Blaze

Blaze


Capítulo 13

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13

Cuando Blaze entró con el bebé en la cabaña, Joe estaba berreando. Blaze lo miró fijamente, incrédulo. ¡Estaba furioso! Tenía la frente y las mejillas rojas como la grana, incluso el puente de su diminuta nariz. Sus ojos estaban entrecerrados y sus puños dibujaban en el aire pequeños círculos de rabia.

Blaze de repente sintió pánico. ¿Y si el crío estaba enfermo? ¿Y si tenía gripe o algo así? Los niños cogían la gripe todos los días. A veces se morían por eso. Y no podía llevarlo al médico. De todos modos ¿qué sabía él de niños? Él solo era un bobo. Apenas podía cuidar de sí mismo.

De pronto le urgió la necesidad de llevar al niño de vuelta al coche. Conducir hasta Portland y dejarlo en la puerta de alguna casa.

—¡George! —gritó—. ¿Qué debo hacer?

Le asustaba que George se hubiera marchado de nuevo, pero George respondió desde el cuarto de baño.

—Dale de comer. Dale algo de uno de esos tarros.

Blaze corrió a la habitación. Cogió una de las cajas de cartón de debajo de la cama, la abrió y sacó un tarro al azar. Se lo llevó a la cocina y buscó una cuchara. Puso el tarro en la mesa, cerca de la cesta de mimbre y lo destapó. Lo que había dentro parecía asqueroso, como vómito. Quizá estuviese caducado.

Lo olió con ansiedad. Olía bien. Olía a guisantes. Así pues, debía de estar bien.

De todos modos, vaciló. La idea de introducir comida en aquella boca abierta y gritona parecía de algún modo… irreversible. ¿Y si el pequeño hijoputa se ahogaba con la comida? ¿Y si no tenía hambre? ¿Y si no era la comida adecuada para él? ¿Y…? ¿Y…?

Su mente intentó reproducir la palabra VENENO, pero Blaze la rechazó. Introdujo media cucharada de guisantes batidos en la boca del bebé.

Los gritos cesaron de inmediato. Los ojos del niño se abrieron y Blaze vio que eran azules. Joe dejó escapar algunos guisantes y Blaze se los volvió a meter en la boca con la cuchara, no lo pensó, simplemente lo hizo. El bebé tragó con satisfacción.

Blaze le dio otra cucharada. Fue bien recibida. Y otra más. En siete minutos, el tarro de guisantes Gerber se había acabado. A Blaze le dolía la espalda de estar inclinado sobre la cesta de mimbre. Joe expelió un hilillo de espuma verde. Blaze le limpió la pequeña mejilla con la manga de la camisa.

—Échalo de nuevo y lo someteremos a votación —dijo. Ese era uno de los dichos de George.

Al sonido de su voz, Joe parpadeó. Blaze lo miraba fascinado. La piel del bebé era clara y sin manchas. Su cabeza estaba cubierta por una sorprendente pelusilla rubia. Pero fueron sus ojos los que cautivaron a Blaze. Pensó que de algún modo eran unos ojos viejos, ojos sabios. Eran como el límpido azul del cielo del desierto de una película del Oeste. Los tenía un poco rasgados, como los ojos de los chinos. Le daban un aspecto fiero, casi el aspecto de un guerrero.

—¿Eres un luchador? —preguntó Blaze—. ¿Eres un luchador, muchachito?

Joe se metió un pulgar en la boca y empezó a chuparlo. Al principio, Blaze pensó que quizá quería un biberón (todavía no había analizado el Playtex Nurser), pero por el momento el niño parecía conformarse con el pulgar. Todavía tenía las mejillas rojas, ya no por el llanto sino por el viaje durante la noche.

Los párpados empezaron a cerrársele, y los ojos perdieron su fiereza. Pero aún miraba con atención a aquel hombre, aquel gigante de dos metros de altura, con barba de tres días y el pelo marrón revuelto, que se inclinaba sobre él. Luego sus ojos se cerraron. El pulgar se le salió de la boca. Se durmió.

Blaze se enderezó, se puso en pie y se dirigió hacia la habitación.

—Eh, tonto del culo —dijo George desde el baño—. ¿Adónde crees que vas?

—A la cama.

—Y un cuerno. Vas a preparar ese biberón y acunarás al niño cuatro o cinco veces, cada vez que se despierte.

—La leche podría cortarse.

—No si la metes en el frigorífico. Ya la calentarás cuando la necesites.

—Ah.

Blaze cogió el Playtex Nurser y leyó las instrucciones. Dos veces. Le llevó media hora. La primera vez no entendió nada; la segunda, menos.

—No puedo, George —dijo al fin.

—Claro que puedes. Tira las instrucciones y simplemente hazlo.

Así pues, Blaze tiró las instrucciones a la estufa y luego manoseó el chisme como lo haría con un carburador que no funciona demasiado bien. Finalmente, descubrió que tenía que unir el revestimiento de plástico con la boquilla del chisme y luego enroscarlo en la botella. Bingo. Muy hábil. Preparó cuatro biberones con leche enlatada y los metió en el frigorífico.

—¿Puedo irme ya a la cama, George? —preguntó.

No hubo respuesta. Blaze se fue a la cama.

Joe lo despertó con la primera luz grisácea de la mañana. Blaze se levantó de la cama y entró en la cocina. Había dejado al bebé en la cesta, y ahora la cesta se balanceaba sobre la mesa adelante y atrás debido a la fuerza de la ira de Joe.

Blaze lo alzó y lo apoyó contra su hombro. En ese momento comprendió parte del problema. El niño estaba calado hasta los huesos.

Lo llevó a la habitación y lo posó en la cama. Parecía sorprendentemente pequeño en el hueco que había dejado el cuerpo de Blaze. Llevaba un pijama azul y sus piececitos pateaban con indignación.

Blaze le quitó el pijama y los calzones que llevaba debajo. Le puso una mano en la barriga para mantenerlo quieto. Luego se acercó para fijarse en cómo le habían puesto los pañales. Se los quitó y los lanzó a un rincón.

Observó el pene de Joe y sintió un instante de regocijo. No era mucho más grande que la uña del pulgar de Blaze, pero estaba levantado. Muy lindo.

—Vaya caña de pescar tienes, colega.

Joe dejó de llorar y miró fijamente a Blaze con ojos sorprendidos, muy abiertos.

—He dicho que vaya caña de pescar tienes.

Joe sonrió.

—Guu-guu —dijo Blaze. Sintió una idiota sonrisa en las comisuras de la boca.

Joe gorgoteó.

—Guu-guu-nene —repitió Blaze.

Joe se rio en voz alta.

—Guu-guu-nee-neee —dijo Blaze, lleno de regocijo.

Toe se meó en su cara.

Los pañales Pampers fueron otro asalto. Al menos no tenían imperdibles, solo adhesivos, y parecía que tenían sus propios calzones —de plástico, en realidad—, pero tuvo que desechar dos hasta que por fin logró colocarlos como aparecían en la imagen de la caja. Cuando terminó, Joe se había despertado del todo e intentaba mordisquearse los dedos. Blaze supuso que quería comer, y pensó que un biberón sería lo mejor.

Estaba calentándolo bajo el grifo de agua caliente de la cocina, girándolo una y otra vez, cuando George habló:

—¿Lo diluiste como te dijo la tía de la tienda?

Blaze miró el biberón.

—¿Eh?

—Eso es leche enlatada, ¿verdad?

—Claro, directa de la lata. ¿Está caducada, George?

—No, no está caducada. Pero si no abres el biberón y le echas un poco de agua, el niño vomitará.

—Ah.

Blaze tiró de la parte superior del Playtex Nurser con las uñas y derramó alrededor de un cuarto del contenido del biberón en el fregadero. Añadió suficiente agua para volver a llenarlo, lo removió con una cuchara y le puso la tetilla de nuevo.

—Blaze. —George no parecía furioso, pero sí muy cansado.

—¿Qué?

—Tienes que conseguir un libro sobre bebés. Algo que te diga cómo tienes que cuidar de él. Como el manual de un coche. Porque sigues olvidando cosas…

—De acuerdo, George.

—Será mejor que también consigas un periódico. Pero no lo compres por aquí cerca. Ve a un lugar más grande.

—¿George?

—¿Qué?

—¿Quién va a cuidar del niño mientras yo esté fuera?

Hubo una larga pausa, tan larga que Blaze pensó que George se había marchado otra vez. Entonces dijo:

—Yo lo haré.

Blaze frunció el ceño.

—Tú no puedes, George. Tú estás…

—He dicho que yo lo haré. ¡Ahora mueve el culo y dale de comer!

—Pero… si el niño tiene problemas… si se ahoga o algo y yo no estoy…

—¡Dale de comer, maldita sea!

—De acuerdo, George, vale.

Se marchó a la otra habitación. Joe estaba armando alboroto y pataleando sobre la cama; seguía mordisqueándose los dedos. Blaze sacó el aire del biberón como la señora le había mostrado: presionando con los dedos sobre la tetilla hasta que una gota de leche se formó en la punta. Se sentó al lado del bebé y le apartó con cuidado los dedos de la boca. Joe empezó a llorar, pero cuando Blaze le puso la tetilla de goma donde habían estado sus dedos, sus labios se cerraron en torno a ella y empezó a succionar. Sus pequeñas mejillas se movían adelante y atrás.

—Muy bien —dijo Blaze—. Muy bien, capullito.

Joe se lo bebió todo. Cuando Blaze lo incorporó para que eructase, devolvió un poco y le manchó la camiseta interior. A Blaze no le importó. Por otra parte, quería cambiar al bebé y ponerle uno de sus nuevos conjuntos. Se dijo a sí mismo que solo quería ver si le venía bien.

Así fue. Cuando Blaze terminó con eso, se quitó la camiseta y olió la mancha que había dejado el bebé. Olía vagamente a queso. Tal vez la leche aún estuviese demasiado espesa, pensó. O quizá debería haber parado y haberle hecho eructar a la mitad del biberón. George tenía razón. Necesitaba un libro.

Echó un vistazo a Joe: había atrapado una punta de la manta y la estaba examinando. Era una mierdecita muy mona. Joe Gerard III y su esposa iban a preocuparse muchísimo por él. Probablemente pensarían que se había escondido en el cajón de un tocador, chillando y hambriento, con los pañales cagados. O peor aún, que yacía en un agujero poco profundo cubierto de tierra congelada, un jovencito ahogando sus últimos suspiros en el vapor helado. Luego en el interior de una bolsa de plástico verde para la basura.

¿De dónde había sacado esa idea?

George. George había dicho eso. Había hablado del secuestro Lindbergh. El nombre del secuestrador era Hoppman, Hoppman, o algo así.

—¿George? George, no le hagas daño mientras estoy fuera.

No hubo respuesta.

La primera vez que oyó hablar del asunto fue en las noticias, mientras se hacía el desayuno. Joe estaba en el suelo, en la manta que Blaze había extendido para él. Jugaba con uno de los periódicos de George. Había levantado una tienda de campaña sobre su cabeza y pataleaba de emoción.

El presentador acababa de hablar sobre un senador republicano que había aceptado un soborno. Blaze esperaba que George lo hubiese oído. A George le gustaban ese tipo de cosas.

«La más importante de las noticias locales es un supuesto secuestro en Ocoma Heights —dijo el presentador. Blaze dejó de remover las patatas de la sartén y escuchó con atención—. Joseph Gerard IV, heredero directo de la fortuna naviera Gerard, ha sido raptado de la finca de los Gerard en Ocoma Heights a última hora de la noche o a comienzos de esta mañana. Una hermana de Joseph Gerard, el bisabuelo del bebé, en su tiempo conocido como “el niño maravilla de la naviera americana”, ha sido hallada inconsciente en el suelo de la cocina por la cocinera de la familia. Norma Gerard, de unos setenta y cinco años, fue asistida en el Maine Medical Center, donde permanece en estado crítico. El sheriff John D. Kellahar, de Castle County, a la pregunta de si exigiría la intervención del FBI, ha afirmado que no puede realizar comentarios en estos momentos. Tampoco ha añadido nada acerca de la posibilidad de que exista una nota de rescate…».

Oh, sí —pensó Blaze—. Tengo que enviar una de esas.

«… pero ha afirmado que la policía cuenta con numerosas pistas para investigar el caso».

¿Cómo qué?, se preguntó Blaze sonriendo un poco. Siempre decían tonterías como esas. ¿Qué pistas podían tener si la vieja era el zonko, un verdadero depósito de bromas? Incluso él se había llevado la escalera. Siempre decían tonterías como esas, eso era todo.

Desayunó en el suelo y jugó con el bebé.

Cuando estuvo preparado para salir aquella mañana, ya había alimentado y cambiado de ropa al niño para que estuviera más fresco, y dormía plácidamente en la cuna.

Blaze había improvisado un poco más con la fórmula, y en esa ocasión el bebé eructó cuando llevaba medio biberón. Las cosas marchaban realmente bien. Marchaban como un hechizo. También le cambió los pañales. Al principio, toda aquella mierda verde le asustó, pero luego se acordó: guisantes.

—¿George? Ya me voy.

—De acuerdo —respondió George desde la habitación.

—Será mejor que salgas y lo vigiles, por si se despierta.

—Lo haré, no te preocupes.

—Sí —dijo Blaze sin convicción. George estaba muerto. Estaba hablando con un hombre muerto. Le estaba pidiendo a un hombre muerto que hiciera de canguro—. Oye, George. Tal vez debería…

—Debería, tendría, querría. Vete, lárgate ya.

—George…

—¡He dicho que te vayas! ¡Muévete!

Blaze se marchó.

Era un día despejado, brillante y cálido. Después de una semana con temperaturas de una sola cifra, aquellos veinte grados eran como una ola de calor. Pero ni la luz del sol, ni el conducir por carreteras secundarias hacia Portland le proporcionaban placer. No confiaba en George para que cuidara del bebé. No sabía por qué, pero estaba seguro de que no podía confiar. Porque, vaya, ahora George era parte de él, y muy probablemente cuando se iba a algún sitio se llevaba todas sus partes, incluso la parte de George. ¿Acaso no tenía sentido?

Blaze creyó que sí.

Entonces empezó a pensar en la estufa de leña. ¿Y si la casa se incendiaba?

Esa mórbida imagen se metió en su cabeza y no pudo expulsarla. Un incendio causado por la estufa que había encendido especialmente para que Joe no tuviera frío si se destapaba. Las chispas centelleaban desde la estufa hacia el techo. La mayoría se extinguían, pero una alcanzaba una astilla seca, la calentaba y prendía el más que inflamable madero que había encima. Las llamas se expandían a través de las vigas. El bebé empezaba a llorar mientras los primeros hilos de humo se hacían más grandes y más espesos…

De pronto se percató de que había puesto el Ford robado a 110 kilómetros por hora. Levantó el pie del acelerador. Aquello fue peor y más de lo mismo.

Estacionó en el aparcamiento de Casco Street, le dio al vigilante un par de dólares y entró en el Walgreens. Cogió un Evening Express y luego se dirigió al estante de libros de bolsillo. Había un montón de libros del Oeste. Góticos. De suspense. De ciencia ficción. Y entonces, al final de la estantería, encontró un grueso libro con un sonriente niño pelón en la portada. Examinó el título rápidamente; no contenía palabras difíciles. Cuidados para los bebés y los niños. En la contraportada había una fotografía de un viejo rodeado de niños. Probablemente el autor del libro.

Pagó sus compras y abrió el periódico mientras salía por la puerta. Se detuvo de inmediato en la acera, con la boca desencajada.

Había una foto de él en primera plana.

No, no era una foto, eso le alivió, sino un esbozo policial, uno de esos que se realizan con programas de identificación. Y además no era muy bueno. Faltaba la hendidura que tenía en la frente. Se habían equivocado en la forma de los ojos. No tenía los labios tan gruesos. Pero de algún modo era reconocible.

La vieja debía de haber recuperado la conciencia. Aunque al leer el titular desechó esa idea rápidamente.

EL FBI BUSCA AL SECUESTRADOR DE BEBÉS

Norma Gerard fallece por lesiones cerebrales

Especial del Evening Express.

Por James T. Mears.

 

El hombre que conducía el coche que se dio a la fuga tras el secuestro del bebé Gerard —y supuesto único secuestrador— aparece retratado en esta portada en una exclusiva del Evening Express. El esbozo ha sido realizado por el dibujante John Black, del Departamento de Policía de Portland, a partir de la descripción ofrecida por Morton Walsh, vigilante nocturno de Oakwood, un nuevo edificio de apartamentos a cuatrocientos metros de la propiedad de la familia Gerard. Walsh declaró a la policía de Portland y a los ayudantes del sheriff del condado de Castle que el sospechoso había afirmado que iba a visitar a Joseph Carlton, un nombre aparentemente falso. El supuesto secuestrador conducía un Ford sedán azul, y Walsh aseguró que llevaba una escalera en la parte trasera. Walsh está siendo retenido como testigo presencial, y se especula acerca de su negligencia al no exigir al conductor más explicaciones habida cuenta de lo avanzado de la hora (aproximadamente las dos de la madrugada).

Una fuente cercana a la investigación ha apuntado que el «misterioso apartamento» de Joseph Carlton podría estar relacionado con el crimen organizado, lo que aumentaría las posibilidades de que el secuestro del bebé fuera un «golpe» de una banda criminal bien estructurada. Ni los agentes federales (ahora en escena) ni la policía local han querido realizar comentarios sobre esta posibilidad.

Actualmente hay otras pistas, aunque no se ha hablado de cartas de rescate ni llamadas. Uno de los secuestradores podría haber dejado rastros de sangre en el lugar del crimen, posiblemente debido a un corte que se hizo en la pierna al cruzar la alambrada del aparcamiento de Oakwood. El sheriff John D. Kellahar se refirió a ello como «un hilo más de la cuerda que finalmente atrapará a ese hombre o a esa banda».

Por otra parte, Norma Gerard, bisabuela del niño secuestrado, falleció mientras se sometía a una intervención quirúrgica en el Maine Medical Center para disminuir la presión de… (ir a la página 2, col. 5).

Blaze continuó en la página 2, pero ahí no había mucho más. Si los polis sabían algo más, lo estaban ocultando. Incluyeron una fotografía de la «Casa del secuestro», y otra de «Por donde entró el secuestrador». Había un pequeño recuadro en el que se leía: «Llamamiento del padre a los secuestradores, página 6». Blaze no pasó a la página 6. El tiempo siempre se le escapaba de las manos cuando estaba leyendo, y en ese momento no podía permitírselo. Había estado demasiado tiempo fuera, y todavía tardaría otros cuarenta y cinco minutos en llegar a casa, y además…

Además el coche era robado.

Walsh, menudo cabrón miserable. Blaze casi deseó que la organización machacase a ese cabrón miserable por delatar el apartamento. Pero mientras tanto…

Mientras tanto tenía que jugar sus cartas. Tal vez pudiese regresar sin problemas. Las cosas empeorarían si abandonaba allí el coche. Había huellas dactilares por todas partes (lo que George llamaba «toques»). Quizá tuviesen el número de la matrícula; quizá Walsh lo había anotado. Pensó en ello despacio y con atención y decidió que Walsh no lo habría anotado. Probablemente. Sin embargo, sabían que era un Ford, y azul… pero antes era verde. Antes de que lo pintara. Quizá eso marcase la diferencia. Quizá las cosas todavía podían ir bien. Tal vez no. Era difícil saberlo.

Se acercó al aparcamiento con precaución, asegurando cada paso que daba, pero no vio polis y el vigilante estaba leyendo una revista. Eso estaba bien. Blaze se montó en el Ford, lo arrancó y esperó a que los policías aparecieran desde cien escondrijos a la vez. No apareció ninguno. Cuando se marchó, el vigilante tomó el ticket amarillo de debajo de su parabrisas y le echó apenas un vistazo.

Le pareció que tardaba toda una vida en alejarse de Portland y luego de Westbrook. Era como conducir con una jarra llena de vino entre las piernas, pero peor. Estaba seguro de que cada coche que se le acercaba lo suficiente era una patrulla de policía de paisano. En realidad, en su viaje de regreso a la ciudad solo vio un coche de policía, al cruzar la intersección de la carretera 1 y la 25, abriéndole paso a una ambulancia mientras la sirena ululaba y las luces relampagueaban. Aquello lo tranquilizó. Así sí sabías que era un coche de policía.

Después de dejar atrás Westbrook, tomó un desvío y se metió en una carretera secundaria, luego en un camino asfaltado de doble sentido que se convirtió en un camino de polvo y tierra helada que serpenteaba por el bosque hasta Apex. Ni siquiera allí se sentía completamente seguro, y cuando enfiló el largo camino que llevaba a la cabaña, se sintió como si se hubiera quitado de encima un gran peso.

Condujo el Ford hasta el interior del cobertizo y se dijo a sí mismo que se quedaría allí dentro hasta que el infierno se convirtiese en una pista de patinaje sobre hielo. Él sabía que aquel secuestro era algo gordo, y que las cosas podrían ponerse calientes, pero ya se estaba abrasando. Su fotografía, el rastro de sangre, el modo tan sencillo y rápido en que aquel glorificado portero había destapado el apartamento de la organización…

Pero todos esos pensamientos se esfumaron en cuanto salió del coche. Joe estaba chillando. Blaze lo oía incluso desde el exterior. Corrió hacia la puerta de entrada e irrumpió en la casa. George había hecho algo, George había…

Pero George no había hecho nada. George no estaba en ningún sitio. George estaba muerto y él, Blaze, había abandonado al bebé.

La cuna se mecía por la rabieta del niño, y Blaze entendió el motivo cuando se asomó a la cuna. El bebé había vomitado la mayor parte del biberón de las diez; la rancia y pestilente leche, medio reseca, había formado costras en su rostro y en la parte superior del pijama. Su cara tenía un horrible color ciruela, con visibles perlas de sudor.

En una especie de fotograma, Blaze vio a su propio padre, un gigante enorme con los ojos rojos y las manos curtidas. La imagen lo inundó en un estado agónico de culpa y horror; no pensaba en su padre desde hacía años.

Sacó al bebé de la cuna con tal rapidez que la cabeza de Joe giró sobre su cuello. Dejó de llorar más que nada por la sorpresa.

—Hola —canturreó Blaze; empezó a pasear por la habitación con el niño contra su hombro—. Hola, hola. He vuelto. Estoy aquí. Hola, hola. No llores más. Ya estoy aquí. Aquí mismo.

El bebé se quedó dormido antes de que Blaze diera tres vueltas completas por la habitación. Le cambió los pañales mucho más rápido que antes, lo vistió y volvió a dejarlo en la cuna.

Luego se sentó a pensar. Esta vez a pensar en serio. ¿Qué era lo siguiente? Una nota de rescate, ¿verdad?

—Verdad —dijo.

Hecha con letras recortadas de revistas; así era como lo hacían en las películas. Recopiló una pila de periódicos, revistas de chicas y cómics. Luego comenzó a recortar letras.

TENGO AL BEBÉ.

Sí, eso era un buen comienzo. Se acercó a la ventana y encendió la radio, Ferlin Husky cantaba «Wings of a Dove». Era una buena canción. Una vieja gloria pero de las buenas. Revolvió la habitación hasta que encontró un bloc de folios Hytone que George había comprado en Renny’s y elaboró una especie de pasta mezclando harina y agua. Tatareaba la música mientras trabajaba. Era un sonido rallado y oxidado, como el balanceo de una puerta vieja con las bisagras rotas.

Regresó a la mesa y pegó las letras que tenía por el momento. Un pensamiento lo golpeó: ¿se podían dejar huellas dactilares en el papel? No lo sabía, pero no le parecía muy posible. Sin embargo, mejor sería no arriesgarse. Hizo una bola con el papel en el que había pegado las letras y se puso los guantes de cuero de George. Eran demasiado pequeños para él, pero los forzó. Luego recortó las mismas letras y comenzó a pegarlas de nuevo:

TENGO AL BEBÉ.

Llegaron las noticias. Escuchó con atención y oyó que alguien había llamado a la residencia de los Gerard pidiendo dos mil dólares por el rescate. La noticia lo dejó desconcertado. Entonces el locutor comentó que un adolescente había realizado la llamada desde un teléfono público de Wyndham. La policía había rastreado la llamada. Cuando lo detuvieron, dijo que solo había querido gastar una broma pesada.

Te vas a pasar la noche diciéndoles que solo era una broma pesada, niño —pensó Blaze—. Un secuestro es algo serio.

Frunció el ceño mientras recortaba más letras. Siguió la previsión del tiempo. Bueno pero algo más frío. La nieve estaba en camino.

TENGO AL BEBÉ. SI QUIEREN VOLVER A VERLO CON VIDA…

Si quieren volver a verlo con vida ¿qué? ¿Qué? La confusión aturrullaba su mente. ¿Llamen a cobro revertido, los operadores están esperando? ¿Hagan el pino y silben «Dixie»? ¿Envíen dos resguardos y cincuenta centavos en monedas?

¿Qué tenía que hacer para que no le atraparan?

—¿George? No consigo recordar esta parte.

No hubo respuesta.

Apoyó la barbilla en una mano y se puso la gorra de pensar. Tenía que ser muy brillante. Tan brillante como George. Tan brillante como John Cheltzman lo fue aquel día en la estación de autobuses, cuando se escaparon a Boston. Usa el coco. Usa la vieja habichuela.

Tendría que fingir que formaba parte de una banda de gánsteres, eso estaba claro. Así no podrían atraparlo cuando recogiese el botín. Si lo hacían les diría que, si no lo soltaban, sus compañeros matarían al bebé. Lanzar un farol. Demonios, tenía que estafarlos.

—Así es como haremos las cosas —susurró—. ¿Verdad, George?

Arrugó el papel de su segundo intento, buscó más letras y las recortó en cuadrados.

NUESTRA BANDA TIENE AL BEBÉ. SI QUIEREN VOLVER A VERLO CON VIDA…

Eso estaba bien. Se ajustaba al plan. Blaze lo admiró un momento, luego fue a echarle un vistazo al niño; seguía dormido. Tenía la cabeza girada y uno de sus pequeños puños bajo su mejilla. Sus pestañas eran muy largas y mucho más oscuras que el cabello. A Blaze le gustaba. Nunca habría dicho que una cría de mono podía tener buen aspecto, pero este sí lo tenía.

—Eres un semental, Joey —dijo, y luego removió el cabello del niño. Su mano era más grande que la cabeza del bebé.

Blaze regresó a las revistas, los periódicos y el bloc de folios. Reflexionó un rato, y mientras lo hacía iba comiendo pedacitos de la pasta de harina y agua que había elaborado. Luego volvió al trabajo.

NUESTRA BANDA TIENE AL BEBÉ. SI QUIEREN VOLVER A VERLO CON VIDA ENTREGUEN 1 MILLÓN DE DÓLARES EN BILLETES SIN MARCAR. PONGAN EL DINERO EN UN MAETÍN. ESTÉN PREPARADOS PARA RECIBIR MÁS NOTISIAS. SINSERAMENTE SUYOS,

LOS SECUETRADORES DE JOE GERARD 4.

Así. Les informaba, pero no demasiado. Eso le daría algo de tiempo para pensar en un plan.

Encontró un viejo sobre sucio y metió en él la carta, luego cortó más letras para el frontal:

LOS GERARDS

OCOMA

¡IMPORTANTE!

No sabía exactamente cómo iba a enviarlo. No quería dejar otra vez al bebé con George, y no quería usar el Ford robado, pero tampoco quería enviar la carta desde Apex. Con George todo habría sido mucho más sencillo. Él podría quedarse en casa y cuidar del bebé mientras George se encargaba de las cosas del cerebro. No le importaba alimentar a Joe ni cambiarle los pañales ni todas esas cosas. No le importaba nada. Incluso le gustaba.

Bueno, ya daba igual. La carta no saldría hasta la mañana siguiente, así que tenía tiempo para elaborar un plan. O recordar el de George.

Se levantó y fue a ver otra vez al bebé. Deseó que la televisión no estuviera estropeada. A menudo podías sacar buenas ideas de la televisión. Joe aún dormía. A Blaze le hubiera gustado que se despertase, así podría jugar un rato con él. Hacerle reír. Parecía un niño real cuando sonreía. Y ahora que lo había vestido, Blaze podía hacerle cosquillas sin preocuparse de que le meara encima.

Pero estaba dormido y no había ayuda para eso. Blaze apagó la radio y fue al dormitorio a hacer planes, pero también se quedó dormido.

Antes de perder la conciencia, sintió una especie de bienestar. Por primera vez desde la muerte de George, se sintió bien.

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