Billie

Billie


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A la mañana siguiente cogimos un tren a París.

En ese tren, Franck me puso al día de su vida: para complacer a su padre, se había matriculado en Derecho y vivía con un primo suyo en un pequeño apartamento en la periferia, donde los alquileres eran más baratos.

No le gustaba ni el Derecho ni su primo, y menos aún la periferia.

Le pregunté qué quería hacer.

Me contestó que su sueño era matricularse en una academia donde se prepararía para las pruebas de acceso de una súper escuela de joyería y bisutería.

¿Quieres ser joyero?, le pregunté. ¿Quieres vender collares, relojes y todo eso?

No. Vender joyas, no. Crearlas.

Encendió el ordenador y me enseñó sus dibujos.

Eran preciosos. Era como si hubiera levantado la tapa llena de arena de un viejo cofre.

Era como un tesoro…

Le pregunté que por qué no hacía lo que le gustaba en lugar de obedecer a su padre.

Me contestó que él en su vida jamás había hecho lo que le gustaba y que siempre había obedecido a su padre.

Le pregunté por qué.

Y él fingió estar muy ocupado cerrando ventanas en la pantalla de su ordenador.

Al cabo de un rato me contestó que era porque tenía miedo.

¿Miedo de qué?

No lo sabía.

Miedo de decepcionarlo una vez más.

Y de cargarle a su madre el peso de esa decepción.

Miedo de hundir a su madre un poco más.

No contesté.

En cuanto entramos en el terreno de los padres, me quedo sin recursos.

Así es que Franck guardó sus sueños, y proseguimos el viaje en silencio.

Cuando llegamos a París, me propuso dejar el equipaje en la consigna y dedicarnos a hacer un poco de turismo antes de irnos a su casa. Bueno…, a casa de su primo…

Repetimos más o menos el mismo recorrido que con el viaje de fin de curso hacía cuatro años.

Cuatro años…

¿Qué había hecho yo en esos cuatro años?

Nada.

Mamadas a mansalva y recolectar patatas…

Estaba calcada en tristeza.

Esta vez no era en absoluto como hacía cuatro años. Ahora era invierno, hacía frío, el Sena ya no bailaba, la pasarela estaba desierta, y habían arrancado todos los candados y los habían tirado a la basura. La gente ya no comía al aire libre en los jardines, tomando el sol, ya no charlaba en las terrazas bebiendo Perrier, seguía caminando tan deprisa como antes pero ya no sonreía. Todos los parisinos estaban de mal humor.

Nos tomamos un café (pequeño) que nos costó 3,20 €.

3,20 €…

Pero ¿en qué cabeza cabe?

Yo también tenía miedo.

Me preguntaba si Manu había tenido que ir a urgencias y si se le ocurriría vaciar la lavadora antes de que la ropa empezara a oler a humedad. Me faltó poco para ponerme a buscar con la mirada una cabina telefónica y dejarle un mensaje.

Era horrible.

Por más que el primo de Franck viniera de una familia noble con un apellido en varias partes, tuviera la nariz grande, modales afectados y una camisa Lacoste, me recibió exactamente igual que los padres de Jason Gibaud.

Bueno, no, precisamente no. Por su educación, que tan bien le había enseñado a mezclar la cortesía con la hipocresía, se portó mucho peor que ellos: él me hizo daño por la espalda.

Delante de mí dijo ah, una amiga de Franck, ah, encantado, ah, bienvenida a casa, pero, por la noche, mientras yo estaba en el cuarto de baño, le oí decir en un tono súper lúgubre, como si hablara de misiles nucleares apuntando a la Nasa: «Mira, Franck… Esto no estaba en el contrato».

Estaba preparada para marcharme enseguida. Porque, joder…, empezaba a ser mucho tomate para una minúscula Billie que nunca había cogido un tren en su vida y que seguía agobiándose por sus toallas abandonadas en la lavadora…

Allí donde fuera desde que nací, siempre era un estorbo. Allí donde fuera, hiciera lo que hiciera, intentara lo que intentara, siempre estaba en medio, recibiendo hostias.

No oí la respuesta de Franck, pero cuando entró en la habitación que íbamos a compartir a partir de ese momento (él me dejó su cama y se instaló en el suelo, diciéndome que los japoneses dormían todos así y que vivían muchos más años que nosotros), sí, cuando entró y vio mi mirada, se sentó a mi lado, tomó mi cabeza entre sus manos y me dijo, mirándome a los ojos:

Hey, Billie Jean. ¿Confías en mí?

Le indiqué que sí con un gesto, y entonces añadió que tenía que seguir adelante y que todo saldría bien. Sin embargo, no me dijo que sería algo provisional, pero bueno, podría haberlo hecho…

Y, porque confiaba en él y ya no tenía trabajo, me volví a poner en modo chacha. Los chicos se marchaban por la mañana temprano, y yo limpiaba la casa, hacía la colada y les preparaba la cena.

Me encantaba cocinar, había descubierto que era un truco de tía para ganarse el cariño de la gente. Ponía en práctica todos los trucos y cogí tres kilos sólo de probar para que me salieran bien las recetas.

A Aymeric todo eso lo relajó mucho. Se volvió más cordial conmigo. No digo amable, sólo cordial. Como imagino que será esa gente con sus criados. Pero me la sudaba. Yo intentaba pasar inadvertida y molestar a Franck lo menos posible. Además, creo que me convenía… Siempre la historia esa de estar a la defensiva… Por primera vez en mi vida ya no tenía miedo de mi propia sombra cuando me daba la vuelta demasiado rápido o cuando oía pasos a mi espalda.

Saboreaba el momento.

Por las tardes, iba de parada en parada de autobús para no perderme por el camino y me metía en un gran centro comercial que había al otro lado de la autopista. Paseaba viendo escaparates, me hacía la burguesa difícil que tiene la tarjeta de su novio para sacar dinero del cajero pero que tarda siglos en elegir, y molestaba a las vendedoras, que se aburrían. Algunas empezaban ya a odiarme, y otras me contaban su vida para compensar.

Nunca compraba nada, pero una vez fui a la peluquería.

La chica que me lavó el pelo me preguntó si quería suavizante. Estaba a punto de decir que no, pero asentí con la cabeza. Aunque no lo sabía nadie, era el día de mi cumpleaños, después de todo…

Luego llegó Navidad y Año Nuevo, y también estuve sola. Le había jurado a Franck que me había hecho amiga de una de las cajeras del súper del barrio, sí, hombre, esa rubia que siempre está de mal humor, y que me había invitado a su casa porque era divorciada y quería que sus hijos tuvieran compañía. Como fingí muy bien y hasta compré juguetes, me creyó y se marchó tranquilo a su casa.

Era mi regalo para él.

Total, a mí me importaba un bledo.

¿La magia de la Navidad?

La magia, sí, ya, la magia… Venga, no me jodas.

Lo único que empezaba a preocuparme era la priva.

Porque, a fuerza de estar sola, yo también había empezado a empinar el codo.

El aburrimiento, el aislamiento, el pretexto de que todas esas tareas domésticas me daban sed y merecían un salario… Total, que empecé a beber cerveza.

Me iba a la tienda de alimentación de la esquina y me compraba latas de 33 centilitros.

Y luego me pasé a las de cincuenta.

Y luego a un pack entero.

Como los borrachos.

Como los sin techo.

Como mi madrastra.

Era triste.

Tan, tan triste…

Porque era muy lúcida… Me veía a mí misma…

Sí. Veía lo que hacía.

Cada vez que abría una lata, pshhhhht, veía ese trocito de mí que desaparecía…

Por más que me dijera lo que nos decimos todos —que era sólo cerveza, que era sólo para quitarme la sed, que a partir de mañana bebería menos, que mañana lo dejo, que de todas maneras puedo dejarlo cuando me dé la gana y todo eso— sabía exactamente lo que estaba pasando.

Exactamente.

Puesto que era ésa mi buena educación…

Trago más, trago menos, reconocía perfectamente el naufragio al que me dirigía… Esa herencia de mierda… Mi cabeza, mis brazos, mis piernas, mi corazón, mis nervios, todo ese cuerpo que había heredado, todo ese cuerpo hecho de esponja que todo lo absorbe…

¿Y qué le hace el alcohol a una niñita de provincias ociosa y perdida entre los rascacielos de la gran ciudad?

La devuelve a sus orígenes…

La obliga de nuevo a robar en las tiendas del centro comercial para pagarse la priva sin tener que tocar el dinero del hogar.

Y hace que atraiga la atención de los vigilantes y de los seguratas.

La obliga a hacer de puta barata para que esos señores no le busquen problemas.

La obliga a ejercer de puta barata o peor para que no le busquen problemas y para que estén de buenas con ella…

Le forja una reputación.

La obliga a codearse con esos vaqueros de supermercado, con sus uniformes de pacotilla, que están convencidos de tener cierto poder en las manos y, por lo tanto, también un poco más abajo.

Le consigue amigos.

«Amigos», si es que se les puede llamar así…

Tíos que eran más cariñosos con ella que esos dos a los que alimenta cada noche y que nunca levantan los codos de sus libros…

Tíos que le hacían olvidar el careto de Franck Muller, que se había vuelto a encerrar en su concha, de lo mucho que odiaba lo que estudiaba para obedecer a un padre al que odiaba aún más.

Tíos que la distraían de ser siempre la menos inteligente de la casa…

Y también hace que se ponga faldas más cortas.

Mucho más cortas.

Y más llamativas.

Resumiendo:

Que volvía a ser una puta…

Una tarde que había quedado con mis nuevos amigos me crucé con Franck en la escalera.

Mierda, no me había enterado bien de su nuevo horario…

Llevaba una falda a ras de coño, unas botas mangadas de número distinto (por culpa de los antirrobos) y mi falso bolso Vuitton, que blandí enseguida como una especie de escudo entre los dos.

No sé por qué lo hice. Y eso que no me dijo nada feo… Al contrario.

—¡Vaya, la pequeña Billie! Hace frío en la calle, ¿sabes? ¡No deberías salir así, vas a pillar un resfriado de muerte!

Le contesté una chorrada para librarme de su amabilidad tan inoportuna pero, unas horas más tarde, cuando estaba encerrada con un segurata en el cuarto de los cubos de basura, follando de pie, apoyada sobre unos rollos de bayeta, la dulzura de su voz resonó con todo lo demás y me sentí súper triste.

El segurata era majo, nos lo pasábamos bien juntos, no era ése el problema, era sólo que no podía seguir por ese camino.

No podía. Sabía demasiado bien adónde me llevaba… Sobre todo hacia el final.

Es en estos casos en los que debe de estar bien tener una madre… Una madre severa que te echa la bronca, o una madre cariñosa que te ayuda a recoger los rollos de bayeta y las escobas antes de empujarte hacia la salida.

En eso pensaba mientras volvía a casa. Que yo tenía que ser mi propia madre. Al menos un día en toda mi vida. Tenía que hacer por mí lo que hubiera hecho si yo hubiera sido mi hija. Aunque fuera una pesada de cojones. Aunque fuera una llorona. Aunque Michael me hubiera abandonado mientras tanto.

Vamos, al menos podía intentarlo…

Había hecho cosas mucho más difíciles…

Caminaba con la cabeza gacha, rayaba las aceras con mis tacones de aguja, interpretaba por turnos y para mí misma el papel de madre y el de hija, cabreándome yo sola.

Era una niña mimada. Era mala. Era una deslenguada.

No estaba acostumbrada a la autoridad. Y, joder, ¿a qué coño venía ésta a echarme un sermón? ¿Después de todo lo que me había hecho sufrir? Todos esos gatitos hechos pedazos que había tenido que enterrar a escondidas, todos esos regalos del día de la madre que había tenido que hacer mal aposta porque me hubiera destrozado regalarle algo bonito a mi madrastra, todas esas maestras que habían creído durante años que era una torpe y que me miraban como si fuera subnormal. Todas esas imbéciles que habían confundido mi ternura con mi pobreza…

Todas esas tristezas… Todas esas tristezas una detrás de otra.

Joder, era muy fácil aparecer ahora a darme lecciones sobre la vida.

Lárgate, guarra.

Lárgate.

Eso lo sabes hacer muy bien.

Fruncía el ceño y me echaba miradas asesinas en los escaparates.

Me decía no, no, no y sí, sí, sí.

No.

Sí.

No.

Si me rebelaba así no era para dármelas de adolescente enfrentada con el mundo, era porque lo que me pedía a mí misma era demasiado difícil. Demasiado difícil, sí, dificilísimo… Aceptaba todo lo demás, pero eso no.

Eso no.

Había demostrado que era capaz de arriesgarme a ir a la cárcel por Franck, pero lo que la señora Pluche exigía de mí hoy era peor que exponerme a ir a la cárcel.

Era peor que todo.

Porque no tenía y no tendría nunca nada más que eso entre el cuarto mundo y yo.

Era mi única muralla. Mi única seguridad. No quería ni tocarlo. Jamás. Quería conservarlo intacto hasta mi muerte para estar segura de no volver a caer en las humillaciones de los piojos y de los sobacos que empiezan a oler a hámster muerto.

Tú, estrellita, no lo puedes entender. Debes de pensar que me invento frases grandilocuentes como las que se leen en los libros.

Que me hago la Camille. Sola y hecha pedazos frente al mundo entero.

Nadie puede entenderlo. Nadie. Sólo yo. La Billie del cementerio de gatitos…

Así que vete a la mierda.

Idos todos a la mierda.

Ni hablar.

Nunca tocaré mi seguro de vida.

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