Billie

Billie


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Caminé recto durante horas y horas.

En dirección a la montaña de Jesús.

No me volví ni una sola vez para ver si Franck me seguía.

Porque ya sabía que me seguía.

Que me odiaba, pero que aun así me seguía.

Que me odiaba y que a la vez me estaba agradecido.

Y que debía de tener un buen cacao en la cabeza.

Porque entre el cabronazo del Paterfamilias y su propio padre no debía de haber mucha diferencia.

A lo mejor hasta pertenecían a la misma célula de Defensores de la Cristiandad en Occidente…

En un momento dado me quedé parada delante de un precipicio encima de las montañas.

Primero, porque era el final del sendero, y segundo, porque hacía horas y horas que no oía ningún ruido de pasos a mi espalda.

Cero patatero.

Me quedé muy quieta y esperé.

La fe del carbonero está muy bien, pero yo no soy carbonera. Soy florista.

Y, además, como diría Louis Aragon, el amor no existe.

Sólo existen las pruebas de amor.

Me quedé muy quieta y consulté mi reloj.

Si dentro de veinte minutos no está aquí, me dije, devuelvo la fianza del apartamento de la calle de la Fidélité.

Por mucho que me las dé de chulita de vez en cuando, soy una niñita frágil yo también.

Mierda. Si había perdido los papeles así lo había hecho tanto por mí como por él.

Mentirosa.

Sí, lo reconozco. Sólo había sido por mí.

Y ni siquiera por mí, de hecho… Por una niña a la que frecuentaba cuando era pequeña…

Una niña a la que nunca había tenido ocasión de decir que, aunque los meses de invierno apestara, seguía siendo mi amiga y siempre podía entrar en mi grupo y sentarse a mi lado en clase.

Siempre.

Y para siempre.

Y, bueno, pues nada. Ya estaba hecho.

Ahora ella ya tenía su prueba de amor…

Si dentro de diecinueve minutos no está aquí, me repetí apretando los dientes, devuelvo la fianza de la Fidélité.

Y, justo diecisiete minutos más tarde, una voz a mi espalda me clavó un aguijón lleno de veneno:

—¡Eh! ¿Sabes una cosa, Morille? Me tienes hasta los cojones… ¡Hasta los mismísimos cojones!

Por poco lloro de felicidad.

Era la declaración de amor más bonita y más romántica que me habían hecho en toda mi vida…

Me di la vuelta, le salté al cuello para abrazarlo, y no sé cómo lo hice pero el caso es que al saltar a sus brazos nos hice caer a los dos por el precipicio.

Caímos rodando por una pendiente rocosa de mierda y fuimos a parar abajo del todo, directos sobre unos arbustos llenos de pinchos, más o menos en mil pedazos.

Luego reptamos como pudimos hacia un sitio un poco más plano y ahí ya empezamos con lo de las miradas asesinas el uno al otro.

Ya está, estrellita, ya está… Fin de la historia… Y si quieres los bonus y volver a vernos en persona, retrocede al primer episodio de la primera temporada, porque yo ya no tengo nada más que añadir.

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