Blaze

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Capítulo 14

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Estaba en una feria —tal vez era la de Topsham, adonde los muchachos de Hetton House tenían permitido ir una vez al año en el viejo y desvencijado autobús azul— y Joe descansaba sobre su hombro. Sentía un terror difuso mientras caminaba por el centro de la calle: muy pronto lo detendrían y todo terminaría. Joe estaba despierto. Cuando pasaron frente a uno de esos graciosos espejos que te estiran y hacen que parezcas más delgado, Blaze vio que el niño lo miraba todo con atención. Blaze continuó caminando, cambiaba a Joe de un hombro a otro cuando pesaba demasiado y al mismo tiempo tenía un ojo puesto en los polis.

A su alrededor, la feria se desarrollaba entre un malsano esplendor de neón. De la derecha provenía la amplificada voz de un vendedor ambulante:

—¡Vengan por aquí, todo está aquí mismo, seis chicas hermosas, media docena de dulzuras procedentes del Club Diablo de Boston, chicas que les harán pensar que están en el Gay Paree, en el alegre París!

Este no es lugar para un niño, pensó Blaze.

Este es el peor lugar del mundo para un bebé.

A la izquierda estaba la Casa de la Diversión y, frente a la entrada, su payaso mecánico meciéndose adelante y atrás y estallando en carcajadas. Su boca, estirada hacia arriba en una sonrisa enorme, parecía una mueca de dolor. Su risa lunática sonaba una y otra vez desde un altavoz oculto en su barriga. Un hombre enorme con un ancla azul tatuada en el bíceps lanzaba duras bolas de goma hacia una pirámide de botellas de leche de madera; su melena, peinada hacia atrás, relucía bajo las luces de colores como la piel de una nutria. El Ratón Salvaje ascendía y luego se precipitaba en una estruendosa caída en picado, arrastrando con él los gritos de las muchachas con ceñidos tops y minifalda. El Cohete Lunar giraba hacia arriba, bajaba y, en su recorrido, la cara de los pasajeros se estiraba como la máscara de un duende debido a la velocidad del artilugio. Se elevaba una torre de Babel de olores: patatas fritas, vinagre, tacos, palomitas, chocolate, almejas fritas, pizza, pimientos, cerveza. La calle por la que caminaba era una lengua marrón y plana sembrada de miles de envoltorios de chucherías y un millón de colillas. Bajo el resplandor de las luces, todos los rostros parecían gordos y grotescos. Un anciano con un hilillo de mocos verdes colgando de la nariz caminaba a su lado mientras comía una manzana cubierta de caramelo. Lo seguía un niño con una marca de nacimiento de color ciruela en la mejilla. Después, una anciana negra con una peluca rubia. Luego, un hombre gordo con bermudas; tenía varices y llevaba una camiseta en la que se leía propiedad de los BRUNSWICK DRAGONS.

—Joe —llamó alguien—. Joe… ¡Joe!

Blaze se volvió e intentó localizar la voz entre la multitud.

Y entonces la vio, llevaba el mismo camisón y los pechos prácticamente se le salían por encima del encaje de la parte superior. La joven y bonita madre de Joe.

El terror lo embargó. Lo vería. Era imposible no verlo.

Y cuando lo hiciera, se llevaría a su bebé. Blaze abrazó a Joe con más fuerza, como si al hacerlo asegurara su posesión. Su pequeño cuerpo era cálido y reconfortante. Podía sentir el aleteo de la vida del niño contra su pecho.

—¡Ahí! —gritó la señora Gerard—. ¡Ahí está el hombre que se llevó a mi bebé! ¡Atrápenle! ¡Deténganlo! ¡Devuélvame mi bebé!

La gente se giró para mirar. Blaze estaba cerca del carrusel, y la música del órgano sonaba muy alta. Aturdía y retumbaba.

—¡Deténganle! ¡Detengan a ese hombre! ¡Detengan al ladrón de bebés!

El hombre con el tatuaje y el pelo hacia atrás empezó a caminar hacia él, y entonces Blaze echó a correr. Pero la calle se había hecho mucho más larga. Tenía kilómetros de longitud, no había fin en la Autopista de la Diversión. Y todos iban tras él: el niño con la marca de nacimiento, la anciana negra con la peluca rubia, el gordo de las bermudas. El payaso mecánico reía y reía.

Blaze dejó atrás a otro vendedor ambulante, que estaba al lado de un tipo enorme que vestía algo que parecía la piel de un animal. Un letrero sobre su cabeza decía que era el Hombre Leopardo. El vendedor alzó el micrófono y comenzó a hablar. Su voz amplificada cruzó la calle como un trueno.

—¡Deprisa, deprisa, deprisa! ¡Es el momento de ver a Clayton Blaisdell, Jr., el famoso secuestrador de niños! ¡Entrega a ese niño, colega! ¡Aquí lo tienen, amigos, venido directamente desde Apex, con residencia en Parker Road y un coche robado escondido en el cobertizo de atrás! ¡Deprisa, deprisa, deprisa, vean en directo al secuestrador, aquí mismo…!

Corrió más rápido, jadeaba con cada respiración, pero los otros iban acortando distancias. Miró atrás y vio que la madre de Joe estaba en primera posición. Su rostro estaba cambiando. Se volvió más pálido, salvo los labios, que se tornaron más rojos. Sus dientes se alargaron. Sus dedos se convirtieron en garras puntiagudas. Se estaba transformando en la Novia de Yorga.

—¡Cogedlo! ¡Cogedlo! ¡Matadlo! ¡Es el secuestrador!

Entonces George le siseó desde las sombras.

—¡Por aquí, Blaze! ¡Rápido! ¡Muévete, maldita sea!

Viró hacia la dirección de la voz y se encontró en el Laberinto de Espejos. La calle de la feria se disolvió de repente en miles de pedazos distorsionados. Irrumpió por el estrecho corredor, jadeando como un perro. Entonces, George apareció delante de él (y detrás, y a ambos lados) y le dijo:

—Tienes que lograr que lo lancen de un avión, Blaze. De un avión. Logra que lo lancen de un avión.

—No puedo escapar —gimió Blaze—. George, ayúdame a escapar.

—¡Eso es lo que estoy intentando hacer, gilipollas! ¡Consigue que lo lancen de un avión!

Todos estaban fuera y lo buscaban, pero los espejos creaban la impresión de que lo rodeaban por todas partes.

—¡Coged al secuestrador! —vociferó la esposa de Gerard. Sus dientes eran enormes.

—Ayúdame, George.

Entonces George sonrió, y Blaze vio que sus dientes también se alargaban. Demasiado.

—Te ayudaré —dijo—. Dame el bebé.

Pero Blaze no lo hizo. Blaze se echó atrás. Un millón de Georges avanzaron hacia él con las manos tendidas para tomar al bebé. Blaze se giró y recorrió otro pasillo de cristal, rebotando de un lado a otro como una pelota de goma, intentando proteger a Joe entre sus brazos. Aquel no era lugar para un niño.

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