Blaze

Blaze


Capítulo 11

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Blaze separó la escalera del edificio, soltó los cierres y la acortó. El sonido fue tan aterrador que a Blaze le pareció un grito. Una vez que los cierres estuvieron asegurados de nuevo, agarró la escalera y echó a correr. Estaba más allá de la sombra de la casa, en medio del jardín, cuando se dio cuenta de que había olvidado el bebé. Seguía en el carro de la compra. Lo que sintió hizo que su brazo soltara la escalera, que cayó sobre la nieve. Se giró y miró atrás.

Había luces encendidas en el piso de arriba.

Durante un momento Blaze fue dos personas. Una de ellas solo quería echar a correr hacia la carretera —pelotas a la pared, habría dicho George— y la otra quería regresar a la casa. Por un instante no pudo controlar su mente. Luego regresó; caminaba rápido y sus botas levantaban pequeñas nubes de nieve.

Se cortó la manopla y la carne de la palma de la mano con un trozo de cristal que seguía clavado en el marco de la ventana. Apenas lo notó. Una vez dentro, agarró la cesta, balanceándola peligrosamente, y poco faltó para que el bebé se cayera.

En el piso de arriba, la cisterna de un baño sonó como un trueno.

Depositó la cesta en la nieve y luego salió él, ni siquiera echó una mirada furtiva a la forma inerte que yacía en el suelo detrás de él. Recogió la cesta y sencillamente se esfumó.

Se detuvo el tiempo justo para colocarse la escalera debajo del brazo. Luego corrió hasta el seto. Ahí se detuvo para mirar al bebé. Seguía durmiendo plácidamente. Joe IV ignoraba que lo habían desarraigado. Blaze se volvió y miró hacia la casa. Las luces de la planta de arriba habían vuelto a apagarse.

Asentó la cesta en la nieve y lanzó la escalera por encima del seto. Un momento después, unas luces florecieron en la carretera.

¿Y si era un poli? Jesús, ¿y si lo era?

Se tumbó en la sombra del seto, totalmente consciente de lo fácil que sería seguir las huellas que había dejado aquí y allá a través del jardín. Eran las únicas que había.

Las luces de los faros crecieron, brillaron durante un momento, y luego se apagaron de golpe.

Blaze se levantó, recogió su cesta —ya era su cesta— y se acercó al seto. Apartando la parte de arriba con el brazo, pudo pasar la cesta por encima, hasta el otro lado. Pero no podía salvar la distancia que había hasta el suelo. En el último medio metro tuvo que dejarla caer. Golpeó suavemente sobre la nieve. El bebé encontró su pulgar y comenzó a chuparlo. Blaze veía su boca contraerse y relajarse bajo el brillo de las farolas cercanas. Contraerse y relajarse. Casi como la boca de un pez. El profundo frío de la noche aún no lo había alcanzado. Solo la cabeza y una mano diminuta quedaban fuera de las mantas.

Blaze saltó el seto, cogió la escalera, y volvió a asir la cesta. Agachado, cruzó la carretera corriendo. Luego atravesó en diagonal el parque. Cuando alcanzó la alambrada que delimitaba el aparcamiento de Oakwood, apoyó la escalera en ella (esta vez no era necesario extenderla) y acarreó la cesta hasta arriba.

Se puso a horcajadas sobre la valla, con la cesta equilibrada entre sus apretadas piernas, consciente de que si la postura de tijera le fallaba, sus pelotas se llevarían la sorpresa de su vida. Tiró de la escalera con una suave sacudida, añadiendo más tensión a sus piernas. La escalera se tambaleó un instante, desequilibrada, luego cayó al lado del aparcamiento. Se preguntó si alguien estaría viéndole, pero aquella era la cosa más estúpida de la que podía preocuparse. ¿Qué podía hacer él si así era? Sintió el corte de la mano. Palpitaba.

Enderezó la escalera, luego apoyó la cesta en el peldaño superior, asegurándola con una mano mientras él, con cuidado, posaba un pie en un peldaño más abajo. La escalera osciló un poco, él se quedó quieto. La escalera se asentó.

Descendió por la escalera con la cesta. Una vez abajo, se la puso de nuevo debajo de un brazo y avanzó hasta donde estaba aparcado el Ford.

Colocó al bebé en el asiento del pasajero, abrió la puerta trasera y metió la escalera. Después se puso tras el volante.

Pero no encontraba la llave. No estaba en ninguno de los bolsillos de sus pantalones. Ni tampoco en los del abrigo. El miedo de haberla perdido y de tener que regresar para buscarla lo había embargado cuando la vio puesta en el contacto. Había olvidado cogerla. Esperaba que George no hubiera visto esa parte. Si no se había dado cuenta, Blaze no se lo contaría. Ni en un millón de años.

Arrancó y puso la cesta en los pies del asiento del pasajero. Luego avanzó hasta la pequeña cabina de vigilancia. El guardia salió.

—Se marcha temprano, señor.

—Malas cartas —dijo Blaze.

—Eso le pasa hasta al mejor. Buenas noches, señor. Mejor suerte para la próxima vez.

—Gracias —dijo Blaze.

Antes de incorporarse a la carretera se detuvo, miró a ambos lados y luego giró en dirección a Apex. Respetó atentamente todas las señales de velocidad, pero no vio ningún coche de la policía.

En cuanto entró en el camino de entrada a su cabaña, el pequeño Joe se despertó y empezó a llorar.

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