Blaze

Blaze


Capítulo 9

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La señora Cheney fue su profesora en lectura, escritura e historia. Enseguida comprendió que las matemáticas (que él siempre llamaba aritmética) eran para Blaze una causa perdida. La única vez que lo puso a prueba con tarjetas didácticas, él palideció y ella creyó que el muchacho había estado a punto de desmayarse.

Blaze era lento pero no retrasado. En diciembre ya había pasado de las aventuras de Dick y Jane de primer curso a las historias de

Caminos a todas partes, la lectura del tercer curso. La señora Cheney le dio una pila de cómics clásicos que tenía encuadernados en tapas duras y una nota en la que indicaba a los Bowie que eran sus deberes para después de clase. Su favorito, por supuesto, fue

Oliver Twist, lo leyó una vez y otra hasta que se aprendió todas las palabras.

Así fueron las cosas hasta enero, y así podían haber sido hasta la siguiente primavera si no hubieran pasado dos cosas inoportunas. Blaze mató a un perro y se enamoró.

Odiaba a los collies, pero una de sus tareas consistía en alimentarlos. Eran de pura raza, pero la paupérrima dieta y su enjaulamiento en la perrera los había vuelto feos y neuróticos. Casi todos eran cobardes y se encrespaban si los tocabas. A veces se abalanzaban, gruñendo y ladrando, pero enseguida se alejaban y regresaban desde otro ángulo. A menudo se acercaban sigilosamente por detrás. Entonces podían morderte en la pantorrilla o en las nalgas y escabullirse. El clamor a la hora de la comida era infernal. Se oía más allá de la propiedad de Hubert Bowie. La señora Bowie era la única a la que los perros obedecían. Ella los adulaba con su voz vibrante. Cuando estaba con los perros, siempre llevaba puesta su chaqueta roja, cubierta de pelos de color marrón claro.

Los Bowie vendían pocos animales de crianza, pero en primavera los perros proporcionaban doscientos dólares cada uno. La señora Bowie explicó a Blaze la importancia de alimentar bien a los animales, de alimentarlos con lo que ella llamaba «una buena mezcla». Pero ella nunca les daba de comer, y lo que Blaze ponía en los comederos era una comida barata, llamada Dignidad de Perro, de una tienda de alimentación de Falmouth. Hubert Bowie a veces la llamaba Bazofia Barata y otras veces Pedos de Perro. Pero jamás cuando su esposa estaba cerca.

Los perros sabían que a Blaze no le gustaban, que les tenía miedo, y cada día se mostraban más agresivos con él. Cuando el clima llegó a ser realmente frío, se acercaban tanto en sus embestidas que incluso llegaban a morderle de frente. Por la noche a veces se despertaba en medio de una pesadilla en la que la jauría lo había derribado y empezaba a comérselo vivo. Tras esos sueños, permanecía tendido en la cama, exhalando frías bocanadas de vapor en la oscuridad e intentando convencerse a sí mismo de que aún estaba entero. Sabía que lo estaba, conocía la diferencia entre los sueños y la realidad, pero en la oscuridad esa diferencia parecía muy tenue.

En muchas ocasiones, los golpes y mordiscos conseguían que a Blaze se le cayera la comida. Entonces tenía que recogerla como podía de la nieve compacta y manchada de orina mientras los perros gruñían y arremetían a su alrededor.

Paulatinamente, uno de ellos se convirtió en el líder de la guerra no declarada contra Blaze. Se llamaba Randy. Tenía once años y un ojo lechoso. A Blaze lo aterrorizaba. Sus dientes parecían colmillos oxidados. En el centro de la cabeza tenía una línea blanca. Se acercaba a Blaze con decisión, de frente, sus ancas palpitaban bajo el astroso pelaje. El ojo bueno de Randy parecía arder mientras que el malo permanecía indiferente a todo, como una lámpara averiada. Sus garras arrancaban pequeños terrones amarillentos de nieve apelmazada del suelo de la perrera. Aceleraba hasta un punto en que parecía imposible que pudiese hacer otra cosa que no fuera lanzarse al vuelo hacia la garganta de Blaze. Entonces los otros perros entraban en una especie de frenesí, se revolvían, gruñían y saltaban. En el último segundo, las garras de Randy se clavaban con fuerza en el suelo, salpicando nieve sobre los pantalones verdes de Blaze, luego se alejaba dibujando un amplio círculo, y repetía la maniobra. Pero cada vez tardaba más en detenerse, se acercaba tanto que Blaze podía percibir su hedor e incluso su aliento.

Una noche, hacia finales de enero, supo que el perro no se detendría en el último instante. No sabía por qué esa vez iba a ser diferente, pero así fue. Randy se lo hizo saber. Se le echaría encima. Y cuando lo hiciese, los otros perros lo imitarían rápidamente. Lo siguiente sería como en sus pesadillas.

El perro se acercaba, corría cada vez más y más rápido, silencioso. Esta vez no se detendría. No derraparía ni se desviaría. Sus cuartos traseros se tensaron, luego tomaron impulso. Un segundo después estaba en el aire.

Blaze llevaba dos cubos de acero llenos de Dignidad de Perro. Cuando vio lo que Randy pretendía, todo su miedo le abandonó. Dejó caer los cubos en el mismo momento en que Randy se abalanzaba. Blaze llevaba guantes de cuero con agujeros en los dedos. Golpeó al perro en el aire con el puño derecho, debajo de la zona inferior de la mandíbula. La sacudida le recorrió el brazo hasta el hombro. La mano se le entumeció completamente. Sonó un breve y duro crujido. Randy dibujó un giro perfecto de ciento ochenta grados en el gélido aire y aterrizó sobre el lomo con un golpe seco.

Blaze se percató de que los otros perros habían permanecido en silencio solo cuando empezaron a ladrar de nuevo. Recogió los cubos, se acercó al comedero y vertió la comida en él. Antes, los perros siempre acudían en tropel, mordisqueaban el aire, ladraban y gruñían para conseguir las mejores posiciones, antes incluso de que hubiera añadido agua. En cuanto a eso no podía hacer nada; era inútil. Ahora, cuando uno de los collies más pequeños corrió hacia el comedero, con sus estúpidos ojos brillantes y su estúpida lengua colgando a un lado de su estúpida boca, Blaze lo agarró con sus manos enguantadas y lo echó a un lado con tanta fuerza que sus patas perdieron el equilibrio y cayó de bruces. Los otros perros retrocedieron.

Blaze añadió dos baldes de agua del grifo.

—Vamos —dijo—. Está fresca. Acercaos y comed.

Volvió para echarle un vistazo a Randy mientras los otros perros corrían hacia el comedero.

Las pulgas estaban ya abandonando el cuerpo cada vez más frío de Randy para morir en la nieve cubierta de pis. El ojo bueno parecía casi tan vacío como el malo. Eso despertó en Blaze un sentimiento de culpa y tristeza. Tal vez el perro solo jugaba. Tal vez solo intentaba asustarlo.

Y se había asustado. Por supuesto que sí, qué demonios.

Regresó a la casa con los cubos vacíos, cabizbajo. La señora Bowie estaba en la cocina. Había colocado el tapón en el fregadero y estaba lavando las cortinas. Mientras trabajaba cantaba un himno con su voz aguda.

—¡Eh, no me pises el suelo! —gritó.

Era su suelo, pero era Blaze el que lo limpiaba. De rodillas. El malhumor despertó en su pecho.

—Randy está muerto. Se me echó encima. Le golpeé. Lo he matado.

Ella sacó las manos del agua jabonosa y gritó:

—¿Randy? ¡Randy! ¡Randy!

Describió un círculo sobre sí misma, cogió el suéter de la percha cercana a la estufa y fue hacia la puerta.

—¡Hubert! —Llamó a su marido—. ¡Hubert, oh, Hubert! ¡Qué niño más malo!

Y luego, como si aún estuviera cantando:

—OooooooOOOOOO.

Apartó a Blaze de su camino y salió. El señor Bowie apareció por una de las puertas del cobertizo. Su simple rostro estaba lleno de sorpresa. Dio una zancada hacia Blaze y lo agarró del hombro.

—¿Qué ha pasado?

—Randy está muerto —dijo Blaze, impasible—. Saltó sobre mí y yo lo aparté.

—Espera aquí —dijo Hubert Bowie, y se fue tras su esposa.

Blaze se quitó la chaqueta roja y negra y se sentó en un taburete del rincón.

La nieve de sus botas se derritió y formó un charco en el suelo. No le importó. El calor de la leña palpitaba en su rostro. Él la había cortado. No le importaba.

Bowie tuvo que guiar a su esposa de vuelta a casa, se había cubierto la cara con el delantal y lloraba sonoramente. El elevado tono de su voz recordaba el ruido de una máquina de coser.

—Vete al cobertizo —le dijo Bowie.

Blaze abrió la puerta. Bowie lo ayudó a salir con la punta de su bota. Blaze perdió paso en los dos escalones y se cayó en el porche, se levantó y entró en el cobertizo. Dentro había muchas herramientas: hachas, martillos, un torno, una lijadora, pulidoras, una cortadora y otras cosas que no sabía cómo se llamaban. También había piezas de automóviles y cajas con revistas viejas. Y una pala de aluminio muy ancha para la nieve. Su pala. Blaze la miró, y algo en la pala completó el odio que sentía por los Bowie. Ellos recibían ciento sesenta dólares al mes por mantenerle y él les hacía sus tareas. Comía mal. La comida era mejor en HH. No era justo.

Hubert Bowie abrió la puerta del cobertizo y entró.

—Voy a darte unos azotes —dijo.

—Ese perro se me echó encima. Directo a la garganta.

—No digas nada más, solo conseguirás que las cosas se pongan peor para ti.

Cada primavera, Bowie apareaba una de sus vacas con Freddy, uno de los toros de Franklin Marstellar. En una de las paredes del cobertizo había un cabestro que él llamaba «el ronzal del amor» y un bozal. Bowie asió los ganchos y enlazó ambos extremos; el cuero quedó muy tenso.

—Inclínate sobre esa mesa de trabajo.

—Randy se lanzó a mi garganta. Le estoy diciendo que era él o yo.

—Inclínate sobre esa mesa de trabajo.

Blaze vaciló, pero no pensó. Pensar era un proceso demasiado largo para él. En cambio, consultó los entresijos de su instinto.

Todavía no era el momento oportuno.

Se inclinó sobre la mesa de trabajo. El castigo fue largo y doloroso, pero no lloró. Lo hizo más tarde, en su habitación.

La chica de la que se enamoró se llamaba Marjorie Thurlow y asistía al séptimo curso en la Escuela de Cumberland. Era rubia, de ojos azules y pecho plano. Su dulce sonrisa le arqueaba los párpados hacia arriba. En el patio de juegos, Blaze la seguía con la mirada. Sentía un vacío en el fondo del estómago, pero de un modo que era bueno. Se imaginaba llevándole los libros y protegiéndola de los malvados. Cuando pensaba eso siempre se ruborizaba.

Un día, poco después del incidente de Randy y los azotes, el Servicio de Salud se presentó en el colegio para poner vacunas. La semana anterior habían repartido formularios a los niños; aquellos padres que quisieran vacunar a sus hijos tenían que firmarlos. Ahora, los niños con los formularios firmados guardaban cola en una nerviosa fila hacia los baños. Blaze era uno de ellos. Bowie había llamado a George Henderson, de la administración del colegio, para preguntarle si las vacunas costaban dinero. Como eran gratuitas, Bowie firmó.

Margie Thurlow también estaba en la fila. Parecía muy pálida. Blaze se sentía mal por ella. Le hubiera gustado poder retroceder y cogerle de la mano. Se ruborizó. Inclinó la cabeza y avanzó arrastrando los pies.

Blaze era el primero de la fila. Cuando la enfermera le hizo pasar al baño, se quitó su chaqueta roja y negra y se desabrochó la manga de la camisa. La enfermera sacó una aguja de una especie de hornillo, comprobó su formulario, y dijo:

—Será mejor que también te desabroches la otra manga, hombretón. Tú vales por dos.

—¿Duele? —dijo Blaze mientras se desabotonaba la otra manga.

—Solo durante un segundo.

—Vale —dijo Blaze, y dejó que la enfermera le clavara la aguja en el brazo izquierdo.

—Bien. Ahora el otro brazo y ya estarás listo.

Blaze se volvió hacia el otro lado. Con otra aguja, ella le inyectó la sustancia en el brazo izquierdo. Luego salió del baño, regresó a su pupitre y comenzó a descifrar una historia de su libro.

Cuando Margie apareció, tenía lágrimas en los ojos y muchas más en las mejillas, pero no lloraba. Blaze se sintió orgulloso de ella. Cuando Margie pasó junto a su pupitre de camino a la puerta (los chicos de séptimo curso iban a otra aula), él le sonrió. Y ella le devolvió la sonrisa. Blaze envolvió esa sonrisa, la guardó, y la conservó durante años.

En el recreo, en el mismo momento en que Blaze cruzaba el umbral de la puerta del patio de juegos, Margie pasó corriendo delante de él; lloraba. Se giró para verla alejarse, después paseó despacio por el patio, con la frente arrugada y el rostro compungido. Se acercó a Peter Lavoie, que bateaba una bola de cuero desde su puesto con un guante de béisbol en una mano, y le preguntó si sabía qué le había ocurrido a Margie.

—Glen le golpeó donde le pusieron la vacuna —dijo Peter Lavoie. Le demostró cómo lo había hecho con un niño, que pasaba por su lado, cerró el puño y le golpeó tres veces rápidamente: pum, pum, pum.

Blaze lo observó y frunció el ceño. La enfermera había mentido. Los dos brazos le dolían un montón desde las vacunas. Sentía los músculos rígidos y doloridos. Le costaba incluso doblar los brazos sin esfuerzo. Y Margie era una chica. Miró alrededor buscando a Glen.

Glen Hardy era un muchacho de octavo enorme, de esos que jugaban al fútbol, tirando a gordo. Era pelirrojo y se peinaba el pelo hacia atrás en grandes ondas. Su padre era granjero en el oeste de la ciudad, y los brazos de Glen eran puros bloques de músculo.

Alguien le lanzó a Blaze la pelota; la dejó caer en el suelo sin mirarla y comenzó a buscar a Glen Hardy.

—Oh, muchachos —dijo Peter Lavoie—. ¡Blaze va a por Glen!

La noticia viajó rápidamente. Grupos de niños empezaron a moverse con estudiado disimulo hacia donde Glen y otros chicos mayores jugaban a una ruda y bestial versión de

kick-ball. Glen era el lanzador. Sus lanzamientos eran rápidos y duros, la bola rebotaba con fuerza contra el suelo helado.

La señora Foster, que aquel día realizaba la guardia en el patio, estaba en el otro extremo, vigilando a los pequeños en los columpios. No sería un inconveniente, al menos al principio.

Glen alzó la mirada y vio que Blaze se acercaba. Dejó caer al suelo la pelota. Se colocó las manos en las caderas. Ambos equipos formaron un semicírculo en torno a él. Estaban todos los alumnos de séptimo y de octavo. Ninguno, excepto Glen, era tan grande como Blaze.

Los niños de cuarto, quinto y sexto curso estaban agrupados vagamente detrás de Blaze. Se movían arrastrando los pies, ajustándose los cinturones, tirándose con timidez de los dedos de sus guantes, hablando en murmullos unos a otros. Los muchachos de ambos bandos tenían expresiones de absurda despreocupación. La pelea aún no había estallado.

—¿Qué quieres, gilipollas? —preguntó Glen Hardy. Su voz era serena. La voz de un joven dios con un resfriado invernal.

—¿Por qué golpeaste a Margie Thurlow en la vacuna? —preguntó Blaze.

—Pensé que me gustaría.

—Vale —dijo Blaze, y avanzó un paso.

Glen le pegó dos veces en la cara —bum, bum— incluso antes de que se hubiera acercado lo suficiente, y de la nariz de Blaze comenzó a manar sangre. Entonces Glen retrocedió para conservar la ventaja de su ataque. La gente chillaba.

Blaze sacudió la cabeza. Gotas de sangre salpicaban la nieve.

Glen sonreía con descaro:

—Niño de acogida —dijo—. Niño de acogida con mierda en el cerebro.

Luego golpeó a Blaze en el centro de su frente hundida y su sonrisa se transformó en un dolor que explotó en su brazo. La frente de Blaze, hundida o no, era muy dura.

Durante un instante olvidó retroceder y Blaze soltó su primer puñetazo. No usó el cuerpo; únicamente empleó su brazo como un pistón. Sus nudillos conectaron con la boca de Glen, que gritó cuando sus labios se cortaron contra los dientes y comenzaron a sangrar. Los chillidos se intensificaron.

Glen probó su propia sangre y olvidó retirarse. Olvidó lo que significaba burlarse del chico feo con la frente abollada. Solo quería avanzar y soltar ganchos a diestro y siniestro.

Blaze fijó los pies en el suelo y le hizo frente. Vagamente, como de lejos, oía los gritos de ánimo de sus compañeros de clase. Le recordaron los gruñidos de los collies en la perrera el día en el que se percató de que Randy no se desviaría.

Glen le endosó como mínimo tres buenos golpes, y la cabeza de Blaze los resistió. Jadeó e inhaló sangre. Oyó campanillas en los oídos. Blaze volvió a descargarle un puñetazo y entonces fue él quien sintió la sacudida hasta el hombro. La sangre de la boca de Glen se extendía por las mejillas y la barbilla. Glen escupió un diente. Blaze golpeó de nuevo, en el mismo sitio. Glen aulló. Sonó como un niño que se hubiera pillado los dedos con una puerta. Cesó de balancearse. Su boca era un desastre. La señora Foster corría hacia ellos. Su blusa ondeaba, sus rodillas bombeaban, y soplaba su pequeño silbato de plata.

A Blaze le dolía mucho el brazo donde la enfermera le había pinchado, y el puño, y la cabeza, pero volvió a golpear, con todas sus fuerzas, con una mano que sentía entumecida y muerta. Era la misma mano que había usado con Randy, y golpeó tan fuerte como aquel día en la perrera. El puñetazo impactó en la barbilla de Glen. El chasquido que se oyó dejó a los niños mudos. Glen se tambaleó, se le pusieron los ojos en blanco. Las rodillas se le aflojaron y se desplomó.

Lo he matado —pensó Blaze—.

Oh, Jesús, lo he matado como a Randy.

Pero entonces Glen se agitó levemente y murmuró desde el fondo de su garganta, como hace la gente mientras duerme. La señora Foster le gritó a Blaze que fuera adentro. Mientras se marchaba, Blaze oyó que le pedía a Peter Lavoie que fuera a su despacho y le trajera el estuche de primeros auxilios, a toda prisa.

Le expulsaron del colegio. Suspendido. Cortaron la hemorragia nasal con una bolsa de hielo, le pusieron una tirita en la oreja, y luego le enviaron de regreso a la granja de los perros; tuvo que recorrer a pie los siete kilómetros de distancia. Había recorrido un pequeño tramo del camino cuando se acordó de su bolsa del almuerzo. La señora Bowie siempre le enviaba al colegio con un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una manzana. No era mucho, pero la caminata sería larga y, como John Cheltzman decía, algo es mejor que nada todos los días de la semana. Cuando regresó, no le permitieron entrar, pero Margie Thurlow sí se despidió de él. Todavía tenía los ojos rojos de tanto llorar. Parecía como si quisiera decir algo pero no supiera cómo hacerlo. Blaze conocía ese sentimiento y le sonrió para demostrarle que todo iba bien. Ella le devolvió la sonrisa. Blaze tenía un ojo tan hinchado que apenas podía abrirlo, así que la miró con el otro ojo.

Cuando llegó al límite de la propiedad del colegio, miró hacia atrás para verla una vez más, pero ella ya se había marchado.

—Sal del cobertizo —dijo Bowie.

—No.

Bowie abrió unos ojos como platos. Sacudió levemente la cabeza, como para aclarársela.

—¿Qué has dicho?

—No deberías castigarme.

—Yo seré el juez en esto. Sal del cobertizo.

—No.

Bowie avanzó hacia él. Blaze fijó los dos pies en el suelo y cerró su hinchado puño. Dio un paso adelante. Bowie se detuvo. Había visto a Randy. Tenía el cuello roto como se rompe una rama de cedro después de una fuerte helada.

—Sube a tu habitación, estúpido hijo de puta —dijo.

Blaze se marchó. Se sentó en un lado de la cama. Desde allí podía oír a Bowie hablar a gritos por teléfono. Imaginó a quién le estaba gritando.

No le importaba. No le importaba. Pero cuando pensaba en Margie Thurlow, sí le importaba. Cuando pensaba en Margie solo quería llorar, igual que a veces quería llorar cuando observaba a un pájaro posado en un cable del teléfono. No lo hizo. Lo que hizo fue leer

Oliver Twist. Se lo sabía de memoria; hasta era capaz de pronunciar las palabras que no conocía. Fuera, los perros ladraban. Estaban hambrientos. Era la hora de darles de comer. Nadie le llamó para que los alimentara, pero si se lo hubieran pedido, lo habría hecho.

Leyó

Oliver Twist hasta que la camioneta de HH llegó para recogerle. Conducía La Ley. Sus ojos estaban rojos de furia. Su boca no era más que una delgada línea entre la barbilla y la nariz. Los Bowie permanecieron juntos bajo las largas sombras del crepúsculo de enero y les observaron alejarse en el automóvil.

Cuando llegaron a Hetton House, un desagradable sentimiento de familiaridad se apoderó de Blaze. Se sintió como una camisa mojada. Tuvo que morderse la lengua para no ponerse a llorar. Habían transcurrido tres meses y nada había cambiado. HH seguía siendo el mismo montón de eternos ladrillos rojos de mierda. Las mismas ventanas arrojaban la misma luz amarillenta al exterior, solo que ahora el suelo estaba cubierto de nieve. En primavera la nieve habría desaparecido pero la luz seguiría siendo la misma.

En su oficina, La Ley le mostró El Azote. Blaze podría habérselo quitado de encima, pero estaba cansado de pelear. Y supuso que siempre habría alguien más grande, con un azote más grande.

Cuando La Ley terminó de ejercitar su brazo, Blaze fue enviado al dormitorio común de Fuller Hall. John Cheltzman estaba de pie en la entrada. Uno de sus ojos era una hendidura de hinchada carne púrpura.

—Hola, Blaze —dijo.

—Hola, Johnny. ¿Dónde están tus gafas?

—Hechas añicos —dijo. Luego gritó—: ¡Blaze, me han roto las gafas! ¡Ahora no puedo leer nada!

Blaze pensó en eso. Estaba triste por haber vuelto allí, pero significaba mucho encontrar a Johnny esperándole.

—Las arreglaremos. —Se le ocurrió una idea—. O quitaremos la nieve de la ciudad a paletadas después de la próxima tormenta y ahorraremos para unas nuevas.

—¿Crees que podríamos hacerlo?

—Claro. Para poder ayudarme con los deberes tienes que ver, ¿verdad?

—Claro, Blaze, claro.

Entraron juntos.

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