Billie

Billie


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Esperé varios días antes de ir a verla.

Ya no recuerdo qué razones me inventaba para no ir, pero la única verdadera era que tenía miedo. Tenía miedo de volver a su casa yo sola. Tenía miedo de volver, a secas y, sobre todo, tenía miedo de lo que me diría Franck en sus cartas. ¿Me preguntaría si era yo la zorra que había visto el otro día delante de la pollería? ¿Me preguntaría a cuántos tíos se la tenía que chupar para poder comprarme esa cazadora de cuero tan bonita? ¿Me diría que estaba decepcionado y que prefería no volver a verme nunca más de lo mucho que se avergonzaba de mí?

Sí, tenía miedo, y esperé al menos cinco días antes de atreverme a llamar a su puerta…

Fui al estilo de la Billie de antes, es decir, a pie, en vaqueros y sin maquillar. Por supuesto, para ella eso seguramente no sería más que un detalle, pero para mí, no. Para mí era como un regreso feliz a una infancia feliz.

Ya ni me acordaba de cómo era mi cara sin todas esas porquerías que me untaba encima y tras las cuales me escondía. Sí, tenía miedo de ir a casa de Claudine pero, ese día, al hacerme una coleta, me sonreí en el espejo. No porque me encontrara guapa, sino porque parecía una niña y… oh… cuánto bien me hizo esa sonrisita inesperada.

Cuánto bien me hizo…

Era de verdad mi nombre el que estaba escrito en los sobres… Señorita Billie, en casa de la señora Claudine tal y tal y todo eso.

Señorita Billie…

Jo, qué sensación más rara… Era la primera vez en mi vida que recibía una carta… ¡Varias, incluso! La primera vez… Con un sello de verdad, un sobre de verdad y algo escrito de verdad por un ser humano.

Por supuesto, no me quedé. No quería abrirlas delante de ella, y creo incluso que no quería abrirlas siquiera. También esas cartas quería guardarlas directamente en la vitrina y conservarlas sin abrir para siempre.

Me las eché al bolsillo y caminé.

Caminé sin saber adónde iba. Bueno, mi cabeza no lo sabía, pero mis piernas, sí. Como son más inteligentes que yo, tras muchos rodeos acabaron llevándome a mi sepultura de Camille…

Empujé la vieja puerta, entré en el panteón y volví a sentarme bajo el pequeño altar, como en el pasado.

El olvido, la calma, el silencio, los dibujos del liquen, el trino de los pájaros, el viento que sacudía las cadenas oxidadas y tal, todo eso me hizo tanto bien también… Me recordaba a la pequeña Billie que aún no se acostaba con nadie y que quería parecerse a una chica mucho más noble que ella… Me recordaba a un momento de mi vida en que aprendía de memoria y con facilidad sentimientos hermosos que me hacían creer que tenía potencial para lo que me quedaba por vivir.

Si hubiera habido un loquero por ahí, seguramente habría soltado el típico rollo de que estaba acurrucada allí dentro como en el útero de mi madre o cualquier chorrada por el estilo, pero no había ningún loquero. Sólo las cartas de Franck Mumu, y eran mucho más eficaces…

Me encontraba a gusto. Me olvidé de mí misma y hasta me quedé un poco traspuesta.

Al cabo de un rato me decidí por fin a abrirlas, por orden cronológico. La primera estaba escrita en una simple hoja a cuadros grandes y decía:

Hola, Billie. Espero que estés bien, yo estoy bien. ¿Sabes?, los fines de semana no tengo mucho tiempo de ir a ver a mi abuela, y creo que lo echa de menos, así que he decidido escribirte a su casa todas las semanas, y así tú irás a verla por mí. Gracias por hacerme este favor. Espero que no te moleste mucho. Un beso, F.

La segunda era la típica postal fea de la ciudad donde estudiaba, con una foto de la iglesia, el castillo y todo eso:

Hola, Billie. Espero que estés bien, yo voy tirando. Dile a Claudine que he recibido su paquete. Un beso, F.

Las volví a meter en los sobres y me entraron ganas de llorar de gratitud. Porque, vale, soy tonta, todo el mundo me lo repite desde que nací, pero me daba perfecta cuenta de lo que había detrás de ese truco. Franck me había visto de puta y le había dado lástima, y por eso se había inventado ese truco con su abuela para que yo no perdiera por completo el contacto conmigo misma.

Sí, todo eso era sólo para obligarme a desmaquillarme una vez a la semana e ir a tomarme un vaso de granadina o de naranjada a una casita que me tenía mucho cariño…

Alguna que otra vez estuve varias semanas sin ir a su encuentro, pero él nunca faltó a su norma. Cada miércoles, salvo en las vacaciones escolares, y durante tres años, tuve mi postalita fea con la frase de siempre «Espero que estés bien, yo estoy bien» escrita detrás y, cada vez, gracias a ella, pude cruzarme con la mirada de un ser humano que no me juzgaba. Nunca me quedaba mucho rato porque en esa época estaba demasiado en pie de guerra como para exponerme al riesgo de la ternura, pero el solo hecho de pasar un momento por esa casa, con mi verdadero rostro de otro tiempo, me permitió aguantar hasta la siguiente etapa de mi vida.

Recuerdo que un día, cuando acababa de llamar a su puerta, le oí decir a no sé quién al teléfono (la ventana de la cocina estaba abierta): «Espera, tengo que dejarte, acaba de llegar Billie. Sí, ya sabes, esa pobre chica de la que te hablé el otro día…». Fue como si me clavaran un puñal en el corazón, y me fui corriendo.

Joder, ¿por qué hablaba así de mí? Tenía dieciséis años, ya me acostaba con chicos y me buscaba la vida sin pedirle nunca nada a nadie. Me parecía injusto. Me parecía asqueroso. Me parecía humillante. Y luego la oí llamarme desde lejos: «¡Billiiiiiiiiie!». Ahí te pudras, pensé haciéndome la sorda, ahí te pudras. Avancé un par de pasos más, y luego algo se desgarró dentro de mí, y di media vuelta.

Sí, me gustara o no, era una pobre chica y no podía permitirme el lujo de fingir lo contrario…

Volví a la casa, Claudine me dio un beso, me tomé un café con ella, cogí mi carta y me despedí con otro beso.

Al marcharme seguía siendo igual de miedosa, pero de verdad me daba la impresión de haber madurado.

Y sentía un alivio inmenso.

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