Blaze

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Capítulo 15

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Blaze se despertó con la primera luz tenue del amanecer; al principio no estaba seguro de dónde se encontraba. Entonces todo volvió a su lugar y él se dejó caer a un lado; le costaba respirar. La cama estaba empapada en sudor. Cristo, qué sueño tan horrible…

Se levantó y caminó lentamente hacia la cocina para ver al bebé. Joe estaba profundamente dormido; apretaba los labios como si pensara en cosas muy serias. Blaze lo miró hasta que sus ojos percibieron el lento y suave movimiento de su pecho. Movió los labios y Blaze se preguntó si Joe estaría soñando con el biberón o con la teta de su madre.

Luego preparó café y se sentó a la mesa vestido con sus largos calzoncillos. El periódico que había comprado el día anterior aún seguía allí, en medio de los recortes para su nota de rescate. Volvió a leer la historia del secuestro y sus ojos llegaron de nuevo al anuncio del final de la página 2: «Llamamiento del padre a los secuestradores, página 6». Blaze pasó a la página 6, donde encontró un anuncio de media página con un marco negro. Leyó:

¡A LA GENTE QUE TIENE A NUESTRO HIJO!

 

ACCEDEREMOS A CUALQUIER PETICIÓN CON LA CONDICIÓN DE QUE NOS DEN PRUEBAS DE QUE JOE SIGUE CON VIDA. EL FBI NOS HA GARANTIZADO QUE NO INTERFERIRÁ EN LA ENTREGA DEL RESCATE, PERO

¡NECESITAMOS UNA PRUEBA DE QUE JOE ESTÁ VIVO!

HAY QUE DARLE DE COMER TRES VECES AL DÍA: COMIDA PRECOCINADA PARA BEBÉ Y MEDIO BIBERÓN (LECHE ENLATADA Y AGUA HERVIDA O ESTERILIZADA EN UN RATIO DE 1:1).

POR FAVOR, NO LE HAGAN DAÑO. LO QUEREMOS MUCHÍSIMO.

JOSEPH GERARD III

Blaze cerró el periódico. Leer aquello había conseguido que se sintiera infeliz, como cuando oía la canción de Loretta Lynn «Your Good Girl’s Gonna Go Bad».

—Oh, sí, yuu-juu —dijo George desde la habitación, tan inesperadamente que Blaze dio un respingo.

—Chis, vas a despertarle.

—Y una mierda —repuso George—. No puede oírme.

—Oh —dijo Blaze. Pensó que tenía razón—. ¿Qué es un rat-tio, George? Dice que le demos los biberones en rat-tio de uno y algo y uno.

—No importa —dijo George—. Están realmente preocupados, ¿verdad? «Hay que darle de comer tres veces al día… medio biberón… No le hagan daño, lo queremos mucho, mucho, mucho». Tío, vaya montón de bosta rosa.

—Escucha… —empezó Blaze.

—¡No, no te voy a escuchar! ¡No me digas que escuche! Él es todo lo que tienen, ¿verdad? ¡Él y unos cuarenta millones de dólares! Consigue el dinero y luego envíales al niño en trocitos. Primero un dedo de la mano, luego uno del pie, luego su pequeño…

—¡Cállate George!

Se llevó una mano a la boca. Estaba estupefacto. Acababa de decirle a George que se callara. ¿En qué estaba pensando? ¿Qué problema tenía con él?

—¿George?

No hubo respuesta.

—George, lo siento. Es que no deberías decir cosas, ya sabes, cosas como esas. —Intentó sonreír—. Tenemos que devolverles el niño con vida, ¿verdad? Ese es el plan, ¿verdad?

No hubo respuesta, y Blaze comenzó a sentirse realmente miserable.

—¿George? George, ¿qué ocurre?

Durante largo tiempo no hubo respuesta. Entonces, tan suave que podría no haberlo oído, tan suave que podría haber sido un pensamiento en su cabeza:

—Tendrás que volver a dejarlo conmigo, Blaze. Tarde o temprano.

Blaze se frotó la boca con la palma de la mano.

—Más te vale no hacerle nada, George. Más te vale. Es una advertencia.

No hubo respuesta.

A las nueve en punto, Joe estaba despierto, cambiado, alimentado y jugaba en el suelo de la cocina. Blaze, sentado a la mesa, escuchaba la radio. Había tirado los recortes de papel y los restos de la pasta de harina, y lo único que había sobre la mesa era la carta a los Gerard. Estaba intentando hallar la forma de enviarla.

Había oído las noticias tres veces. La policía había detenido a un hombre llamado Charles Víctor Pritchett, un desempleado de Aroostook County al que habían despedido de algún mísero trabajo el mes anterior. Luego lo habían soltado. Probablemente que el huesudo vigilante Walsh no lo había identificado, razonó Blaze. Muy mal. Un buen sospechoso le habría dado margen para actuar.

Se removió incómodo en la silla. Tenía que poner punto final al secuestro. Tenía que encontrar un plan para enviar la carta. Ellos tenían un dibujo de él, y sabían qué coche usaba. Por culpa del cabrón de Walsh sabían hasta de qué color era.

Su mente funcionaba lenta y pesadamente. Se levantó, preparó más café, luego volvió al periódico. Contempló el esbozo policial de sí mismo. Rostro grande y redondeado. Nariz amplia y plana. Pelo bastante largo, hacía tiempo que no se lo cortaba (la última vez lo hizo George, cortó aquí y allá con unas tijeras de cocina). Ojos hundidos. Tan solo un leve apunte de su ancho cuello; probablemente no tenían ni idea de lo grande que realmente era. La gente nunca se daba cuenta cuando estaba sentado, porque sus piernas eran la parte más larga de su cuerpo.

Joe empezó a llorar, y Blaze le ofreció un biberón. El bebé lo rechazó, así que Blaze lo meció en su regazo con expresión ausente. Joe se tranquilizó y, desde su nueva posición, comenzó a escrutar las cosas que había alrededor: los tres carteles de chicas en el otro extremo de la habitación; la grasienta estantería de asbesto atornillada a la pared, detrás de la estufa; las ventanas, sucias por dentro y heladas por fuera.

—No se parece al lugar de dónde vienes, ¿eh? —preguntó Blaze.

Joe sonrió, luego practicó la extraña e inexperta risa que a Blaze le hacía gracia. El pequeño tenía dos dientes; apenas asomaban de sus encías. Se preguntó si alguno de los otros que estaban por llegar estaría dándole problemas; Joe se mordisqueaba las manos a menudo, y a veces gemía mientras dormía. Comenzó a babear y Blaze le limpió la boca con un viejo Kleenex que sacó de su bolsillo.

No podía volver a dejarlo con George. Era como si George estuviera celoso o algo así. Casi como si George quisiera…

Debió de ponerse rígido, pues Joe lo miraba con una expresión de divertida confusión, al estilo de: ¿Qué pasa contigo, colega? Blaze apenas lo notó. Porque la cosa era que… ahora él era George. Y eso significaba que una parte de él quería…

Apartó esos pensamientos de su cabeza y, cuando lo hizo, su mente perturbada encontró algo más a lo que asirse.

Si él iba a cualquier parte, George también iría. Si ahora él era George, eso tenía sentido. «A lleva a B, más simple imposible», habría dicho Johnny Cheltzman.

Si él iba, George iba.

Lo que significaba que George no podría dañar a Joe por mucho que lo deseara.

Algo en su interior se relajó. La idea de dejar al bebé seguía sin gustarle, pero era mejor dejarlo solo que con alguien que pudiera hacerle daño… Por otra parte, no tenía opción. No había nadie más.

Ya que tenían ese dibujo de él, podía hacerse un disfraz. Algo como una media de nailon, solo que más natural. ¿Como qué?

Se le ocurrió una idea. No fue como un relámpago, sino algo mucho más lento. Subió a su mente como una pompa de jabón que ascendía hacia la superficie de un líquido tan denso como el barro.

Puso a Joe en el suelo, luego fue al cuarto de baño. Cogió una toalla y unas tijeras. Luego sacó la afeitadora Norelco de George del estante de las medicinas, donde había estado hibernando durante meses con el cable enrollado a su alrededor.

Se cortó el pelo a tijeretazos hasta que solo le quedaron mechones en punta y desparejos. Luego enchufó la Norelco y se afeitó la cabeza, adelante y atrás, una vez y otra, hasta que la navaja eléctrica le calentó la mano y su recién desnudo cuero cabelludo acabó rosa por la irritación.

Escrutó con curiosidad su imagen en el espejo. La hendidura de su frente se veía más claramente que nunca, toda ella al descubierto por primera vez durante años, y mirarla era horrible; si estuviera tumbado boca arriba, parecería casi tan profunda como una taza de café. Por lo demás, pensó que no se parecía mucho al loco secuestrador de niños que la policía había dibujado. Parecía un extranjero, de Alemania, de Berlín, o de algún sitio así. Pero sus ojos eran los mismos. ¿Y si sus ojos lo delataban?

—George tiene gafas de sol —dijo—. Esa es la solución… ¿no?

Pensó vagamente que en realidad así llamaría mucho más la atención, pero tal vez eso fuera lo mejor. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer? No podía evitar medir dos metros de altura. Todo lo que podía hacer era intentar que su aspecto actuara en su favor y no en su contra.

No era consciente de que el resultado de su disfraz era mucho mejor de lo que hubiera hecho George; tampoco era consciente de que George era la creación de una mente que trabajaba a un nivel febril, enardecido, rayano en la estupidez. Durante años se había considerado un bobo, lo había aceptado como un aspecto más de su vida, como la hendidura de la frente. Pero algo seguía trabajando debajo de esa superficie chamuscada. Funcionaba con el instinto mortal de las cosas vivas (topos, gusanos, microbios) bajo la superficie de un prado excesivamente recalentado. Aquella era la parte que lo recordaba todo. Todo el daño, toda la crueldad, todo el mal que el mundo le había hecho.

Caminaba a buen ritmo por la carretera de Apex cuando un viejo camión con una carga excesiva se detuvo a su lado. El hombre del interior tenía el pelo canoso y llevaba una camiseta térmica bajo un abrigo de lana.

—¡Sube! —vociferó.

Blaze se apoyó en el estribo y luego subió a la cabina. Le dio las gracias. El conductor asintió y dijo:

—Voy a Westbrook.

Blaze asintió a su vez y alzó el pulgar. El conductor pisó el acelerador y el camión reinició la marcha. No parecía que eso fuera lo que quisiera hacer.

—Te conozco, ¿verdad? —gritó el camionero por encima del rugido del motor. La ventana de su lado estaba rota y dejaba entrar el gélido aire de enero, que luchaba contra el aire cálido de la calefacción—. ¿Vives en Palmer Road?

—¡Sí! —gritó Blaze.

—Jimmy Cullum vivía por allí —dijo el camionero, y le ofreció a Blaze un maltratado paquete de Luckies.

Blaze cogió uno.

—Solo uno, tío —dijo Blaze.

Su reciente cabeza rapada no quedaba a la vista; llevaba su gorro de lana rojo.

—Jimmy se fue al sur. Dime, ¿sigue por aquí tu colega?

Blaze se dio cuenta de que hablaba de George.

—No —respondió—. Encontró trabajo en New Hampshire.

—¿Sí? —dijo el conductor—. Ojalá encontrara otro para mí.

Habían alcanzado la cima de la colina y el camión empezaba a descender por el otro lado, corría por la carretera llena de baches entre carraspeos y sacudidas. Blaze casi podía notar el empuje de la carga ilegal que transportaba. Él también había conducido camiones sobrecargados; una vez llevó hasta Massachusetts una carga de árboles de navidad que excedía en una tonelada el peso límite. Era algo que nunca le había preocupado, pero en ese momento sí le preocupaba. Cayó en la cuenta de que ahora estaba entre Joe y la muerte.

Después de incorporarse a la carretera principal, el conductor mencionó el secuestro. Blaze se tensó un poco, pero le sorprendió demasiado.

—Cuando encuentren al tipo que se llevó al niño, deberían colgarlo de las pelotas —afirmó el camionero. Metió tercera con un infernal chirrido de engranajes.

—Desde luego —dijo Blaze.

—Lo que ha hecho es tan malo como el secuestro de los aviones. ¿Te acuerdas?

—Sí. —No se acordaba.

El conductor arrojó la colilla del cigarro por la ventana y de inmediato encendió otro.

—Eso tiene que acabarse. A los tipos como ese habría que condenarlos a la pena de muerte. Fusilados, tal vez.

—¿Crees que lo atraparán? —preguntó Blaze. Empezaba a sentirse el espía de una película.

—¿Lleva el Papa un sombrero alto? —preguntó el conductor al tiempo que giraba hacia la carretera 1.

—Eso creo.

—Lo que quiero decir es que no hace falta decirlo. Por supuesto que lo atraparán. Siempre lo hacen. Pero el niño estará muerto, recuerda lo que te digo.

—Oh, yo no… —dijo Blaze.

—¿Sí? Bueno, entiendo. La idea es una locura. ¿Un secuestro en esta época? El FBI marcará los billetes o copiará los números de serie o pondrá signos invisibles que solo pueden verse con luz ultravioleta.

—Eso creo —dijo Blaze; se sentía enfermo. No había pensado en esas cosas. Aunque, si iba a enviar el dinero a Boston, a ese tipo que George conocía, ¿qué más daba? Se sintió un poco mejor—. ¿Crees que esos Gerard entregarán de verdad un millón de dólares?

El conductor soltó un silbido.

—¿Eso es lo que han pedido?

En ese momento Blaze se sintió como si se hubiera arrancado la lengua de un mordisco y se la hubiera tragado.

—Sí —dijo, y pensó:

Oh, George.

—Eso es nuevo —dijo el conductor—. No venía en el periódico de la mañana. ¿Lo has oído en la radio?

George habló, muy claro:

—Mátalo, Blaze.

El conductor se llevó una mano a la oreja.

—¿Qué? No lo he pillado.

—He dicho que sí, en la radio.

Se miró las manos, cruzadas en su regazo. Eran grandes y poderosas. Una de ellas había partido el cuello de un collie con un simple golpe, y por entonces ni siquiera había terminado de crecer.

—Podrían reunir ese dinero —dijo el conductor, lanzando por la ventana su segundo cigarrillo y encendiendo el tercero—, pero no lo entregarán. No señor. Nunca.

Recorrían la carretera 1, dejando atrás pantanos congelados y cabañas cerradas durante el invierno. El camionero intentaba evitar la autopista y los controles del peso de la carga. Blaze no le culpó.

Si le golpeara justo en la garganta, en la nuez, se despertaría en el cielo antes incluso de morir —pensó Blaze—.

Luego me haría con el volante, tiraría de él hasta el asiento del pasajero. Si alguien lo viera, pensaría que está echándose una siestecita: «Pobre colega, se ha pasado toda la noche condu…».

—¿… vas?

—¿Qué? —preguntó Blaze.

—He dicho que adónde vas. Lo he olvidado.

—Ah. A Westbrook.

—Bueno, tendré que dejarte en Marah Road, un par de kilómetros más arriba. He quedado con alguien, ya sabes.

—Oh —dijo Blaze—. De acuerdo.

Y George dijo:

—Tienes que hacerlo ahora, Blazer. Es el momento justo, el lugar adecuado. Así es como nosotros hacemos las cosas.

Blaze se giró hacia el conductor.

—¿Te apetece otro cigarrillo? —preguntó el conductor—. ¿Te interesa?

Alzó un poco la cabeza mientras hablaba. Ofrecía un blanco perfecto.

Blaze se puso rígido. Sus manos se retorcieron en su regazo. Luego dijo:

—No. Estoy intentando dejarlo.

—¿De veras? Bien por ti. Hace un frío espantoso, ¿verdad?

El conductor redujo la marcha antes de tomar una curva, y debajo de ellos sonaron una serie de explosiones mientras el motor petardeaba por el tubo de escape.

—La calefacción está rota. La radio también.

—Muy mal —dijo Blaze. Tenía la garganta como si alguien acabara de meterle en la boca una cucharada de polvo.

—Sí, sí, la vida te consume y luego te mueres. —Apretó el freno, que sonó como un alma en pena—. Vas a tener que seguir a pie; lo siento, pero ella estaba primero.

—Claro —respondió Blaze. El momento había llegado y había pasado, sintió un retortijón en el estómago. Y miedo. Desearía no haber visto nunca al conductor.

—Saluda a tu colega cuando lo veas —dijo el conductor, y redujo otra marcha mientras el camión sobrecargado se detenía en lo que Blaze pensó que era Marah Road.

Blaze abrió la puerta, saltó al congelado arcén y cerró de un portazo. El conductor tocó la bocina una vez, y luego el camión enfiló la siguiente colina dejando a su paso una nube de humo. Pronto no fue más que un leve sonido que se perdía en la distancia.

Blaze comenzó a recorrer la carretera 1 con las manos metidas en los bolsillos. Se hallaba en las afueras del sur de Portland, y tres o cuatro kilómetros después llegó a un gran centro comercial con tiendas y cines. También había una lavandería pública llamada El Gigantesco Lavadero Kleen Kloze[23]. Enfrente de la lavandería había un buzón de correos; desde ahí enviaría su nota de rescate.

Dentro había un dispensador de periódicos. Entró a coger uno.

—Mira, má —le dijo un niño pequeño a su madre, que estaba descargando la ropa de una lavadora automática—. Ese tipo tiene un agujero en la cabeza.

—Chis —dijo la madre.

Blaze sonrió al niño, que se escondió de inmediato tras la pierna de su madre. Desde la seguridad de aquel lugar podía asomarse y observar.

Blaze cogió un periódico y salió. El incendio de un hotel había relegado la historia del secuestro al final de la página uno, pero la fotografía de su cara seguía allí, la búsqueda de los secuestradores continúa, decía el titular. Se metió el periódico en el bolsillo de atrás. Menudo pastel. Mientras acortaba camino por un aparcamiento para llegar a la carretera, divisó un viejo Mustang con las llaves puestas. Sin pensárselo dos veces, Blaze se montó en el coche y se fue.

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