Blaze

Blaze


Capítulo 19

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La noche llegó pronto, envuelta en la nieve. A las cinco en punto, la única luz encendida en el despacho del director era el palpitante fuego de la chimenea. Joe dormía profundamente, pero Blaze estaba preocupado por él. Su respiración parecía acelerada, la nariz le moqueaba y el pecho le vibraba. Brillantes manchas rojas le relucían en cada mejilla.

El libro sobre bebés decía que la fiebre a veces acompañaba a la dentición, y a veces a un resfriado, o a los síntomas de un resfriado. Para Blaze el resfriado bastaba (no sabía cuáles eran los síntomas). El libro solamente decía que había que mantenerlo caliente. Para el tipo que había escrito el libro era fácil decirlo, pero ¿qué se suponía que tenía que hacer Blaze cuando Joe se despertara y quisiera gatear?

Además tenía que llamar a los Gerard ya, esa misma noche. Con esa tormenta de nieve no podrían lanzar el dinero desde un avión, pero la nieve probablemente habría remitido al día siguiente por la noche. Se llevaría el dinero y a Joe. Que se jodiesen esos ricos republicanos. Él y Joe estaban hechos el uno para el otro. Se largarían juntos. Encontraría la forma.

Se quedó contemplando el fuego y comenzó a soñar despierto. Se vio encendiendo las bengalas de carretera en un claro. Las luces de una avioneta acercándose. El zumbido de avispa del motor. La avioneta ladeándose hacia la señal, encendida como una tarta de cumpleaños. Algo blanco surcando el aire… ¡un paracaídas con un pequeño maletín atado!

Luego está de regreso en la casa. Abre el maletín. Está lleno de pasta. Cada fajo de billetes tiene una banda de papel alrededor. Blaze lo cuenta. Está todo.

A continuación está en una pequeña isla de Acapulco (él cree que está en las Bahamas, pero sabe que podría equivocarse). Se ha comprado una cabaña en un elevado risco de tierra que da a los rompeolas. Hay dos dormitorios: uno grande, otro pequeño. Fuera hay dos hamacas: una grande, otra pequeña.

El tiempo pasa. Quizá cinco años. Y ahí llega un niño correteando por la playa, una playa que brilla como un músculo mojado bajo la luz del sol. Está moreno. Tiene el pelo largo, negro, como un indio intrépido. Saluda con la mano. Blaze le devuelve el saludo.

Blaze creyó oír de nuevo el sonido de una risa furtiva. Se giró de inmediato pero allí no había nadie.

El ensueño se había roto. Se levantó y se puso el abrigo. Se sentó y se abrochó las botas. Haría aquello realidad. Sus pies y su cabeza estaban de acuerdo, y cuando alcanzaba ese estado, siempre hacía lo que decía que iba a hacer. Era su orgullo. Lo único que le quedaba.

Fue a mirar de nuevo al bebé, luego salió. Cerró la puerta del despacho y bajó la escalera con gran estruendo. Llevaba la pistola de George en la cintura del pantalón, y esta vez estaba cargada.

El viento que afrontó en el antiguo patio de juegos le hizo tropezar varias veces, hasta que se acostumbró a él. La nieve le azotaba el rostro, le pinchaba las mejillas y la frente. Las copas de los árboles se inclinaban de un lado a otro. La nieve seguía acumulándose y en algunos lugares ya alcanzaba un metro de altura. Al menos ya no tendría que preocuparse por las huellas que había dejado al llegar.

Anduvo hasta la alambrada, echando de menos unas botas de nieve, y la pasó por encima con torpeza. Se hundió en la nieve hasta los muslos y se encaminó con gran dificultad hacia Cumberland Center.

Había cinco kilómetros de distancia, y antes de cubrir la mitad del trayecto se había quedado sin aliento. Tenía el rostro entumecido. Al igual que los pies y las manos, a pesar de llevar gruesos calcetines y guantes. Sin embargo, continuó adelante; en vez de vadear las dunas de nieve, las atravesaba. Tropezó dos veces con vallas enterradas en la nieve. El alambre de espino de una de ellas le destrozó los vaqueros y se le clavó en la pierna. Él se limitó a apartar el alambre y a seguir adelante, no sin soltar una maldición.

Una hora más tarde se adentró en un vivero. Había hileras de pequeños abetos azules perfectamente podados, separados por dos metros de distancia entre uno y otro. Blaze anduvo a lo largo de un pasillo de abetos donde la nieve solo tenía siete centímetros de espesor… y en algunos lugares ni siquiera había nieve. Aquello era la Cumberland County Reserve, y limitaba con la carretera principal.

Cuando llegó al borde occidental del bosque, se sentó en lo alto del terraplén y se deslizó hacia la carretera 289. Carretera arriba, casi perdida entre la nieve, había una luz intermitente que conocía muy bien; dos fogonazos rojos, dos amarillos. Más allá, unas cuantas farolas brillaban tenuemente, como fantasmas.

Cruzó la carretera —cubierta de nieve y sin tránsito— y caminó hacia la gasolinera de la siguiente curva. Una farola al lado de un edificio de ladrillos de cemento alumbraba una cabina de teléfono. Como un muñeco de nieve ambulante, Blaze avanzó hacia ella. Sintió un breve momento de pánico cuando creyó que no tenía monedas, pero encontró dos de veinticinco centavos en los pantalones y otra en el bolsillo de su abrigo. Y entonces… ¡dáliva! El aparato le devolvió las monedas. La información telefónica era gratis.

—Quiero llamar a Joseph Gerard —dijo—. De Ocoma.

Siguió una breve pausa, luego la operadora le dio el número. Blaze lo escribió sobre el cristal empañado de la cabina; no sabía que acababa de pedir un número que no aparecía en el listín y que la operadora se lo había dado por instrucciones del FBI. Eso, por supuesto, abría las puertas a las llamadas de gente bienintencionada y a los majaderos, pero si los secuestradores no llamaban, el equipo de rastreo no podría utilizarse.

Blaze marcó el cero y proporcionó a la señorita el número de teléfono de los Gerard. Preguntó si era una llamada de larga distancia. Lo era. Preguntó si podría hablar tres minutos con setenta y cinco centavos. La operadora respondió que no; una llamada de tres minutos a Ocoma le costaría un dólar noventa. ¿Poseía alguna tarjeta de crédito?

Blaze no tenía. No tenía tarjetas de crédito de ningún tipo.

La operadora le informó de que podría cargar la llamada al teléfono de su casa. En la cabaña sí que había un teléfono (aunque no había sonado ni una sola vez desde que George murió), pero Blaze era demasiado listo para eso; no le daría el número.

A cobro revertido, sugirió la operadora.

—Cobro revertido, ¡sí! —dijo Blaze.

—¿Su nombre, señor?

—Clayton Blaisdell, Júnior —soltó de una vez.

Con el alivio de descubrir que no había realizado aquel largo viaje en balde por no tener suficientes monedas para el teléfono, Blaze no llegó a darse cuenta de este error táctico hasta casi dos horas más tarde.

—Gracias, señor.

—Gracias a usted —dijo Blaze. Se sentía inteligente. Se sentía tan bien como un estúpido.

El teléfono sonó una sola vez antes de que lo descolgaran al otro lado.

—¿Sí?

La voz sonaba cansada y cauta.

—Tengo a su hijo —dijo Blaze.

—Señor, hoy he recibido diez llamadas diciendo lo mismo. Demuéstrelo.

Blaze estaba desconcertado. No esperaba aquello.

—Bueno, no está aquí conmigo, ya sabe. Lo tiene mi compañero.

—¿Sí?

Nada más. Solo ¿Sí?

—Vi a su mujer cuando entré —dijo Blaze. Fue lo único que se le ocurrió—. Es muy bonita. Llevaba un camisón blanco. Tienen un jarrón en el vestidor…, bueno, tres jarrones puestos juntos.

—Diga algo más —dijo la voz al otro lado; ya no parecía cansada.

Blaze rebuscó en su cerebro. No había nada más, nada que pudiera convencer al hombre que estaba al otro lado de la línea. Entonces lo encontró.

—La señora tenía un gato. Por eso fue al piso de abajo. Pensaba que yo era el gato… que yo era… —Rebuscó un poco más en su cerebro—. ¡Mikey! —gritó—. Siento haberla golpeado tan fuerte. De verdad que no quería hacerlo, pero estaba asustado.

Al otro lado de la línea el hombre comenzó a llorar. De pronto y sin avisar.

—¿Está bien? Por el amor de Dios, ¿Joey está bien?

Se oyó un confuso balbuceo de fondo. Una mujer hablaba. Otra gritaba y lloraba. Esa probablemente sería la madre. Las armenias debían de ser especialmente emocionales. Como las francesas.

—¡No cuelgue! —dijo Joseph Gerard (tenía que ser Gerard). Parecía aterrado—. ¿Joey está bien?

—Sí, está bien —dijo Blaze—. Le ha salido otro diente, ya tiene tres. Lleva los pañales limpios. Yo, quiero decir, nosotros, le mantenemos el trasero bien empolvado. Y su esposa ¿qué? ¿Cuida igual de bien el trasero del niño?

Gerard sollozaba como un perro.

—Haremos lo que sea, señor. Usted mueve las fichas.

Blaze arrancó al oír aquello. Casi había olvidado por qué había llamado.

—De acuerdo —dijo—. Esto es lo que quiero que hagan.

En Portland, una operadora de la AT&T hablaba con el agente Albert Sterling.

—Cumberland Center —dijo—. Cabina telefónica de la gasolinera.

—Lo tenemos —dijo Sterling, y meneó el puño en el aire.

—Cojan una avioneta mañana por la noche, a las ocho —dijo Blaze. Empezaba a sentirse incómodo, le parecía que llevaba demasiado tiempo al teléfono—. Vuelen rumbo al sur por la carretera 1, hacia la frontera de New Hampshire. Vuelen bajo. ¿Me entiende?

—Espere… no estoy seguro…

—Mejor será que esté seguro —dijo Blaze. Intentaba hablar como lo haría George—. No intente entretenerme, a menos que quiera que su niño vuelva en una bolsa.

—Vale —dijo Gerard—. Vale, le oigo. Déjeme escribirlo.

Sterling entregó un trozo de papel a Bruce Granger y este marcó un número. Granger llamaba a la policía estatal.

—El piloto verá una señal luminosa —dijo Blaze—. El dinero estará en un maletín atado a un paracaídas. Láncelo para que aterrice sobre la luz. Sobre la señal. Tendrán al niño de vuelta al día siguiente. Les enviaré incluso las cosas que yo… que nosotros, quiero decir, hemos usado para cuidarle. —Se le ocurrió un chiste—: Sin recargo.

Luego se miró la mano libre y vio que cuando había dicho que podrían tener de vuelta a Joe había cruzado los dedos. Como un niño en su primera mentira.

—¡No cuelgue! —dijo Gerard—. No sé si le he entendido…

—Usted es un tipo inteligente —dijo Blaze—. Creo que me ha entendido.

Colgó y se fue de la gasolinera Exxon corriendo; no estaba seguro de por qué corría, solo sabía que eso era lo mejor que podía hacer. Lo único. Corrió bajo las luces intermitentes de la carretera, y escaló el terraplén con grandes zancadas. Luego desapareció entre los pasillos de abetos de la County Reserve.

Detrás de él, un monstruo gigante con relucientes ojos blancos gruñía por encima de la colina. Atravesaba el violento aire con alas de tres metros de nieve pulverizada. Las ráfagas de nieve ocultaban el rastro que Blaze había dejado tras de sí en la carretera. Cuando dos coches patrulla de la policía estatal se reunieron en la gasolinera Exxon nueve minutos más tarde, las pisadas de Blaze desde el terraplén hasta la County Reserve no eran más que borrosas hendiduras. Incluso cuando los agentes rodearon la cabina telefónica enfocando con sus linternas, el viento hizo su trabajo detrás de ellos.

El teléfono de Sterling sonó cinco minutos más tarde.

—Ha estado aquí —dijo el policía estatal desde el otro lado del teléfono.

De fondo, Sterling oía cómo soplaba el viento. No, aullaba.

—Ha estado aquí pero se ha marchado.

—¿Cómo? —preguntó Sterling—. ¿En coche o a pie?

—¿Quién sabe? Las marcas se han borrado justo antes de que llegásemos. Pero si me pide mi opinión, diría que en coche.

—Nadie le ha pedido su opinión. ¿Alguien lo ha visto en la gasolinera?

—Estaba cerrada por la tormenta. Y aunque hubiese estado abierta… el teléfono está en un lateral.

—Afortunado hijo de puta —dijo Sterling—. Afortunado hijo de puta. Hemos rodeado la jodida cabaña de Apex y lo único que hemos encontrado han sido cuatro revistas porno y un tarro de guisantes. ¿Alguna huella? ¿O el viento se las ha llevado todas?

—Todavía había huellas de pisadas alrededor del teléfono —dijo el agente—. El viento las ha difuminado, pero eran de él.

—¿Opinando de nuevo?

—No. Eran grandes.

—De acuerdo. Controles policiales, ¿entendido?

—En todas las carreteras, grandes o pequeñas —dijo el agente—. Como dijimos.

—También en los caminos de tierra.

—También en los caminos de tierra —dijo el agente; parecía ofendido.

A Sterling no le importó.

—¿Lo tenemos cerca? ¿Podemos decir eso, agente?

—Sí.

—Bien. Mañana, en cuanto el tiempo nos lo permita, iremos para allá con trescientos hombres. Esto está durando demasiado.

—Sí, señor.

—En quitanieves —dijo Sterling—. Por la sonrosada chinchina de mi hermana. Y colgó.

Cuando Blaze regresó a HH, estaba exhausto. Saltó la alambrada y cayó de bruces sobre la nieve del otro lado. Sangraba por la nariz. Había hecho el trayecto de vuelta en tan solo treinta y cinco minutos. Se levantó, se tambaleó hasta el edificio y entró.

Los berridos furiosos y agónicos de Joe lo recibieron.

—¡Cristo!

Subió los escalones de dos en dos e irrumpió en el despacho de Coslaw. El fuego se había apagado. La cuna estaba volcada. Joe yacía en el suelo. La cabeza le sangraba. Tenía la cara de color púrpura, los ojos cerrados con fuerza y las manitas manchadas de polvo.

—¡Joe! —exclamó Blaze—. ¡Joe! ¡Joe!

Cogió al bebé entre sus brazos y corrió hacia el rincón donde estaban amontonados los pañales. Agarró uno y le limpió la herida de la frente. La sangre se deslizaba formando hilillos. Tenía una astilla clavada en la herida. Blaze la extrajo y la tiró al suelo.

El bebé se agitaba en sus brazos y gritaba aún mucho más fuerte. Blaze siguió limpiándole la sangre; asió a Joe con firmeza y se inclinó para echarle un vistazo más de cerca. El corte era irregular, pero ahora que había extraído la astilla, no parecía grave. Gracias a Dios no había sido en un ojo. Porque podría haber sido en un ojo.

Encontró un biberón y se lo dio frío. Joe lo agarró con ambas manos y comenzó a succionar con fuerza. Jadeando, Blaze cogió una manta y envolvió al bebé con ella. Luego se tumbó sobre sus propias mantas con el bebé apretado contra su pecho. Cerró los ojos y de inmediato sintió un vértigo terrible. Todas las cosas del mundo parecían huir de él: Joe, George, Johnny, Harry Bluenote, Anne Bradstay, los pájaros en los cables del teléfono y las noches en la carretera.

De pronto, todo volvió a su sitio.

—A partir de ahora, solo estamos nosotros, Joey —dijo—. Tú me tienes a mí y yo te tengo a ti. Eso estará bien, ¿de acuerdo?

Las ráfagas de nieve golpeaban las ventanas con fuerza. Joe apartó la cara de la tetina de goma y tosió ruidosamente, sacó la lengua un momento para aclararse la garganta. Luego volvió a tomar la tetina. Bajo su mano, Blaze podía sentir el tamborileo de su pequeño corazón.

—Así es como hacemos las cosas —dijo Blaze, y besó la frente ensangrentada del bebé.

Después se durmieron juntos.

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