Blaze

Blaze


Memoria

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—¿Cuándo?

Me di cuenta de que desde que asistí a un curso de arte para conseguir créditos extra en la escuela secundaria no había hecho más que garabatos al hablar por teléfono. Consideré la posibilidad de mentir acerca de aquello (me avergonzaba que pareciera que trabajaba como un esclavo), y luego dije la verdad. Los hombres con un solo brazo deberían decir la verdad siempre que fuera posible. Eso no lo dice Kamen; lo digo yo.

—Retómalo —me instó Kamen—. Necesitas cercas.

—Cercas —repetí desconcertado.

—Sí, Edgar. —Parecía sorprendido y un poco decepcionado, como si me costara comprender un concepto muy simple—. Cercas contra la noche.

Puede que fuera una semana después de la visita de Kamen cuando Tom Riley vino a verme. Las hojas habían empezado a cambiar de color, y recuerdo a varias dependientas colgando pósters de Halloween en el Wal-Mart donde compré libretas y varios utensilios de dibujo unos pocos días antes de la visita de mi antiguo contable; no puedo hacerlo mejor.

Lo que recuerdo más claramente de su visita es lo avergonzado e incómodo que Tom parecía. Le habían encomendado un recado que no quería hacer.

Le ofrecí una Coca-Cola y aceptó. Cuando regresé de la cocina, estaba mirando un dibujo que había hecho, tres palmeras recortadas sobre una extensión de agua, y un trozo de tejado sobresaliendo en primer plano a la izquierda.

—Esto es bastante bueno —dijo—. ¿Lo has hecho tú?

—Qué va, los duendes —respondí—. Vienen por la noche. Me arreglan los zapatos y de vez en cuando dibujan algo.

Se rio demasiado fuerte y dejó de nuevo el dibujo en la mesa.

—No se parece mucho a Minnesota —dijo poniendo acento extranjero.

—Lo copié de un libro —aclaré—. ¿Qué puedo hacer por ti, Tom? Si es por el asunto…

—En realidad, Pam me pidió que viniera. —Bajó la cabeza—. No me hacía mucha gracia, pero no podía decir que no.

—Tom, sigue y escúpelo —dije yo—. No voy a morderte.

—Ha contratado a un abogado. Va a seguir adelante con el asunto del divorcio.

—Nunca pensé que abandonaría. —Era la verdad. Todavía no recuerdo que la estrangulara, pero recuerdo el aspecto de su rostro cuando me dijo que lo había hecho. Recuerdo haberle dicho que era una zarza traidora y sentir que si caía muerta en aquel momento, allí mismo, al pie de la escalera del sótano, por mí estaría bien. En realidad, muy bien. Y dejando a un lado cómo me había sentido entonces, una vez que Pam comenzaba a recorrer un camino, rara vez daba media vuelta.

—Quiere saber si vas a utilizar a Bozie.

Ante eso tuve que sonreír. William Bozeman III era el sabueso de la firma de abogados de Minneapolis que representaba a la compañía, y si él supiera que Tom y yo le habíamos estado llamando Bozie durante los últimos veinte años, probablemente habría sufrido una hemorragia.

—No había pensado en ello. ¿Qué pasa, Tom? ¿Qué quiere exactamente?

Se bebió la mitad de su Coca-Cola, dejó el vaso en una estantería, junto a mi dibujo a medio terminar, y se miró los zapatos.

—Dijo que espera que esto no sea desagradable. Dijo: «No quiero ser rica, y no quiero pelear. Solo quiero que él sea justo conmigo y con las chicas, como siempre fue. ¿Se lo dirás?». Y aquí estoy. —Se encogió de hombros, seguía mirándose los zapatos.

Me levanté, me acerqué a la ventana que separaba el cuarto de estar del porche, y miré hacia el lago. Cuando me di la vuelta, Tom Riley no me miraba en absoluto. Al principio pensé que le dolía el estómago. Luego me di cuenta de que hacía esfuerzos por no llorar.

—Tom, ¿cuál es el problema? —le pregunté.

Sacudió la cabeza, intentó hablar, y solo fue capaz de emitir un graznido acuoso. Se aclaró la garganta y probó de nuevo.

—Jefe, no me acostumbro a verte con un solo brazo. Lo siento mucho.

Era ingenuo, natural y dulce. En otras palabras: un disparo directo al corazón. Creo que por un instante los dos estuvimos a punto de ponernos a berrear, como una pareja de Tíos Sensibles en el programa de Oprah Winfrey. Lo único que necesitábamos era al doctor Phil dando su amistosa y paternal aprobación.

—Yo también lo siento —dije—, pero me las voy arreglando. De veras. Y voy a darte una oferta para que se la lleves. Si le gusta, puede pulir los detalles. No necesitaremos de abogados. Es un trato hazlo-tú-mismo.

—¿Hablas en serio, Eddie?

—En serio. Haz una contabilidad exhaustiva para que tengamos un balance final sobre el que trabajar. No escondas nada. Entonces dividiremos el botín en cuatro partes. Ella se llevará tres, el setenta y cinco por ciento, para ella y las chicas. Yo me quedaré el resto. El divorcio en sí mismo…, bueno, en el estado de Minnesota no es necesario probar la culpabilidad; ella y yo podemos ir a comer y luego comprar

Divorcio para idiotas en Borders.

Tom parecía aturdido.

—¿Existe tal libro?

—No lo he investigado, pero si no existe, me comeré tus camisas.

—Creo que es «cómete mis calzoncillos».

—¿No es eso lo que he dicho?

—No importa. Eddie, ese tipo de trato va a dilapidar el patrimonio.

—Me importa una mierda. O una camisa[32], para el caso. Lo único que estoy proponiendo es que prescindamos del amor propio para que los abogados no se coman la nata. Hay mucho para todos nosotros, si somos razonables.

Tom dio un sorbo a su Coca-Cola sin apartar sus ojos de mí.

—Algunas veces me pregunto si eres el mismo hombre para el que trabajaba —dijo.

—Aquel hombre murió en su camioneta —contesté.

Si has estado imaginándote mi lugar de reposo como una casita junto a un lago, totalmente aislada al final de un solitario camino de tierra en los bosques septentrionales, deberías reconsiderarlo; estamos hablando de las afueras de St. Paul. Nuestra casa junto al lago se halla al final de Áster Lane, una calle pavimentada que corre desde East Hoyt Avenue hasta el agua.

A mediados de octubre, seguí por fin el consejo de Kathi Green y empecé a pasear. Solo eran pequeñas excursiones hasta East Hoyt Avenue, pero siempre regresaba con la cadera mala implorando misericordia y a menudo con lágrimas en los ojos. Aunque casi siempre también regresaba sintiéndome como un héroe conquistador (sería un mentiroso si no lo admitiera).

Volvía de uno de aquellos paseos cuando la señora Fevereau atropelló a Gandalf, el agradable Jack Russell terrier de la niña que vivía en la puerta de al lado.

Había recorrido las tres cuartas partes del camino de vuelta a casa cuando la Fevereau me adelantó con su ridículo Hummer de color mostaza. Como siempre, tenía su teléfono móvil en una mano y un cigarrillo en la otra; como siempre, iba demasiado deprisa. Apenas me fijé, y ciertamente no vi a Gandalf corriendo hacia la carretera y concentrado únicamente en Monica Goldstein, que bajaba por el otro extremo de la calle con su uniforme completo de girl-scout. Yo estaba pendiente de mi cadera reconstruida. Como siempre, cerca del final de aquellos cortos paseos esta maravilla médica parecía llena de aproximadamente diez mil minúsculos fragmentos de cristales rotos. Lo que más claramente recuerdo antes del chirrido de los neumáticos del Hummer es estar pensando en que las señoras Fevereau del mundo vivían entonces en un universo diferente al que yo habitaba, un universo donde todas las sensaciones eran la mitad de intensas.

Luego los neumáticos aullaron, y el grito de una niña pequeña se les unió.

—¡GANDALF, NO!

Durante un momento tuve una clara y sobrenatural visión de la grúa que casi me había matado entrando por la ventanilla derecha de mi camioneta, el mundo en el que siempre había vivido repentinamente devorado por un amarillo más brillante que el del Hummer de la señora Fevereau, y letras negras flotando en su interior, creciendo, aumentando de tamaño.

Entonces Gandalf también gritó, y el flashback (lo que el doctor Kamen sin duda habría llamado un «recuerdo recobrado») desapareció. Hasta aquella tarde de octubre de hace cuatro años no sabía que los perros pudieran gritar.

Eché a correr tambaleándome como un cangrejo y aporreando la acera con mi muleta de color rojo. Estoy seguro de que a cualquier espectador le habría parecido ridículo, pero nadie me prestaba atención. Monica Goldstein estaba arrodillada en mitad de la calle, junto a su perro, que yacía delante de la alta rejilla cuadrada del Hummer. Su rostro estaba blanco; de su uniforme verde caqui colgaba una banda con insignias y medallas. El extremo de la banda estaba empapado en un creciente charco de sangre procedente de Gandalf. La señora Fevereau había medio saltado, medio caído, del ridículamente alto asiento del Hummer. Ava Goldstein venía corriendo desde la puerta delantera de la casa de los Goldstein gritando el nombre de su hija. Llevaba la blusa a medio abotonar e iba descalza.

—No lo toques, cariño, no lo toques —aconsejó la señora Fevereau. Todavía sostenía su cigarrillo y le daba nerviosas caladas—. Podría morderte.

Monica no le prestó atención. Tocó el costado de Gandalf. Cuando lo hizo, el perro gritó de nuevo (era un grito) y Monica se cubrió los ojos con las manos. Empezó a sacudir la cabeza. No la culpé.

La señora Fevereau alargó una mano hacia la chica, y luego cambió de idea. Dio dos pasos atrás, se apoyó contra el elevado costado de su ridículo medio de transporte amarillo y dirigió la mirada hacia el cielo.

La señora Goldstein se arrodilló junto a su hija.

—Cariño, oh, cariño, por favor no…

Gandalf empezó a aullar. Yacía en la calle, en un charco creciente de sangre, aullando. Y en ese momento pude recordar también el sonido que había hecho la grúa. No el miip-miip-miip que se suponía que debía hacer, porque la alarma de marcha atrás se había averiado, sino el retumbante tartamudeo del motor diésel y el sonido de las gomas de los neumáticos comiéndose la tierra.

—Llévatela adentro, Ava —dije—. Llévala a casa.

La señora Goldstein pasó un brazo alrededor del hombro de su hija y le rogó que se levantara.

—Vamos, cariño. Vamos adentro.

—¡No sin Gandalf! —gritó Monica. Tenía once años, y era madura para su edad, pero en aquellos momentos había regresado a la edad de tres años—. ¡No sin mi perrito!

Su banda, ahora con más de siete centímetros empapados en sangre, se deslizó por el costado de su falda y la sangre le salpicó la pantorrilla y dejó una mancha alargada.

—Entra y llama al veterinario —le aconsejé—. Di que un coche ha atropellado a Gandalf. Di que tiene que venir ahora mismo. Yo me quedaré con él.

Monica me miró con unos ojos más que horrorizados. Locos. Sin embargo, no me costó sostenerle la mirada; la he visto bastante a menudo en mi propio espejo.

—¿Lo prometes? ¿Lo juras? ¿Por tu madre?

—Lo juro, por mi madre —dije—. Anda, ve, Monica.

Se fue, antes de subir los escalones de su casa lanzó una última mirada hacia atrás y profirió un último gemido desconsolado. Me arrodillé junto a Gandalf sujetándome al guardabarros del Hummer y agachándome como siempre hacía, con una fuerte y dolorosa inclinación hacia la izquierda tratando de doblar la rodilla derecha solo lo absolutamente imprescindible. Aun así, solté mi propio gritito de dolor, y me pregunté si sería capaz de volver a levantarme sin ayuda. No cabía esperarla de la señora Fevereau; caminaba hacia el lado izquierdo de la calle, con las piernas rígidas y separadas, luego se dobló por la cintura, como si hiciera una reverencia a un rey, y vomitó en una alcantarilla. Mientras lo hacía, mantuvo la mano en la que sostenía el cigarrillo apartada a un lado.

Volví mi atención hacia Gandalf. Había recibido el golpe en los cuartos traseros. Tenía la espina dorsal machacada. Sangre y mierda rezumaban lentamente entre sus fracturadas patas traseras. Sus ojos se giraron hacia mí y vi en ellos una horrible expresión de esperanza. Sacó la lengua y me lamió la muñeca izquierda. Estaba seca como una alfombra, y fría. Gandalf iba a morir, pero quizá no con la suficiente rapidez. Monica regresaría pronto, y yo no quería que él siguiera vivo y lamiera su muñeca.

Comprendí lo que tenía que hacer. No había nadie que pudiera verme. Monica y su madre estaban dentro. La señora Fevereau todavía me daba la espalda. Si otros en ese extremo de la calle se habían acercado a las ventanas (o salido a sus jardines), el Hummer les impediría verme sentado junto al perro con la pierna mala torpemente extendida. Tenía algo de tiempo, pero muy poco, y si me paraba a considerarlo, perdería la oportunidad.

Así que agarré a Gandalf con el brazo bueno y sin una pausa estoy de vuelta en la obra de Sutton Avenue, donde la Compañía Freemantle se dispone a construir un edificio de oficinas de cuarenta plantas. Estoy en mi camioneta. Pat Green suena en la radio, canta «Wave on Wave». De repente me doy cuenta de que la grúa hace un ruido muy fuerte, aunque no he oído ningún aviso de marcha atrás, y cuando miro a mi derecha el mundo en esa ventanilla ha desaparecido. El mundo en aquel lado ha sido reemplazado por el amarillo. Flotan letras negras: LINK-BELT. Están creciendo, giro el volante de la Ram hacia la izquierda, hasta el tope, sabiendo que ya es demasiado tarde cuando comienzan los gritos del metal que se arruga, ahogando la canción de la radio y encogiendo el interior de la cabina de derecha a izquierda porque la grúa está invadiendo mi espacio, robándome el espacio, y la camioneta se está inclinando. Estoy tratando de salir por la puerta del conductor, pero es inútil. Debería haberlo hecho antes, pero el tiempo se ha esfumado realmente rápido. El mundo delante de mí desaparece cuando el parabrisas se convierte en una imagen lechosa a través de un millón de grietas. Entonces el edificio en obras regresa, aún girando sobre una bisagra mientras el parabrisas estalla hacia fuera, vuela hacia fuera doblado por el centro como un naipe, y yo estoy golpeando el claxon con ambos codos, mi brazo derecho está haciendo su último trabajo. Apenas puedo oír el claxon por encima del motor de la grúa. LINK-BELT aún sigue moviéndose, empujando la puerta del lado del pasajero, cerrando el hueco para los pies frente al asiento, devorando el salpicadero, astillándolo en irregulares trozos de plástico. La porquería de la guantera flota alrededor como confeti, la radio muere, mi fiambrera está vibrando contra el sujetapapeles, y aquí llega LINK-BELT. LINK-BELT está justo encima de mí, podría sacar la lengua y lamer ese jodido guión. Empiezo a gritar porque ahí es cuando empieza la presión. La presión empuja primero mi brazo derecho contra el costado, luego se extiende, luego raja. La sangre rocía mi regazo como un cubo de agua caliente y oigo cómo algo se rompe. Probablemente mis costillas. Suena como los huesos de pollo bajo el tacón de una bota.

Sostuve a Gandalf contra mí y pensé:

¡Trae el amigo, siéntate en el amigo, siéntate en el puñetero COLEGA, zorra estúpida!

Ahora estoy sentado en el compinche, sentado en el puñetero colega, estoy en casa pero todos los relojes del mundo suenan todavía en el interior de mi cabeza fracturada y no puedo recordar el nombre de la muñeca que Kamen me dio, lo único que recuerdo son nombres de chico: Randall, Russell, Rudolph, incluso el jodido River Phoenix. Cuando ella llega con la comida que no quiero, le digo que me deje solo, que me dé cinco minutos para recuperar el control. «Puedo hacerlo», digo, porque es la frase que Kamen me ha dado, es la vía de escape, es el miip-miip-miip que dice cuidado, Pamela, estoy dando marcha atrás. Pero en vez de marcharse, coge la servilleta de la bandeja de la comida para limpiarme el sudor de la frente y, mientras lo hace, la agarro por la garganta porque en ese momento me parece que es culpa suya que no pueda recordar el nombre de mi muñeca, todo es culpa suya, incluyendo LINK-BELT. La agarro con la mano buena, la izquierda, en eso tuviste suerte, muchacho. Durante unos pocos segundos quiero matarla, y quién sabe, quizá casi lo hago. Lo que sé es que preferiría recordar todos los accidentes del mundo que la mirada de sus ojos mientras lucha por soltarse como un pez que ha mordido un anzuelo. Luego pienso:

¡Era ROJO!, y la dejo marchar.

Sostuve a Gandalf contra mi pecho como antaño sostuve a mis hijas cuando eran bebés y pensé: «Puedo hacerlo. Puedo hacerlo». Notaba cómo la sangre de Gandalf me empapaba los pantalones como agua caliente y pensé:

Vamos, puto triste, sal del Dodge.

Sostuve a Gandalf y pensé en lo que se siente cuando te aplastan vivo mientras la cabina de tu camioneta se come el aire alrededor de ti y el aliento abandona tu cuerpo y la sangre sale de tu nariz y tu boca y esos sonidos secos mientras la conciencia huye, esos son los huesos rompiéndose en el interior de tu cuerpo: tus costillas, tu brazo, tu cadera, tu pierna, tu mejilla, tu puto cráneo.

Sostuve al perro de Monica y en una especie de triunfo miserable pensé:

¡Era ROJO!

Por un momento me hallé en la oscuridad con aquel rojo, y sostuve el cuello de Gandalf con la parte interior del codo de mi brazo izquierdo, que estaba ahora haciendo el trabajo de dos, y muy fuertes. Flexioné el brazo tanto como pude, lo flexioné como cuando hacía flexiones con las pesas de cinco kilos. Entonces abrí los ojos. Gandalf estaba mudo, miraba más allá de mi cara y más allá del cielo.

—¿Edgar? —Era Hastings, el viejo que vivía dos casas más arriba de la de los Goldstein. Había una expresión de consternación en su rostro—. Déjalo ya. Ese perro está muerto.

—Sí —contesté, relajando mi presión sobre Gandalf—. ¿Me ayudas a levantarme?

—No estoy seguro de que pueda —dijo Hastings—. Seguramente acabaríamos los dos en el suelo.

—Entonces vete a ver a las Goldstein.

—Es su perro —dijo—. No estaba seguro. Esperaba… —Sacudió la cabeza.

—Es su perro. Y no quiero que ella lo vea así.

—Por supuesto que no, pero…

—Yo le ayudaré —anunció la señora Fevereau. Parecía un poco mejor, y se había desprendido del cigarrillo. Agarró el muñón del brazo derecho, luego vaciló—. ¿Le dolerá?

Dolería, pero menos que si me quedaba como estaba. Mientras Hastings subía por el camino de entrada de los Goldstein, me agarré al parachoques del Hummer. Juntos conseguimos que me levantara.

—Supongo que no tendrá nada con lo que cubrir al perro, ¿no? —pregunté.

—De hecho, hay una manta vieja en la parte de atrás. —Empezó a rodear el vehículo (sería un largo recorrido, dado el tamaño del Hummer), y luego se volvió—. Gracias a Dios que murió antes de que la pequeña regresara.

—Sí —asentí—. Gracias a Dios.

—Aunque… nunca lo olvidará, ¿verdad?

—Bueno —dije—, en cuanto a eso, está preguntando a la persona equivocada, señora Fevereau. Soy un contratista retirado.

Pero cuando le pregunté a Kamen, se mostró sorprendentemente optimista. Dice que son los malos recuerdos los que primero se desgastan. Luego, dice, se rasgan y dejan pasar la luz. Le dije que estaba lleno de mierda, y simplemente se rio.

Quizá sí, quizá no.

 

Fin

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