Blaze

Blaze


Capítulo 11

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Aparcar en Ocoma Heights no era problema, y eso a pesar de que estaba bien patrullada por la poli. George había elaborado esa parte del plan meses antes de morir. Esta parte había sido la semilla.

Un gran edificio de apartamentos se alzaba frente a la residencia Gerard y a cuatrocientos metros de la carretera. Oakwood tenía nueve plantas de apartamentos inhabitados por los acomodados —muy bien acomodados— trabajadores que tenían sus intereses empresariales en Portland, Portsmouth y Boston. En uno de los lados había un aparcamiento para los visitantes. Cuando Blaze llegó a la puerta, un hombre salió de la pequeña cabina cerrándose la cremallera de la parka.

—¿A quién viene a visitar, señor?

—Al señor Joseph Carlton —dijo Blaze.

—Sí, señor —dijo el vigilante. El hecho de que fueran casi las dos de la madrugada no pareció extrañarle—. ¿Necesita que avisemos de su llegada?

Blaze negó con la cabeza y le mostró una tarjeta de plástico roja. Era de George. Si el vigilante hubiera dicho que tenía que avisar arriba —incluso si hubiese aparentado sospechar—, Blaze habría sabido que la tarjeta ya no servía, que habrían cambiado los colores o algo, y que tendría que salir de allí escopeteado.

Pero el vigilante asintió y volvió a meterse en la cabina. Un momento más tarde, la barrera se levantó y Blaze entró en el aparcamiento.

Joseph Carlton no estaba, al menos Blaze no pensaba que estuviese. George había dicho que el apartamento del octavo piso era un garito alquilado por algunos tipos de Boston, tipos a los que él llamaba Listillos Irlandeses. A veces los Listillos Irlandeses se citaban allí. A veces quedaban con chicas que «hacían variaciones», según palabras de George. La mayoría de las veces jugaban encarnizadas partidas de póquer. George había participado media docena de veces en aquellas partidas, pues había crecido con uno de los Listillos, un gánster prematuro llamado Billy O’Shea con ojos de rana y labios azulados. Debido al tono de voz de George, Billy O’Shea le llamaba

Raspy[21], o simplemente Rasp. De vez en cuando George y Billy O’Shea hablaban sobre apuestas y dinero fácil.

En dos ocasiones Blaze había estado con George en aquellas partidas de fuertes apuestas, y apenas podía creer la cantidad de dinero que había sobre la mesa. Una de las veces George ganó cinco mil dólares. En la otra perdió dos mil. La cercanía entre Oakwood y la residencia de los Gerard fue lo que incitó a George a pensar seriamente en el dinero y en el pequeño heredero.

El aparcamiento para los visitantes estaba oscuro y desierto. La nieve arrinconada brillaba bajo un único arco de luz de sodio. La nieve estaba acumulada en grandes montones contra la alambrada que separaba el aparcamiento de los cuatro acres de parque desierto que había al otro lado.

Blaze salió del Ford, fue hasta la puerta trasera y sacó la escalera. Ya estaba en acción y eso era lo mejor. Sus dudas se disipaban cuando se ponía en movimiento.

Pasó la escalera por encima de la alambrada. Aterrizó en silencio sobre una almohada de nieve. Trepó con dificultad, sus pantalones se engancharon en un alambre que sobresalía y cayó de cabeza al otro lado sobre un montón de nieve de un metro de espesor. Aquello era formidable, emocionante. Se movió en el suelo y dejó involuntariamente la marca de un ángel de nieve al levantarse.

Pasó un brazo por un hueco de la escalera y comenzó a caminar con dificultad hacia la carretera principal. Quería llegar a la parte de atrás de la residencia de los Gerard, y se había concentrado en ello. No pensaba en las huellas que dejaba a su paso, las distintivas marcas de sus botas del ejército. George habría pensado en ello, pero George no estaba allí.

Se detuvo en la carretera y miró a ambos lados. No se acercaba nadie. Al otro lado, un seto cubierto de nieve se interponía entre él y la oscura casa.

Cruzó deprisa la carretera, encorvado, como si eso pudiera ocultarle, y pasó la escalera por encima del seto. Se disponía a franquearlo abriéndose paso entre la espesura cuando una luz —la farola más cercana o tal vez solo el brillo de las estrellas— trazó un haz plateado entre las ramas desnudas. Miró con atención y oyó los latidos de su corazón.

Había un cable conectado a pequeñas estacas de metal. A tres cuartos de cada estaca, el cable atravesaba un conductor de porcelana. Estaba electrificado, es decir, como el pastizal de las vacas de los Bowie. Probablemente dejaría zumbando a cualquiera que lo tocara, con la suficiente fuerza para que se meara en los pantalones y activase la alarma al mismo tiempo. El chófer o el mayordomo o cualquier otro alertaría a los polis, y ahí acabaría todo. Dicho y hecho.

—¿George? —susurró.

En alguna parte —¿en la carretera?— una voz respondió en un murmullo:

—Joder, sáltalo.

Se retiró —seguía sin acercarse nadie por la carretera— y corrió hacia el seto. Un segundo antes de alcanzarlo sus piernas se flexionaron y se impulsó hacia arriba en un torpe salto. Rozó el borde superior del seto y aterrizó despatarrado sobre la nieve, junto a la escalera. Su pierna, rasguñada ligeramente cuando cruzó la alambrada de Oakwood, salpicó gotitas de sangre del grupo AB negativo sobre la nieve y algunas ramas del seto.

Blaze se levantó y evaluó la situación. La casa estaba a noventa metros de distancia. Detrás había un edificio más pequeño. Tal vez un garaje o una casa para invitados. Quizá las dependencias de los sirvientes. En medio había una amplia extensión cubierta de nieve. Si alguien estaba despierto, podría descubrirle fácilmente desde allí. Blaze se encogió de hombros. Si estaban despiertos, estaban despiertos. No podía hacer nada al respecto.

Agarró la escalera y trotó hacia las protectoras sombras de la casa. Cuando las alcanzó, se agazapó, contuvo la respiración y miró en derredor en busca de señales de alarma. No vio ninguna. La casa dormitaba.

En la planta superior había docenas de ventanas. ¿Cuál sería? Si George y él lo habían sabido —si él lo había sabido—, lo había olvidado. Apoyó una mano contra los ladrillos, como si tomara aliento. Miró a través de la ventana más cercana y vio una amplia y reluciente cocina. Parecía la sala de control de la nave

Enterprise. Una lucecita sobre la estufa reflejaba un suave resplandor sobre la fórmica y los azulejos. Blaze se secó la boca con la palma de la mano. La indecisión estaba intentando apoderarse de él, y regresó por la escalera para contrarrestarla. Cualquier acción serviría, incluso la más trivial. No dejaba de temblar.

¡Esto es cadena perpetua! —gritó una voz en su interior—.

¡Por esto te dan la bomba atómica! Todavía estás a tiempo, todavía puedes

—Blaze.

Le faltó poco para gritar.

—Ve a cualquier ventana. Por si no te acordabas, tendrás que forzar las juntas.

—No puedo, George. Tiraré algo… me oirán y vendrán y me dispararán… o…

—Blaze, lo conseguirás. Con eso basta.

—Tengo miedo, George. Quiero volver a casa.

No hubo respuesta. Pero en cierto modo, esa era la respuesta.

Respirando con violentos y sordos jadeos que exhalaban nubes de vapor, soltó los topes de la escalera y la extendió en toda su longitud. Sus dedos, torpes dentro de las manoplas, tuvieron que tantear un par de veces los cierres para asegurarlos de nuevo. Estuvo trasteando un buen rato en la nieve y acabó blanco de pies a cabeza, como el hombre de las nieves, el Yeti. Tenía nieve hasta en la visera del gorro, torcida todavía hacia el lado de la buena suerte. Salvo por los clic clac de los cierres y el suave resoplido de su respiración, todo estaba en calma. La nieve amortiguaba los ruidos.

La escalera era de aluminio; por tanto, ligera. La levantó con facilidad. El peldaño superior quedaba justo debajo de la ventana que había encima de la cocina. Podría alcanzar el borde de esa ventana desde dos o tres peldaños más abajo.

Comenzó a subir, a medida que ascendía se desprendía de la nieve. La escalera se movió y él se detuvo y contuvo la respiración, pero a partir de ahí la escalera permaneció estable. Siguió subiendo. Miró cómo descendían los ladrillos delante de él, luego el alféizar. Al poco estaba mirando a través de la ventana de un dormitorio.

Había una cama de matrimonio. Dos personas dormían en ella. Sus rostros no eran más que círculos blancos. En realidad, solo borrones.

Blaze los miró fijamente, sorprendido. Había olvidado que tenía miedo. Por alguna razón que no podía comprender —no estaba cachondo, o al menos no pensó en que lo estaba— empezó a experimentar una erección. No tenía duda de que estaba mirando a Joseph Gerard III y a su esposa. Los contemplaba y ellos no lo sabían. Estaba mirando directamente su mundo. Podía ver sus tocadores, sus mesitas de noche, su gran cama de matrimonio. Podía ver un gran espejo de cuerpo entero y su propio reflejo en él, mirándolo desde un lugar donde hacía frío. Los observaba y ellos no lo sabían. Su cuerpo se sacudió por la emoción.

Apartó los ojos y miró el seguro interior de la ventana. Era un simple pestillo, bastante fácil de abrir con la herramienta adecuada, lo que George habría llamado un chisme. Blaze, por supuesto, no tenía la herramienta adecuada, pero no iba a necesitarla. El seguro no estaba puesto.

Son peces gordos —pensó Blaze—.

Peces gordos y estúpidos republicanos. Yo tal vez sea bobo, pero ellos son estúpidos.

Blaze separó los pies todo lo que pudo para hacer palanca con más fuerza, luego comenzó a aplicar presión sobre la ventana y la aumentó paulatinamente. El hombre de la cama cambió de postura pero no se despertó, y Blaze esperó hasta que Gerard regresó a la ruta de sus sueños. Entonces volvió a hacer presión.

Estaba empezando a pensar que quizá habían sellado la ventana de otro modo —por eso el seguro no estaba puesto— cuando se abrió en una finísima rendija. La madera gimió suavemente. Blaze se interrumpió de inmediato.

Reflexionó.

Tendría que hacerlo rápido: abrir la ventana, pasar al otro lado, cerrar la ventana de nuevo. De otro modo, la entrada del aire gélido de enero en la habitación los despertaría. Pero si la ventana chirriaba al deslizarse contra el marco, también se despertarían.

—Adelante —dijo George desde la base de la escalera—. Este va a ser tu mejor golpe.

Blaze metió los dedos por la rendija entre la parte inferior de la ventana y la jamba, luego tiró. La ventana subió sin hacer ruido. Pasó una pierna al interior, la siguió todo el cuerpo, se volvió y cerró la ventana. Cuando encajó en su sitio gimió. Blaze se quedó petrificado, temía darse la vuelta y mirar hacia la cama, aguzó los oídos para capturar el más mínimo sonido.

Nada.

Pero, oh, sí, ahí estaban. Sí, había muchos. La respiración, por ejemplo. Dos personas que respiraban muy juntas, como si pedalearan en una bicicleta para dos. Tímidos chirridos del colchón. La aguja del reloj. Una leve corriente de aire, procedente del horno. Y la casa en sí misma, exhalando. Debilitándose lentamente como si llevase en pie cincuenta o setenta y cinco años. Demonios, quizá cien. Asentándose sobre sus huesos de ladrillo y madera.

Blaze se volvió y los miró. La mujer estaba tapada hasta la cintura. La parte superior de su camisón se había bajado y uno de sus pechos quedaba a la vista. Blaze lo observó, fascinado por su grandeza y caída, por la forma en que el pezón coronaba ese pequeño esbozo…

—¡Muévete, Blaze! ¡Por Dios!

Cruzó la habitación a grandes pasos, como un ridículo amante que saliera de su escondite debajo de la cama, con la respiración contenida y el pecho hinchado como un coronel de dibujos animados.

El oro destelló.

Había un pequeño tríptico sobre uno de los tocadores, tres fotos enmarcadas en una pirámide de oro. Abajo estaban Joe Gerard III y su esposa armenia de piel aceitunada. Arriba estaba el IV, un infante sin pelo y un babero bajo la barbilla. Sus ojos oscuros estaban muy abiertos para mirar el mundo al que había llegado hacía tan poco.

Blaze llegó a la puerta, giró el pomo, y se detuvo para mirar atrás. Ella había extendido un brazo sobre su pecho desnudo, ocultándolo. Su marido dormía boca arriba, con la boca abierta, y durante un instante, antes de soltar un sonoro ronquido y de arrugar la nariz, pareció que estaba muerto. Blaze pensó en Randy y en cómo yacía en el suelo helado mientras las pulgas y garrapatas abandonaban su cuerpo.

Más allá de la cama, había manchas de nieve espolvoreada sobre el borde interior de la ventana y en el suelo. Ya estaban derritiéndose.

Blaze se dispuso a abrir la puerta, preparado para detenerse al más mínimo chirrido, pero no lo hubo. Se deslizó hacia el otro lado tan pronto como la abertura fue lo suficientemente amplia. Lo que encontró fue una mezcla de pasillo y galería. Una gruesa y preciosa moqueta se extendía bajo sus pies. Cerró la puerta del dormitorio, avanzó a través de la negra oscuridad guiándose por la barandilla que recorría la galería y miró hacia abajo.

Vio una escalera que ascendía en una sutil espiral desde un amplio vestíbulo que se perdía de vista. El suelo encerado despedía un leve y tenue brillo. A uno de los lados había una estatua de una mujer joven. Enfrente de la estatua, al otro lado de la terraza, había una estatua de un hombre joven.

—Pasa de las estatuas, Blaze. Encuentra al niño. Esa escalera continúa ahí fuera…

A su derecha, uno de los extremos de la escalera comunicaba con el primer piso, así que Blaze giró a la izquierda y dejó atrás la sala. No se oía ningún ruido, solo el suave susurro de sus pies sobre la moqueta. Ni siquiera se oía el horno. Eso era extraño.

Abrió la puerta de la siguiente habitación y encontró un escritorio en el centro y un montón de libros en las estanterías. Había una máquina de escribir sobre el escritorio y una pila de folios sujetos por un trozo de roca negra que parecía cristal. De la pared colgaba un retrato. Blaze distinguió a un hombre con el pelo blanco y el ceño fruncido que parecía estar diciéndole Ladrón. Cerró la puerta y se fue.

La siguiente puerta que abrió daba a un dormitorio vacío con una cama con dosel. Su colcha parecía lo bastante compacta para que las monedas rebotaran en ella.

Continuó adelante, sintiendo los hilillos de sudor que comenzaban a deslizarse por su cuerpo. Casi nunca era consciente del transcurrir del tiempo, pero ahora lo era. ¿Cuánto tiempo llevaba dentro de aquella casa rica y dormida? ¿Quince minutos? ¿Veinte?

La tercera habitación la ocupaban otro hombre y otra mujer dormidos. Ella gemía en sueños, y Blaze cerró la puerta rápidamente.

Llegó a la esquina. ¿Y si tenía que subir hasta el tercer piso? La idea lo invadió del mismo tipo de terror que lo atenazaba en sus infrecuentes pesadillas (normalmente trataban de Hetton House o de los Bowie). ¿Qué diría si las luces se encendían en ese instante y lo pillaban? ¿Qué podría decir? ¿Que había entrado para robar la cubertería de plata? La cubertería de plata no estaba en el segundo piso, hasta un bobo sabía eso.

Había una puerta en el pequeño recodo de la galería. La abrió y descubrió la habitación de un bebé.

Observó durante largo rato, incapaz de creer que había llegado tan lejos. No era un sueño imposible. Podía lograrlo. Pensó en eso y deseó echar a correr.

La cuna era casi idéntica a la que él había comprado. En las paredes de la habitación había personajes de Walt Disney. Había una mesa para cambiar pañales, un estante repleto de cremas y ungüentos, y un vestidor para bebés pintado de un color chillón. Quizá rojo, tal vez azul. En la oscuridad le era imposible saberlo.

En la cuna había un bebé.

Aquella era su última oportunidad de echar a correr, y lo sabía. Todavía podía esfumarse sin que nadie supiera que había entrado. Nadie sospecharía lo que había estado a punto de suceder. Pero él lo sabía. Podría entrar y acariciar la pequeña frente del bebé con una de sus grandes manos y luego marcharse. De repente proyectó una imagen de sí mismo veinte años más tarde mirando el nombre de Joseph Gerard IV en la sección de sociedad de un periódico, las páginas que George llamaba «noticias de las putas ricas y los relinchantes caballos». Sería una imagen de un joven con esmoquin, junto a una chica con un vestido blanco y un ramo de flores en las manos. La noticia revelaría dónde se habían casado y dónde iban a pasar la luna de miel. Él miraría aquella fotografía y pensaría:

Oh, colega. Oh, colega, no tienes ni idea.

Pero cuando entró en la habitación, sabía que llegaría hasta el final.

Así es como hacemos las cosas, George, pensó.

El bebé dormía boca abajo, con la cabeza hacia un lado. Tenía una de sus pequeñas manos bajo la mejilla. Su respiración movía las mantas arriba y abajo en pequeños ciclos. Su cráneo estaba cubierto por pelusilla, nada más. Un chupete rojo yacía a su lado, sobre la almohada.

Blaze se acercó, pero luego retrocedió.

¿Y si lloraba?

En ese mismo instante vio algo que hizo que el corazón le subiera a la boca. Un pequeño interfono. El otro receptor estaría en la habitación de la madre o de la canguro. Si el bebé lloraba…

Con mucho, mucho cuidado, Blaze alargó el brazo y pulsó el botón de encendido. La lucecita roja del aparato se apagó. Cuando lo hizo, se preguntó si habría algún dispositivo que emitiera un zumbido o algo cuando el aparato se apagaba. Como una alarma.

Atención, madre. Atención, canguro. El interfono ha dejado de funcionar porque un secuestrador grandote y estúpido lo ha desactivado. Un secuestrador estúpido está en la casa. Vengan y vean. Traigan una pistola.

Adelante, Blaze. Da tu mejor golpe.

Blaze inspiró una profunda bocanada de aire y luego la soltó. Después desplegó las mantas y rodeó al bebé con ellas al tiempo que lo alzaba. Lo acunó suavemente en sus brazos. El bebé sollozó y se estiró. Sus ojos parpadearon. Emitió un ronroneo. Entonces sus ojos se cerraron de nuevo y su cuerpo se relajó.

Blaze respiró.

Se volvió, regresó hasta la puerta y desanduvo sus pasos por la galería, consciente de que estaba haciendo algo más que huir de la habitación del niño. Estaba cruzando una línea. De ahí en adelante ya no podría afirmar que era un simple ladrón. Su crimen estaba en sus brazos.

Bajar por la escalera de mano con un niño dormido era imposible, y Blaze ni siquiera lo consideró. Descendió por la escalera de la casa. La galería estaba enmoquetada, pero la escalera no. El primer paso que dio en el primer peldaño de madera encerada fue estrepitoso, evidente y delator. Se detuvo y escuchó sin prestar atención a su propia ansiedad; la casa seguía dormida.

Sin embargo, sus nervios empezaban a desatarse. El bebé parecía ganar peso en sus brazos. El pánico le mordisqueaba el juicio. Advertía movimientos con el rabillo de los ojos a ambos lados, primero a uno, luego al otro. A cada paso temía que el bebé empezara a moverse y a llorar. Y entonces sus lamentos despertarían a toda la casa.

—George… —murmuró.

—Camina —dijo George debajo de él—. Como en aquel viejo chiste. Camina, no corras. Sigue el sonido de mi voz, Blazer.

Blaze empezó a bajar por la escalera. Era imposible ser más silencioso, pero al menos ninguno de sus pasos fue tan horriblemente estrepitoso como el primero. El bebé se revolvió. Blaze no podía tenerlo quieto, daba igual cómo lo intentara. De momento el niño estaba dormido, pero en cualquier minuto, en cualquier segundo…

Se puso a contar. Cinco pasos. Seis. Siete. Ocho y me como un bizcocho. Era una escalera muy larga. Hecha, supuso, para que cabrones de color la barrieran arriba y abajo bailando como en

Lo que el viento se llevó. Diecisiete. Dieciocho. Dieci…

Aquel era el último escalón y su pie, que no lo esperaba, se posó con fuerza: ¡Clac! La cabeza del bebé dio una sacudida. Soltó un sollozo. Se oyó muy alto en la quietud.

Una luz se encendió en la planta de arriba.

Los ojos de Blaze se abrieron como platos. La adrenalina se le agolpó en el pecho y en el estómago; Blaze se puso en tensión y apretó al niño contra él. Se obligó a relajarse —un poco— y se ocultó en la sombra de la escalera. Se quedó muy quieto, con el rostro distorsionado por el miedo y el horror.

—¿Mike? —dijo una voz soñolienta.

Unas zapatillas se arrastraban hacia la barandilla justo por encima de su cabeza.

—Mikey; Mike, ¿eres tú? ¿Eres tú, cosa mala?

La voz venía directamente de encima de su cabeza, hablaba en susurros, con el tono de los demás-están-durmiendo. Era una voz mayor, quejumbrosa.

—Entra en la cocina y mira el recipiente de leche tan bonito que Mamá te ha dejado. —Una pausa—. Si vuelcas algún florero, Mamá te dará una zurra.

Si el niño se ponía a llorar en ese momento…

La voz murmuró algo con demasiada saliva y Blaze no logró entenderlo; luego oyó que las zapatillas se alejaban. Hubo una pausa —que le pareció un siglo—, entonces una puerta se cerró suavemente y se llevó con ella la luz.

Blaze, de pie en el mismo sitio, intentaba controlar su necesidad de temblar. Temblar podría despertar al niño. Probablemente lo haría.

¿Por dónde se iba a la cocina? ¿Cómo iba a cargar con el niño y la escalera a la vez? ¿Y qué pasaría con el seto electrificado? ¿Qué-cómo-dónde?

Comenzó a moverse para sofocar aquellas preguntas; inclinado sobre el niño envuelto como una bruja sobre su hato, se arrastró hasta la sala principal. Se topó con una doble puerta de cristal abierta de par en par. Los encerados azulejos brillaban más allá. Blaze cruzó el umbral y entró en el comedor de la casa.

Era una sala ostentosa, la mesa de caoba acogía pavos de diez kilos los Días de Acción de Gracias y humeantes asados los domingos por la noche. Tras las puertas de cristal de una alta y preciosa vitrina brillaba la porcelana. Blaze atravesó por la estancia como un fantasma, sin detenerse, pero el resplandor de la gran mesa y de las sillas con sus altos respaldos soldadescos despertó en su pecho un ardiente resentimiento. Una vez fregó el suelo de la cocina de rodillas, y George le dijo que había un montón como él. Y no solo en África. George le dijo que la gente como los Gerard fingían que las personas como él no existían. Así que dejémosles que pongan una muñeca en la cuna del piso de arriba y que finjan que es un bebé. Dejemos que finjan eso, ya que fingir se les da tan bien.

Al final del comedor había una puerta de vaivén. La cruzó. Estaba en la cocina. A través de la escarchada ventana cercana a la estufa vio las patas de su escalera.

Miró alrededor en busca de un lugar donde dejar al bebé mientras abría la ventana. Los cajones eran amplios, pero quizá no lo suficiente. Por otro lado, la idea de dejar al bebé encima de la estufa no le gustaba, ni siquiera aunque estuviera apagada.

Sus ojos se posaron en una anticuada cesta de la compra que colgaba de un gancho de la puerta de la despensa. Parecía lo bastante espaciosa, y tenía un asa. Además era alta. La descolgó y la colocó sobre un carro de la compra pegado a la pared. Metió allí al bebé, que se revolvió solo ligeramente.

Ahora la ventana. Blaze la abrió y se topó con una contraventana. En el piso de arriba no había contraventanas, pero esa estaba clavada en el marco.

Comenzó a abrir los armarios. Debajo del fregadero encontró un pulcro montón de trapos de cocina. Cogió uno. Tenía el dibujo de un águila calva. Envolvió una de sus manos, ya enguantadas, y dio un puñetazo a la zona inferior de la contraventana. Se rompió con relativa facilidad, dejando un amplio agujero dentado. Golpeó con el codo los trozos que apuntaban hacia el centro como grandes flechas de cristal.

—¿Mike? —La misma voz. Su tono era suave. Blaze se quedó tieso.

La voz no procedía del piso de arriba. Procedía…

—Mikey, ¿qué has tirado?

… de la sala principal y se acercaba cada vez más…

—Vas a despertar a toda la casa, tunante.

… cada vez más…

—Voy a tener que encerrarte en la bodega antes de que lo rompas todo.

La puerta se abrió y la silueta de una mujer entró detrás de una linterna con forma de vela. Blaze tuvo la borrosa impresión de que era una mujer mayor que, para no romper el silencio, caminaba despacio, como si hiciera juegos malabares con huevos. Llevaba rulos; la silueta de su cabeza parecía sacada de una película de ciencia ficción. Entonces lo vio.

—¿Quién…?

Solo esa palabra. Luego, la parte de su cerebro, longevo pero no muerto, que reaccionaba ante las emergencias decidió que hablar no era lo ideal en aquella situación. Cogió aire para gritar.

Blaze la golpeó. La golpeó tan fuerte como a Randy, tan fuerte como a Glen Hardy. No lo pensó; tuvo que hacerlo. La anciana cayó al suelo, con la linterna debajo de ella. Se oyó un amortiguado tintineo cuando la bombilla se hizo añicos. El cuerpo de la mujer yacía mitad dentro y mitad fuera de la cocina.

Se oyó un bajo y lastimero maullido. Blaze gruñó y miró hacia arriba. Unos ojos verdes lo acechaban desde lo alto de la nevera.

Blaze se volvió hacia la ventana y quitó el resto de las esquirlas de cristal. Cuando terminó, saltó a través del agujero que había hecho en la contraventana y aguzó el oído.

Nada.

Todavía.

El cristal roto brillaba sobre la nieve como el sueño de un criminal.

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