Blaze

Blaze


Capítulo 2

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Pero lo recordaba a la mañana siguiente.

Esa era la maldición de ser un bobo. La pena siempre te sorprendía porque no eras capaz de acordarte de las cosas importantes. Lo único que se te quedaba en la cabeza eran las chorradas. Como el poema que la señora Selig les hizo aprenderse en quinto curso: «Bajo un frondoso castaño, se alza la herrería del pueblo»[16]. ¿Para qué servía eso? ¿Para qué servía cuando te veías a ti mismo pelando patatas para dos aun sabiendo perfectamente que ni siquiera necesitabas pelar dos patatas porque el otro tipo nunca se había comido ninguna?

Bueno, quizá no era pena. Tal vez esa no era la palabra correcta. No si eso significa llorar y golpearse la cabeza contra la pared. No hacías eso para agradar a George. Sino por la soledad. Y el miedo.

George diría: «Dios mío, ¿podrías cambiarte esos jodidos calzoncillos? Ya casi se tienen de pie. Dan asco».

George diría: «Vas a coger una infección, guarro».

George diría: «Anda, joder, date la vuelta y yo te los cambiaré. Como a un bebé».

Cuando se levantó a la mañana siguiente del robo del Ford, George estaba sentado en la otra habitación. Blaze no podía verlo pero sabía que estaba sentado en el viejo sillón, como siempre, con la cabeza tan ladeada que la barbilla casi le descansaba sobre el pecho. Lo primero que dijo fue:

—La cagaste de nuevo, Kong. Felicita-mierda-ciones.

Blaze sintió un escalofrío cuando sus pies pisaron el frío suelo. Luego se enfundó sus zapatillas. Estaba desnudo, salvo los pies; corrió a la ventana y se asomó. No había ningún coche. Suspiró con alivio. Resopló por lo que podría haber visto.

—No, no la cagué. Lo oculté en el cobertizo, como tú me dijiste.

—Pero no borraste las malditas huellas, ¿verdad? ¿Por qué no pones un cartel, Blaze? POR AQUÍ SE VA AL COCHE ROBADO. Podrías cobrar entrada. ¿Por qué no lo haces?

—Oh, George…

—Oh, George, oh, George. Sal y barre las huellas.

—De acuerdo. —Se dirigió hacia la puerta.

—¿Blaze?

—¿Qué?

—Primero ponte los jodidos pantalones, ¿vale?

Blaze sintió que se le incendiaba el rostro.

—Como un crío —dijo George con resignación—. Un crío que ya puede afeitarse.

George sabía muy bien cómo molestar a alguien. Solo que al final resultó que molestó al tipo equivocado y fue demasiado lejos durante demasiado tiempo. Así era como acababas muerto, sin nada inteligente que decir. Ahora George estaba muerto, y Blaze reproducía su voz en su cabeza, dándole las líneas de diálogo más importantes. George llevaba muerto desde aquella mierda de juego en el almacén.

Debo de estar loco si pretendo seguir adelante con esto —pensó Blaze—. Un bobo como yo.

Sin embargo, se puso los calzoncillos (comprobó primero si tenían manchas), luego una camiseta térmica, una camisa de franela y por último unos pesados pantalones de pana. Sus botas de trabajo Sears estaban debajo de la cama. Su parka del ejército colgaba del pomo de la puerta. Buscó sus manoplas y las encontró sobre la estantería del destartalado horno de la habitación que hacía las veces de salón y cocina. Recogió su raído gorro con orejeras y se lo puso, inclinando ligeramente la visera hacia la izquierda para la buena suerte. Luego salió y cogió la escoba que estaba apoyada contra la puerta.

Era una mañana despejada y gélida. La humedad bajo su nariz se heló inmediatamente. Hizo una mueca cuando una ráfaga de viento le azotó en la cara con una nieve tan fina como el azúcar glas. Todo eso era por culpa de las órdenes de George. Él estaba dentro bebiendo café junto al hornillo. Como la noche anterior, que se fue por una cerveza y dejó que Blaze se las apañara con el coche. Y aún seguiría allí si no hubiera tenido la puñetera suerte de encontrar las llaves en algún sitio, bajo la esterilla o dentro de la guantera, ya no se acordaba. A veces le parecía que George no era tan buen amigo.

Barrió las huellas con la escoba, pero antes se detuvo varios minutos y las admiró. La mayoría permanecían marcadas y formaban sombras, eran perfectas. Era curioso que algo tan pequeño pudiese ser tan perfecto y que nadie se diera cuenta. Las contempló hasta que se cansó de mirar (no porque George le dijera que se diera prisa) y luego barrió las huellas en el corto sendero que conectaba con la carretera. La máquina quitanieves había pasado por la noche y había apartado las dunas de nieve que el viento amontonaba en las carreteras comarcales, donde se extendían campos abiertos por todas partes, por lo que cualquier otra huella también habría desaparecido.

Blaze regresó a la cabaña. Entró. Dentro hacía calor. Al salir de la cama hacía frío, pero en ese momento hacía calor. Eso también era divertido, cómo tu percepción de las cosas podía cambiar. Se quitó el abrigo, las botas y la camisa de franela y se sentó a la mesa; llevaba la camiseta y los pantalones de pana. Encendió la radio y le sorprendió no oír la música rock que George solía escuchar sino aquella animada música country. Loretta Lynn cantaba que tu buena chica iba a volverse mala. George se reiría y diría algo como «De acuerdo, cariño, puedes volverte mala delante de mis narices». Y Blaze también se reiría, pero en el fondo esa canción siempre le hacía sentirse triste. Muchas canciones country lo hacían.

Cuando el café estuvo caliente, se levantó de un salto y sirvió dos tazas. Colmó una de ellas con nata y gritó:

—¡George! ¡Aquí tienes el café! ¡No dejes que se enfríe!

No hubo respuesta.

Bajó la mirada hasta el café con nata. Él siempre bebía el café solo, así que ¿qué iba hacer con esa taza? ¿Qué iba a hacer? Algo le subió por la garganta y a punto estuvo de lanzar la maldita taza de café con nata de George a la otra punta de la habitación, pero no lo hizo. La llevó al fregadero y la vació. A eso se le llamaba controlar el temperamento. Cuando eras un tipo grandote, o hacías eso o te metías en problemas.

Blaze estuvo rondando por la cabaña hasta después del almuerzo. Luego sacó el coche robado del cobertizo y se detuvo junto a la escalera de la cocina el tiempo justo para apearse y lanzar varias bolas de nieve a las matrículas. Eso era muy inteligente. Así sería difícil leerlas.

—Por Dios bendito, ¿qué estás haciendo? —preguntó George desde el interior del cobertizo.

—No importa —dijo Blaze—. De todas formas, solo estás en mi cabeza.

Volvió a meterse en el Ford y fue hasta la carretera.

—Eso no es muy brillante —dijo George. Ahora estaba en el asiento trasero—. Estás conduciendo un coche robado. No has cambiado la pintura, ni las matrículas, ni nada. ¿Adónde vas?

Blaze no dijo nada.

—No irás a Ocoma, ¿verdad?

Blaze no dijo nada.

—Oh, joder, sí, vas a Ocoma —dijo George—. Que me den. ¿No tuviste suficiente con la otra vez?

Blaze no dijo nada. Había enmudecido.

—Escúchame, Blaze. Da la vuelta. Lo has robado, salta a la vista. Está claro. Es una completa locura.

Blaze sabía que tenía razón, pero no regresaría. ¿Por qué George siempre tenía que darle órdenes? Incluso muerto, no podía parar de dar órdenes. Sí, se trataba del plan de George, ese gran golpe con el que sueña cualquier ladrón de poca monta. «Solo nosotros podríamos hacerlo realidad», decía, pero normalmente lo decía cuando estaba borracho o drogado, nunca parecía que creyera realmente en ello.

Habían dedicado la mayor parte de su tiempo a hacer pequeñas estafas, y George casi siempre parecía satisfecho, no importaba lo que decía cuando estaba borracho o fumado. Quizá para George el golpe en Ocoma Heights no fue más que un juego, o lo que llamaba masturbación mental cuando veía a tipos con traje discutiendo sobre política en la televisión. Blaze sabía que George era inteligente. De lo que nunca había estado seguro era de sus agallas.

Pero ahora que él estaba muerto, ¿tenía elección? Blaze no era bueno en solitario. La única vez que intentó llevar a cabo un golpe después de la muerte de George, tuvo que correr como un cabrón para que no lo atraparan. Consiguió el nombre de la señora en la columna de las necrológicas, como George había hecho antes; soltó el mismo rollo que George; mostró los formularios (había una bolsa repleta de ellos en la cabaña, y de los mejores establecimientos); le dijo a la señora lo apenado que se sentía por tener que aparecer en un momento tan triste, pero los negocios eran los negocios y estaba seguro de que ella lo comprendería. Ella dijo que lo comprendía. Le pidió que aguardara en el vestíbulo mientras iba por su billetera. En ningún momento sospechó que había llamado a la policía. Si ella no hubiera regresado apuntándole con un arma, probablemente aún seguiría ahí de pie esperando a que la policía apareciese. Su sentido del tiempo nunca había sido bueno.

Pero ella había regresado con una pistola y le apuntaba. Era una pistola plateada de señora, con pequeños dibujos a los lados y perlas en la culata.

—La policía está en camino —dijo—, pero antes de que llegue, quiero que me expliques algo. Quiero que me digas qué tipo de maleante es capaz de estafar a una mujer cuyo marido aún no se ha enfriado en su tumba.

A Blaze le traía sin cuidado lo que ella quería que le contase. Se volvió y corrió más allá de la puerta y cruzó el porche y bajó la escalera hasta la calle. Una vez que le cogía el ritmo, corría bastante rápido, pero ese día le estaba costando, el pánico le hacía ir mucho más despacio. Si ella hubiera apretado el gatillo, podría haberle metido una bala en la parte de atrás de su cabezota, haberle destrozado una oreja o haber fallado el tiro completamente. Con un arma de cañón tan corto como aquel, era imposible saberlo. Pero no disparó.

Cuando llegó a la cabaña, medio gemía de miedo y tenía el estómago revuelto. No temía ir al calabozo o a la cárcel, ni siquiera temía a la policía —aunque sabía que podrían confundirle con sus preguntas, siempre lo hacían—, lo que le había asustado era la facilidad con que la mujer lo había calado. Como lo más fácil del mundo. A George rara vez lo calaban, y cuando lo hacían, él siempre sabía lo que estaba pasando y se escabullía.

Y ahora esto. No iba a salir impune de todo aquello, lo sabía, y seguía adelante de todos modos. Quizá lo que él quería era regresar. Quizá eso no sería tan mala idea, ahora que George estaba tan desmejorado. Deja que otro haga los planes y proporcione la comida.

Quizá lo que pretendía era que lo atraparan en ese instante, mientras conducía el coche robado por el centro de Ocoma Heights. Dejó a la derecha la casa Gerard.

En el invierno helado de Nueva Inglaterra, parecía un palacio congelado. Ocoma Heights era un barrio aristocrático (eso era lo que decía George), y las casas eran auténticas mansiones. Durante el verano las rodeaban de grandes extensiones de césped, pero ahora solo había gélidos campos de hielo. Estaba siendo un invierno muy duro.

La casa Gerard era la mejor de todas. George la llamaba la Reciente Mierda Robada Americana, pero a Blaze le parecía bonita. George dijo que los Gerard hicieron dinero con el transporte marítimo, la Primera Guerra Mundial los hizo ricos y la Segunda Guerra Mundial los beatificó.

La nieve y el sol reflejaban un fuego helado en las numerosas ventanas. George dijo que debía de haber más de treinta habitaciones. Él había hecho el trabajo preliminar como lector de contadores para la Central Valley Power. Eso fue en septiembre. Blaze conducía la camioneta, en lugar de robarla la habían tomado prestada, pero supuso que si la policía los atrapaba lo denominaría robo. La gente jugaba al croquet en el césped. Había algunas chicas, universitarias o quizá colegialas, muy monas. Blaze las observó y empezó a sentirse cachondo. Cuando George volvió y le ordenó que avanzara, Blaze le habló de esas chicas tan monas que ya habían dejado atrás.

—Las he visto —dijo George—. Se creen mejor que los demás. Piensan que su mierda no apesta.

—Aun así, son guapas.

—¿Y a quién le importa un carajo? —preguntó George de mal humor al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho.

—¿No te ponen cachondo, George?

—¿Unas niñas como esas? Estás de broma. Ahora cállate y conduce.

Ahora, recordando aquello, Blaze sonrió. George era como la zorra que no podía alcanzar las uvas y le decía a todo el mundo que estaban verdes. La señorita Jolison les leyó esa historia en segundo curso.

Formaban una gran familia. Estaban los ancianos señor y señora Gerard; él tenía ochenta años y todavía era capaz de beberse una jarra de whisky al día…, eso era lo que decía George. Después estaban el señor y la señora Gerard de mediana edad. Y luego los jóvenes señor y señora Gerard. El joven señor Gerard se llamaba Joseph Gerard III, y era realmente joven, solo tenía veinticinco años. Su esposa procedía de Armenia. George dijo que era una latina de mierda. Blaze pensaba que solo los italianos podían ser latinos de mierda.

Giró al final de la calle y volvió a pasar por delante de la casa; se preguntó qué se sentiría estando casado con veintidós años. Continuó la marcha, rumbo a casa. Ya había sido suficiente.

Los adultos Gerard tenían otros hijos aparte de Joseph Gerard III, pero esos no importaban. Lo que importaba era el bebé. Joseph Gerard IV. Un gran nombre para un niño tan pequeño. Solo contaba dos meses cuando Blaze y George completaron la lectura del contador de la casa en septiembre. Eso significaba que tenía… mmm…, habían pasado uno, dos, tres, cuatro meses entre septiembre y enero. Tenía seis meses. Y era el único bisnieto del primer Joe.

—Si vas a raptar a alguien, que sea un bebé —dijo George—. Un bebé no puede identificarte, así que puedes salir vivo. Tampoco puede joderte intentando escapar o enviando notas o cualquier otra mierda. Lo único que puede hacer un bebé es estar ahí tumbado. Ni siquiera se dará cuenta de que lo has raptado.

Eso había sido en la cabaña, sentados frente al televisor y bebiendo cerveza.

—¿Cuánto piensas que estarían dispuestos a dar?

—Lo suficiente para no volver a pasar otro día de invierno con el culo helado mientras vendes suscripciones falsas de revistas o falsificas tarjetas Red Cross —dijo George—. ¿Cómo suena eso?

—Pero ¿cuánto pedirías?

—Dos millones —contestó George—. Uno para ti y otro para mí. ¿Para qué ser avariciosos?

—A los avariciosos los atrapan —dijo Blaze.

—A los avariciosos los atrapan —convino George—. Eso es lo que te enseñé. Pero ¿qué puede esperar un trabajador, Blazecito? ¿Qué te he enseñado sobre eso?

—Su salario —dijo Blaze.

—Exacto —contestó George, y dio un sorbo a su cerveza—. Lo que le importa a un trabajador es su jodido salario.

Así que ahí estaba, conduciendo de regreso a la miserable cabaña donde él y George habían vivido desde que arribaron desde el norte, de Boston, en realidad planeando llevar a cabo aquella tarea. Él pensaba que lo atraparían, pero… ¡dos millones de dólares! Podrías ir a cualquier sitio y no volver a pasar frío nunca más. ¿Y si te pillaban? Lo peor que podrían hacerte era encerrarte en una celda para el resto de tu vida.

Y si eso ocurría, nunca más volverías a pasar frío.

Cuando el Ford robado estuvo de nuevo en el cobertizo, se acordó de barrer las huellas. A George eso le alegraría.

Luego cocinó un par de hamburguesas para la comida.

—¿De veras vas a hacerlo? —preguntó George desde la otra habitación.

—¿Bromeas, George?

—No, no estoy tomándote el pelo. Te he hecho una pregunta.

—Voy a intentarlo. ¿Me ayudarás?

George suspiró.

—Supongo que no me queda otro remedio. Ahora tengo que cargar contigo. Pero, Blaze…

—¿Qué, George?

—Pide solo un millón. A los avariciosos los atrapan.

—Vale, solo un millón. ¿Quieres una hamburguesa?

No hubo respuesta. George estaba muerto otra vez.

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