Billie

Billie


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Nos miramos con rabia. Él, porque debía de pensar que yo tenía la culpa de todo, y yo, porque no era razón para mirarme así. Tonterías he hecho muchísimas desde que nos conocemos, y él siempre se lo ha pasado súper bien gracias a mí, así que era muy feo por su parte reprocharme ésta en concreto sólo porque iba a acabar mal…

Joder, ¿y yo qué sabía?

Me eché a llorar.

—Qué, ¿ya te arrepientes? —murmuró, cerrando los ojos—. No… Qué tonto soy… Arrepentirte tú, qué tontería…

Estaba demasiado agotado para guardarme rencor del todo. Además, no servía de nada. En eso siempre estaríamos de acuerdo. Yo ni sé lo que significa arrepentirse…

Estábamos en el fondo de una grieta o de qué sé yo qué, algo geográficamente muy chungo. Una especie de… de desbarrancamiento en el parque nacional de las Cévennes, donde no había cobertura, ni un solo bicho viviente —y mucho menos una persona— y donde nadie nos encontraría jamás. Yo me había hecho polvo el brazo, pero todavía podía moverlo, mientras que él saltaba a la vista que se había roto todos los huesos del cuerpo.

Siempre he sabido que era valiente, pero ahí de verdad me estaba dando una lección.

Otra más…

Estaba tendido de espaldas. Al principio traté de hacerle una especie de almohada con mis zapatos, pero como casi se desmayó cuando le levanté la cabeza, la dejé donde estaba y ya no me atreví a tocarla. De hecho, ése fue el único momento en que se agobió a saco, pensaba que se le había jodido la médula y le daba tantísimo miedo acabar siendo un intocable que me dio la vara durante horas para que lo abandonara en ese agujero o lo rematara.

Y, bueno, como yo no tenía nada a mano para cargármelo limpiamente, pues nos pusimos a jugar a los médicos.

Por desgracia no nos habíamos conocido lo bastante pronto como para jugar a escondidas, pero está claro que no nos habríamos quedado los últimos en la sala de espera… Se lo recordé, y le hizo gracia. Menos mal, porque yo, a este infierno de aquí o a la otra vida, no quería llevarme más que eso: sonrisas. Aunque fueran minúsculas y arrancadas a la fuerza como ésa.

Todo lo demás, sinceramente, por mí que se quede en la consigna…

Le pellizqué por todas partes y cada vez más fuerte. En cuanto veía que le hacía daño, me llevaba un alegrón. Era señal de que su cerebro participaba y que no haría falta que empujara su silla de ruedas hasta San Pedro. Y si no, no había problema, estaba de acuerdo en cargármelo. Lo quería lo suficiente para hacerlo.

—Bueno, parece que está todo bien… No paras de quejarte, eso es que todo cirula, ¿no? Yo creo que, aparte de la pierna, también te has roto la cadera o la pelvis. Bueno, o algo por esa zona, vamos…

—Ya…

No parecía muy convencido. Se notaba que estaba agobiado por algo. Se notaba que, sin bata blanca y el artilugio ese como se llame que llevan los médicos al cuello, yo no resultaba nada creíble. Franck miraba al cielo con el ceño fruncido y refunfuñando, como era su costumbre.

Conocía bien esa expresión suya, las conocía todas, y me daba cuenta de que seguía angustiado por algo.

—Nooooo, Francky, venga ya… Estoy alucinando. No me lo puedo creer, tío… No me estarás diciendo que quieres que te meta mano para comprobar eso también, ¿o sí?

—…

—¿Que sí quieres?

Estaba claro, él luchaba con todas sus fuerzas por conservar su expresión de moribundo, pero mi problema no era en absoluto una cuestión de decoro, sino más bien de eficacia. El momento era delicado, y tampoco era plan de liquidarlo sólo porque yo no era su tipo…

—Oye… No es que no me apetezca, ¿eh? Pero…, o sea, tú…

Me recordaba a Jack Lemmon en la última escena de Con faldas y a lo loco. Como él, empezaba a quedarme sin argumentos y tenía que soltarle el último, el más definitivo, para que dejara de darme la tabarra:

—Soy una chica, Franck…

Y entonces… Ahí, en ese momento, si estuviera dando una conferencia muy profunda sobre la Amistad, en plan sección transversal con croquis, diapositivas, botellitas de agua para el ponente y toda la pesca, para explicar su origen, de qué está hecha y cómo distinguir imitaciones, pues bien, pediría que congelaran la imagen y, con mi puntero de profesora, señalaría su réplica.

Esas tres palabritas tan alegres y a la vez tan muertas de miedo murmuradas con una sonrisa súper mal imitada por un ser humano que ni siquiera sabía si iba a vivir o morir, si iba a seguir sufriendo y se iba a quedar sin volver a follar nunca más:

—Well… Nobody’s perfect…

Sí, por una vez lo tuve clarísimo, y lo siento por quienes no la hayan visto, por quienes no entienden nada de la peli y por lo tanto nunca sabrán ver a un amigo de verdad en un pobre travelo; lo siento pero no puedo hacer nada por ellos.

Entonces, porque se trataba de él, porque se trataba de mí, y porque aún conseguíamos disfrutar de estar juntos en un momento tan chungo como ése, me encaramé encima de él para apoyar el brazo válido sobre su bajo vientre.

Apenas le rocé.

—Bueno —gruñó al cabo de un momento—, no te pido que te emplees a fondo, guapa… Sólo me tocas un poco y se acabó.

—No me atrevo…

Soltó un profundo suspiro.

Entendía que se sintiera tan mal. Juntos habíamos vivido situaciones muchísimo más embarazosas en las que yo había salido muy mal parada, y le había dado la murga cientos de veces contándole mil historias súper salvajes, historias tórridas, de lo más hard-core, por lo que, de nuevo, no resultaba nada creíble…

¡Pero nada en absoluto!

Y sin embargo no era pose… De verdad que no me atrevía.

Nunca se puede saber de antemano dónde va a esconderse lo sagrado. Con la mano aún en equilibrio en el aire, de pronto me di cuenta de que había un mundo entre mis andanzas sexuales y su pajarito. Podría haberlos tocado todos si hubiera sido necesario, pero el suyo no, no, el suyo no, y esa lección me la daba yo solita a mí misma, por una vez.

Siempre he sabido que lo adoraba, pero hasta entonces nunca había tenido ocasión de medir el alcance del respeto que me inspiraba; pues bien, ahora sí: medía unos milímetros…

Unos milímetros infinitos, lo que medía también mi pudor. Nuestro pudor.

Por supuesto, sabía muy bien que no me iba a dejar paralizar mucho tiempo por ese apuro de mojigata de mentirijillas, pero, mientras tanto, la primera sorprendida era yo. En serio, flipaba de verme tan remilgada. Intimidada, asustada, ¡casi virgen otra vez, vamos! Era como volver a creer en los Reyes Magos.

Bueno, venga, basta de excusas. Al tajo, mojigata virgen…

Para que se relajara, empecé dándole toquecitos alrededor del ombligo canturreando «mueve la patita y mueve la colita», pero no le relajó mucho que digamos. Luego me tumbé junto a él, cerré los ojos, llevé los labios a su conducto… estoooo… auditivo, me concentré y le susurré muy bajito, no, más bajito todavía, con burbujitas de saliva en el oído y todo un sinfín de gemiditos de lo más irritantes, lo que imaginaba que sería la peor o la mejor de sus fantasías más ocultas, a la vez que le acariciaba con un dedo distraído, perezoso, desmotivado y…, bueno, travieso y juguetón, todo hay que decirlo, la U que formaban las costuras de su bragueta.

Los pelos de sus orejas se retraían de terror, y no llegué a poner en peligro mi honor.

Maldijo. Sonrió. Rió. Me dijo mira que eres tonta. Me dijo para. Me dijo idiota. Me dijo ya está bien. Me dijo ¡que te he dicho que ya basta! Me dijo te odio y me dijo te adoro.

Pero todo eso fue hace tiempo. Cuando aún tenía fuerzas para acabar las frases y cuando yo no pensaba que, un día, lloraría con él.

Ahora ya anochecía, yo tenía hambre y frío, me moría de sed y me estaba viniendo abajo porque no quería que él sufriera. Y, si tuviera un mínimo de buena fe, yo también acabaría las frases y al final añadiría «por mi culpa».

Pero no tengo buena fe, ni mucha ni poca.

Estaba sentada a su lado, apoyada en una roca, y despacito me iba marchitando.

Me descascarillaba remordimiento a remordimiento.

A costa de un esfuerzo del que jamás tendré idea, Franck apartó el brazo del cuerpo, y su mano se posó sobre mi rodilla. Le toqué la mano a mi vez, y eso me debilitó aún más.

No me gustaba que me cogiera por los sentimientos, el muy aprovechado. Eso era cebarse con la desgracia ajena.

Al cabo de un rato le pregunté:

—¿Qué es ese ruido?

—…

—No será un lobo, ¿verdad? ¿Crees que aquí habrá lobos?

Y como no contestaba, grité:

—¡Pero contéstame, joder! ¡Dime algo! Dime que sí, dime que no, dime vete a la mierda, pero no me dejes sola… Ahora no… Te lo suplico…

No le hablaba a él, sino a mí misma. A mi estupidez. A mi vergüenza. A mi falta de imaginación. Él nunca me hubiera abandonado, y si callaba era sólo porque se había desmayado.

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