Blaze

Blaze


Capítulo 12

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Una vez de vuelta en Hetton House, Blaze no causó problemas. Mantuvo la cabeza gacha y la boca cerrada. Los chicos que eran los mayores cuando él y John eran los pequeños, ya no estaban allí; trabajaban, estaban en centros de formación profesional o se habían alistado en el ejército. Blaze había crecido otro par de centímetros. Le brotó vello en el pecho y cuantiosamente en la entrepierna. Esto le convirtió en la envidia de los demás chicos. Asistía al Freeport High School. Todo iba bien porque no le obligaban a estudiar aritmética.

A Martin Coslaw le renovaron el contrato, y observaba atento y circunspecto las idas y venidas de Blaze. Nunca volvió a llamarle a su despacho, aunque Blaze sabía que podía hacerlo. Y si La Ley le pedía que se inclinara y cogía El Azote, Blaze sabía que obedecería. La alternativa era el North Windham Training Center, el reformatorio. Había oído que a los chicos del reformatorio los fustigaban —como en los barcos— y a veces los metían en una pequeña caja de metal llamada La Lata. Blaze no sabía si esas cosas eran verdad, y no le interesaba averiguarlo. Lo único que sabía era que tenía miedo del reformatorio.

Pero La Ley nunca lo llamó para azotarlo, y Blaze nunca le dio motivos para ello. Iba al instituto cinco días a la semana, por lo que el principal contacto con el director se reducía a escuchar la voz de La Ley a través de los interfonos a primera hora de la mañana y justo antes de que se apagasen las luces por la noche. En Hetton House el día siempre comenzaba con lo que Martin Coslaw llamaba la «homilía» («la homilía de las gachas», decía John a veces cuando se sentía alegre) y terminaba con un verso de la Biblia.

La vida siguió. Él pudo haberse convertido en el Rey de los Niños si lo hubiera deseado, pero nunca lo deseó. No era un líder. Era lo más opuesto a un líder. Sin embargo, intentaba ser amable con todo el mundo. Intentaba ser amable con ellos cuando les advertía que podría abrirles el cráneo si no dejaban en paz a su amigo Johnny. Le dejaron en paz muy poco después de que Blaze regresara.

Entonces, una noche de verano, cuando Blaze tenía catorce años (y aparentaba seis años más a plena luz del día), sucedió algo.

Todos los viernes llevaban a los muchachos a la ciudad en un anticuado autobús amarillo, se daba por sentado que como grupo no tenían demasiados DD (deméritos de disciplina). Algunos se limitaban a deambular arriba y abajo por la calle principal, o se sentaban en la plaza de la ciudad, o se escabullían por una callejuela para fumar. Había un salón con billares, pero ellos tenían prohibida la entrada. También había un cine en el que proyectaban reposiciones, el Nórdica, y los chicos que tenían dinero suficiente para comprar una entrada podían ir y ver cómo eran Jack Nicholson, Warren Beatty o Clint Eastwood cuando estos caballeros eran más jóvenes. Algunos muchachos ganaban dinero repartiendo periódicos. Otros cortaban el césped durante el verano y apartaban la nieve en el invierno. Algunos tenían un empleo en la propia HH.

Blaze se había convertido en uno de esos. Tenía la estatura de un hombre —uno grande— y el guardián jefe lo contrató para realizar tareas rutinarias y trabajos ocasionales. Martin Coslaw había objetado algo, pero Frank Therriault no atendió sus quejas. Le gustaban los anchos hombros de Blaze. Tranquilo como era, a Therriault también le gustaba el modo en que Blaze decía sí, no y poco más. Además, al chico no le importaba realizar trabajos pesados. Todas las tardes acarreaba paquetes de tejas Bird y sacos de cemento de cuarenta y cinco kilos. Cambiaba de lugar el mobiliario de las aulas y subía y bajaba archivos por la escalera sin decir ni pío. Y nunca abandonaba. ¿Lo mejor? Que parecía de lo más feliz con un dólar sesenta a la hora, con lo que Therriault se embolsaba sesenta dólares extra a la semana. Al final él le compró a su esposa un elegante suéter de cachemira. Tenía el cuello de barco. Ella estaba encantada.

Blaze también estaba encantado. Ganaba unos treinta dólares a la semana, lo que era más que suficiente para pagar la entrada del cine, más las palomitas, las chucherías y los refrescos. También pagaba, satisfecho, la entrada de John. Le hubiera gustado pagarle las golosinas, por supuesto, pero para John la película era suficiente. Veía las películas con avidez, boquiabierto.

Cuando volvía a Hetton, John escribía historias. Eran torpes, copiadas de las películas que veía con Blaze, pero los relatos comenzaron a ganar cierta popularidad entre sus compañeros. A los otros chicos no les gustaba que fueras inteligente, pero admiraban ese tipo de inteligencia. Y les gustaban las historias. Estaban hambrientos de historias.

En uno de sus viajes a la ciudad vieron una película de vampiros llamada

Second Corning. La versión de John Cheltzman de este clásico terminaba con el conde Igor Yorga perdiendo la cabeza a manos de un joven encantador con «impresionantes pectorales del tamaño de sandías» y saltando al río Yorba con la cabeza debajo del brazo. El extraño y patriótico título de este clásico

underground fue

Los ojos de Yorga te observan.

Una noche, John no quería ir al cine, y eso que daban otra película de terror. Tenía diarrea. Había ido al baño cinco veces entre la mañana y la tarde a pesar de la media botella de Pepto de la enfermería (un vulgar armario del segundo piso). Pensaba que aún no estaba bien.

—Vamos —le instó Blaze—. El Nórdica tiene un cagadero de miedo en la planta baja. Yo mismo he dejado una buena mierda allí. Nos sentaremos cerca.

Convencido —a pesar de los inquietantes ruidos de sus tripas—, John acompañó a Blaze y ambos se montaron en el autobús. Se sentaron delante, justo detrás del conductor. Al fin y al cabo, casi eran los mayores.

Durante los anuncios John se encontraba bien, pero justo cuando apareció el logotipo de Warner Bros., se levantó, pasó por delante de Blaze y enfiló el pasillo con paso torpe. Blaze lo sintió por él, pero así era la vida. Volvió su atención a la pantalla, donde una tormenta de polvo soplaba en torno a lo que parecía el desierto de Main pero con pirámides. Se sumergió en la trama al instante, con el ceño fruncido por la concentración.

Blaze no se dio cuenta de que John estaba de nuevo sentado a su lado hasta que le tiró de la manga y le habló en susurros.

—¡Blaze! ¡Blaze! ¡Por el amor de Dios, Blaze!

Blaze salió de la película como quien se despierta de una siesta.

—¿Qué pasa? ¿Estás enfermo? ¿Te has cagado encima?

—No… no. ¡Mira esto!

Blaze miró con atención lo que John tenía en las manos justo debajo de la altura del asiento. Era una cartera.

—¡Guau! ¿De dónde…

—¡Chis! —siseó alguien un poco más adelante.

—… la has sacado? —terminó Blaze en un susurro.

—¡En el lavabo de hombres! —susurró John. Temblaba de emoción—. ¡Debe de haberse caído de los pantalones de algún tipo que se haya sentado a cagar! ¡Hay dinero dentro! ¡Un montón de dinero!

Blaze cogió la cartera y la mantuvo fuera de la vista. Abrió el compartimiento de los billetes. Sintió que se le soltaba el estómago. Entonces le pareció que botaba y saltaba hasta medio camino de su garganta. Estaba lleno de pasta. Uno, dos, tres billetes de cincuenta dólares. Cuatro de veinte. Un par de cinco. Algunos de un dólar.

—No puedo contarlo —susurró—. ¿Cuánto hay?

La voz de John se elevó ligeramente en un gemido de triunfo, pero pasó inadvertido. El monstruo corría tras una chica de pantalones cortos y el público gritaba.

—¡Doscientos cuarenta y ocho pavos!

—Jesús —dijo Blaze—. ¿Todavía tienes aquel agujero en el forro del abrigo?

—Claro.

—Ponla ahí. Podrían registrarnos a la salida.

Pero nadie lo hizo. Y la diarrea de John se había curado. Encontrar tanto dinero parecía haber asustado a la mierda.

El lunes por la mañana John le compró el

Portland Press Herald a Stevie Ross, quien realizaba la ronda repartiendo periódicos. John y Blaze se ocultaron detrás del cobertizo de las herramientas y abrieron el periódico por los anuncios clasificados. John dijo que ahí era donde tenían que mirar. Las pérdidas y los hallazgos estaban en la página 38. Y allí, entre la PÉRDIDA de un caniche francés y el HALLAZGO de un par de guantes de mujer, estaba el siguiente aviso:

PERDIDA una cartera de cuero negra de hombre con las iniciales RKF estampadas al lado del compartimiento de las fotos. Si la encuentra, llame al 555-0928 o escriba al Apartado 595 de este periódico.

SE OFRECE RECOMPENSA.

—¡Recompensa! —exclamó Blaze, y le dio un puñetazo en el hombro.

—Sí —dijo John. Se frotó el hombro—. O sea que llamamos a ese tío y él nos da diez dólares y una palmadita en la cabeza. TPM.

Un trato de puta madre.

—Oh. —En la mente de Blaze, la palabra RECOMPENSA se alzaba con letras de oro de medio metro de alto. Luego se derrumbó y se convirtió en un montón de plomo—. Entonces, ¿qué hacemos con ella?

Era la primera vez que consultaba a Johnny como líder. Los doscientos cuarenta y ocho dólares eran un problema desconcertante. Con un par de monedas podías comprar una Coca-Cola. Con dos dólares podías ver una película. Yendo más allá, con gran esfuerzo, Blaze supuso que podían montar en el autobús hasta Portland y visitar la feria. Pero con semejante suma, su imaginación no daba más de sí. En lo único en lo que se le ocurría pensar era en ropa. Blaze nunca se había preocupado por la ropa.

—Marchémonos —dijo John. Su estrecho rostro brillaba con entusiasmo.

Blaze reflexionó.

—Quieres decir… ¿para siempre?

—No, solo hasta que se nos acabe la pasta. Iremos a Boston…, comeremos en grandes restaurantes en vez de en Mickey D’s…, alquilaremos una habitación de hotel…, veremos un partido de los Red Sox… y… y…

No pudo continuar. La alegría lo abrumó. Se echó sobre Blaze, reía y le golpeaba la espalda. Bajo la ropa, su cuerpo era flaco, ligero pero duro. Su rostro ardía contra la mejilla de Blaze como el lateral de un horno.

—Vale —dijo Blaze—. Será divertido. —Pensó en ello—. Jesús, Johnny, ¿Boston? ¡Boston!

—¿No es para mearse?

Empezaron a reírse. Blaze llevó a John en volandas mientras rodeaban el cobertizo de las herramientas, ambos riendo y golpeándose uno al otro en la espalda. Al fin, John le pidió que se detuviera.

—Alguien nos oirá, Blaze. O nos verá. Bájame.

Blaze recogió el periódico, que había comenzado a revolotear por todo el patio. Lo plegó y lo metió en el bolsillo de la cadera.

—¿Ya nos vamos, Johnny?

—Todavía no. Tal vez dentro de tres días. Tenemos que elaborar un plan y ser muy cuidadosos. Si no, nos atraparán antes de que hayamos recorrido treinta kilómetros. Y nos traerán de vuelta. ¿Sabes de lo que estoy hablando?

—Sí, pero no soy muy bueno haciendo planes, Johnny.

—Está bien, yo me encargo de eso. Lo importante es que ellos crean que andamos por aquí cerca, porque eso es lo que hacen los niños cuando se largan de esta granja de mierda, ¿verdad?

—Verdad.

—Solo que nosotros tenemos dinero, ¿verdad?

—¡Verdad!

Blaze sintió que la felicidad lo abrumaba y aporreó la espalda de Johnny hasta casi tirarlo al suelo.

Esperaron hasta la noche del miércoles siguiente. Mientras tanto, John contactó con la terminal Greyhound de Portland y averiguó que un autobús salía todas las mañanas a las siete, rumbo a Boston. Abandonaron Hetton House poco después de medianoche. A John le pareció más seguro recorrer a pie los 25 kilómetros hasta la ciudad que llamar la atención haciendo autoestop. Dos chicos en la carretera después de medianoche eran fugitivos. Punto.

Descendieron por la salida de incendios, con el corazón palpitando como un sonajero oxidado, y saltaron desde la plataforma más baja. Atravesaron corriendo el patio de juegos donde Blaze se había peleado por primera vez cuando era un recién llegado, hacía muchos años. Blaze ayudó a John a encaramarse a la valla que había en el extremo más alejado. Cruzaron la carretera bajo una cálida luna de agosto y comenzaron a caminar; las raras veces que veían los faros de un coche en el horizonte, delante o detrás de ellos, se ocultaban en la cuneta.

Llegaron a Congress Street a las seis en punto: Blaze, fresco y nervioso; John, con ojeras. Blaze llevaba el fajo de billetes en los vaqueros. Habían tirado la cartera en el bosque.

Cuando entraron en la estación de autobuses, John se desplomó en un banco y Blaze se sentó a su lado. Las mejillas de John habían recuperado el color, pero no por la emoción. Parecía tener problemas de respiración.

—Ve y compra dos billetes de ida y vuelta para las siete —le dijo a Blaze—. Entrega un billete de cincuenta. No creo que cuesten más, pero ten preparados otros veinte dólares, por si acaso. Llévalos en la mano. No dejes que vea el resto.

Un policía se acercó dando golpecitos con su porra. Blaze sintió que los intestinos se le reblandecían. Ahí era donde todo acababa antes incluso de que hubiera empezado. Les quitaría el dinero. El poli lo devolvería o se lo quedaría. Y a ellos los llevarían de vuelta a HH, quizá incluso esposados. Oscuras visiones de North Windham Training Center aparecieron ante sus ojos. También La Lata.

—Buenos días, chicos. ¿No es demasiado temprano?

El reloj de la pared de la estación marcaba las 6.22.

—Desde luego —dijo John. Señaló con la cabeza hacia la taquilla—. ¿Es ahí donde se sacan los billetes?

—Exacto —dijo el policía, sonriendo un poco—. ¿Adónde vais?

—A Boston —respondió John.

—¿Sí? ¿Dónde está vuestra familia?

—Oh, él y yo no somos parientes —dijo John—. El chaval es retrasado. Se llama Martin Griffin. También es sordomudo.

—¿Es cierto?

El policía se sentó y estudió a Blaze. No parecía recelar; tan solo lo observaba como quien no ha visto antes a una persona con esos tres defectos juntos: sordo, mudo y retrasado.

—Su mamá murió la semana pasada —dijo John—. Él está viviendo con nosotros. Mis padres trabajan, así que, como estamos en vacaciones de verano, me pidieron que lo acompañase y yo les dije que lo haría.

—Un gran trabajo para un niño —dijo el policía.

—Estoy un poco asustado —contestó John, y Blaze hubiera apostado cualquier cosa a que en ese momento estaba diciendo la verdad. Él también estaba asustado. Muy asustado.

El poli señaló a Blaze con un gesto y dijo:

—¿Entiende…?

—¿Lo que le ha pasado a su madre? No demasiado.

El poli parecía triste.

—Lo acompaño a casa de su tía. Se quedará allí durante unos días. —John se animó un poco—. Yo… tal vez pueda ir a ver un partido de los Red Sox. Como compensación por… ya sabe…

—Bueno, espero que lo hagas, hijo. No hay mal que por bien no venga.

Ambos permanecieron en silencio, reflexionando sobre eso. Blaze, mudo por necesidad, también guardó silencio.

—Es grandote —dijo entonces el policía—. ¿Crees que puedes manejarlo?

—Es grande, pero entiende las cosas. ¿Quiere verlo?

—Bueno…

—Vale, haré que se levante. Mire.

John realizó con los dedos varios gestos sin sentido delante de los ojos de Blaze. Cuando terminó, Blaze se levantó.

—¡Vaya, qué bueno! —dijo el poli—. ¿Siempre te entiende? Porque… un muchachote como este en un autobús lleno de gente…

—Sí, siempre me entiende. Tiene tanta maldad como un saco de papel.

—De acuerdo. Confío en tu palabra. —El poli se incorporó. Tironeó del cinturón del pantalón y puso las manos en los hombros de Blaze, quien volvió a sentarse en el banco—. Ten cuidado, chaval. ¿Sabes el número de teléfono de su tía, por si te metes en problemas?

—Sí, señor. Claro que sí —respondió John.

—De acuerdo, mantenga el rumbo, sargento —dedicó a John un leve saludo y continuó con su ronda por la estación de autobuses.

Cuando se hubo marchado, se miraron el uno al otro y les faltó poco para estallar en carcajadas. Pero la taquillera estaba observándoles, y en vez de eso bajaron la mirada al suelo; Blaze se mordía los labios.

—¿Hay algún baño por aquí? —preguntó John a la taquillera.

—Allí —señaló ella.

—Vamos, Marty —dijo John, y Blaze estuvo a punto de soltar una risotada.

Cuando entraron en el baño se fundieron en un abrazo.

—Has estado genial —dijo Blaze cuando pudo controlar la risa—. ¿De dónde sacaste ese nombre?

—Cuando vi al poli, en lo único en lo que pude pensar fue en cómo nos recibiría La Ley. Y Griffin, grifo, es un pájaro de la mitología; ya sabes, te ayudé con esa historia en la clase de inglés…

—Sí. —Blaze estaba asombrado, no recordaba nada en absoluto de ningún grifo—. Sí, claro, eso es.

—Pero sabrán que somos nosotros cuando descubran que nos hemos largado de la Casa del Infierno —dijo John, de repente serio—. Ese poli seguro que se acordará de nosotros. Y se pondrá como loco. ¡Cristo, no lo permitas!

—Nos pillarán, ¿verdad?

—No. —John todavía parecía cansado, pero el intercambio con la policía había devuelto el brillo a sus ojos—. Una vez que lleguemos a Boston, nadie se fijará en nosotros. Solo verán a un par de niños.

—Oh. Bien.

—Pero será mejor que compre yo los billetes. Tendrás que permanecer mudito hasta que lleguemos a Boston. Así estaremos más seguros.

—Claro.

John compró los billetes y subieron al autobús, que parecía lleno de muchachos con uniforme y mujeres jóvenes con niños pequeños. El conductor tenía una barriga prominente y un trasero enorme, pero su uniforme gris conservaba la raya en los pantalones y a Blaze eso le pareció realmente elegante. Pensó que cuando fuese mayor le gustaría ser conductor de Greyhound Bus.

Las puertas sisearon al cerrarse. El pesado motor arrancó con un rugido. El autobús salió de su estacionamiento y enfiló Congress Street. Estaban moviéndose. Se iban a alguna parte. Los ojos de Blaze no daban abasto.

Cruzaron un puente y siguieron la carretera 1. Entonces comenzaron a circular más rápido. Dejaron atrás varias gasolineras, vallas publicitarias de moteles y el PROUTY’S, EL MEJOR RESTAURANTE DE LANGOSTA DE MAINE. Dejaron atrás algunas casas y Blaze vio a un hombre que regaba su jardín. Vestía bermudas y no se marchaba a ninguna parte. Blaze sintió compasión por él. Dejaron atrás las marismas y las gaviotas que las sobrevolaban. Lo que John llamaba la Casa del Infierno quedaba atrás. Era verano y el día estaba despejado.

Por fin se volvió hacia John. Si no le contaba a alguien lo bien que se sentía, creía que explotaría. Pero John se había quedado dormido con la cabeza sobre su hombro. Parecía viejo y cansado.

Blaze caviló durante un momento —incómodo—, luego se volvió hacia la ventana del Scenicruiser. Le atraía como un imán. Observó con interés y se olvidó de John durante un rato mientras contemplaba la línea del litoral entre Portland y Kittery. En New Hampshire tomaron la autopista y entonces entraron en Massachusetts. No mucho después, cruzaron un enorme puente y ya estaban en Boston.

Había miles de luces de neón, miles de coches y autobuses, y edificios en todas partes. Seguían en el autobús. Pasaron un dinosaurio naranja que vigilaba un aparcamiento. Pasaron un gigantesco barco de vela. Pasaron un rebaño de vacas de plástico frente a un restaurante. Vio gente por todas partes. Tanta gente le asustó. Pero también le encantó porque eran extraños. John se agitó, roncó ligeramente desde el fondo de su garganta.

Luego coronaron una colina y llegaron a un puente mucho más grande con, al otro lado, edificios mucho más altos, rascacielos alzándose hacia el cielo como flechas de plata y oro. Blaze abrió los ojos tanto como pudo, como si estuviera presenciando la explosión de una bomba atómica.

—Johnny —dijo, casi gimiendo—. Johnny, despierta. Tienes que ver esto.

—¿Eh? ¿Qué? —John se restregó los ojos y se despertó lentamente. Entonces vio lo que Blaze había estado contemplando a través del gran ventanal del Scenicruiser y sus ojos se abrieron como platos—. Madre de Dios.

—¿Sabes adónde tenemos que ir? —susurró Blaze.

—Sí, creo que sí. Dios mío, ¿vamos a pasar por ese puente? Vamos a pasar, ¿verdad?

Era el Mystic, y sí, lo atravesaron. Primero los subió al cielo y luego los bajó hasta el suelo como una versión gigante del Ratón Salvaje en la feria de Topsham. Y cuando por fin enfilaron de nuevo hacia el sol, este brillaba entre unos edificios tan altos que era imposible ver la parte superior más allá de las ventanas de los peces gordos.

Lo primero que hicieron al llegar a la terminal de Tremont Street fue echar un vistazo por si había polis. No tenían por qué preocuparse. La terminal era enorme. Los avisos resonaban por los altavoces como la voz de Dios. Los viajeros avanzaban como peces. Blaze y Johnny permanecían juntos, hombro con hombro, como si tuvieran miedo de que las corrientes opuestas de viajeros pudiesen arrastrarlos y nunca más volvieran a verse.

—Por allí —dijo Johnny—. Vamos.

Fueron hacia una hilera de teléfonos. Todos estaban ocupados. Esperaron a que el hombre negro que usaba el teléfono del extremo terminase su llamada y se marchara.

—¿Qué es esa cosa que lleva en la cabeza? —preguntó Blaze, observando con mirada fascinada al hombre negro.

—Oh, sirve para recogerse el pelo. Como un turbante. Creo que lo llaman pañuelo pirata. No mires fijamente, pareces un paleto. Quédate a mi lado.

Blaze así lo hizo.

—Ahora dame una mone… Santo Dios, esto vale veinticinco centavos. —John sacudió la cabeza—. No entiendo cómo la gente puede vivir aquí. Dame veinticinco centavos, Blaze.

Blaze así lo hizo.

En la pequeña repisa de la cabina había un listín telefónico con las portadas plastificadas. John lo consultó, insertó los veinticinco centavos, y marcó. Al hablar, agudizó la voz. Cuando colgó, sonreía.

—Tenemos reserva de dos noches en el YMCA de Hunington Avenue. ¡Veinte dólares por dos noches! ¡Considérame cristiano!

Alzó la mano.

Blaze la chocó con la suya, luego dijo:

—Pero no podemos gastarnos casi doscientos dólares en dos días, ¿no?

—¿En una ciudad donde una llamada de teléfono vale veinticinco centavos? ¿Me tomas el pelo?

John miró a su alrededor con ojos entusiastas. Era como si poseyera la terminal de autobuses y todo lo que había en ella. Pasó mucho tiempo sin que Blaze viera a alguien que tuviera esa misma mirada en los ojos… hasta que conoció a George.

—Escúchame, Blaze. Nos vamos ahora mismo al partido. ¿Qué me dices?

Blaze se rascó la cabeza. Todo iba demasiado rápido para él.

—¿Cómo? No sabemos cómo ir hasta allí…

—Cualquier taxi de Boston sabe ir a Fenway.

—Los taxis valen dinero. No tenemos…

Vio que Johnny sonreía, y él comenzó a sonreír también. La dulce verdad amaneció como una ráfaga. Sí tenían. Tenían dinero. Y para eso servía el dinero: para atajar las gilipolleces.

—Pero… ¿y si hoy no hay partido?

—Blaze, ¿por qué crees que elegí este día para venir?

Blaze empezó a reírse. Luego se echaron uno en brazos del otro, como en Portland. Se palmearon la espalda y se desternillaron de risa. Blaze nunca olvidó aquello. Alzó a John y le dio un par de vueltas en el aire. La gente se volvió a mirarles, la mayoría sonreía al hombretón torpe y a su flaco compañero.

Abandonaron la terminal y cogieron un taxi, y cuando el taxista frenó en Lansdowne Street, John le dio un dólar de propina. Era la una menos cuarto y el público empezaba a llegar. El partido fue espectacular. Boston derrotó a los Birds en diez entradas, 3 a 2. Boston tenía un mal equipo aquella temporada, pero en aquella tarde de agosto jugaron como campeones.

Después del partido, los chicos deambularon por el centro de la ciudad, curioseando e intentando evitar a los polis. Para entonces, las sombras se habían alargado y el estómago de Blaze rugía. John había devorado un par de perritos durante el partido, pero Blaze estaba demasiado impresionado por el espectáculo de los jugadores —personas reales con el cuello sudoroso— para poder comer. Le sobrecogió también la multitud, miles de personas, todas en el mismo lugar. Pero ahora estaba hambriento.

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