Blaze

Blaze


Capítulo 12

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Entraron en un estrecho y mortecino local llamado Lindy’s Steak House que olía a cerveza y carne chamuscada. Varias parejas estaban sentadas en altos taburetes forrados de cuero rojo. A la izquierda había una larga barra con arañazos y rasguños pero brillante como si la madera tuviera luz. Cada dos o tres metros había cuencos con galletas saladas y nueces. Tras la barra colgaban fotografías de jugadores de béisbol, algunas firmadas, y también el cuadro de una mujer casi desnuda. El hombre que administraba la barra era muy alto. Se inclinó hacia ellos.

—¿Qué vais a tomar, chicos?

—Eh… —dijo John. Por primera vez en aquel día parecía desconcertado.

—¡Filetes! —exclamó Blaze—. Dos filetes grandes y leche.

El hombre sonrió y exhibió una dentadura formidable. Parecía capaz de masticar un listín telefónico hasta hacerlo trizas.

—¿Tenéis dinero?

Blaze puso un billete de veinte en la barra.

El hombre lo cogió y miró a Andy Jackson contra la luz. Dobló el billete entre sus dedos. Luego lo hizo desaparecer.

—De acuerdo —dijo.

—¿No hay cambio? —preguntó John.

—No —dijo el hombre—, y no lo lamentaréis.

Se volvió, abrió un compartimiento del congelador, y sacó los dos filetes más grandes y rojos que Blaze había visto en su vida. Al final de la barra había una profunda parrilla, y cuando el hombre echó en ella los dos filetes, casi con desprecio, flameó una llama.

—Marchando dos especiales para paletos —dijo.

Sirvió varias cervezas, puso nuevos cuencos de frutos secos, luego preparó algunas ensaladas y las puso en hielo. Cuando terminó, sacó los filetes del fuego y regresó hasta John y Blaze. Colocó sus guantes rojos de fregar sobre la barra y dijo:

—Chicos, ¿veis a ese caballero sentado solo al final de la barra?

Blaze y John miraron. El caballero del final de la barra vestía un traje azul oscuro y bebía, malhumorado, un vaso de cerveza.

—Ese es Daniel J. Monahan. El detective Daniel J. Monahan, de la central de Boston. Supongo que no tenéis ganas de contarle cómo un par de paletos como vosotros ha conseguido un billete de veinte dólares para gastarlo en carne de primera.

De repente John Cheltzman parecía enfermo. Se movió un poco en su taburete. Blaze extendió una mano para calmarlo. Mentalmente afianzó las piernas.

—Conseguimos el dinero limpiamente —dijo Blaze.

—¿De verdad? ¿A quién apaleasteis limpiamente? ¿O a quién atracasteis limpiamente?

—Conseguimos el dinero limpiamente. Lo encontramos. Y si pretende quitárnoslo, le daré una buena tunda.

El hombre miró a Blaze con una mezcla de sorpresa, admiración y desprecio.

—Eres grande pero tonto, chico. Mueve un puño y te mandaré a la luna.

—Si nos estropea las vacaciones, le daré una buena tunda, señor.

—¿De dónde sois? ¿Del correccional de New Hampshire? ¿De North Windham? De Boston no, eso seguro. Tenéis heno en el pelo.

—Somos de Hetton House —dijo Blaze—. No somos ladrones.

El detective de Boston que se encontraba al final de la barra había terminado su cerveza. Hizo un gesto con el vaso vacío para que se lo rellenaran. El hombre lo vio y dibujó una sonrisa.

—No os mováis, ninguno de los dos. No tenéis por qué salir pitando.

Le llevó a Monahan otra cerveza y le dijo algo que le hizo soltar una risotada. Era un sonido fuerte, sin demasiado humor.

El camarero-cocinero regresó.

—¿Dónde está eso, Hetton House? —preguntó.

Entonces fue John quien habló.

—En Cumberland, Maine —dijo—. Los viernes por la noche tenemos permiso para ir al cine de Freeport. Encontré una cartera en el lavabo de los hombres. Dentro había dinero. Así que nos escapamos de vacaciones, exactamente como dijo Blaze.

—Todo eso por encontrar una cartera, ¿eh?

—Sí, señor.

—¿Y cuánto dinero había en esa fabulosa cartera?

—Cerca de doscientos cincuenta dólares.

—Válgame el cielo, y apuesto a que lo lleváis todo en el bolsillo.

—¿Dónde si no? —John parecía perplejo.

—Válgame el cielo —repitió el hombre. Alzó la mirada hacia el techo de estaño festoneado, con los ojos como platos—. Y se lo contáis a un extraño. Tan natural como dar un beso en una mano.

Con las manos abiertas encima de la barra, el hombre se inclinó hacia delante. Los años habían tratado su rostro con crueldad, pero no era cruel.

—Os creo —dijo—. Tenéis demasiado heno en el pelo para ser unos mentirosos. Pero ese poli de ahí…, chicos, puedo hacer que se os eche encima como un perro sobre una rata. Acabaríais en chirona y él y yo nos repartiríamos el dinero.

—Entonces le daría una buena tunda —dijo Blaze—. El dinero es nuestro. Johnny y yo lo encontramos. Mire. Estamos en este local, pero es un mal lugar para estar. Un tipo como usted…, quizá crea que sabe muchas cosas, pero… uf, da igual. ¡Nos lo hemos ganado!

—Cuando termines de crecer te convertirás en un matón —dijo el hombre, casi para sí. Luego miró a John—. A tu amigo le faltan unas cuantas herramientas para tener la caja completa. Lo sabes, ¿verdad?

John se había calmado. No respondió, solo mantuvo la mirada fija en el hombre.

—Cuida de él —dijo este, y de repente sonrió—. Tráelo aquí cuando haya terminado de crecer. Quiero ver en qué se ha convertido.

John no le devolvió la sonrisa —de hecho, parecía más solemne que nunca—, pero Blaze sí sonrió. Entendía que todo iba bien.

El hombre hizo aparecer el billete de veinte dólares —salido de ninguna parte— y lo deslizó hacia John.

—Estos filetes corren a cuenta de la casa, muchachos. Coged el dinero y mañana id al béisbol, si es que para entonces no os han vaciado los bolsillos.

—Hemos ido hoy —dijo John.

—¿Estuvo bien? —preguntó el hombre.

John ya no pudo contener la sonrisa.

—Fue lo más impresionante que he visto nunca.

—Sí —dijo el hombre—. Estoy seguro de que lo fue. Vigila a tu colega.

—Lo haré.

—Porque los colegas permanecen juntos.

—Lo sé.

El hombre les sirvió los filetes, y ensaladas César, y guisantes, y un montón de patatas fritas, y enormes vasos de leche. De postre les puso tarta de cerezas con helado de vainilla derretido por encima. Al principio comieron despacio. Luego el detective Monahan de la central de Boston abandonó el local (sin pagar nada, por lo que Blaze pudo ver) y entonces ambos devoraron la comida. Blaze tomó dos trozos de tarta y tres vasos de leche, y la tercera vez que el camarero le rellenó el vaso, Blaze soltó una carcajada.

Cuando salieron, los neones de la calle estaban encendidos.

—Id a un hotel —les dijo el hombre antes de que se fueran—. Directamente. Por la noche la ciudad no es un buen lugar para que dos niños se dediquen a deambular por ahí.

—Sí, señor —dijo John—. Ya llamé y lo arreglé.

El hombre sonrió.

—Está bien, chico. Eres bastante bueno. Mantén al oso cerca, y ponte detrás de él si alguien se acerca e intenta liaros. Especialmente los niños que visten con colores chillones. Ya sabes, chaquetas de gánster.

—Sí, señor.

—Cuidad el uno del otro.

Y esa fue la última frase.

Al día siguiente estuvieron viajando en metro hasta que se les pasó la novedad, luego fueron al cine y después vieron otro partido. Era tarde cuando terminaron, casi las once. Alguien metió la mano en el bolsillo de Blaze, pero él había escondido su parte del dinero en sus calzoncillos, tal como Johnny le había dicho, así que el carterista se llevó un gran puñado de nada. Blaze no llegó a ver cómo era, solo vio la estrecha espalda de alguien que se abría paso entre la multitud que salía por la Puerta A.

Se quedaron dos días más y vieron más películas y una obra de teatro que Blaze no entendió, aunque a Johnny le gustó. Se sentaron en algo que llamaban el reservado y que estaba cinco veces más alto que los balcones del Nórdica. Entraron en un fotomatón y se hicieron algunas fotografías: algunas de Blaze, otras de Johnny, otras de los dos juntos. En las que salían juntos, no paraban de reír. Montaron en el metro otra vez, hasta que Johnny se mareó y vomitó en sus zapatillas. Entonces, un hombre Negro[22] se les acercó y les gritó algo acerca del fin del mundo. Parecía que les culpaba de ello, pero Blaze no hubiera podido asegurarlo. Johnny dijo que aquel tipo estaba loco. Dijo que había un montón de locos en la ciudad.

—Aquí se reproducen como las moscas —dijo.

Todavía les quedaba algo de dinero, pero Johnny dijo que habían llegado al final. Subieron a un autobús de Greyhound de regreso a Portland y se gastaron el resto en un taxi. John entregó los últimos billetes al perplejo conductor, casi cincuenta dólares en billetes de cinco y uno (algunos desprendían la fragancia de los calzoncillos de Clayton Blaisdell, Jr.) y le dijo que los llevara a Hetton House, en Cumberland.

El taxista bajó la bandera. Y a las dos y cinco de una soleada tarde de verano atravesaban la entrada. John Cheltzman dio media docena de pasos desde el coche hacia el edificio de ladrillos y se desmayó.

Tenía fiebre reumática.

Dos años más tarde estaba muerto.

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