Blaze

Blaze


Capítulo 4

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Clayton Blaisdell, Jr., nació en Freeport, Maine. A su madre la atropelló un camión tres años más tarde mientras cruzaba Main Street con una bolsa de comestibles. Murió al instante. El conductor estaba borracho y conducía sin licencia. En su defensa arguyó que lo sentía. Lloró. Dijo que regresaría a Alcohólicos Anónimos. El juez lo multó y lo condenó a sesenta días. El pequeño Clay comenzó así su Vida con Papá, que sabía un montón del bebercio y nada acerca de Alcohólicos Anónimos. Clayton Sénior trabajaba para Superior Mills en Topsham, donde se ocupaba de cargar y reponer artículos. Sus compañeros de trabajo decían que nunca lo habían visto hacer su trabajo sobrio.

Clay ya sabía leer cuando comenzó el primer curso, y captó el concepto de dos manzanas más tres manzanas sin problemas. Ya entonces era demasiado grande para su edad, y aunque Freeport era una ciudad peligrosa, no se metía en problemas en el patio de la escuela, a pesar de que rara vez se le veía sin un libro entre las manos o debajo del brazo. Su padre era más grande, por supuesto, y a los otros chicos siempre les parecía interesante ver qué zonas del cuerpo tenía vendadas y cuáles contusionadas cuando Clay Blaisdell acudía al colegio los lunes.

—Será un milagro si llega a la adolescencia sin que lo hiera gravemente o lo mate —declaró un día Sarah Jolison en la sala de profesores.

El milagro no sucedió. Un sábado de resaca por la mañana, cuando no había mucho que hacer, Clayton Sénior salió tambaleándose de su habitación del segundo piso del apartamento que él y su hijo compartían. Clay, sentado en el suelo del salón con las piernas cruzadas, miraba dibujos animados y comía Apple Jacks.

—¿Cuántas veces te he dicho que no comas esa mierda aquí? —inquirió Sénior a Júnior, luego lo levantó y lo lanzó por la escalera. Clay aterrizó sobre su cabeza.

Su padre bajó, lo agarró, lo cargó escalera arriba y lo lanzó abajo de nuevo. La primera vez Clay permaneció consciente. La segunda, las luces se apagaron. Su padre volvió a bajar, lo agarró, cargó con él escalera arriba y le echó una ojeada.

—Jodido hijodeputa —dijo, y lo lanzó una vez más—. Eh —le dijo al indolente ovillo que yacía al pie de la escalera y en el que se había convertido su hijo comatoso—. Quizá te lo pienses dos veces antes de comer esa jodida mierda en el salón.

Por desgracia, a partir de entonces hubo un montón de cosas que Clay no pudo pensar por dos veces. Permaneció en coma durante tres semanas en el Hospital General de Portland. El médico a cargo de su caso afirmó que sería un vegetal humano hasta el día de su muerte. Pero el muchacho despertó. Lamentablemente, sufrió daños en la cabeza. Sus días de llevar libros debajo del brazo habían terminado.

Las autoridades no creyeron al padre de Clay cuando les dijo que el chico se había hecho todo aquello al caerse por la escalera. Tampoco le creyeron cuando dijo que las cuatro quemaduras de cigarrillos a medio cicatrizar que el muchacho tenía en el pecho eran el resultado de «algún tipo de enfermedad de la piel».

El chico nunca volvió a ver el segundo piso del apartamento. Quedó bajo la protección del estado, y fue directamente desde el hospital hasta una casa de acogida, donde comenzó su nueva vida de huérfano. En el patio, dos niños que corrían bamboleándose como un par de trolls golpeaban las muletas en las que se sostenía. Clay se levantaba por sí mismo y recuperaba las muletas. No lloraba.

Su padre elevó alguna protesta en la comisaría de policía de Freeport, y muchas más en los bares de la zona. Amenazaba con acudir a la justicia para recuperar la custodia de su hijo, pero nunca lo hizo. Clamaba que amaba a Clay, y tal vez le amara, un poquito, pero de ser así, su amor era de ese que muerde y arde. El muchacho estaba mejor fuera de su alcance.

Pero no mucho mejor. Hetton House, en South Freeport, era poco más que una pobre granja para niños, y Clay tuvo una adolescencia desgraciada, aunque mejoró un poco cuando su cuerpo sanó. Al menos entonces podía mantener alejados a los abusones en el patio de juegos; él y los pocos niños más pequeños que se pusieron bajo su protección. Los abusones lo llamaban Lunk y Troll y Kong, pero él no recordaba ninguno de esos nombres, y dejaba en paz a los otros niños si ellos lo dejaban en paz a él. La mayoría de ellos lo hizo, después de que le propinara una paliza al peor de los abusones. No era malo, pero si lo provocaban podía ser peligroso.

Los niños que no le tenían miedo lo llamaban Blaze, y así fue como llegó a pensar en sí mismo.

Una vez recibió una carta de su padre: «Querido Hijo —decía—. Bueno, ¿cómo estás Tú? Yo bien. Ahora estoy trabajando en Lincoln Rolling Lumber. Estaría bien si esos ca****es no robaran durante Todo el Tiempo. ¡JÁ! Voy a comprar un pequeño terreno y cuando lo haya hecho iré a buscarte. Bueno, escríbeme una Cartita y cuéntale a tu viejo Papá cómo va todo. Puedes enviarme una foto. —Iba firmado—: Con Amor, Clayton Blaisdell».

Aunque Blaze no tenía ninguna foto para enviarle a su padre, le habría escrito —su profesor de música, que daba clase los martes, le habría ayudado, de eso estaba seguro—, pero no había ningún remitente en el sobre, solo tenía una sucia y simple dirección: Clayton Blaisdell, JR. «La Casa-Orfanato» en FREEPORT MAINE.

Blaze nunca supo nada más de él.

Durante su estancia en Hetton House estuvo instalado con diferentes familias, siempre durante el otoño. Lo mantenían lo suficiente para que les ayudara a recoger la leña y tuviera los suelos y patios impolutos. Luego, cuando llegaba la primavera, decidían que no era adecuado para ellos y lo enviaban de vuelta. A veces aquello era muy malo. Y otras veces —como con los Bowie y su horrible perro de granja— fue realmente malo.

Cuando él y HH se despidieron, Blaze se adentró en Nueva Inglaterra por su propio pie. A veces era feliz, pero no del modo en que quería serlo, no del modo en que veía a la gente ser feliz. Cuando finalmente se asentó en Boston (más o menos; nunca llegó a echar raíces), lo era porque en el campo podía estar solo. Cuando estaba en el campo, a veces dormía en un granero y se despertaba durante la noche y salía y miraba las estrellas, y había muchas, y sabía que estaban allí desde antes que él, y que seguirían allí después de él. Era al mismo tiempo tremendo y maravilloso. A veces, cuando hacía autoestop y noviembre se aproximaba, el Viento soplaba a su alrededor, sus pantalones flameaban y él hacía muecas por algo que había perdido, como aquella carta que llegó sin remitente. A veces miraba al cielo y veía un pájaro, y aquello podía hacerle feliz, pero a menudo sentía algo dentro de él que se hacía cada vez más pequeño y estaba a punto de romperse.

Es malo sentirse así —pensaba—, y si así me siento, no debería observar a los pájaros. Pero a veces alzaba la vista al cielo de todas formas.

Boston estaba bien, pero de vez en cuando aún se asustaba. Había un millón de personas en la ciudad, tal vez más, pero nadie quería estrechar la mano de Clay Blaisdell. Si lo miraban, lo hacían solo porque era grande y tenía la frente hundida. A veces lo pasaba bien, pero otras veces solo tenía miedo. Estaba intentando pasarlo bien en Boston cuando conoció a George Rackley. Después de conocer a George, todo fue a mejor.

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