Blaze

Blaze


Capítulo 18

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La chica se llamaba Anne Bradstay. La habían encerrado en Pittsfield por provocar un incendio. Ella y su novio habían prendido fuego a seis granjas de patatas entre Presque Isle y Mars Hill; luego los atraparon. Afirmaron que lo habían hecho porque no se les ocurrió otra cosa que hacer. Verlas arder había sido divertido. Anne explicó que Curtis, cuando la llamó, le dijo:

—Vamos a hacer patatas fritas.

Y eso habían hecho. El juez —que había perdido en Corea a un hijo de la misma edad que Curtis Prebble— no entendió aquel acto de aburrimiento y no tuvo compasión. Condenó al chico a seis años en la prisión estatal Shawshank.

A Anne le cayó un año en lo que las chicas llamaban la Fábrica Kotex de Pittsfield. La verdad era que a ella no le importó. Su padrastro le había quitado su flor cuando tenía trece años, y su hermano mayor la golpeaba cuando estaba borracho, lo que sucedía a menudo. Después de eso, Pittsfield fueron unas vacaciones.

No era una chica herida con un corazón de oro, solo era una chica herida. No era generosa sino consumista; tenía ojos de cuervo para las cosas brillantes. Toe, Brian Wick y otros dos chicos de South Portland reunieron sus ahorros y le ofrecieron a Anne cuatro dólares para que se acostara con Blaze. Su único motivo era la curiosidad. Nadie se lo contó a John Cheltzman —tenían miedo de que se chivara a Blaze, o incluso a Doug Bluenote—, pero el resto del campamento lo sabía.

Todas las noches, un chico de cada cabaña tenía que llevar dos cubos de agua (uno para beber, otro para lavar) desde el pozo de la carretera hasta la casa grande. Aquella noche le tocaba a Toe-Jam, pero dijo que le dolía la barriga y le ofreció a Blaze veinte centavos si iba en su lugar.

—No, está bien, lo haré gratis —dijo Blaze, y cogió los cubos.

Toe sonrió por los veinte centavos que se había ahorrado y fue a contárselo a su amigo Brian.

La noche era oscura y fragante. La luna estaba naranja; acabada de salir. Blaze caminaba impasible, no pensaba en nada. Los dos cubos entrechocaban. Cuando una mano ligera se apoyó en su hombro, no se asustó.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó Anne. Ella llevaba sus propios cubos.

—Claro —dijo Blaze. Entonces la lengua se le pegó al paladar y se ruborizó.

Caminaron juntos hasta el pozo. Anne silbaba suavemente entre sus dientes podridos.

Cuando llegaron, Blaze apartó las tablas. El pozo solo tenía seis metros de profundidad; si dejabas caer una piedra en el interior, sonaba un misterioso y hueco chapoteo. Fleos y rosas silvestres crecían lujuriosamente alrededor de la plataforma de cemento. Media docena de viejos sauces se alzaban más allá, como a la espera. La luna arrojaba pálidos haces de luz a través de uno de ellos.

—¿Puedo llenar tus cubos? —preguntó Blaze; las orejas le ardían.

—¿Sí? Eso sería muy amable.

—Claro —dijo—, claro que sí.

Pensó en Margie Thurlow, aunque esa chica no se le parecía en nada.

Había una cuerda tostada por el sol atada a una armella en un lado de la plataforma. Blaze anudó el extremo libre de la cuerda al asa de un cubo. Lo lanzó al agujero del pozo. Se oyó un chapoteo. Luego esperaron a que se llenara.

Anne Bradstay no era experta en el arte de la seducción. Puso la mano sobre la entrepierna de los vaqueros de Blaze y le apretó el pene.

—¡Ey! —dijo, sorprendido.

—Me gustas —dijo ella—. ¿Por qué no me follas? ¿Quieres?

Blaze la miró, enmudecido por el asombro…, sin embargo, bajo la mano de ella, una parte de él había empezado a hablar en el viejo idioma. La chica llevaba un vestido largo, pero se lo había subido hasta mostrarle los muslos. Estaba esmirriada, pero la luz de la luna fue considerada con ella. Y las sombras lo fueron aún más.

Él la besó torpemente y la rodeó con los brazos.

—Guau, estás muy empalmado, ¿verdad? —preguntó ella al tiempo que hacía un esfuerzo para respirar (y le agarraba la polla con más fuerza)—. Tómatelo con calma, ¿vale?

—Claro —dijo Blaze. La cogió en sus brazos y la apoyó sobre los fleos. Se desabrochó el cinturón—. No tengo ni idea de cómo hacer esto.

Anne sonrió, no sin amargura.

—Es fácil —dijo.

Se levantó el vestido hasta las caderas. No llevaba ropa interior. Él contempló bajo la luz de la luna un pequeño triángulo de pelo oscuro y pensó que si miraba durante demasiado tiempo, se moriría.

Ella señaló con el dedo.

—Mete la polla aquí.

Blaze se bajó los pantalones y la embistió. A unos seis metros de distancia, acuclillados detrás de un alto matorral, Brian Wick miraba a Toe-Jam con los ojos desorbitados.

—¡Vaya pedazo de herramienta! —susurró.

Toe se golpeó un lado de la cabeza y suspiró.

—Creo que lo que Dios le quitó de arriba se lo puso abajo. Ahora cállate.

Ambos se volvieron para observar.

Al día siguiente, Toe comentó que había oído que en el pozo Blaze había conseguido algo más que agua. Blaze se puso casi púrpura, mostró los dientes y se alejó. Toe nunca más se atrevió a mencionarlo.

Blaze se convirtió en el acompañante de Anne. La seguía a todas partes, y le dejaba una segunda manta por si tenía frío por la noche. A Anne le divertía aquello. A su modo, se había enamorado de él. Anne y Blaze acarrearon el agua de todos los chicos y las chicas durante el resto de la temporada y nadie dijo nunca nada al respecto. No se habrían atrevido.

La noche antes de que tuvieran que regresar a Hetton, Harry Bluenote le pidió a Blaze que se quedase un rato más después de cenar. Blaze aceptó, pero comenzó a sentirse incómodo. Lo primero que pensó fue que el señor Bluenote había descubierto lo que él y Anne habían estado haciendo en el pozo y se había puesto furioso. Aquello hizo que se sintiera mal, porque el señor Bluenote le caía muy bien.

Cuando todo el mundo se había marchado, Bluenote lio un cigarrillo y rodeó dos veces la larguísima mesa. Entonces tosió. Se despeinó el ya despeinado pelo. Luego casi ladró:

—Mira, ¿quieres quedarte?

Blaze lo miró atónito, incapaz de salvar el abismo entre lo que creía que el señor Bluenote iba a decir y lo que en realidad dijo.

—¿Y bien? ¿Te gustaría?

—Sí —respondió Blaze—. Sí, claro. Yo… claro.

—Bien —dijo Bluenote con expresión de alivio—. Porque Hetton House no es un sitio para un muchacho como tú. Eres un buen chico, pero necesitas que te lleven de la mano. Te esfuerzas, pero… —Le señaló la cabeza—. ¿Qué te pasó?

Blaze se tocó instintivamente la hendidura de la frente. Se sonrojó.

—Es horrible, ¿verdad? Mirarlo, quiero decir.

—Bueno, no es bonito, pero he visto cosas peores. —Bluenote se dejó caer en una silla—. ¿Qué te pasó?

—Mi padre me lanzó escalera abajo. Tenía resaca o algo así. No lo recuerdo muy bien. De todas formas… —Se encogió de hombros—. Eso es todo.

—Eso es todo, ¿eh? Bueno, supongo que fue suficiente. —Volvió a ponerse en pie, se acercó a la nevera del rincón, y se sirvió agua en un vaso de plástico—. Hoy he ido al médico (con el pretexto de esas jaquecas que tengo a veces) y me ha entregado un certificado médico favorable. Es un alivio. —Bebió agua, arrugó el vaso de plástico y lo tiró a la papelera—. Pero la cuestión es que los hombres envejecen. Tú no sabes nada de eso, pero ya lo sabrás. Uno se hace viejo y toda su vida parece un sueño que ha tenido durante una siesta vespertina, ¿sabes?

—Claro —dijo Blaze. No había oído ni una sola palabra. ¡Vivir allí con el señor Bluenote! Estaba comenzando a entender lo que aquello significaba.

—Solo quiero asegurarme de que si te adoptase estaría haciendo lo mejor para ti —dijo Bluenote. Alzó el pulgar hacia la imagen de la mujer del cuadro de la pared—. A ella le gustaban los niños. Me dio tres y murió cuando tuvo al último. Dougie es el mediano. El mayor está en el estado de Washington, construyendo aviones para Boeing. El pequeño murió en un accidente de coche hace cuatro años. Fue algo muy duro, pero me gusta pensar que está con su madre. Tal vez sea una idea estúpida, pero cada uno se agarra a lo que puede, ¿verdad, Blaze?

—Sí, señor —dijo Blaze. Estaba pensando en Anne en el pozo. Anne bajo la luz de la luna. Entonces vio las lágrimas en los ojos del señor Bluenote. Le impactaron y le asustaron un poco.

—Vamos —dijo el señor Bluenote—. Y no te quedes demasiado en el pozo, ¿me oyes?

Pero no se detuvo en el pozo. Le contó a Anne lo que había pasado. Ella asintió y se echó a llorar.

—¿Qué ocurre, Annie? —le preguntó—. ¿Qué ocurre, cariño?

—Nada —dijo—. ¿Me sacarás el agua? He traído los cubos.

Él sacó el agua. Ella lo miró ensimismada.

El último día de recolección finalizó a la una en punto, y hasta Blaze se percató de que la mercancía final era poca. Los arándanos se habían terminado.

Ahora siempre conducía él. Estaba en la cabina de la camioneta, con el motor en marcha, cuando Harry Bluenote los llamó:

—¡A la camioneta! ¡Blaze conducirá de vuelta! ¡Cambiaos de ropa y acercaos a la casa grande! Habrá tarta y helado.

Los chicos treparon por el portón trasero, chillando como bebés, y John tuvo que gritarles para que tuviesen cuidado con los arándanos. Blaze sonreía de oreja a oreja. Sintió que podría mantener esa sonrisa durante todo el día.

Bluenote se sentó en el lado del pasajero. Su cara parecía pálida bajo el bronceado, y tenía la frente perlada de sudor.

—Señor Bluenote, ¿se encuentra bien?

—Claro. —Bluenote soltó su última sonrisa—. Supongo que he almorzado demasiado. Conduce, Bla…

Se agarró el pecho. Las venas se le hincharon a ambos lados del cuello. Miró fijamente a Blaze, pero parecía que no podía verle.

—¿Qué ocurre? —preguntó Blaze.

—El corazón —dijo Bluenote, y cayó hacia delante. Su frente golpeó el salpicadero de metal. Por un momento se aferró con ambas manos al viejo asiento desvencijado, como si el mundo estuviera dando la vuelta. Luego se inclinó a un lado y cayó por la puerta abierta hasta el suelo.

Dougie Bluenote, que estaba echando un vistazo al capó de la camioneta, se acercó corriendo.

—¡Papá! —gritó.

Bluenote murió en brazos de su hijo durante el agreste y traqueteante trayecto de vuelta a la casa grande. Blaze apenas se enteró. Él estaba aferrado al grande y cascado volante de la camioneta I-H, con toda la atención puesta en la sucia carretera sin pavimentar.

Bluenote tembló una, dos veces, como un perro sorprendido por la lluvia, y eso fue todo.

La señora Bricker —la madre de campamento— dejó caer una jarra de limonada al suelo cuando los chicos lo llevaron dentro. Los cubitos de hielo salieron despedidos hacia todos los rincones de la tarima de pino. Llevaron a Bluenote al salón y lo pusieron en el sofá. Un brazo le colgaba hasta el suelo. Blaze lo apoyó sobre el regazo de Bluenote. Volvió a caerse. Blaze lo dejó ahí.

Dougie Bluenote estaba hablando frenéticamente por teléfono en el comedor, de pie al lado de la larga mesa, preparada para la fiesta con helados por el fin de la recolección (había un pequeño regalo de despedida al lado de cada plato). Los otros recolectores observaban desde el porche. Todos parecían horrorizados salvo Johnny Cheltzman, que parecía aliviado.

Blaze se lo había contado todo la noche anterior.

El médico llegó y realizó un breve examen. Cuando terminó, tapó con una manta el rostro de Bluenote.

La señora Bricker había dejado de llorar pero empezó de nuevo.

—El helado —dijo—. ¿Qué haremos con todo el helado? ¡Oh, qué desgracia!

Se puso el delantal sobre la cara, luego en la cabeza, como si fuera una capucha.

—Diles a los chicos que entren y coman —dijo Doug Bluenote—. Tú también, Blaze. Manos a la obra.

Blaze negó con la cabeza. Le parecía que nunca más volvería a tener hambre.

—No importa —dijo Doug. Se pasó las manos por el pelo—. Tendré que llamar a Hetton… y a South Portland… Pittsfied… Jesús, Jesús, Jesús.

Apoyó la cabeza contra la pared y empezó a llorar. Blaze se sentó y observó la figura cubierta del sofá.

La ranchera de HH fue la primera en llegar. Blaze se sentó atrás y miró a través de la ventana sucia. La casa grande menguó y menguó hasta que finalmente se perdió de vista. Los demás empezaron a hablar un poco, pero Blaze permaneció en silencio. Ese fue el comienzo del hundimiento. Intentó que su cabeza lo entendiera, pero no pudo. No tenía sentido, pero de todas formas todo se estaba hundiendo.

Su rostro comenzó a reaccionar. Primero la boca, luego los ojos. Sus mejillas temblaron. No podía controlar esas cosas. Le desbordaban. Al fin empezó a llorar. Apoyó la frente contra la ventana trasera de la ranchera y soltó grandes sollozos monótonos que sonaban como el relincho de un caballo.

El conductor era el cuñado de Martin Coslaw.

—Que alguien haga callar a ese alce, ¿vale?

Pero nadie se atrevió a tocarle.

El bebé de Anne Bradstay nació ocho meses y medio más tarde. Era un niño enorme (casi cinco kilos). Fue entregado en adopción y recogido casi de inmediato por los Wyatt, una pareja sin hijos procedente de Saco. El hijo de Bradstay se convirtió entonces en Rufus Wyatt. Cuando tenía diecisiete años fue nombrado el mejor jugador de baloncesto del equipo de su instituto; el mejor de Nueva Inglaterra un año más tarde. Ingresó en la Universidad de Boston con la intención de licenciarse en literatura. Disfrutaba especialmente con Shelley, Keats y el poeta americano James Dickey.

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