Blaze

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Capítulo 20

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Hetton House incluía una amplia extensión de terreno en la parte de atrás de los edificios principales, donde se había plantado lo que durante generaciones de niños se conoció como el Victory Garden. La directora anterior a Coslaw lo había tenido descuidado, le decía a la gente que no veía qué provecho había en cuidar las plantas, pero Martin «La Ley» Coslaw vio al menos dos virtudes potenciales en el Victory Garden: la primera era el ahorro en el presupuesto de alimentos de HH, pues los chicos cultivaban sus propios vegetales; la segunda era dar a conocer el trabajo duro a los chicos, lo cual era la base esencial del mundo. «Las matemáticas y el trabajo duro construyeron las pirámides», le gustaba decir a Coslaw.

Y así los chicos plantaban en primavera, desmalezaban en verano (a menos que estuviesen «trabajando fuera», en alguna granja vecina), y recogían la cosecha en otoño.

Unos catorce meses después de que terminase lo que Toe-Jam denominó «el fabuloso verano de los arándanos», John Cheltzman formaba parte del equipo de recolecta de calabazas en el extremo norte de VG. Pilló un resfriado, enfermó y murió. Ocurrió deprisa. Lo enviaron al Portland City Hospital en Halloween, mientras los demás chicos estaban en clase o en los «colegios exteriores». Murió en la institución benéfica del City Hospital, y lo hizo solo.

En HH deshicieron su cama y luego la rehicieron. Blaze se pasó la mayor parte del día sentado en su cama contemplando la de John. La amplia sala dormitorio —la cual llamaban «el émbolo»— estaba vacía. Los demás habían asistido al funeral de Johnny. Para la mayoría era su primer funeral, y estaban bastante afectados.

La cama de Johnny asustaba y fascinaba a Blaze por igual. El tarro de mantequilla de cacahuete Shedd que siempre había estado entre la cabecera de la cama y la pared ya no estaba. Como las galletas Ritz. (Después de que se apagaran las luces, Johnny solía decir: «Todo sabe mejor cuando lo juntas con una Ritz», y siempre conseguía sacarle una carcajada a Blaze). La cama era como las del ejército, con la manta de arriba muy estirada. Las sábanas estaban blancas y limpias, a pesar de que Johnny había sido un masturbador entusiasta con las luces apagadas. Muchas noches Blaze yacía en su cama, escrutando la oscuridad y escuchando los suaves crujidos de los muelles mientras JC se la machacaba. En sus sábanas siempre había manchas amarillas. Cristo, aquellas tiesas manchas amarillas estaban incluso en las de los chicos mayores. También las había en las suyas, en ese instante, debajo de él, mientras permanecía sentado contemplando la cama de Johnny. Como una revelación, pensó que cuando se muriese desharían su cama y reemplazarían sus sábanas usadas por sábanas como las que ahora había en la cama de Johnny, blancas y limpias. Sábanas sin una sola marca que revelara que alguien había yacido ahí, había soñado allí, había vivido lo suficiente para correrse ahí. Blaze comenzó a llorar en silencio.

Era una nubosa tarde de finales de noviembre cuando el émbolo se llenó de luz tenue. Cuadrados de luz y cruces de sombras de la reja de la ventana cubrían el catre de JC. Al rato, Blaze se levantó y tiró de la manta de la cama en la que su compañero había dormido hasta entonces. Lanzó la almohada al otro extremo del émbolo. Luego quitó las sábanas y empujó el colchón al suelo. Aún no era suficiente. Dio la vuelta a la cama sobre el colchón, con las estúpidas patitas hacia arriba. Aún no era suficiente, así que dio una patada a una de las juntas de las patas de la cama, lo único que consiguió fue hacerse daño en el pie. Después se echó en su cama, con las manos en los ojos y el pecho palpitándole.

Cuando el funeral terminó, los otros chicos dejaron a Blaze a solas. Ninguno le preguntó por la cama volcada, pero Toe hizo algo gracioso: cogió una mano de Blaze y la besó. Fue gracioso, sí. Blaze pensó en ese gesto durante años. No todo el tiempo, sino de vez en cuando.

Las cinco en punto. Era el tiempo libre para los chicos, y la mayoría de ellos salieron al patio para pasar el rato o para abrir el apetito para la cena. Blaze fue al despacho de Martin Coslaw. La Ley estaba sentado detrás de su escritorio. Se había puesto zapatillas y estaba repantigado en su sillón leyendo el Evening Express. Alzó la vista y dijo:

—¿Qué?

—Hijo de puta —dijo Blaze, y empezó a golpearlo inconscientemente.

Cruzó caminando la frontera de New Hampshire porque pensaba que si se marchaba conduciendo un coche robado lo atraparían en menos de cuatro horas. En cambio lo cazaron en dos. Siempre se olvidaba de lo grande que era, pero a Martin Coslaw nunca se le olvidó, y a la policía estatal de Maine no le llevó mucho tiempo localizar a un joven de dos metros con una hendidura en la frente.

Hubo un breve juicio en el tribunal del distrito del condado de Cumberland. Martin Coslaw se presentó con un brazo escayolado y un enorme vendaje blanco en la cabeza que le cubría un ojo. Subió al estrado con muletas.

El fiscal le preguntó cuánto medía. Coslaw respondió que un metro setenta. El fiscal le preguntó cuánto pesaba. Coslaw respondió que setenta y dos kilos. El fiscal le preguntó si había hecho algo que pudiera considerarse una provocación, un insulto o un castigo injusto para el acusado, Clayton Blaisdell, Júnior. Coslaw dijo que no. El fiscal dejó a su testigo en manos del abogado de Blaze, un frío vaso de limonada que realizó un puñado de frenéticas y oscuras preguntas que Coslaw respondió con calma mientras la escayola, las muletas y el vendaje daban su propio testimonio. Cuando el frío vaso de limonada dijo que no tenía más preguntas, el Estado renunció a preguntar.

El abogado instó a Blaze a subir al estrado y le preguntó por qué había golpeado al director de Hetton House. Blaze balbució su historia. Un buen amigo suyo había muerto. Él pensó que Coslaw tenía la culpa. No deberían haber enviado a Johnny a recoger calabazas, y menos aún estando resfriado. Johnny tenía el corazón débil. No era justo, y el señor Coslaw sabía que no era justo. Se lo había merecido.

En ese punto, el joven abogado se sentó con una expresión de desesperación en los ojos.

El fiscal se levantó y se acercó. Le preguntó cuánto medía. Dos metros o quizá un poco más, dijo Blaze. El fiscal le preguntó cuánto pesaba. Blaze dijo que no lo sabía exactamente, pero no más de trescientos kilos. Esto causó algunas risas entre los presentes. Blaze se los quedó mirando con ojos perplejos. Luego sonrió un poco, como haciéndoles saber que podía contar un chiste detrás de otro. El fiscal no hizo más preguntas. Se sentó.

El abogado de Blaze realizó un frenético y oscuro resumen, luego hubo un silencio. El juez miraba por la ventana con el mentón apoyado en una mano. El fiscal se levantó. Le dijo a Blaze que era un matón. Dijo que era responsabilidad del estado de Maine «proceder rápido y con dureza». Blaze no tenía ni idea de lo que eso significaba, pero sabía que no era nada bueno.

El juez le preguntó a Blaze si tenía algo que decir:

—Sí, señor —dijo Blaze—, pero no sé cómo.

El juez asintió con la cabeza y lo sentenció a dos años en el correccional de South Portland.

Para él no fue tan malo como para otros chicos, pero sí lo bastante malo para no querer regresar jamás. Era lo bastante grande para evitar las peleas y la sodomía, y logró mantenerse alejado de las camarillas clandestinas y sus líderes de pacotilla, pero estar encerrado durante largos períodos en una celda diminuta con barrotes fue muy duro. Muy triste. En dos ocasiones, durante los primeros seis meses, quiso «salir del talego», aulló que le dejaran salir y golpeó los barrotes de su celda hasta que los guardias aparecieron a toda prisa. La primera vez acudieron cuatro guardias, luego tuvieron que llamar a otros cuatro y después a media docena más para reducirle. La segunda vez le pusieron una inyección que lo dejó inconsciente durante dieciséis horas.

La incomunicación era aún peor. Blaze recorría la diminuta celda sin cesar (seis pasos a cada lado) mientras el tiempo se tambaleaba y luego se detenía. Cuando las puertas al fin se abrían y le permitían regresar a la compañía de los demás chicos —libres para caminar por el patio de ejercicios o para descargar los camiones que llegaban desde los muelles—, estaba a punto de enloquecer de alivio y gratitud. La segunda vez que lo dejaron salir abrazó con alegría al carcelero que le abrió la puerta, y más tarde encontró esta nota en su chaqueta: «No muestres tendencias homosexuales».

Pero la incomunicación no era lo peor de todo. Él era olvidadizo, pero el recuerdo de aquello nunca lo abandonó. Lo peor era cómo te trataban. Te llevaban a una pequeña habitación blanca y te rodeaban en círculo. Luego comenzaban a hacer preguntas. Y antes de que tuvieras tiempo de pensar lo que significaba la primera pregunta, ya habían pasado a la siguiente, y a otra, y a otra. Volvían atrás, hacia un lado, hacia delante, y volvían atrás de nuevo. Era como estar atrapado en una telaraña. Al final, terminabas admitiendo lo que fuera que te pedían que admitieras, solo para que se callaran. Luego te traían un papel, te decían que firmaras con tu nombre y, hermano, tú firmabas.

El hombre que estaba a cargo de las interrogaciones de Blaze era un abogado asistente del distrito, llamado Holloway. Holloway no apareció por la pequeña habitación hasta que los otros llevaban allí dentro al menos una hora y media. Blaze llevaba la camisa arremangada y fuera del pantalón. Estaba cubierto de sudor y necesitaba ir al Cuarto de Baño Número Dos. Era como estar de nuevo en la perrera de los Bowie, con los collies ladrando a su alrededor. Holloway vestía un bonito y elegante traje azul a rayas. Llevaba unos zapatos negros con una galaxia de diminutos agujeritos en la punta. Blaze nunca olvidó aquellos agujeros de los zapatos del señor Holloway.

El señor Holloway se sentó en la mesa del centro de la habitación con medio trasero fuera y una pierna colgando adelante y atrás; el zapato de esa pierna se movía como el péndulo de un reloj. Mostró a Blaze una amable sonrisa y dijo:

—¿Quieres hablar, hijo?

Blaze comenzó a tartamudear. Sí, sí quería hablar. Si alguien quisiera escucharle de verdad, y fuera un poco amable, lo haría.

Holloway pidió a los demás que salieran.

Blaze preguntó si podía ir al baño.

Holloway señaló una puerta de la habitación de la que Blaze no se había percatado.

—¿A qué estás esperando? —dijo con la misma sonrisa amigable.

Cuando Blaze regresó, encima de la mesa había una jarra de agua con hielo y un vaso vacío. Blaze miró a Holloway, y Holloway asintió. Blaze se bebió tres vasos de una vez, luego volvió a sentarse; se sentía como si tuviera un cubito de hielo clavado en el centro de la frente.

—¿Está buena? —preguntó Holloway.

Blaze asintió.

—Claro. Responder preguntas da mucha sed. ¿Un cigarrillo?

—No fumo.

—Buen chico, eso no te meterá en problemas —dijo Holloway, y se encendió uno para él—. ¿Quién eres para tus colegas, hijo? ¿Cómo te llaman?

—Blaze.

—De acuerdo, Blaze; soy Frank Holloway. Ahora cuéntame exactamente qué has hecho para llegar aquí.

Blaze comenzó a relatar su historia, empezando por la llegada de La Ley a Hetton House y los problemas de Blaze con la aritmética.

Holloway alzó una mano.

—¿Te importa que encienda el taquígrafo, Blaze? Es una especie de secretaria. Así te ahorrarás tener que repetir todo esto.

No. No le importaba.

Más tarde, al final, los demás volvieron a entrar. Cuando lo hicieron, Blaze se dio cuenta de que los ojos de Holloway habían perdido su brillo amistoso. Se bajó de la mesa, se limpió el trasero con dos manotazos y dijo:

—Pasen esto a máquina y dénselo al bobo para que lo firme.

Abandonó la habitación sin mirar atrás.

Salió de la cárcel antes de cumplir los dos años: le recortaron la condena cuatro meses por buena conducta. Le entregaron dos pares de pantalones de la prisión, una cazadora vaquera, y una bolsa de viaje para meterlos dentro. También le proporcionaron sus ahorros: un cheque por 43,84 dólares.

Era octubre.

El aire se movía enardecido por la brisa. El guardia de la entrada lo saludó moviendo la mano de un lado a otro, como un limpiaparabrisas, y le instó a que permaneciera limpio. Blaze avanzó sin mirar ni decir nada, y cuando oyó la pesada puerta verde cerrarse tras de sí, se estremeció.

Caminó hasta que las aceras terminaron y la ciudad desapareció bajo sus pies. Miraba a todas partes. Los coches pasaban a su lado, extrañamente modernizados. Uno de ellos se detuvo, y Blaze pensó que quizá se ofrecería a llevarlo. Entonces alguien le gritó desde el interior:

—¡Eeeeyyy, PRESIDIARIO!!

Y el coche salió pitando.

Al final terminó sentado contra la pared de piedra que delimitaba un pequeño cementerio y se quedó contemplando la carretera. Eso era lo que significaba estar en libertad. No quería que nadie le diera órdenes, pero siendo su propio jefe era bastante malo, y además no tenía amigos. No quería la soledad, pero no tenía trabajo. Ni siquiera sabía cómo convertir en dinero el trozo de papel que le habían dado.

Aun así, un maravilloso chute de agradecimiento se apoderó de él. Cerró los ojos, alzó la cara al sol y dejó que la luz roja bañara su cabeza. Olió la hierba y el fresco aroma del alquitrán de un bache recién arreglado. Olió los humos de los coches que transportaban a sus ocupantes a donde querían ir. Se abrazó a sí mismo con alivio.

Aquella noche durmió en un granero, y al día siguiente encontró trabajo recogiendo patatas por diez centavos la cesta. Aquel invierno trabajó, sin contrato, en una fábrica de lana de New Hampshire. En primavera cogió un autobús a Boston y encontró un trabajo en la lavandería del hospital Brigham and Women’s. Llevaba trabajando allí seis meses cuando se encontró con una cara familiar de South Portland: Billy St. Pierre. Salieron y se invitaron el uno al otro a unas cuantas cervezas. Billy le contó que él y un amigo iban a atracar una tienda de licores en Southie. El lugar era un antro. Le dijo que había sitio para uno más.

Blaze aceptó.

Su parte ascendió a veintisiete dólares. Tuvo que seguir trabajando en la lavandería. Cuatro meses más tarde, él, Billy y Dom, el cuñado de Billy, asaltaron un establecimiento, mitad gasolinera mitad tienda de comestibles, en Danvers. Un mes después, Blaze y Billy, más otro alumno de South Portland llamado Calvin Surks, asaltaron una agencia de préstamos que tenía una sala de apuestas en la parte de atrás. Cada uno se sacó mil dólares.

—Ahora nos toca dar un golpe a lo grande —dijo Billy mientras los tres se dividían el botín en una habitación del motel Duxbury—. Esto es solo el comienzo.

Blaze asintió con la cabeza, pero continuó trabajando para la lavandería del hospital.

Así fue su vida durante un tiempo. En Boston, Blaze no tenía amigos de verdad. Sus únicos conocidos eran Billy St. Pierre y los vagos muchachos que rodeaban los clubes de poca monta de los que Billy era miembro. Blaze solía estar con ellos en sus horas libres, en una tienda de recreativos llamada Moochie’s. Jugaban a pinball y armaban jaleo. Blaze no tenía chica, ni estable ni de cualquier otro tipo. Él era penosamente tímido y demasiado consciente de lo que Billy llamaba su cabeza abollada. A veces, después de hacer un buen trabajo, contrataba a una prostituta.

Cerca de un año después de encontrar a Billy, un charlatán, músico a tiempo parcial, lo animó a probar la heroína inyectada en vena. Blaze se puso enfermísimo, por algún aditivo o por alguna alergia natural. Nunca más repitió. A veces se fumaba un porro en los arrecifes, o un poco de crack para ser más sociable, pero no volvió a tomar drogas duras.

No mucho después del experimento con la heroína, atraparon a Billy y Calvin (cuya posesión más preciada era un tatuaje en el que se leía: la vida te consume, luego mueres) intentando atracar un supermercado. Pero había muchos otros dispuestos a incluir a Blaze en sus golpes. Ansiosos, incluso. Alguien lo apodó El Coco y el nombre se le quedó. Aun con una máscara que le ocultara la cara desfigurada, su inmensa estatura hacía que cualquier empleado o mozo de almacén se lo pensara dos veces antes de sacar el bate de béisbol que pudiese tener debajo del mostrador.

En los dos años siguientes a la detención de Billy, estuvieron a punto de atrapar a Blaze media docena de veces; una de ellas se salvó por los pelos. En una ocasión, pillaron a dos hermanos con los que había atracado una tienda de ropa en Saugus justo a la vuelta de la esquina donde se encontraba Blaze; este dijo gracias y se marchó con el coche. Los dos hermanos de buena gana habrían delatado a Blaze para lograr un acortamiento de la condena, pero solo lo conocían como El Gran Coco, con lo que la policía se quedó con la idea de que el tercer miembro de la banda era de origen afroamericano.

En junio, despidieron a Blaze de la lavandería. No volvió a preocuparse de buscar otro trabajo. Simplemente dejó que pasaran los días, hasta que conoció a George Rackley, y cuando conoció a George, su futuro estuvo asegurado.

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