Billie

Billie


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No sé si fue por el cansancio de la caminata, por el cuerpo del pastor o por la escena de la Madre y la Hija, pero el caso es que esa noche no dormí bien…

Bueno, en realidad no pegué ojo.

Y el pobre Franck lo pagó también. Como soy una egoísta y no quería quedarme sola con mi insomnio, todo el rato intentaba seguir charlando y charlando. Y, claro, mira que soy mala, entre cháchara y cháchara al final conseguí lo que me proponía, que era murmurarle en la oscuridad que yo no tenía cuatro años, sino once meses, y que de verdad no lo entendía…

Él estaba agotado. Yo creo que se había ido a rezarle a Jesús toda la noche con su rosario casero, y me mandó un poco a la porra.

Y, claro, el resultado fue que dormí aún menos, y, por consiguiente, él igual.

Así que nada, estrellita… ¿Ves?, ya te estoy preparando el terreno: cuando esa mañana nos volvimos a poner en marcha para reunirnos con el resto del grupo en la meseta no sé qué, la postal de las vacaciones estaba ya un poquito arrugada…

Era la primera vez en mi vida que me enfrentaba a una madre en acción, una madre cariñosa encima, y no lo estaba llevando nada bien. No decía nada y seguía haciéndome la tonta como antes, pero sentía algo dentro de mí que ya estaba empezando a lanzar bengalas pidiendo socorro.

En lugar de concentrarme en el cielo, el sol, las nubes, el paisaje tan bonito, las mariposas, las flores y las casitas de piedra, estaba obnubilada por esa mujer.

Escuchaba el sonido de su voz, miraba dónde ponía las manos en el cuerpo de sus hijos (siempre en los sitios más suaves: la nuca, el pelo, las mejillas, las pantorrillas gorditas), lo que les daba de comer, cómo contestaba siempre a sus preguntas, el hecho de que nunca se equivocaba de nombre al llamarlos y esa manera que tenía siempre de no quitarles ojo sin que se notara, y… y todo eso me hacía polvo.

Toda esa ternura me hacía polvo… Toda esa injusticia… Ese vacío que sentía dentro y que me saltaba a la garganta cada vez que la miraba…

Tanto, que me pegaba a Franck como una lapa, y como me daba cuenta de que le molestaba me puse en cuarentena yo sola.

Después de la comida, como seguía tan hecha polvo, pedí que me dejaran llevar las riendas del burrito.

Quería conseguir superar al menos una de mis angustias…

El sargento Paterfamilias me pasó las riendas, dándome mil consejos estúpidos (como si me estuviera confiando un pitbull de combate dopado con anfetas que llevara semanas sin comer), y yo, para distraerme de mi tristeza, me puse en plan seductora a tope con mi burrito querido.

Le susurraba al oído, y sus grandes orejas se estremecían de gusto: ¿Estás seguro de que no te quieres venir a París conmigo? Te daré todas mis rosas marchitas para que te las comas y te llevaré a ligar con todas las burritas del Jardin du Luxembourg… Además, recogeré tu estiércol, lo meteré en unas bolsitas muy monas de tela de saco y se lo venderé por un ojo de la cara a todos esos inútiles que se montan un huerto en la terraza…

Anda, venga, di que sí… ¿No estás hasta las narices tú también de cargar con mochilas de Decathlon? ¿No tienes ganas de pegarte la vida padre? Te teñiré la crin de azul lavanda, y nos iremos a los Campos Elíseos a beber mojitos…

Porque me he fijado en que a ti también te gustan las hojitas de menta, ¿eh, amiguito?

Anda, burrito, anda… No seas cabezota…

Sus grandes ojos dulces me miraban con ternura. No parecía disgustarle lo que le decía, y de vez en cuando se frotaba contra mi brazo para espantarse las moscas y para obligarme a seguir dándole la tabarra con mis tonterías.

Y, claro, eso me levantó el ánimo.

Me levantó el ánimo, y ya no prestaba atención a la ternura de la madre modélica ni a la estupidez estratosférica de su maridito.

Ya ves, estrellita, nada de esto fue premeditado. Por fin conseguí tragarme ese sapo de las Morilles que no me dejaba vivir desde el día anterior, y ya no había ni pizca de odio en mi corazón.

Me crees, ¿verdad?

Tienes que creerme.

A Franck y a ti siempre os digo la verdad.

Bueno, ¿estás preparada?

Pues agárrate que vienen curvas…

En un momento dado, el niño, que soñaba con ello desde hacía días, volvió a preguntar si él también podía llevar las riendas del burrito.

Su padre dijo que no, y yo dije que sí.

Exactamente a la vez.

Y, claro, hubo un gran silencio en la conversación.

—No pasa nada —añadí—, es muy tranquilo y muy bueno… Mire, yo le tenía muchísimo miedo, y luego ha ido todo muy bien… Si quiere, me quedo justo detrás de su hijo por si pasa algo, ¿vale?

El Paterfamilias estaba que trinaba, pero no tuvo más remedio que ceder porque todo el mundo le decía que yo tenía razón, que no era un burro sino un corderito, de puro manso, y que había que confiar en los niños, y el típico rollo.

HeilHitler cedió por fin, pero se notaba que tenía a su crío en el punto de mira de su escopeta y que más le valía no cagarla.

Vamos, que el ambiente era de lo más festivo.

El crío estaba feliz de la vida. Parecía Ben Hur al volante de su Lamborghini.

Como había prometido, no me separé de él y, como su madre, de vez en cuando le tocaba el pelo sin que se diera cuenta.

Así, un poquito.

Para ver qué se sentía…

Y, como la cosa iba bien, al final nos relajamos todos.

Media hora después más o menos, declaró que estaba harto de llevar las riendas del burrito y que quería devolvérmelas para irse a buscar fósiles.

—De eso nada —dijo el padre, encantado de poder reafirmar su autoridad a los ojos del grupo—, has querido llevarlo, pues ahora lo llevas hasta el final. Así aprenderás, mi querido Antoine, que en la vida hay que asumir las consecuencias de nuestros propios actos. Has decidido hacerte responsable de este animal, muy bien, pues ahora te callas y lo llevas hasta el campamento, ¿entendido?

Pero bueno, ¿qué chorrada era ésa ahora?

Oh, oh… De verdad no podía meterme en esa conversación…

Oh, oh… ¿Dónde estás, Francky?

No te vayas muy lejos, querido, porque siento que se me está reventando la camisa por las costuras…

Y se me está poniendo la piel un poco verde, también, ¿no?

Entonces el pequeño Antoine, que era súper lindo, súper majo, súper alegre, súper valiente, súper encantador, súper cariñoso y súper amable con sus hermanitas, se puso a lloriquear, llamando a su mamá.

Y entonces, en ese momento, su padre le arreó una colleja bien fuerte para que aprendiera lo que es la vida.

Ay, joder…

Ay, de qué me sonaba a mí esa colleja…

Me sonaba porque me la conocía de memoria.

Era la peor.

La más cobarde de las más cobardes.

La más perversa.

La más dolorosa.

La que no deja señales pero te arranca el cerebelo al instante.

La que te mata por dentro.

La que nadie sospecha nunca y te sacude tanto el cráneo que te deja un momento sin poder pensar, y te quedas tocado para el resto de tu vida.

Joder…

Mi propia magdalena de Proust…

Bueno, todo eso no lo pensé entonces, claro. De hecho, no tuve ni que pensarlo puesto que lo llevo tatuado en la piel.

Y no me dio tiempo a pensar, pues ya estaba describiendo un gran arco hacia atrás con el precioso cayado que me había hecho mi Francky para reventarle la cabeza a ese señor tan como es debido que acababa de levantarle la mano a su hijo.

Fui directa.

Y se la reventé.

Adiós nariz.

Adiós boca.

Adiós cara.

No había más que sangre, entre sus dedos y por todo su careto.

Y gritos.

Gritos de cerdo, naturalmente.

Jooooooder, la lié parda…

Además, por la brusquedad de mi gesto y al verme blandir el cayado, el burro se asustó y se largó al galope hasta Katmandú, con todos nuestros víveres en las albardas.

Joooooder, la lié parda…

Y como todo el mundo me miraba como si me lo hubiera cargado, me puse a gritar para resucitar a ese cabrón que pegaba a los niños:

—¿Qué? —le dije, con esa voz irreconocible que me sale cuando la armo—. ¿Ves lo que se siente? ¿Ves lo que se siente cuando te pegan por sorpresa? ¿Has visto qué desagradable es? No lo vuelvas a hacer nunca más, ¿eh? Porque la próxima vez que lo hagas, te mato.

Y como no podía contestarme porque estaba masticando sus propios dientes añadí:

—No te preocupes que yo me largo ahora mismo porque ya no aguanto tu asqueroso careto de facha, pero antes de irme te voy a decir una cosita, gilipollas… Eh, mírame… ¿Me oyes? Pues escúchame bien: ¿Ves a mi amigo, ese de ahí?… (Al decir esto no me atrevía a mirar a Franck, claro). (Todos los atrevimientos el mismo día no puede ser…), pues que sepas que es maricón… y yo soy bollera… Chúpate ésa… Y mira tú por dónde, todas las noches, en nuestra tiendecita de campaña, hacemos las cosas más guarras con nuestros cuerpos… Cosas que no te puedes ni imaginar… Pocas veces se corre dentro de mí, no te preocupes, pero imagínate que no tengamos cuidado una noche que estemos muy pedo… Imagínate… Pues si tuviera que nacer un crío de todas esas guarradas entre un maricón y una bollera, ¿sabes qué? Pues no sólo lo tendríamos, aunque sólo sea para joderte a ti, sino que además nosotros no le pondremos jamás la mano encima. Jamás, ¿me oyes? No le haremos jamás el menor daño. Nunca jamás… Y si de verdad es un pelmazo y no nos deja volver a nuestras orgías, ¿sabes qué haremos? Nos lo cargaremos, pero lo haremos bien… Juro por tus hijos que no sufrirá. Lo juro. Hala… Hasta más ver… Y que se os dé bien…

Y justo después escupí a sus pies y me fui rumbo al pastor.

Porque yo estaba en la Fe, la Vida, la Luz y la Verdad.

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