Billie

Billie


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Invité, pues, a Franck a una pizzería regentada por chinos y, mientras cortaba su calzone, tomé las riendas de nuestras vidas por segunda vez en nuestras vidas.

Le conté la promesa secreta que me había hecho a mí misma cuando éramos aún unos críos y estábamos en la pasarela del Pont des Arts.

Que no me había atrevido a decírsela en voz alta, pero que existía todavía en mi cabeza, y que había llegado el momento de cumplirla…

Le dije que nos íbamos a largar de allí. Que ese barrio era demasiado feo, que su primo era demasiado imbécil y que no habíamos recorrido tanto camino para seguir viviendo rodeados de fealdad y para tener que soportar a ese gilipollas, mejor vestido, eso seguro, pero tan cretino como nuestros compañeros de colegio.

Le dije que le correspondía a él encontrar un sitio donde vivir los dos, pero dentro de París, nada de la periferia. Aunque fuera un sitio enano. Que nos las apañaríamos. Que nuestra habitación en esa casa también era pequeña, y ya nos habíamos demostrado el uno al otro que nos respetábamos. Que yo había vivido siempre en caravanas y no me daba miedo vivir ahora entre cuatro paredes aún más pequeñas. Que ahí estaba en mi salsa. Que en materia de alojamiento, me tragaba lo que me echaran.

Le dije que mi momento preferido del día era la noche, cuando le veía de espaldas, dibujando, en lugar de aprendiendo leyes estúpidas que nadie respetaba nunca.

Sí, que era lo único bonito que había visto desde que estábamos allí: sus dibujos. Y, sobre todo, su rostro, por fin relajado, cuando se inclinaba sobre ellos. Su rostro de Principito, que tanto me gustaba cuando era niña y lo veía a lo lejos en el patio del colegio. Su pelo alborotado y su bufanda clara, que me habían hecho soñar tanto en un tiempo en que lo necesitaba tanto…

Le dije que tenía que demostrarme que él también era valiente, y que no podía seguir explicándome el sentido de la luz pidiéndome que dejara atrás a mi familia cuando él hacía exactamente lo contrario.

Le dije que le gustaban los chicos y que eso estaba bien, porque está bien que te guste quien te guste, pero que (y esto se lo tenía que grabar a fuego de una vez por todas en esa cabeza suya tan dura) tenía que romper con su padre para siempre.

Que no valía la pena que se amargara la vida por ser abogado para hacerse perdonar su sexualidad, porque de todas maneras eso no cambiaría nada. Que su padre no lo entendería nunca, no lo aceptaría nunca, no lo perdonaría nunca y ya nunca más se permitiría quererlo.

Y que podía fiarse de mí a ese respecto porque yo era la prueba de que los padres también podían hacer eso: ponerse en huelga de amor.

Y que yo también era la prueba de que de eso no se moría nadie. Que te las apañabas de otra manera. Que se encontraban otras soluciones sobre la marcha. Que él, por ejemplo, era mi padre, mi madre, mi hermano y mi hermana, y que la cosa funcionaba de puta madre así. Que estaba muy contenta con mi nueva familia de acogida.

Llegados a ese punto creo que yo ya había echado la lagrimita, y su calzone estaba casi frío, pero seguí hablando, porque es que yo soy así: o puta o portaviones.

Le dije que tenía que dejar sus estudios inútiles e inscribirse en su academia de preparación para esa escuela de diseño de joyas. Que si no lo intentaba se arrepentiría toda su vida, y que además seguro que lo conseguía porque se le daba muy bien.

Porque sí, la vida era tan injusta en eso como en el resto, los que nacen con más talento que los demás tienen más oportunidades. Que era una mierda pero que era así: los créditos sólo se los conceden a los ricos.

Sí, le iba a ir de cine, pero tenía que ser valiente y trabajar duro.

Que por ahora no estaba siendo muy valiente, pero que como yo también era su madre, su padre, su hermano y su hermana, iba a tirar todos sus libros de Derecho a la basura y le iba a dar la tabarra hasta que cediera.

Que mientras él estuviera estudiando en su escuela de joyería, yo buscaría un trabajo de verdad y no me costaría encontrarlo. No porque fuera más lista que los demás, sino porque era blanca y tenía los papeles en regla. Que eso no me preocupaba. Que lo único que ya no quería hacer era recoger patatas, pero que algo me decía que en el centro de París no debía de haber muchos campos de patatas.

(Ése era el momento humor, pero no funcionó. No se rió nada, y no me importó porque vi que su mandíbula inferior chapoteaba dentro de la pizza).

Le dije que no teníamos nada que temer. Que todo nos iba a ir sobre ruedas. Que no tenía que darnos miedo París y menos aún los parisinos porque eran muy grises y muy delgaduchos y que bastaba una colleja para tumbarlos. Que gente capaz de pagar 3,20 € por un mísero café nunca sería un peligro para nosotros. Sí, que no tenía que agobiarse. Que el mundo rural y podrido de mierda del que veníamos tenía al menos esa ventaja: éramos más fuertes que ellos. Mucho, mucho más fuertes. Y más valientes. Y que les íbamos a dar por culo a todos.

Así que, resumiendo: su misión era la de encontrarnos alojamiento, y la mía, la de mantenernos a los dos mientras él aprendía el único oficio que tenía derecho a aprender.

Y entonces hubo un silencio tan largo y tan paranormal que el camarero vino a preguntarnos si teníamos algún problema con la comida.

Y ni siquiera eso lo oyó Franck.

Yo sí, por suerte, y le pregunté que si podía volver a calentarnos un poco las pizzas.

Clalo, clalo —dijo, inclinándose.

Mientras tanto, Franck seguía mirándome como si le recordara a alguien cuyo nombre tuviera en la punta de la lengua y no pudiera dejar de pensar en eso.

Y, cuando por fin habló, fue para ponerse en plan chulito, en plan patético y condescendiente:

—Qué bonitos discursos sueltas, Billie querida… Tú sí que tendrías que estudiar Derecho, ¿sabes?… Causarías sensación en un tribunal… ¿Quieres que te matricule?

Qué tono más despectivo… Era una putada hablarme así… A mí, que dejé el colegio cuando él se fue a otro instituto mejor…

Una verdadera putada, indigna de él.

Volvieron las pizzas, las atacamos en silencio, y como el ambiente se había puesto asqueroso, y ya se arrepentía mucho de haberme hecho daño, me dio un patadón en la pantorrilla para arrancarme una sonrisa.

Y me dijo, sonriendo él también:

—Sé que tienes razón… Lo sé… Pero ¿cómo lo hago? Llamo a mi padre y le digo: «Hola, papaíto. Mira, creo que no te lo he dicho nunca, pero soy de la acera de enfrente, y tus estudios de Derecho te los puedes meter por el culo tú también, porque en lugar de eso quiero dibujar pendientes y collares de perlas. ¿Oye? ¿Sigues ahí? Así que… esto… ¿serías tan amable de hacerme una transferencia mañana mismo, por favor, para que mi mamaíta Billie no piense que soy un inútil?».

—…

Empatados.

Empatados porque yo tampoco me reí nada.

En lugar de eso, imitando al pijo de Aymeric, dije en tono hastiado, escupiendo el hueso de aceituna en su plato:

—No, si la pasta no es problema. Pasta tengo yo de sobra…

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