Blaze

Blaze


Capítulo 9

Página 13 de 32

9

Cuando Clayton Blaisdell, Jr., llegó a Hetton House, tenían una directora. No recordaba su nombre, solo su pelo gris y sus grandes ojos sin brillo detrás de sus gafas, y que les leía la Biblia y terminaba cada Asamblea Matinal diciendo: «Sean buenos, chicos, y prosperarán». Y entonces, un día, tuvo una apoplejía y ya nunca más volvió a su despacho. Al principio Blaze pensaba que lo que la directora tenía era una cigüeña[17], pero finalmente lo comprendió: apoplejía. Era como un dolor de cabeza que nunca se calmaba. Su sustituto fue Martin Coslaw. Blaze nunca olvidó su nombre, y no solo porque todos los niños le llamaban La Ley. Blaze nunca se olvidó de él porque La Ley le enseñó aritmética.

La aritmética se impartía en el aula 7 de la tercera planta, donde en invierno hacía el frío suficiente para que se le helaran los huevos a un mono de latón. En las paredes había retratos de George Washington, Abraham Lincoln y la hermana Mary Hetton. La hermana Hetton tenía la tez pálida y llevaba el negro cabello recogido y ovillado en una especie de pomo de puerta en la parte de atrás de la cabeza. Tenía unos ojos oscuros que a veces, cuando las luces se habían apagado, volvían para acusar a Blaze de ciertas cosas. La mayoría de las veces de ser un bobo. Probablemente demasiado bobo para llegar al instituto, tal como La Ley decía.

El aula 7 era de color oro viejo y siempre olía a suelo recién abrillantado, un olor que adormecía a Blaze incluso cuando caminaba la mar de despierto. Nueve globos colgantes proporcionaban una tenue y triste luz durante los días lluviosos. Había una vieja pizarra, y encima había carteles de color verde con el alfabeto según el método Palmer (letras mayúsculas y minúsculas). Después del alfabeto venían los números, desde el cero hasta el nueve, tan bonitos que uno se sentía estúpido y más torpe solo con mirarlos. Los pupitres estaban grabados con lemas e iniciales entrelazadas, la mayoría reducidas a fantasmas por los continuos lijados y barnizados, pero nunca desaparecían del todo. Estaban anclados al suelo con tornillos de acero. En cada pupitre había un tintero. Los tinteros estaban llenos de tinta Cárter. Si derramabas tinta, te castigaban a la lavandería. Si dejabas marcas negras de pisadas en el suelo amarillo, te castigaban. Si hacías el idiota en clase (lo que llamaban Mala Conducta) te castigaban. Había otros motivos para que te castigaran; Martin Coslaw creía en los castigos y en El Azote. El Azote de La Ley era más temido en Hetton House que cualquier otra cosa, más incluso que el coco que se esconde debajo de la cama de los niños pequeños. El Azote era una paleta de abedul muy fina. La Ley le había hecho cuatro agujeros para evitar la resistencia del aire. Jugaba a los bolos en un equipo llamado The Falmouth Rockers, y a veces los viernes llevaba la camisa del equipo a la escuela. Era azul oscuro y tenía su nombre (Martin) bordado en oro sobre el bolsillo de la pechera. A Blaze esas letras le parecían casi (pero no del todo) como el método Palmer. La Ley decía que, en los bolos y en la vida, si una persona se entrenaba, los strikes cuidaban de ella. Él tenía mucha fuerza en el brazo derecho por haber lanzado todos esos strikes y haberse entrenado tanto, y cuando castigaba a alguien con El Azote, dolía mucho. Se había acostumbrado a apretar la lengua entre los dientes mientras golpeaba con El Azote a un chico, especialmente a los de Mala Conducta. A veces mordía con tanta fuerza que sangraba, esa era la razón por la que un chico en Hetton House le llamaba Drácula además de La Ley, pero luego ese muchacho desapareció y no volvieron a verlo. Decían que alguien desaparecía cuando lo instalaban con una familia y se quedaba con ella, quizá incluso lo adoptaban.

Todos los muchachos de Hetton House odiaban y temían a Martin Coslaw, pero ninguno lo odiaba y temía más que Blaze. Blaze era muy malo en aritmética. Había llegado a pillar lo de sumar dos manzanas más tres manzanas, pero solo con un esfuerzo enorme; un cuarto de manzana más media manzana quedaba lejos de sus posibilidades. Por lo que él sabía, a las manzanas solo se les podían dar mordiscos.

Fue durante una clase de aritmética básica cuando Blaze realizó su primera estafa, ayudado por su amigo John Cheltzman. John era feo, escuálido, larguirucho y rebosaba odio, aunque raramente lo exteriorizaba. La mayor parte de ese odio lo escondía tras sus gruesas gafas reparadas con cinta adhesiva y su estúpido yak yak yak de granjero que habitualmente era su risa. Era el blanco de los chicos mayores y más fuertes que él. Le golpeaban a base de bien. Le restregaban la cara en la tierra (primavera y otoño) o en la nieve (invierno). Su camiseta a menudo acababa destrozada. Difícilmente escapaba de las duchas comunitarias sin que le azotaran el culo con toallas mojadas. Sin embargo, él siempre se sacudía la tierra o la nieve, se colocaba de nuevo la desgarrada camiseta, o soltaba su yak yak yak mientras se frotaba las nalgas enrojecidas, y rara vez mostraba su odio. Ni su inteligencia. Era bueno en clase —bastante bueno, eso no podía evitarlo—, pero una calificación superior a un notable era algo extraño en él y no bien recibido. En Hetton House, los sobresalientes eran para los capullos. Por no mencionar las patadas en el culo.

Por aquel entonces, Blaze ya había crecido mucho. No del todo, solo tenía once o doce años, pero estaba en ello. Era tan grande como alguno de los chicos mayores, aunque nunca se sumaba a las peleas en el patio de juegos ni a los toallazos. Un día, mientras Blaze estaba de pie al lado de la valla al final del patio de juegos, sin hacer nada más que observar a los cuervos posarse en los árboles y alzar el vuelo de nuevo, John Cheltzman se le acercó. Le ofreció un trato.

—Este semestre volverás a tener a La Ley en matemáticas —comentó John—. Las fracciones continúan.

—Odio las fracciones —dijo Blaze.

—Te haré los deberes si consigues que esos estúpidos no me molesten nunca más. Te haré bien los ejercicios para que puedas apañártelas, pero no tan bien como para que él sospeche y te pille. Después no tendrás que quedarte de pie.

Quedarse de pie era malo, aunque no tanto como que te castigaran. Tenías que quedarte de pie en el rincón del aula 7, de cara a la pared y sin poder mirar el reloj.

Blaze consideró la idea de John Cheltzman, luego negó con la cabeza.

—Se dará cuenta. Me llamará para que recite la lección y entonces se dará cuenta.

—Pasea la vista por el aula como si estuvieras pensando —dijo John—: Yo cuidaré de ti.

Y John así lo hizo. Le escribía las respuestas de los ejercicios y Blaze las copiaba con sus propios números, intentando que se parecieran a los números del método Palmer escritos sobre la pizarra, pero nunca se parecían. A veces La Ley lo llamaba para recitar la lección, y entonces Blaze se levantaba y miraba a todas partes salvo hacia Martin Coslaw, y eso era perfecto, porque así era como todos los chicos se comportaban cuando les tocaba a ellos. Mientras miraba alrededor, echaba un vistazo a Johnny Cheltzman, que, cubriéndose con la tapa del pupitre, le mostraba un número variable de dedos. Si el número que quería La Ley era diez u otro menor, la cantidad de dedos que le mostrara sería la respuesta. Si se trataba de una fracción, John cerraba las manos. Luego las abría. La mano izquierda era el numerador. La mano derecha, el denominador. Si el denominador era mayor que cinco, Johnny volvía a mostrar los puños cerrados y luego empleaba ambas manos. Blaze no tenía problemas con todas esas señales, aunque a algunos les habrían parecido más complejas que las fracciones en sí mismas.

—¿Y bien, Clayton? —decía La Ley—. Estamos esperando.

Y Blaze respondía:

—Un sexto.

No siempre tenía que responder de forma correcta.

Cuando se lo contó a George, este asintió con aprobación.

—Una pequeña estafa muy bonita. ¿Cuándo se vino abajo?

Se vino abajo tres semanas después de comenzar el semestre, y cuando Blaze pensó en ello —cuando pudo pensar en ello, le llevó bastante tiempo y resultó una ardua tarea— se dio cuenta de que La Ley debía de sospechar de la sorprendente mejoría de Blaze en matemáticas desde hacía tiempo. Le había dado cuerda, toda la cuerda que Blaze necesitaba para ahorcarse por sí solo.

Hubo un examen sorpresa. Blaze suspendió con un Cero. Eso fue porque el examen era todo de fracciones. La prueba había tenido realmente un único propósito: atrapar a Clayton Blaisdell, Jr. Debajo del Cero había una nota garabateada en brillantes letras rojas. Blaze no consiguió descifrarla, así que se la pasó a John.

John la leyó. Al principio permaneció callado, pero luego le dijo a Blaze:

—Esta nota dice: «John Cheltzman recibirá unos azotes».

—¿Qué? ¿Cómo?

—Dice: «Pase por mi despacho a las cuatro».

—¿Por qué?

—Porque nos olvidamos de los exámenes —dijo John. Luego añadió—: No, tú no te olvidaste. Me olvidé yo. Porque lo único en lo que podía pensar era en que esos peludos Brutus dejaran de golpearme. Y ahora tú me pegarás y luego La Ley me castigará y entonces los Brutus empezarán de nuevo a golpearme. Jesucristo, ojalá estuviera muerto.

Y su mirada parecía que de verdad lo deseaba.

—Yo no voy a pegarte.

—¿No? —John lo miró con los ojos de alguien que quiere creer pero no lo consigue.

—Tú no podías hacer el examen por mí, ¿verdad?

El despacho de Martin Coslaw era una gran habitación con una placa en la puerta en la que se leía director. Dentro había una pequeña pizarra, frente a la ventana, la cual se asomaba al miserable patio de juegos de Hetton House. La pizarra estaba cubierta de tiza y de las fatídicas fracciones de Blaze. Coslaw estaba sentado detrás de su escritorio cuando Blaze entró. Fruncía el ceño hacia el vacío. Blaze le dio un motivo más para arrugar el entrecejo.

—Llame —dijo.

—¿Eh?

—Dé la vuelta y llame a la puerta —dijo La Ley.

—Oh. —Blaze se volvió, salió de la habitación, llamó y volvió a entrar.

—Se lo agradezco.

—Claro.

Coslaw miró con desaprobación a Blaze. Agarró un lápiz y comenzó a tamborilear sobre el escritorio. Era un lápiz de color rojo, para las calificaciones.

—Clayton Blaisdell, Jr. —dijo. Recapacitó—. Un nombre muy largo para tan poco intelecto.

—Los otros niños me llaman…

—No me importa cómo le llamen los otros niños; un niño es un cabrito, y cabrito es un término de argot aceptado por los idiotas, no me importa ni el término ni los que lo emplean. Yo soy profesor de aritmética, mi tarea consiste en preparar a jóvenes como usted (si es que se les puede preparar) para el ingreso en el instituto y en enseñarles también la diferencia entre el bien y el mal. Si mis responsabilidades se limitaran a enseñarles aritmética (y a veces deseo que así fuera, muy a menudo deseo que así fuera), no tendría que hacerlo, pero también soy el director, y por eso debo enseñarles la confrontación entre el bien y el mal, quod erat demonstrandum. ¿Sabe qué significa quod erat demonstrandum, señor Blaisdell?

—No —respondió Blaze. Su corazón se estaba hundiendo y podía sentir el agua asomándose a sus ojos. Era grande para su edad, pero en ese momento se sentía muy pequeño. Cada vez más pequeño. Saber que así era como La Ley quería que se sintiese no cambiaba las cosas.

—No, y nunca lo sabrá, porque incluso aunque llegue al segundo curso del instituto (cosa que dudo) nunca conseguirá estar más cerca de la geometría de lo que ahora lo está de la fuente del final del pasillo. —La Ley enroscó los dedos y se balanceó en su sillón. La camisa de su equipo de bolos pendía del respaldo y se meció con él—. Significa «lo que se quería demostrar», señor Blaisdell, y lo que yo quería demostrar con mi pequeño examen es que usted es un tramposo. Un tramposo es una persona que no conoce la diferencia entre el bien y el mal. QED, quod erat demonstrandum. Por consiguiente, habrá castigo.

Blaze clavó los ojos en el suelo. Oyó un cajón que se abría. Algo se removió dentro y el cajón volvió a cerrarse. No tuvo que alzar la mirada para saber lo que La Ley tenía en la mano.

—Aborrezco a los tramposos —dijo Coslaw—, pero sé de su discapacidad mental, señor Blaisdell, por lo tanto deduzco que hay alguien peor que usted en esta pequeña trama. Alguien que puso la idea en su espesa cabeza y ha actuado como cómplice. ¿Me sigue?

—No —respondió Blaze.

Coslaw deslizó un poco la lengua hacia delante y la mordió firmemente. Agarró El Azote con igual o mayor firmeza.

—¿Quién le hacía los ejercicios?

Blaze no respondió. No había que chivarse. Todos los libros de cómics, los programas de televisión y las películas decían lo mismo. No había que chivarse. Y menos de tu único amigo. Había algo más. Algo que luchaba por salir a la luz.

—No debería castigarme —dijo al fin.

—¿Cómo? —Coslaw parecía sorprendido—. ¿Eso cree? ¿Y por qué motivo, señor Blaisdell? Acláremelo. Estoy fascinado.

Blaze no conocía esas grandes palabras, pero conocía aquella mirada. La había visto toda su vida.

—Usted no se ha preocupado por enseñarme. Solo quiere que me sienta inferior, y hacer daño a aquel que intente detenerle. Eso está mal. No debería castigarme cuando es usted el que actúa mal.

La Ley ya no parecía sorprendido. Parecía un loco; tanto que una vena le palpitaba en el centro de la frente.

—¿Quién te ha hecho los ejercicios?

Blaze no dijo nada.

—¿Cómo podías responder en clase? ¿Cómo lo hacías?

Blaze no dijo nada.

—¿Ha sido Cheltzman? Creo que ha sido Cheltzman.

Blaze no dijo nada. Sus puños, apretados, temblaban. Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero no pensaba que esas lágrimas pudieran hacerle inferior.

Coslaw dibujó un arco con El Azote y golpeó con fuerza el brazo de Blaze. Sonó como el disparo de una pistola pequeña. Era la primera vez que le pegaban en un lugar que no fuera el trasero, aunque algunas veces, cuando era pequeño, le habían retorcido la oreja (y una o dos veces la nariz).

—¡Contéstame, alce sin cerebro!

—¡Que te jodan! —gritó Blaze, la cosa impronunciable por fin tenía el camino despejado—: ¡Que te jodan, que te jodan!

—Ven aquí —dijo La Ley. Sus ojos eran enormes, parecían salirse de sus órbitas. La mano que agarraba El Azote se había vuelto blanca—. Ven aquí, saco de basura.

Blaze se acercó; después de todo, solo era un niño, y la cosa impronunciable había expulsado toda la rabia de su interior.

Cuando salió del despacho de La Ley veinte minutos más tarde, con la respiración silbando entrecortada en su garganta y con la nariz sangrando (pero con los ojos secos y la boca cerrada), se convirtió en la leyenda de Hetton House.

Y ahí terminó con la aritmética. Durante octubre y la mayor parte de noviembre cambió el aula 7 por la sala de estudios 19. Aquello fue bueno para Blaze. Sucedió dos semanas antes de que lograse apoyar la espalda con comodidad, y eso también fue bueno.

Un día a finales de noviembre, volvieron a convocarlo al despacho del director Coslaw. Un hombre y una mujer de mediana edad estaban sentados delante de la pizarra. A Blaze le pareció que estaban secos. Como si el viento otoñal pudiera arrastrarlos cual hojas.

La Ley estaba sentado detrás de su escritorio. La camisa de su equipo de bolos no se veía por ninguna parte. Hacía frío en la habitación porque habían abierto la ventana para que entrara el brillante y fino sol de noviembre. Además de ser un hueso duro de roer en los bolos, La Ley era amigo del aire fresco, y a la pareja visitante no parecía importarle. El hombre seco llevaba un traje chaqueta gris con hombreras y una corbata bien anudada. La mujer seca llevaba un abrigo de tela escocesa y una blusa blanca. Ambos tenían manos fuertes y surcadas de venas. Las de él eran callosas; las de ella, agrietadas y coloradas.

—Señor y señora Bowie, este es el muchacho del que les hablé. Quítese el sombrero, joven Blaisdell.

Blaisdell se quitó su gorra de los Red Sox.

El señor Bowie lo observó con ojo crítico.

—Es bastante grande. ¿Dice usted que solo tiene once años?

—Doce el mes que viene. Les será de gran ayuda en su domicilio.

—No tiene nada raro, ¿verdad? —preguntó la señora Bowie. Tenía una voz alta y aguda; cosa extraña proviniendo de aquel pecho de mamut que se erguía bajo el abrigo escocés como una ola encrespada en Higgins Beach—. ¿Ni tuberculosis ni nada?

—Ha pasado la revisión médica —dijo Coslaw—. Todos nuestros chicos pasan una revisión regularmente. Exigencias del estado.

—¿Puede cortar leña? Eso es lo que quiero saber —dijo el señor Bowie. Tenía el rostro delgado y ojeroso, el rostro de un predicador de televisión fracasado.

—Estoy seguro de que sí —respondió Coslaw—. Estoy seguro de que está capacitado para el trabajo duro. Trabajo duro físico, quiero decir. En aritmética es malo.

La señora Bowie sonrió sin mostrar ni un solo diente.

—Yo sé hacer las cuentas. —Se volvió a su marido—. ¿Hubert?

Después de considerarlo, Bowie asintió.

—Ajá.

—Joven Blaisdell, por favor, salga fuera —dijo La Ley—. Hablaré con usted más tarde.

Y de ese modo, sin que dijera una sola palabra, Blaze se convirtió en un miembro de los Bowie.

—No quiero que te vayas —dijo John. Sentado en un catre, junto al de Blaze, le observaba cargar una mochila con sus escasas pertenencias. La mayor parte, también la mochila, se la había provisto Hetton House.

—Lo siento —dijo Blaze, pero no lo sentía, no del todo; lo que él deseaba era que Johnny pudiera acompañarle.

—Empezarán a pegarme en cuanto llegues a la carretera. Todos.

Los ojos de John se movieron rápido de un lado a otro en sus cuencas; luego se apretó un grano en un lado de la nariz.

—No, no lo harán.

—Lo harán y lo sabes.

Blaze lo sabía. Y también sabía que no podía hacer nada.

—Tengo que ir. Soy un menor. —Sonrió a John—. «Miner, forty-niner, dreadful sorry, Clementine»[18].

Para tratarse de Blaze, aquello era digno de Juvenal, aunque John ni siquiera esbozó una sonrisa. Se acercó y aferró con fuerza el brazo de Blaze, como si quisiera guardar su textura en su memoria para siempre.

—No volverás nunca.

Pero Blaze sí regresó.

Los Bowie fueron a recogerlo en una vieja ranchera Ford pintada unos años antes con grotescos brochazos blancos. Había sitio para los tres en la cabina, pero Blaze se instaló en la parte de atrás. No le importó. HH se desvaneció en la distancia y luego desapareció, y eso le llenó de alegría.

Vivían en una enorme granja destartalada en Cumberland, limitando con Falmouth por un lado y con Yarmouth por el otro. Un camino sin pavimentar llevaba a la casa, cubierta por mil capas de polvo. Aún no la habían pintado. En el frente, un cartel rezaba los collies de los bowie. A la izquierda de la casa había una enorme perrera en la que veintiocho Collies corrían y ladraban constantemente. Algunos tenían sarna. El pelaje se había desprendido en grandes parches, mostrando la tierna piel rosada a los últimos insectos de la temporada. A la derecha de la casa se extendían campos de hierbajos. En la parte trasera había un enorme y viejo granero donde los Bowie tenían las vacas. La casa se alzaba en una extensión de cuarenta acres. La mayoría estaban dedicados al heno, pero había también siete acres de arbustos y troncos.

Cuando llegaron, Blaze saltó de la ranchera con la mochila en la mano.

Bowie se la quitó.

—Yo te llevaré esto. Lo que tú quieres es cortar leña.

Blaze lo miró y parpadeó.

Bowie señaló hacia el granero. Una serie de cobertizos zigzagueantes lo unían con la casa formando algo casi parecido a un porche. Había un montón de troncos apilados contra una de las paredes del granero. Algunos eran de arce, otros de pino; la savia se había coagulado en ampollas sobre la corteza. Enfrente de los maderos había un viejo tocón con un hacha clavada.

—Lo que tú quieres es cortar leña —repitió Hubert Bowie.

—Ah —dijo Blaze. Era la primera palabra que les decía.

Los Bowie observaron cómo se inclinaba sobre el tocón y liberaba el hacha. La miró y se quedó parado en medio del polvo acumulado junto al tocón. Los perros corrían y ladraban incesantemente. Los collies más pequeños eran los más ruidosos.

—¿Y bien? —preguntó Bowie.

—Señor, nunca he cortado leña.

Bowie dejó caer la mochila en la tierra. Se acercó y colocó un madero de arce sobre el tocón. Se escupió en la palma de una mano, la frotó con la otra y agarró el hacha. Blaze observaba con atención. Bowie bajó la hoja. El madero se partió en dos.

—Así —dijo—. Ahora es leña para la estufa. —Le entregó el hacha—. Ahora tú.

Blaze se puso el hacha entre las piernas, luego escupió en la palma de una mano y la frotó con la otra. Cuando iba a echar mano al hacha, recordó que no había puesto ningún madero sobre el tocón. Colocó uno, alzó el hacha y la bajó. El madero se partió en dos trozos casi idénticos a los de Bowie. Blaze estaba encantado. Un instante después estaba tirado en la tierra, el oído derecho le silbaba debido al golpe que Bowie le había asestado con el reverso de una de sus secas y curtidas manos.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Blaze, mirándole.

—Por no saber cortar leña —dijo Bowie—. Y antes de que digas que tú no tienes la culpa, muchacho, te diré que yo tampoco. Ahora lo que quieres es cortar leña.

Su habitación era un diminuto anexo en el tercer piso de la laberíntica granja. Dentro había una cama y un buró, nada más. Tenía una ventana. Todo lo que se veía a través de ella parecía ondulado y distorsionado. Por la noche hacía frío, y mucho más por la mañana. A Blaze no le preocupaba el frío, le preocupaban los Bowie. Cada vez le preocupaban más y más. La preocupación se convirtió en disgusto y el disgusto finalmente dejó paso al odio. El odio que crecía paulatinamente. Para él era el único camino. El odio creció a su propio ritmo hasta completarse, y al final brotaron flores rojas. Era el tipo de odio que una persona inteligente no llegaba a conocer jamás. Se formaba a sí mismo, sin que la reflexión lo adulterara.

Durante aquel otoño y el invierno cortó gran cantidad de leña. Bowie intentó enseñarle a ordeñar, pero Blaze no lograba aprender. Poseía lo que Bowie llamaba unas manos difíciles. Las vacas se asustaban a pesar de la delicadeza con la que él intentaba colocar sus dedos alrededor de las tetas de las ubres. Entonces el nerviosismo se apoderaba de él y cerraba el circuito. El flujo de leche se reducía a un hilillo, luego cesaba. Bowie nunca le retorció la oreja ni le golpeó en la cabeza por aquello. No tenía maquinaria para ordeñar, ni siquiera creía en ella, decía que las máquinas DeLavals consumían el brío de las vacas, pero admitía que para ordeñar a mano se necesitaba talento. Así pues, no podías castigar a alguien por no tener esa habilidad, lo mismo que no podías castigar a alguien que no era capaz de escribir lo que él llamaba poezía.

—Sin embargo puedes cortar leña —dijo sin sonreír—. Para eso sí tienes talento.

Blaze la cortaba y acarreaba, rellenaba el arcón de la cocina cuatro o cinco veces al día. Tenían una estufa de aceite, pero Hubert Bowie se negaba a encenderla hasta febrero, porque el Número Dos era muy caro. Blaze también barría los treinta metros del camino de la entrada una vez que la nieve dejaba de caer, empacaba el heno, limpiaba el granero, y arrancaba las malas hierbas del jardín de la señora Bowie.

Los fines de semana se levantaba a las cinco para alimentar a las vacas (a las cuatro si había nevado) y tenía que estar desayunado antes de que el autobús SAD 106 amarillo apareciera para llevarle al colegio. Los Bowie habrían suprimido el colegio si hubieran podido, pero no podían.

En Hetton House, Blaze había oído tantas historias buenas como malas sobre el «colegio de fuera». Los chicos mayores que iban a Freeport High relataban la mayoría de las malas. No obstante, Blaze era todavía demasiado joven para eso. Él asistió al Distrito A de Cumberland durante el tiempo que permaneció con los Bowie, y le gustó. Sus profesores le gustaban. Le encantaba memorizar poemas, levantarse en clase y recitarlos: «Sobre el puente rústico que arqueaba la corriente…». Recitaba esos poemas con su chaqueta de cazador roja y negra (que nunca se quitaba, para no olvidarla en los simulacros de incendios), sus pantalones de franela y sus zapatillas verdes. Medía un metro sesenta, convirtiendo en enanos a todos sus compañeros de sexto curso, y su estatura estaba coronada por su expresión sonriente y su frente hundida. Nadie se rio jamás cuando Blaze recitaba poesía.

Aunque era un chico del estado, tenía un montón de amigos, porque no era discutidor ni intimidante. Tampoco era hosco. En el patio de juegos era el oso de todos. A veces se paseaba cargando sobre los hombros a tres niños de primer curso. Nunca se aprovechó de su estatura. Podían abordarlo cinco, seis, siete jugadores a la vez, empujando, empujando, habitualmente riendo, y él alzaba su frente hundida hacia el cielo y se erigía como un edificio ante los inevitables aplausos de los demás. Un día que le tocaba guardia en el patio, la señora Waslewski, católica practicante, vio cómo llevaba en los hombros a algunos niños de primer curso y comenzó a llamarle San Francis de la Gente Menuda.

La señora Cheney fue su profesora en lectura, escritura e historia. Enseguida comprendió que las matemáticas (que él siempre llamaba aritmética) eran para Blaze una causa perdida. La única vez que lo puso a prueba con tarjetas didácticas, él palideció y ella creyó que el muchacho había estado a punto de desmayarse.

Blaze era lento pero no retrasado. En diciembre ya había pasado de las aventuras de Dick y Jane de primer curso a las historias de Caminos a todas partes, la lectura del tercer curso. La señora Cheney le dio una pila de cómics clásicos que tenía encuadernados en tapas duras y una nota en la que indicaba a los Bowie que eran sus deberes para después de clase. Su favorito, por supuesto, fue Oliver Twist, lo leyó una vez y otra hasta que se aprendió todas las palabras.

Así fueron las cosas hasta enero, y así podían haber sido hasta la siguiente primavera si no hubieran pasado dos cosas inoportunas. Blaze mató a un perro y se enamoró.

Odiaba a los collies, pero una de sus tareas consistía en alimentarlos. Eran de pura raza, pero la paupérrima dieta y su enjaulamiento en la perrera los había vuelto feos y neuróticos. Casi todos eran cobardes y se encrespaban si los tocabas. A veces se abalanzaban, gruñendo y ladrando, pero enseguida se alejaban y regresaban desde otro ángulo. A menudo se acercaban sigilosamente por detrás. Entonces podían morderte en la pantorrilla o en las nalgas y escabullirse. El clamor a la hora de la comida era infernal. Se oía más allá de la propiedad de Hubert Bowie. La señora Bowie era la única a la que los perros obedecían. Ella los adulaba con su voz vibrante. Cuando estaba con los perros, siempre llevaba puesta su chaqueta roja, cubierta de pelos de color marrón claro.

Los Bowie vendían pocos animales de crianza, pero en primavera los perros proporcionaban doscientos dólares cada uno. La señora Bowie explicó a Blaze la importancia de alimentar bien a los animales, de alimentarlos con lo que ella llamaba «una buena mezcla». Pero ella nunca les daba de comer, y lo que Blaze ponía en los comederos era una comida barata, llamada Dignidad de Perro, de una tienda de alimentación de Falmouth. Hubert Bowie a veces la llamaba Bazofia Barata y otras veces Pedos de Perro. Pero jamás cuando su esposa estaba cerca.

Los perros sabían que a Blaze no le gustaban, que les tenía miedo, y cada día se mostraban más agresivos con él. Cuando el clima llegó a ser realmente frío, se acercaban tanto en sus embestidas que incluso llegaban a morderle de frente. Por la noche a veces se despertaba en medio de una pesadilla en la que la jauría lo había derribado y empezaba a comérselo vivo. Tras esos sueños, permanecía tendido en la cama, exhalando frías bocanadas de vapor en la oscuridad e intentando convencerse a sí mismo de que aún estaba entero. Sabía que lo estaba, conocía la diferencia entre los sueños y la realidad, pero en la oscuridad esa diferencia parecía muy tenue.

En muchas ocasiones, los golpes y mordiscos conseguían que a Blaze se le cayera la comida. Entonces tenía que recogerla como podía de la nieve compacta y manchada de orina mientras los perros gruñían y arremetían a su alrededor.

Paulatinamente, uno de ellos se convirtió en el líder de la guerra no declarada contra Blaze. Se llamaba Randy. Tenía once años y un ojo lechoso. A Blaze lo aterrorizaba. Sus dientes parecían colmillos oxidados. En el centro de la cabeza tenía una línea blanca. Se acercaba a Blaze con decisión, de frente, sus ancas palpitaban bajo el astroso pelaje. El ojo bueno de Randy parecía arder mientras que el malo permanecía indiferente a todo, como una lámpara averiada. Sus garras arrancaban pequeños terrones amarillentos de nieve apelmazada del suelo de la perrera. Aceleraba hasta un punto en que parecía imposible que pudiese hacer otra cosa que no fuera lanzarse al vuelo hacia la garganta de Blaze. Entonces los otros perros entraban en una especie de frenesí, se revolvían, gruñían y saltaban. En el último segundo, las garras de Randy se clavaban con fuerza en el suelo, salpicando nieve sobre los pantalones verdes de Blaze, luego se alejaba dibujando un amplio círculo, y repetía la maniobra. Pero cada vez tardaba más en detenerse, se acercaba tanto que Blaze podía percibir su hedor e incluso su aliento.

Una noche, hacia finales de enero, supo que el perro no se detendría en el último instante. No sabía por qué esa vez iba a ser diferente, pero así fue. Randy se lo hizo saber. Se le echaría encima. Y cuando lo hiciese, los otros perros lo imitarían rápidamente. Lo siguiente sería como en sus pesadillas.

El perro se acercaba, corría cada vez más y más rápido, silencioso. Esta vez no se detendría. No derraparía ni se desviaría. Sus cuartos traseros se tensaron, luego tomaron impulso. Un segundo después estaba en el aire.

Blaze llevaba dos cubos de acero llenos de Dignidad de Perro. Cuando vio lo que Randy pretendía, todo su miedo le abandonó. Dejó caer los cubos en el mismo momento en que Randy se abalanzaba. Blaze llevaba guantes de cuero con agujeros en los dedos. Golpeó al perro en el aire con el puño derecho, debajo de la zona inferior de la mandíbula. La sacudida le recorrió el brazo hasta el hombro. La mano se le entumeció completamente. Sonó un breve y duro crujido. Randy dibujó un giro perfecto de ciento ochenta grados en el gélido aire y aterrizó sobre el lomo con un golpe seco.

Blaze se percató de que los otros perros habían permanecido en silencio solo cuando empezaron a ladrar de nuevo. Recogió los cubos, se acercó al comedero y vertió la comida en él. Antes, los perros siempre acudían en tropel, mordisqueaban el aire, ladraban y gruñían para conseguir las mejores posiciones, antes incluso de que hubiera añadido agua. En cuanto a eso no podía hacer nada; era inútil. Ahora, cuando uno de los collies más pequeños corrió hacia el comedero, con sus estúpidos ojos brillantes y su estúpida lengua colgando a un lado de su estúpida boca, Blaze lo agarró con sus manos enguantadas y lo echó a un lado con tanta fuerza que sus patas perdieron el equilibrio y cayó de bruces. Los otros perros retrocedieron.

Blaze añadió dos baldes de agua del grifo.

—Vamos —dijo—. Está fresca. Acercaos y comed.

Volvió para echarle un vistazo a Randy mientras los otros perros corrían hacia el comedero.

Las pulgas estaban ya abandonando el cuerpo cada vez más frío de Randy para morir en la nieve cubierta de pis. El ojo bueno parecía casi tan vacío como el malo. Eso despertó en Blaze un sentimiento de culpa y tristeza. Tal vez el perro solo jugaba. Tal vez solo intentaba asustarlo.

Y se había asustado. Por supuesto que sí, qué demonios.

Regresó a la casa con los cubos vacíos, cabizbajo. La señora Bowie estaba en la cocina. Había colocado el tapón en el fregadero y estaba lavando las cortinas. Mientras trabajaba cantaba un himno con su voz aguda.

—¡Eh, no me pises el suelo! —gritó.

Era su suelo, pero era Blaze el que lo limpiaba. De rodillas. El malhumor despertó en su pecho.

—Randy está muerto. Se me echó encima. Le golpeé. Lo he matado.

Ella sacó las manos del agua jabonosa y gritó:

—¿Randy? ¡Randy! ¡Randy!

Describió un círculo sobre sí misma, cogió el suéter de la percha cercana a la estufa y fue hacia la puerta.

—¡Hubert! —Llamó a su marido—. ¡Hubert, oh, Hubert! ¡Qué niño más malo!

Y luego, como si aún estuviera cantando:

—OooooooOOOOOO.

Apartó a Blaze de su camino y salió. El señor Bowie apareció por una de las puertas del cobertizo. Su simple rostro estaba lleno de sorpresa. Dio una zancada hacia Blaze y lo agarró del hombro.

—¿Qué ha pasado?

—Randy está muerto —dijo Blaze, impasible—. Saltó sobre mí y yo lo aparté.

—Espera aquí —dijo Hubert Bowie, y se fue tras su esposa.

Blaze se quitó la chaqueta roja y negra y se sentó en un taburete del rincón.

La nieve de sus botas se derritió y formó un charco en el suelo. No le importó. El calor de la leña palpitaba en su rostro. Él la había cortado. No le importaba.

Bowie tuvo que guiar a su esposa de vuelta a casa, se había cubierto la cara con el delantal y lloraba sonoramente. El elevado tono de su voz recordaba el ruido de una máquina de coser.

—Vete al cobertizo —le dijo Bowie.

Blaze abrió la puerta. Bowie lo ayudó a salir con la punta de su bota. Blaze perdió paso en los dos escalones y se cayó en el porche, se levantó y entró en el cobertizo. Dentro había muchas herramientas: hachas, martillos, un torno, una lijadora, pulidoras, una cortadora y otras cosas que no sabía cómo se llamaban. También había piezas de automóviles y cajas con revistas viejas. Y una pala de aluminio muy ancha para la nieve. Su pala. Blaze la miró, y algo en la pala completó el odio que sentía por los Bowie. Ellos recibían ciento sesenta dólares al mes por mantenerle y él les hacía sus tareas. Comía mal. La comida era mejor en HH. No era justo.

Hubert Bowie abrió la puerta del cobertizo y entró.

—Voy a darte unos azotes —dijo.

—Ese perro se me echó encima. Directo a la garganta.

—No digas nada más, solo conseguirás que las cosas se pongan peor para ti.

Cada primavera, Bowie apareaba una de sus vacas con Freddy, uno de los toros de Franklin Marstellar. En una de las paredes del cobertizo había un cabestro que él llamaba «el ronzal del amor» y un bozal. Bowie asió los ganchos y enlazó ambos extremos; el cuero quedó muy tenso.

—Inclínate sobre esa mesa de trabajo.

—Randy se lanzó a mi garganta. Le estoy diciendo que era él o yo.

—Inclínate sobre esa mesa de trabajo.

Blaze vaciló, pero no pensó. Pensar era un proceso demasiado largo para él. En cambio, consultó los entresijos de su instinto.

Todavía no era el momento oportuno.

Se inclinó sobre la mesa de trabajo. El castigo fue largo y doloroso, pero no lloró. Lo hizo más tarde, en su habitación.

La chica de la que se enamoró se llamaba Marjorie Thurlow y asistía al séptimo curso en la Escuela de Cumberland. Era rubia, de ojos azules y pecho plano. Su dulce sonrisa le arqueaba los párpados hacia arriba. En el patio de juegos, Blaze la seguía con la mirada. Sentía un vacío en el fondo del estómago, pero de un modo que era bueno. Se imaginaba llevándole los libros y protegiéndola de los malvados. Cuando pensaba eso siempre se ruborizaba.

Un día, poco después del incidente de Randy y los azotes, el Servicio de Salud se presentó en el colegio para poner vacunas. La semana anterior habían repartido formularios a los niños; aquellos padres que quisieran vacunar a sus hijos tenían que firmarlos. Ahora, los niños con los formularios firmados guardaban cola en una nerviosa fila hacia los baños. Blaze era uno de ellos. Bowie había llamado a George Henderson, de la administración del colegio, para preguntarle si las vacunas costaban dinero. Como eran gratuitas, Bowie firmó.

Margie Thurlow también estaba en la fila. Parecía muy pálida. Blaze se sentía mal por ella. Le hubiera gustado poder retroceder y cogerle de la mano. Se ruborizó. Inclinó la cabeza y avanzó arrastrando los pies.

Blaze era el primero de la fila. Cuando la enfermera le hizo pasar al baño, se quitó su chaqueta roja y negra y se desabrochó la manga de la camisa. La enfermera sacó una aguja de una especie de hornillo, comprobó su formulario, y dijo:

—Será mejor que también te desabroches la otra manga, hombretón. Tú vales por dos.

—¿Duele? —dijo Blaze mientras se desabotonaba la otra manga.

—Solo durante un segundo.

—Vale —dijo Blaze, y dejó que la enfermera le clavara la aguja en el brazo izquierdo.

—Bien. Ahora el otro brazo y ya estarás listo.

Blaze se volvió hacia el otro lado. Con otra aguja, ella le inyectó la sustancia en el brazo izquierdo. Luego salió del baño, regresó a su pupitre y comenzó a descifrar una historia de su libro.

Cuando Margie apareció, tenía lágrimas en los ojos y muchas más en las mejillas, pero no lloraba. Blaze se sintió orgulloso de ella. Cuando Margie pasó junto a su pupitre de camino a la puerta (los chicos de séptimo curso iban a otra aula), él le sonrió. Y ella le devolvió la sonrisa. Blaze envolvió esa sonrisa, la guardó, y la conservó durante años.

En el recreo, en el mismo momento en que Blaze cruzaba el umbral de la puerta del patio de juegos, Margie pasó corriendo delante de él; lloraba. Se giró para verla alejarse, después paseó despacio por el patio, con la frente arrugada y el rostro compungido. Se acercó a Peter Lavoie, que bateaba una bola de cuero desde su puesto con un guante de béisbol en una mano, y le preguntó si sabía qué le había ocurrido a Margie.

—Glen le golpeó donde le pusieron la vacuna —dijo Peter Lavoie. Le demostró cómo lo había hecho con un niño, que pasaba por su lado, cerró el puño y le golpeó tres veces rápidamente: pum, pum, pum.

Blaze lo observó y frunció el ceño. La enfermera había mentido. Los dos brazos le dolían un montón desde las vacunas. Sentía los músculos rígidos y doloridos. Le costaba incluso doblar los brazos sin esfuerzo. Y Margie era una chica. Miró alrededor buscando a Glen.

Glen Hardy era un muchacho de octavo enorme, de esos que jugaban al fútbol, tirando a gordo. Era pelirrojo y se peinaba el pelo hacia atrás en grandes ondas. Su padre era granjero en el oeste de la ciudad, y los brazos de Glen eran puros bloques de músculo.

Alguien le lanzó a Blaze la pelota; la dejó caer en el suelo sin mirarla y comenzó a buscar a Glen Hardy.

—Oh, muchachos —dijo Peter Lavoie—. ¡Blaze va a por Glen!

La noticia viajó rápidamente. Grupos de niños empezaron a moverse con estudiado disimulo hacia donde Glen y otros chicos mayores jugaban a una ruda y bestial versión de kick-ball. Glen era el lanzador. Sus lanzamientos eran rápidos y duros, la bola rebotaba con fuerza contra el suelo helado.

La señora Foster, que aquel día realizaba la guardia en el patio, estaba en el otro extremo, vigilando a los pequeños en los columpios. No sería un inconveniente, al menos al principio.

Glen alzó la mirada y vio que Blaze se acercaba. Dejó caer al suelo la pelota. Se colocó las manos en las caderas. Ambos equipos formaron un semicírculo en torno a él. Estaban todos los alumnos de séptimo y de octavo. Ninguno, excepto Glen, era tan grande como Blaze.

Los niños de cuarto, quinto y sexto curso estaban agrupados vagamente detrás de Blaze. Se movían arrastrando los pies, ajustándose los cinturones, tirándose con timidez de los dedos de sus guantes, hablando en murmullos unos a otros. Los muchachos de ambos bandos tenían expresiones de absurda despreocupación. La pelea aún no había estallado.

—¿Qué quieres, gilipollas? —preguntó Glen Hardy. Su voz era serena. La voz de un joven dios con un resfriado invernal.

—¿Por qué golpeaste a Margie Thurlow en la vacuna? —preguntó Blaze.

—Pensé que me gustaría.

—Vale —dijo Blaze, y avanzó un paso.

Glen le pegó dos veces en la cara —bum, bum— incluso antes de que se hubiera acercado lo suficiente, y de la nariz de Blaze comenzó a manar sangre. Entonces Glen retrocedió para conservar la ventaja de su ataque. La gente chillaba.

Blaze sacudió la cabeza. Gotas de sangre salpicaban la nieve.

Glen sonreía con descaro:

—Niño de acogida —dijo—. Niño de acogida con mierda en el cerebro.

Luego golpeó a Blaze en el centro de su frente hundida y su sonrisa se transformó en un dolor que explotó en su brazo. La frente de Blaze, hundida o no, era muy dura.

Durante un instante olvidó retroceder y Blaze soltó su primer puñetazo. No usó el cuerpo; únicamente empleó su brazo como un pistón. Sus nudillos conectaron con la boca de Glen, que gritó cuando sus labios se cortaron contra los dientes y comenzaron a sangrar. Los chillidos se intensificaron.

Glen probó su propia sangre y olvidó retirarse. Olvidó lo que significaba burlarse del chico feo con la frente abollada. Solo quería avanzar y soltar ganchos a diestro y siniestro.

Blaze fijó los pies en el suelo y le hizo frente. Vagamente, como de lejos, oía los gritos de ánimo de sus compañeros de clase. Le recordaron los gruñidos de los collies en la perrera el día en el que se percató de que Randy no se desviaría.

Glen le endosó como mínimo tres buenos golpes, y la cabeza de Blaze los resistió. Jadeó e inhaló sangre. Oyó campanillas en los oídos. Blaze volvió a descargarle un puñetazo y entonces fue él quien sintió la sacudida hasta el hombro. La sangre de la boca de Glen se extendía por las mejillas y la barbilla. Glen escupió un diente. Blaze golpeó de nuevo, en el mismo sitio. Glen aulló. Sonó como un niño que se hubiera pillado los dedos con una puerta. Cesó de balancearse. Su boca era un desastre. La señora Foster corría hacia ellos. Su blusa ondeaba, sus rodillas bombeaban, y soplaba su pequeño silbato de plata.

A Blaze le dolía mucho el brazo donde la enfermera le había pinchado, y el puño, y la cabeza, pero volvió a golpear, con todas sus fuerzas, con una mano que sentía entumecida y muerta. Era la misma mano que había usado con Randy, y golpeó tan fuerte como aquel día en la perrera. El puñetazo impactó en la barbilla de Glen. El chasquido que se oyó dejó a los niños mudos. Glen se tambaleó, se le pusieron los ojos en blanco. Las rodillas se le aflojaron y se desplomó.

Lo he matado —pensó Blaze—. Oh, Jesús, lo he matado como a Randy.

Pero entonces Glen se agitó levemente y murmuró desde el fondo de su garganta, como hace la gente mientras duerme. La señora Foster le gritó a Blaze que fuera adentro. Mientras se marchaba, Blaze oyó que le pedía a Peter Lavoie que fuera a su despacho y le trajera el estuche de primeros auxilios, a toda prisa.

Le expulsaron del colegio. Suspendido. Cortaron la hemorragia nasal con una bolsa de hielo, le pusieron una tirita en la oreja, y luego le enviaron de regreso a la granja de los perros; tuvo que recorrer a pie los siete kilómetros de distancia. Había recorrido un pequeño tramo del camino cuando se acordó de su bolsa del almuerzo. La señora Bowie siempre le enviaba al colegio con un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una manzana. No era mucho, pero la caminata sería larga y, como John Cheltzman decía, algo es mejor que nada todos los días de la semana. Cuando regresó, no le permitieron entrar, pero Margie Thurlow sí se despidió de él. Todavía tenía los ojos rojos de tanto llorar. Parecía como si quisiera decir algo pero no supiera cómo hacerlo. Blaze conocía ese sentimiento y le sonrió para demostrarle que todo iba bien. Ella le devolvió la sonrisa. Blaze tenía un ojo tan hinchado que apenas podía abrirlo, así que la miró con el otro ojo.

Cuando llegó al límite de la propiedad del colegio, miró hacia atrás para verla una vez más, pero ella ya se había marchado.

—Sal del cobertizo —dijo Bowie.

—No.

Bowie abrió unos ojos como platos. Sacudió levemente la cabeza, como para aclarársela.

—¿Qué has dicho?

—No deberías castigarme.

—Yo seré el juez en esto. Sal del cobertizo.

—No.

Bowie avanzó hacia él. Blaze fijó los dos pies en el suelo y cerró su hinchado puño. Dio un paso adelante. Bowie se detuvo. Había visto a Randy. Tenía el cuello roto como se rompe una rama de cedro después de una fuerte helada.

Ir a la siguiente página

Report Page