hacía a mis hijos y ahora se lo hago a mis nietos, dijo mientras sacaba la batidora de un cajón. Los muebles de cocina eran color crema con tiradores plateados y a veces al abrir su panza mostraban una disposición práctica de las cacerolas y utensilios. Tengo un nieto al que le gusta cocinar y preparamos juntos una tarta de manzana cuando me lo dejan a dormir aquí. ¿Es hijo del Rompehuesos?, pregunté. No, de mi hija, se llama Andreas. ¿Te gusta la tarta de manzana? Sí, claro. Si quieres preparo dos raciones, no me cuesta nada. Puso agua a hervir y luego sacó los huevos y la harina de la estantería. Helga manejaba la batidora y los fogones al tiempo. Con esa plasticidad que adoptan los que saben moverse en la cocina. Pela dos manzanas, me dijo. Y yo me puse a pelar dos manzanas verdes y hermosas. Luego ella me indicó cómo trazar las finas rodajas para la tartaleta. Sacó dos moldes de aluminio y colocó el rollo de hojaldre junto a las pasas. Exprimió el zumo de un limón y doró las manzanas cortadas en mantequilla, mientras añadía el limón y algo de azúcar, y después las pasas, un poco de nuez picada y la canela. Recordé que la canela era un afrodisíaco conocido, pero no dije nada. Manché un dedo en los restos del azúcar en polvo. Lo lamí con gusto. Mi nieto también lo hace, me indicó ella.

Metió las tartaletas en el horno y se agachó para programarlo. Su culo quedó delante de mí, ofertado a través de la falda, y pensé que acabaríamos haciendo el amor entre los restos de harina, como en las películas donde nadie recoge los desórdenes que deja tras de sí la pasión. La ceremonia de cocinar para otro es siempre un rito erótico y de seducción. Duró algo más de media hora y luego le ayudé a preparar la mesa del salón. ¿Quieres poner música?, me preguntó mientras señalaba el estante de los cedés. No tengo ganas de música, dije, y le conté mi escena en el locutorio, con la canción del cantautor uruguayo.

Vuelve el amor, así se llama su nuevo disco, le informé. No, no,

Vuelve la primavera. Supongo que ahora el estúpido romántico es él y yo tengo que convertirme en el descreído. Así funciona el baile. Helga balanceó la cabeza, como si yo fuera alguien sin remedio.

En el momento en que mordí la tarta de manzana deseé acostarme de nuevo con Helga. Me ofreció algo de helado por encima pero lo rechacé. La tarta aún estaba caliente. Deberíamos dejar que se enfriara, recomendó, pero la gula siempre tiene prisa. Habíamos hablado durante la cena de mis planes de futuro, de cómo organizaría la salida del piso y la búsqueda de uno nuevo. Pensaba renunciar también a seguir con el trabajo y buscar algo que me diera los ingresos suficientes para vivir. Había llegado el momento de dejar de engañarse y cerrar la empresa. Ella se entristeció al oírme decir que renunciaría al paisajismo. Sí, es complicado ganarse la vida de

Landschaftsarchitekt, bromeé. Confesé que no tenía el talento de Nashimura ni España es zen, le dije, es un caos.

Te confieso que siempre he odiado esos jardincitos de arena y piedritas a la japonesa que la gente se pone encima de la mesa de trabajo, me explicó Helga. Mi marido tenía uno de ésos en la oficina para relajarse y cuando estaba nervioso solía coger el rastrillito y juguetear con él mientras hablaba por teléfono y yo esperaba para salir a comer juntos, en la época en que iba a buscarlo al trabajo. Lo habría tirado todo de un manotazo. A veces pienso que a lo que me gustaría dedicarme es al diseño industrial, que me equivoqué de carrera, le confesé. Me parece que contribuyes más al paisaje haciendo ceniceros o cafeteras. Que el paisaje ya no es tanto inventar un jardín o un desarrollo urbano sino diseñar el ordenador o el televisor de la gente o el sofá, que es frente a lo que pasan la vida entera.

¿Pero no te molesta que sea todo tan perfecto?, me preguntó Helga. ¿No tienes la sensación de que todo es amable ahora? Hay algo de mentira en cada producto. Los cuchillos tienen que aparentar que no cortan, las sartenes parecen objetos decorativos, nada tiene aristas y luego llega la gente, se roza con la realidad y se siente desamparada. Estaba de acuerdo, pero le expliqué que hasta la gente finalmente se moldeaba así. Claro, añadió ella, no tienes más que ver a todas esas mujeres operadas, se supone que los maniquíes de los escaparates se fabricaban para parecerse a las mujeres y no para que las mujeres terminen por parecerse a ellos. Sonreí. Sí, la gente es estúpida. No, me negó ella. No es estúpida, es que tiene miedo. Pero es que la vejez es un horror, dijo, no te olvides de que la degradación nos da miedo. La decadencia es lo que tratamos de retrasar todo lo que podemos, pero sin mucho éxito. Yo hace tiempo que estoy peleada con los espejos. Pero a lo mejor el problema, repuse, es que no estamos preparados para mirarnos al espejo, que llevamos demasiado tiempo negándonos a hacerlo y si admitiéramos que sencillamente cumplimos con las estaciones de la vida no sería tan problemático. Eso es muy sencillo decirlo, me dijo Helga, pero prueba a vivirlo. Te aseguro que por muy hecho a la idea de hacerte mayor que estés, cuando llega es una tragedia. No poder subir las escaleras ni conducir y un día ni tan siquiera leer. Supongo que conservas la fantasía de enamorar a alguien más joven y creer que prolongas tu esplendor, pero el final siempre te atrapa.

Así que ésa era la explicación de Helga para lo que había pasado la noche anterior. Yo, herido en mi orgullo por el abandono de Marta, me habría acostado hasta con una farola con tal de no dormir solo, de demostrarme que estaba vivo. Y ella lo había aceptado para entregarse a una fantasía de eterna juventud. Es obvio que nuestra actitud posterior no invitaba a pensar de otra manera, ambos en fuga, algo avergonzados. Había abierto una botella de vino blanco y sirvió en las copas lo que fue el trago final. Cuando yo me separé también mi primera intención fue la de vengarme y necesité algo de tiempo para darme cuenta de que eso no funcionaba, que la amargura no tiene un grifo para desahogarla, sino que hay que consumirla hasta que desaparece y dejar el espacio para sentir de nuevo sin que lo tiña todo de estafa, de engaño. Por eso me gusta pasar ratos con mis nietos, porque ellos son pequeños y reciben la vida como algo nuevo.

Und was machen wir jetzt? ¿Y ahora qué hacemos?, preguntan todo el rato, en cuanto terminamos de hacer algo. Y ésa es la pregunta, siempre tiene que ser la pregunta. Vale, muy bien, esto ya está y ahora ¿qué hacemos?

Und was machen wir jetzt?, intenté pronunciarlo con torpeza. Helga balanceó la cabeza dejándolo por imposible tras dos correcciones. Posé la copa de vino en la mesita baja. Ella tenía la suya entre las manos. Comencé a hacer el tonto, a imitar al mimo que estaba dentro de una caja de cristal, encerrado entre las paredes transparentes. No te rías de mí, dijo ella sin gravedad. Ahora entiendo por qué te gusta tanto el mimo ese, porque tú también te sientes encerrada en una habitación de cristal, de la que ya no puedes salir. Ya no te atreves a preguntar y ahora ¿qué hacemos?

Und was machen wir jetzt? Golpeé en la pared inexistente y luego con más fuerza e insistencia. Repetía la pregunta en voz alta con mi penoso alemán alcanzando el clímax de una obra de teatro del absurdo barata y previsible.

Helga reía en el sofá con esa risa suya que quería ser contenida y era explosiva. Entonces le tendí mis dos manos. Ven aquí, deja esa copa. Ella se fingió sorprendida, dejó la copa sobre la mesa y en cuanto posó sus manos sobre las mías la atraje para que se levantara. La abracé y la besé. ¿Estás loco? No estoy loco.

Algo que yo no comprendía del todo me impulsaba. Pero me dejé ir. Le di un beso largo y plácido que ella recibió con aplomo. Luego negó con la cabeza, no, basta. ¿Por qué?, pregunté. No, no está bien, dijo ella después de vencer las dudas. La tomé en los brazos y la subí a horcajadas sobre mí, con un muslo a cada lado de mi cuerpo. ¿Quieres que termine en el hospital?, preguntó. Si me rompo ahora la cadera te juro que va a ser muy deprimente. Ella se rió de nuevo. Y la arrastré hacia mi dormitorio asignado. Helga me resultaba hermosa, apetecible, frágil y seductora. No había lucha dentro de mí, sino honesta excitación ante su presencia. La besé y cuando la besé me había quitado de encima la mirada de los demás, la opinión de los otros y las convenciones. No me molestaba sentir la rugosidad encima de sus labios, puede que en lugar de estar volviéndome loco me estuviera volviendo cuerdo.

Fue ella la que se resistió a entrar en el cuarto de invitados cuando empujé la puerta con el pie. No, no, vamos al mío, dijo. Es horrible hacerlo donde duermen mis nietos. Me di cuenta de que su sentimiento de culpa era mayor que el mío. Aquella segunda noche fue una exploración menos a ciegas, un deseo directo y sin prefabricar ni empapar en alcohol. Su dormitorio era un entorno menos accidental que el cuarto de invitados. Algunas fotos de sus nietos, novelones de tapa dura que delataban la soledad de tantas noches en la cama. Cuando nos desnudamos reparé en que su ropa interior era más estudiada y escogida que la del día anterior, puede que fuera una casualidad o quizá una prevención de mujer inteligente.

Ni soñé nada memorable ni Marta reapareció en mis fantasías. Helga se durmió con la mano posada sobre mi vientre y no me molestó que la dejara allí durante largo rato. Por la mañana tuve que despertarla. Temía perder mi avión, pero no quería que sonara a urgencia por desaparecer. Saltó de la cama y fue a ducharse tan aprisa que sospeché que no deseaba ser vista a la luz naciente que entraba por la ventana. Pero fui tras ella a la ducha y nos enjabonamos mientras yo volvía a excitarme y ella lo toleraba.

Se negó a pedirme un taxi y me obligó a aceptar su coche. Se vistió aprisa y preparó café y yo saqué algo de ropa limpia de la maleta sin importarme caminar desnudo hasta la puerta de entrada donde estaba abandonada. La maleta, junto al gato, eran los dos testigos mudos de aquella situación. Acaricié la cabeza de Fassbinder. ¿Qué piensas,

mein freunde?, le susurré. Siempre he considerado a los gatos animales displicentes, pero aquél parecía concederme el privilegio de su curiosidad.

En el coche hablamos poco. Aún adormilados y con la vista fija en el camino de salida de la ciudad. El aeropuerto no estaba lejos y el tráfico de la mañana festiva era escaso a horas tan tempranas de grisura y humedad. Nadie dijo nos llamamos ni nos vemos pronto ni seguimos en contacto. Mejor te dejo aquí, resolvió Helga al detenerse cerca de la entrada a la terminal. Volví a leer el localizador de mi vuelo, que había encontrado en el bolsillo del pantalón. Me hacía gracia. M4RTA. ¿Has visto? Parece que pone Marta. Ella sonrió sin demasiado entusiasmo. Qué estupidez mostrarle ese detalle que sólo delataba mi obsesión mal curada.

Auf wiedersehen, entoné con una salvaje distancia sobre el momento que el jugueteo con el idioma acrecentaba. Que tengas buen viaje, dijo ella.

Llegaba el instante de decidir en qué consistiría aquella despedida. Lo peor hubiera sido un beso corto en los labios, de matrimonio desapasionado. Tampoco un beso en las mejillas parecía buena idea, un paso atrás demasiado ridículo. Era complicado despedirse porque era complicado establecer la magnitud de la relación. Nos quedamos mirándonos con firmeza, sin torcer el gesto. Helga levantó la mano y posó su dedo pulgar sobre mis labios, con una presión delicada. Me obligó a girar la cara para que dejara de mirarla y luego dijo anda, vete, rápido.

Salí del coche, saqué la maleta del asiento de atrás y me alejé hacia la puerta de acceso. Cuando volví la cara ella me estaba mirando aún, me dirigió un gesto rápido y arrancó el coche para alejarse de allí. Respiré tranquilo. Temía los adioses plomizos y por un momento sospeché que ella se bajaría del coche y me abrazaría o se echaría a llorar, lo cual terminó por resultar un pensamiento un poco arrogante por mi parte. Cuando dejé de ver su coche sentí una punzada de orgullo herido. Lo que evitas es también lo que deseas, me consolé. Helga no había perdido nunca el control de la situación y por más que le sorprendieran mis actos arrojados yo no me sentí nunca al mando. Recordé la noche primera en el restaurante, cuando me dijo que en realidad el problema de Marta era que temía la muerte. Y uno empieza a estar a gusto consigo mismo cuando le empieza a perder el miedo a la muerte. Esa actitud de Helga quizá también significara que no les tenía miedo a las despedidas, esas muertes ocasionales y jalonadas a lo largo de nuestra vida, esas pequeñas muertes que suceden a cada encuentro.

En el avión de regreso coincidí con Àlex Ripollés. Al principio no nos saludamos pese a rondar ambos la puerta de embarque. Cada uno eligió un turno distinto para acceder al avión. Pero el azar quiso que estuviéramos obligados a compartir el asiento uno al lado del otro. Él ventanilla y yo pasillo. No hubo más remedio que celebrar la coincidencia. Lo siento otra vez, perdona, me excusé. En realidad no era nada contra ti, de verdad. Esa mañana había roto con mi novia y estaba completamente ido, fue una estupidez. Àlex levantó los ojos hacia mí con la intensidad de una primera vez. ¿Lo has dejado con tu novia? ¿Esa chica tan guapa? Sí, confesé. Vaya, lo siento, era guapísima. La primera vez que la vi me llamó la atención. Muy guapa, casi una escultura. Volví a asentir, pero empezaba a dudar de si se trataba de una broma cruel. Lo raro, supongo, es que fuera mi novia, alguien así. No, no, no es eso, dijo él, pero recuerdo que pensé qué chica tan guapa, es una de las chicas más guapas que he visto en mi vida. Era la octava vez que lo repetía, puede que de verdad quisiera humillarme, pese al gesto amable. ¿Y por qué habéis roto? ¿Llevabais mucho tiempo juntos?

Durante el vuelo hablamos también de otros asuntos distintos a los detalles de mi ruptura con Marta. De nuestros proyectos, de mi futuro profesional ahora que había decidido renunciar al paisajismo. A mí me han ofrecido un trabajo en Múnich, pero no me gustaría vivir aquí. No me gusta esa actitud de quien cree tenerlo todo, ser dueño de todo, en el fondo pienso que ahora es cuando más necesitamos quedarnos en España, bueno, o en Cataluña, porque a lo mejor por fin nos libramos de vosotros, pero el caso es tratar de hacer lo que tenemos que hacer en nuestro lugar, por penosa que sea la situación. Asentí a sus palabras, siempre que no nos tengamos que morir de hambre, añadí. Soy patriota de mi estómago. ¿Sabes lo que pienso?, dijo Àlex después, que parte del premio te lo debo a ti. En realidad creo que me lo dieron gracias a que me tiraste de la silla en la mesa redonda. Los premios son siempre una compensación por algo. Y sacó el trofeo de su mochila. Era tan feo que estuvimos bromeando un rato sobre quién se merecía guardarlo en casa, si el perdedor o el ganador. Tener esta cosa en tu estantería no es un premio, es un castigo, concluyó Àlex.

No le conté nada de mi historia con Helga a Àlex, por más que el vuelo dio para ponernos al corriente de nuestras vidas. Lo asombroso del viaje es que culminó en una conversación muy placentera. Àlex me propuso ir a verle algún día a Barcelona, me pasó su alegre tarjeta donde estaba escrita la dirección del estudio. Quizá podamos compartir algún proyecto, me dijo. Andaban detrás de un concurso de capitalidad europea de la cultura y eso siempre significaba trabajo por varios años y algo más de presupuesto que las raquíticas cuentas de los ayuntamientos arruinados.

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