Blaze

Blaze


Capítulo 17

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El bebé lo despertó a las cuatro menos cuarto de la mañana, y no se conformó con un solo biberón. Blaze empezó a preocuparse cuando vio que el llanto continuaba. Le puso una mano en la frente. Tenía la piel fría, pero la intensidad de sus berridos le asustó. Temía que le estallara algún vaso sanguíneo o algo así.

Acomodó a Joe en la mesa. Le quitó el pañal, y le pareció que ese no era el problema. Estaba húmedo pero no cagado. Le empolvó el trasero y le puso un pañal nuevo. El llanto continuaba. Además de asustado, Blaze empezó a sentirse desesperado.

Blaze aupó al niño llorón sobre su hombro. Comenzó a pasear en amplios círculos por la cocina.

—Ea, ea, ea —dijo—. Estás bien. Te estoy arrullando. Duérmete. Ea, ea, ea, chis, nene, chis. Despertarás al oso que duerme en la nieve y querrá comernos. Chissss.

Tal vez fueron los paseos. Tal vez fue el sonido de la voz de Blaze. En cualquier caso, los gritos de Joe se acortaron, luego cesaron. Unas cuantas vueltas más alrededor de la mesa de la cocina y la cabeza del bebé cayó contra el cuello de Blaze. Su respiración disminuyó hasta el ritmo acompasado del sueño.

Blaze lo acostó con cuidado en la cuna y la meció. Joe se agitó pero no se despertó. Una manita encontró el camino hacia la boca y Joe comenzó a mordisquearla con furia. Blaze empezó a sentirse mejor. Después de todo, tal vez no pasaba nada. El libro decía que los bebés se mordisqueaban las manos de ese modo cuando echaban los dientes o estaban hambrientos, y Blaze estaba seguro de que Joe no tenía hambre.

Miró al bebé y pensó, más conscientemente esta vez, que Joe era guapo. Y listo. Cualquiera podía darse cuenta de eso. Sería muy interesante verle crecer a lo largo de todas las etapas que el doctor mencionaba en Cuidados para los bebés y los niños. Joe estaba a punto de aprender a gatear. Varias veces, desde que Blaze lo había llevado a la cabaña, el pequeño cabrón se había arrastrado con ayuda de las manos y las rodillas. Luego aprendería a caminar… y las palabras empezarían a definirse en todo aquel balbuceo… y después… después…

Después encontraría a alguien.

Aquel pensamiento fue inquietante. Blaze ya no podía dormir. Se levantó y encendió la radio, con el volumen bajo. Buscó entre el parloteo previo al amanecer de un millar de competitivas emisoras hasta que encontró la potente señal de WLOB.

Las noticias de las cuatro no adelantaron nada nuevo sobre el secuestro. Todo parecía seguir igual; los Gerard no habrían recibido todavía la carta. Quizá no les llegara hasta el día siguiente, dependía de cuándo recogieran el contenido del buzón. Por otra parte, ¿qué otras pistas podrían tener? Había tenido cuidado; salvo por el tipo de Oakwood (ya había olvidado su nombre), Blaze pensaba que aquello era lo que George habría llamado un «golpe limpio».

A veces, después de realizar un buen timo, él y George compraban una botella de Four Roses. Luego iban a ver una película y mezclaban el Roses con la Coca-Cola que habían comprado en el bar del cine. Si la película era de las largas, George acababa demasiado borracho para salir caminando cuando los créditos aparecían en pantalla. Era un hombre pequeño, y el alcohol lo volvía más ingenioso. Habían pasado buenos momentos. Blaze recordó las ocasiones en que él y Johnny Cheltzman iban juntos a ver aquellas antiguas películas en el cine Nórdica.

La música regresó a la radio. Joe dormía plácidamente. Blaze pensó que debía irse a la cama. Al día siguiente había mucho que hacer. O quizá ya ese mismo día. Quería enviarles otra nota de rescate a los Gerard. Se le había ocurrido una buena idea para recoger el botín. La había elaborado en un sueño —uno de esos sueños locos— que había tenido la noche anterior. Por entonces todo aquel asunto no tenía ni pies ni cabeza, pero el dulce y pesado sueño del que acababa de despertarlo el llanto del niño parecía haberlo clarificado todo. Les diría que lanzaran el rescate desde un avión. Uno pequeño y que no volara muy alto. En la carta les pediría que el avión volase hacia el sur a lo largo de la carretera 1, desde Portland hasta la frontera de Massachusetts, buscando una señal de luz roja.

Blaze sabía cómo hacerlo: bengalas de carretera. Compraría media docena en la ferretería del pueblo y las dispondría en un pequeño montón en el lugar que escogiera. Darían mucha luz. También sabía dónde hacerlo: una carretera forestal al sur de Ogunquit. En esa carretera había un claro donde los camioneros se detenían a almorzar o echar una cabezadita en el camastro de la parte de atrás de la cabina. El claro estaba cerca de la carretera 1; un piloto que sobrevolase la autopista a poca altura no pasaría por alto las bengalas, amontonadas y destellando como una gran linterna roja. Sabía que aun así no dispondría de mucho tiempo, pero pensó que tendría suficiente. Aquella primera carretera forestal daba a una red de caminos sin señalizar con nombres como Boggy Stream Road[24] y Bumpnose Road[25]. Blaze los conocía todos. Uno de ellos conectaba con la carretera 41, desde la que podría dirigirse hacia el norte. Encontrar un lugar donde esconderse hasta que la tormenta amainara. Incluso había considerado Hetton House. Estaba vacío y entablillado, con un cartel de se vende en la fachada. Blaze había estado allí varias veces en los últimos años; regresaba una y otra vez, como un niño al que le da miedo la supuesta casa encantada del barrio.

Pero para él HH estaba encantada de verdad. Él lo sabía; él era uno de los fantasmas.

De todos modos, todo iba a salir bien; eso era lo principal. Había sido aterrador en algunos momentos, y lo sentía por aquella señora mayor (cuyo primer nombre también había olvidado), pero era un golpe limpio…

—Blaze.

Volvió la mirada hacia el baño. Era George. La puerta estaba entornada como George la dejaba siempre que quería charlar mientras cagaba. «La mierda está saliendo por ambos extremos», dijo una vez, y los dos se echaron a reír. Él podía ser divertido cuando se lo proponía, pero esa mañana no parecía de buen humor. Además, Blaze pensó que cuando salió del baño la última vez había cerrado la puerta. Supuso que el aire la habría abierto, pero no había corriente…

—Ya casi te tienen, Blaze —dijo George. Luego, en una especie de gruñido desesperado—: Bobo de mierda.

—¿Quién? —preguntó Blaze.

—La poli. ¿De quién pensabas que hablaba, del Comité Nacional Republicano? El FBI. La Policía Estatal. Incluso los agentes locales que van de azul.

—Qué va. Lo he hecho muy bien, George. De verdad. Ha sido un golpe limpio. Te contaré lo que he hecho, lo cuidadoso que…

—Si no te largas de esta cabaña, mañana al mediodía te habrán cogido.

—¿Cómo? ¿Qué?

—Eres tan estúpido que ni siquiera eres capaz de huir. Ni siquiera sé por qué me molesto. Has cometido una docena de errores. Si tienes suerte, los polis solo habrán detectado seis, ocho a lo sumo.

Blaze meneó la cabeza. Podía sentir su rostro calentándose.

—¿Qué debo hacer?

—Lárgate de aquí. Ahora mismo.

—¿A dónde…?

—Y deshazte del niño —dijo George, como si fuera una idea de última hora.

—¿Qué?

—¿He tartamudeado? Que te deshagas de él. Es un jodido lastre. Puedes conseguir el rescate sin él.

—Pero cuando lo lleve de vuelta, ¿cómo…?

—¡No he dicho que lo lleves de vuelta! —gritó George—. ¿Qué crees que es, una jodida botella retornable? ¡Estoy diciendo que lo mates! ¡Hazlo ahora!

Blaze movió los pies. Su corazón latía veloz y tenía la esperanza de que George saliera pronto del baño porque tenía que hacer pis y no podía hacerlo con un jodido fantasma merodeando.

—Espera… tengo que pensar. Tal vez, George, si te das un pequeño paseo… cuando vuelvas… podríamos hacer funcionar todo esto.

—¡Tú no puedes pensar! —la voz de George se elevó hasta que pareció casi un alarido, como si le doliera.

—¿No te das cuenta de que los polis van a venir y te meterán una bala en esa piedra que llevas encima del cuello? ¡No puedes pensar, Blaze! ¡Pero yo sí!

Disminuyó el tono. Se volvió razonable. Casi sedoso.

—Ahora está dormido, no sentirá nada. Coge tu almohada (incluso huele a ti, a él le gustará) y pónsela en la cara. Mantenla presionada. Apuesto a que los padres creen que esto ya ha ocurrido. Probablemente la puta noche siguiente se pusieron manos a la obra para concebir un pequeño sustituto republicano. Puedes terminar la estafa llevándote el botín. Y largarte a un lugar cálido. Es lo que siempre hemos querido, ¿verdad? ¿Verdad?

Eso era verdad. Algún lugar como Acapulco o las Bahamas.

—¿Qué me dices, Blazecito? ¿Llevo o no llevo razón con el guapetón?

—Supongo que tienes razón, George.

—Sabes que la llevo. Así es como trabajamos.

De pronto nada pudo ser más simple. Si George decía que la policía estaba cada vez más cerca, probablemente era cierto. George siempre había tenido un olfato muy agudo para lo azul. Y si tuviera que largarse de allí a toda prisa, el niño lo retrasaría, en eso George también tenía razón. Tenía que cobrar el jodido rescate y luego esconderse en algún sitio. Pero ¿matar al niño? ¿Asesinar a Joe?

De repente se le ocurrió que si lo mataba —con mucha, mucha suavidad—, Joe iría directo al cielo y sería un bebé ángel. Tal vez George también tuviera razón en eso. Blaze estaba convencido de que él iría al infierno, como la mayoría de la gente. Aquel era un mundo muy sucio: cuantos más años vivías, más te ensuciabas.

Cogió su almohada y se la llevó a la habitación principal, donde Joe dormía junto a la estufa. Ya no tenía la mano en la boca, pero los dedos aún mostraban las marcas de su frenética mordida. Aquel también era un mundo lleno de dolor. Además de sucio, doloroso. La dentición era solo el primero y el menor de los dolores.

Blaze se detuvo junto a la cuna. Sostenía la almohada, con la funda todavía oscurecida por manchas del tónico capilar; de cuando aún tenía pelo donde aplicárselo.

George siempre tenía razón… excepto cuando no la tenía. Eso hizo que se sintiera mal.

—Jesús —dijo, y la palabra sonó acuosa.

—Hazlo rápido —dijo George desde el baño—. Que no sufra.

Blaze se arrodilló y puso la almohada sobre el rostro del bebé. Sus codos estaban en la cuna, apoyados a ambos lados de la pequeña caja torácica, y pudo sentir la respiración de Joe inspirando dos veces… detenerse… inspirar una vez más… detenerse de nuevo. Joe se agitó y arqueó la espalda. Giró la cabeza al mismo tiempo, y comenzó a respirar otra vez. Blaze presionó la almohada con más fuerza.

No lloraba. Blaze pensó que sería mucho mejor si el niño llorase. Para el bebé, morir en silencio, como un insecto, parecía mucho peor que lamentable. Era horrible. Blaze apartó la almohada a un lado.

Joe volvió la cabeza, abrió los ojos, los cerró, sonrió, y se metió el pulgar en la boca. Luego volvió a dormirse.

La respiración de Blaze era un jadeo. Su frente hendida se perló de gotas de sudor. Miró la almohada, todavía en sus manos, y la soltó como si quemase. Empezó a temblar; se abrazó la barriga para controlarse. No podía parar. Al poco, todo su cuerpo se agitaba. Sus músculos zumbaban como los cables del telégrafo.

—Acábalo, Blaze.

—No.

—Si no lo haces, me piro.

—Pues vete.

—Crees que podrás quedarte con él, ¿verdad? —En el baño, George reía. Sonaba como un sumidero atascado—. Pobre pringado. Déjalo vivir y crecerá odiándote a muerte. Ellos se encargarán. Esas buenas personas. Esos buenos ricos gilipollas republicanos millonarios. ¿Nunca te he enseñado nada, Blaze? Deja que te lo diga con palabras que hasta un pringado puede entender: si estuvieras ardiendo, no mearían encima de ti para salvarte.

Blaze bajó la mirada al suelo, donde yacía la terrible almohada. Aún temblaba, pero ahora, además, su rostro ardía. Sabía que George tenía razón. Aun así, dijo:

—No he planeado prenderme fuego, George.

—¡No has planeado nada! Blazer, cuando este muñequito feliz crezca y se convierta en un hombre, no dudará en desviarse quince kilómetros de su camino para escupir en tu maldita tumba. Ahora, por última vez… ¡mata a ese niño!

—No.

De repente George se había ido. Y quizá para siempre, porque Blaze estaba seguro de haber sentido algo —una presencia— abandonar la cabaña. No había ventanas abiertas ni puertas entornadas, pero sí: la cabaña estaba más vacía que antes.

Blaze fue hasta la puerta del baño y la abrió. No vio nada salvo el lavabo. Una ducha oxidada. Y el cagadero.

Intentó dormirse pero no pudo. Lo que había estado a punto de cometer pendía en su cabeza como una cortina. Y lo que había dicho George. «Ya casi te tienen. Y si no te largas de esta cabaña, mañana al mediodía te habrán cogido».

Y lo peor de todo: «Cuando crezca y se convierta en un hombre, no dudará en desviarse quince kilómetros de su camino para escupir en tu maldita tumba».

Por primera vez Blaze se sintió acorralado. De algún modo ya se sentía atrapado… como un insecto debatiéndose en una telaraña de la que no hay escapatoria. Empezó a recordar frases de viejas películas. «Cogedlo vivo o muerto. Si no sales de inmediato, entraremos y empezaremos a disparar. Las manos en alto, cabeza de chorlito; esto ha terminado».

Se incorporó; sudaba. Iban a dar las cinco, hacía casi una hora que el llanto del bebé le había despertado. El amanecer se avecinaba, pero estaba lo bastante lejos para ser poco más que una estrecha línea naranja en el horizonte. Por encima, las estrellas brillaban sobre sus eternos ejes, impasibles a todo.

Si no te largas de esta cabaña, mañana al mediodía te habrán cogido.

Pero ¿adónde iría?

En realidad ya conocía la respuesta a esa pregunta. Hacía días que la sabía.

Se levantó y se vistió con movimientos rápidos y bruscos: la camiseta térmica, la camisa de lana, dos pares de calcetines, Levi’s, botas. El bebé seguía dormido, y Blaze solo tuvo tiempo de dedicarle una breve mirada. Cogió varias bolsas de papel de debajo del lavabo y comenzó a llenarlas con pañales, biberones, latas de leche.

Cuando estuvieron llenas, las acarreó hasta el Mustang, que estaba aparcado al lado del Ford robado. Al menos tenía la llave del maletero del Mustang, y pudo meter las bolsas atrás. Corría de un lado a otro. Ahora que había decidido marcharse, el pánico le pellizcaba los talones.

Cogió otra bolsa y la llenó con la ropa de Joe. Plegó la mesa para cambiar pañales y también se la llevó, pensando incoherentemente que a Joe le gustaría tenerla en un nuevo lugar porque se había acostumbrado a ella. El maletero del Mustang era pequeño, pero pasó algunas bolsas al asiento trasero del coche y pudo meter la mesa para cambiar. Pensó que la cuna también cabría en el asiento de atrás. La comida para bebé podría ir a los pies del asiento del pasajero, con algunas mantas encima. A Joe le gustaba mucho la comida para bebé, se la zampaba en un pispas.

Hizo un viaje más, luego arrancó el Mustang y encendió la calefacción para que el coche fuera más agradable y cálido. Eran las cinco y media. La luz del día avanzaba. Las estrellas habían palidecido; solo Venus resplandecía.

De nuevo en la casa, Blaze sacó a Joe de la cuna y lo puso sobre la cama. El bebé refunfuñó pero no se despertó. Blaze se llevó la cuna al coche.

Regresó y miró alrededor como un loco. Cogió la radio de su sitio en el alféizar, la desenchufó, enrolló el cable y la dejó en la mesa. En el dormitorio, arrastró de debajo de la cama una vieja maleta marrón, abollada y con los bordes desgastados. Metió de cualquier manera su ropa. Encima puso un par de revistas de chicas y unos cuantos cómics. Luego llevó la maleta y la radio al coche; empezaba a llenarse. Después regresó a la casa por última vez.

Extendió una manta, puso a Joe encima, lo envolvió, y metió el paquete dentro de su chaqueta. Luego cerró la cremallera. Joe estaba despierto. Se asomaba desde su abrigo como un jerbo.

Blaze lo llevó al coche, se sentó tras el volante y puso a Joe en el asiento del pasajero.

—Bueno, ahora no te muevas de ahí, chaval —dijo.

Joe sonrió y al instante se apartó la manta de la cabeza. Blaze resopló una risita entre dientes, y en ese mismo momento se vio poniendo la almohada en el rostro de Joe. Entonces se estremeció.

Salió marcha atrás del cobertizo, giró y avanzó lentamente por el camino de salida… No sabía que estaba abandonando una zona que al cabo de menos de dos horas se convertiría en un cordón de control policial.

Circuló por caminos y carreteras secundarias para sortear Portland y los suburbios. El constante sonido del motor y el aire caliente de la calefacción envió a Joe al mundo de los sueños casi de inmediato. Blaze sintonizó su emisora favorita de música country, que se inició a la par que la salida del sol. Oyó la lectura matinal de las Escrituras, luego un informe sobre el ganado, después un editorial derechista del Freedom Line de Houston que habría lanzado a George a gritar las mayores blasfemias. Al fin llegaron las noticias.

«La búsqueda de los secuestradores de Joseph Gerard IV continúa —dijo el locutor, con voz seria—, y es posible que se hayan hecho avances».

Blaze aguzó el oído.

«Una fuente cercana a la investigación afirma que el Portland Postal Authority recibió una supuesta petición de rescate la pasada noche y que envió la carta en un coche directamente a la residencia de los Gerard. Ni las autoridades locales ni el agente responsable del FBI, Albert Sterling, han querido hacer comentarios».

Blaze no prestó atención a esa parte. Los Gerard habían recibido la carta, y esa era una buena noticia. Lo próximo sería llamarlos. De todos modos, no se había acordado de coger periódicos, ni sobres, ni nada para hacer pegamento. Y llamar siempre era mucho mejor. Más rápido.

«Y ahora el tiempo. Las bajas presiones al norte de Nueva York avanzarán hacia el este y golpearán Nueva Inglaterra con la mayor tormenta de nieve de la temporada. El Servicio Nacional de Meteorología ha emitido advertencias sobre ventiscas, y la nieve puede comenzar a caer a partir de mañana al mediodía».

Blaze tomó la carretera 136, unos cinco kilómetros más adelante la abandonó y siguió hacia Stinkpine Road[26]. Cuando pasó por la laguna —en ese momento congelada— donde él y Johnny habían visto varios castores construyendo un dique, sintió una somnolienta y poderosa sensación de deja vù. Allí estaba la granja abandonada en la que habían entrado Blaze, Johnny y un niño que parecía italiano. En un armario encontraron una pila de cajas de zapatos, una de ellas repleta de fotografías guarras: hombres y mujeres haciendo de todo, mujeres con mujeres, incluso una de una mujer con un caballo o un burro. Las habían mirado durante toda la tarde, y sus emociones derivaron desde el asombro hasta la lujuria y hasta el disgusto. Blaze no recordaba el verdadero nombre del chico que parecía italiano, pero sí que todo el mundo lo llamaba Toe-Jam[27].

Medio kilómetro más adelante, Blaze giró a la derecha en una bifurcación y salió a una carretera terciaria, descuidada y en la que apenas habían apartado la nieve; entonces se permitió relajarse un poco. Doscientos metros más adelante, después de la curva que los niños denominaban Sweet Baby Turn[28] (Blaze siempre había sabido por qué, pero en ese momento se le escapaba el motivo), llegó a una cadena que cruzaba la carretera de lado a lado. Blaze se apeó, examinó la cadena y liberó el oxidado candado de su cierre con un ligero tirón. Ya había estado allí antes, y entonces media docena de duros yanquis habían necesitado romper el anticuado mecanismo del candado.

Dejó caer la cadena en el suelo y oteó la carretera hacia delante. No habían apartado la nieve desde la última tormenta, pero pensó que el Mustang la recorrería sin problemas si retrocedía y tomaba un poco de velocidad. Luego regresaría y colocaría la cadena de nuevo en su lugar; no sería la primera vez. Aquel lugar le atraía.

¿Y lo mejor? Nevaría, y la nieve cubriría sus huellas.

Dejó caer la mole de su cuerpo en el asiento, metió marcha atrás y retrocedió sesenta metros. Luego puso primera y pisó el acelerador. El Mustang hizo honor a su nombre. El motor rugió y la aguja del cuentarrevoluciones alcanzó la zona roja del marcador, así que Blaze puso segunda y esperó poder cambiar de nuevo si el pequeño poni robado empezaba a sonar forzado.

Llegó a la nieve. El Mustang intentó dar un patinazo pero Blaze lo siguió y el morro se enderezó. Conducía como un hombre que cree estar en mitad de un sueño, luchando por mantenerse alejado de las cunetas ocultas a ambos lados de la carretera donde el Mustang podría ahogarse. La nieve salía despedida a los lados del veloz automóvil. Los cuervos se alzaban de las ramas de los pinos y volaban pesadamente hacia el blanquecino cielo.

Coronó la primera colina. Tras ella, la carretera giraba a la izquierda. El coche intentó patinar de nuevo, y Blaze maniobró una vez más, lo tenía bajo control, el volante giró bajo sus manos durante un instante, luego se enderezó y las llantas recuperaron la tracción. La nieve empezó a cubrir el cristal delantero. Blaze accionó los limpiaparabrisas, pero durante un momento estuvo conduciendo a ciegas, riendo de terror y regocijo. Cuando el cristal se despejó, divisó la entrada principal que tenía delante. Estaba cerrada, pero era demasiado tarde para hacer algo salvo poner una mano protectora sobre el pecho del bebé durmiente y rezar. El Mustang corría a sesenta sobre la nieve. Un gélido sonido metálico sacudió el chasis del coche y sin duda destrozó la dirección. Las juntas se separaron y partieron. El Mustang giró sobre sí mismo… osciló… y se caló.

Blaze extendió una mano para volver a arrancar el motor, pero vaciló y la apartó.

Delante de él se alzaba Hetton House: tres plantas de tiznados ladrillos rojos. Observó paralizado las ventanas cubiertas con tablas. Estaba en el mismo camino por donde había salido las otras veces. Los viejos recuerdos despertaron, tomaron color, comenzaron a caminar. John Cheltzman haciéndole los deberes. La Ley descubriéndolo. La cartera que encontraron. Las largas noches planeando cómo gastarían el dinero que había dentro, susurrando de cama a cama después de que apagasen las luces. El olor a tiza y el suelo abrillantado. Los lúgubres retratos de las paredes, cuyos ojos parecían seguirte.

Había dos carteles colgados en la puerta. En uno ponía NO PASAR, POR ORDEN DEL SHERIFF, CONDADO DE CUMBERLAND. En el otro, se vende o alquila, visite o llame a la inmobiliaria GERALD CLUTTERBUCK, CASTLE ROCK, MAINE.

Blaze arrancó el Mustang, metió primera y continuó adelante. Las ruedas seguían intentando patinar, y tuvo que mantener agarrado el volante hacia la izquierda para seguir en línea recta. El coche aún estaba dispuesto a funcionar; pisando a fondo el acelerador para que el Mustang no se calara, Blaze recorrió el camino que rodeaba el lado este del edificio principal hasta el largo cobertizo de almacenaje que había al lado. Cuando se detuvo, el silencio fue ensordecedor. No necesitó que nadie le dijera que el Mustang había terminado sus días, al menos con él; se quedaría allí hasta la primavera.

A pesar de que dentro del coche no hacía frío, Blaze se estremeció. Se sentía como si hubiera regresado a casa.

Para quedarse.

Forzó la puerta trasera y llevó a Joe al interior, envuelto cómodamente en tres de sus mantas. Hacía más frío dentro que fuera. Parecía que el frío se había metido en los huesos del edificio.

Trasladó al bebé al despacho de Martin Coslaw. Habían quitado el panel con su nombre del cristal esmerilado, y la estancia que había detrás era una caja desnuda. Ya no quedaba nada de La Ley. Blaze intentó recordar en vano quién había ocupado el puesto después de él. De todos modos, por entonces Blaze ya no estaba allí. Lo habían enviado a North Windham, el lugar adonde iban los chicos malos.

Posó a Joe en el suelo y empezó a merodear por el edificio.

Encontró algunos pupitres, trozos de madera desperdigados, papeles arrugados. Recogió una brazada de basura, la acarreó hasta el despacho y encendió fuego en la diminuta chimenea empotrada en la pared. Cuando quedó satisfecho y tuvo la seguridad de que las llamas no se apagarían, regresó al Mustang y comenzó a descargar.

A mediodía ya se había instalado. El bebé seguía durmiendo en su cuna (aunque mostraba signos de estar a punto de despertarse). Los pañales y la comida enlatada estaban cuidadosamente ordenados en las estanterías. Blaze había encontrado una silla para él, y en un rincón extendió dos mantas como cama. La habitación estaba un poco más cálida pero seguía haciendo frío. Rezumaba de las paredes y se colaba por debajo de la puerta. Tendría que mantener al niño bien arropado.

Se encogió en su chaqueta, salió y enfiló la carretera hacia la cadena. Volvió a ponerla en su lugar y se sintió complacido al descubrir que el candado, aunque roto, todavía cerraba. Prácticamente uno tendría que pegar la nariz en él para ver que no funcionaba bien. Luego regresó a la puerta principal, destrozada. Apuntaló las piezas más grandes lo mejor que pudo; quedó hecho una mierda, pero al menos cuando las sujetó con la nieve en la medida de lo posible (Blaze estaba sudando copiosamente), quedaron en posición vertical. Y demonios, si alguien llegaba tan lejos, él estaría en problemas de todas formas. Era bobo, pero no esa clase de bobo.

Cuando volvió, Joe estaba despierto y lloraba con ganas. Blaze no se asustó tanto como la primera vez. Lo vistió con una chaquetita (verde y muy mona) y lo dejó en el suelo para que gateara. Mientras Joe intentaba arrastrarse, Blaze abrió un frasco de puré de ternera. No consiguió encontrar la maldita cuchara —al final terminaría apareciendo, casi todas las cosas lo hacían—, así que alimentó al niño con la punta del dedo. Le alegró notar que durante la noche le había empezado a salir otro diente. Ese hacía un total de tres.

—Siento que esté frío —dijo Blaze—. Ya lo arreglaremos, ¿vale?

A Joe no le importaba que estuviese frío. Comía con voracidad. Luego, después de terminar, comenzó a llorar porque le dolía la barriga. Blaze lo sabía porque conocía la diferencia entre el llanto por dolor de barriga, el llanto por la dentición, y el «estoy cansado de llorar». Se puso a Joe al hombro y lo paseó por la habitación mientras le frotaba la espalda y canturreaba. Como seguía llorando, Blaze salió y recorrió con él el frío corredor, sin dejar de canturrear. Además de llorar, Joe empezó a tiritar; Blaze lo envolvió en una manta y con una esquina le cubrió la cabeza como si llevara una capucha.

Subió al tercer piso y entró en el aula 7, donde él y Martin Coslaw se habían conocido en aritmética. A la izquierda había tres pupitres apilados en una esquina. En uno de ellos, casi ocultas por los trazos de antiguas pintadas (corazones, equipamientos sexuales masculinos y femeninos, solicitudes solemnes para chupar y follar), distinguió las iniciales CB, escritas con cuidadosas letras mayúsculas.

Asombrado, se quitó un guante y dejó que sus dedos acariciaran los antiguos cortes. Un chico al que apenas recordaba ya había estado allí antes que él. Era increíble. Y además, de un modo extraño que le hacía pensar en pájaros posados en los cables del teléfono, triste. Los cortes eran antiguos, pero el tiempo había suavizado el daño hecho a la madera. Los había aceptado y se habían convertido en parte de sí misma.

Creyó oír una risita tras él y se giró.

—¿George?

No hubo respuesta. La palabra resonó y regresó con el eco. Parecía burlarse de él. Parecía decir que no había ningún millón, sino únicamente aquella habitación. Aquella habitación donde había estado tan avergonzado y asustado. Aquella habitación donde no había logrado aprender.

Joe se agitó en su hombro y estornudó. Tenía la nariz roja. Comenzó a llorar. El llanto sonaba frágil en el frío y vacío edificio. El húmedo ladrillo parecía aspirarlo.

—Eh —canturreó Blaze—. Está bien, no llores. Estoy aquí. Todo va bien. Tú estás bien. Yo estoy bien.

El bebé temblaba de nuevo y Blaze decidió llevarlo de regreso al despacho de La Ley. Lo pondría en la cuna, cerca del fuego. Con una manta extra.

—Todo va bien, cariño. Está bien. Está bien.

Pero Joe lloró hasta que quedó exhausto, y no mucho después de eso comenzó a nevar.

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