Blaze

Blaze


Capítulo 17

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Cuando volvió, Joe estaba despierto y lloraba con ganas. Blaze no se asustó tanto como la primera vez. Lo vistió con una chaquetita (verde y muy mona) y lo dejó en el suelo para que gateara. Mientras Joe intentaba arrastrarse, Blaze abrió un frasco de puré de ternera. No consiguió encontrar la maldita cuchara —al final terminaría apareciendo, casi todas las cosas lo hacían—, así que alimentó al niño con la punta del dedo. Le alegró notar que durante la noche le había empezado a salir otro diente. Ese hacía un total de tres.

—Siento que esté frío —dijo Blaze—. Ya lo arreglaremos, ¿vale?

A Joe no le importaba que estuviese frío. Comía con voracidad. Luego, después de terminar, comenzó a llorar porque le dolía la barriga. Blaze lo sabía porque conocía la diferencia entre el llanto por dolor de barriga, el llanto por la dentición, y el «estoy cansado de llorar». Se puso a Joe al hombro y lo paseó por la habitación mientras le frotaba la espalda y canturreaba. Como seguía llorando, Blaze salió y recorrió con él el frío corredor, sin dejar de canturrear. Además de llorar, Joe empezó a tiritar; Blaze lo envolvió en una manta y con una esquina le cubrió la cabeza como si llevara una capucha.

Subió al tercer piso y entró en el aula 7, donde él y Martin Coslaw se habían conocido en aritmética. A la izquierda había tres pupitres apilados en una esquina. En uno de ellos, casi ocultas por los trazos de antiguas pintadas (corazones, equipamientos sexuales masculinos y femeninos, solicitudes solemnes para chupar y follar), distinguió las iniciales CB, escritas con cuidadosas letras mayúsculas.

Asombrado, se quitó un guante y dejó que sus dedos acariciaran los antiguos cortes. Un chico al que apenas recordaba ya había estado allí antes que él. Era increíble. Y además, de un modo extraño que le hacía pensar en pájaros posados en los cables del teléfono, triste. Los cortes eran antiguos, pero el tiempo había suavizado el daño hecho a la madera. Los había aceptado y se habían convertido en parte de sí misma.

Creyó oír una risita tras él y se giró.

—¿George?

No hubo respuesta. La palabra resonó y regresó con el eco. Parecía burlarse de él. Parecía decir que no había ningún millón, sino únicamente aquella habitación. Aquella habitación donde había estado tan avergonzado y asustado. Aquella habitación donde no había logrado aprender.

Joe se agitó en su hombro y estornudó. Tenía la nariz roja. Comenzó a llorar. El llanto sonaba frágil en el frío y vacío edificio. El húmedo ladrillo parecía aspirarlo.

—Eh —canturreó Blaze—. Está bien, no llores. Estoy aquí. Todo va bien. Tú estás bien. Yo estoy bien.

El bebé temblaba de nuevo y Blaze decidió llevarlo de regreso al despacho de La Ley. Lo pondría en la cuna, cerca del fuego. Con una manta extra.

—Todo va bien, cariño. Está bien. Está bien.

Pero Joe lloró hasta que quedó exhausto, y no mucho después de eso comenzó a nevar.

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