Billie

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La Guillet llegó a clase una mañana con unos cestitos de mimbre que se había traído de su cocina. En el primero había unos papelitos doblados, con escenas de la obra que teníamos que representar; en el segundo, otros papelitos con los nombres de las chicas de la clase para hacer el papel de Camille; y en el último, los nombres de los chicos para hacer de Perdican.

Cuando me enteré de que el azar me había elegido a Franck Mumu como compañero, no sólo no sabía aún que la obra en cuestión no hablaba de animales (había entendido «pelícano» en lugar de Perdican), sino que además recuerdo que enseguida me entraron los siete males…

El sorteo se hizo a propósito justo el día antes de las vacaciones de Semana Santa, para que tuviéramos tiempo de aprendernos el papel, y, para mí, eso era una catástrofe. ¿Cómo me iba a concentrar para aprenderme la más mínima línea durante unas putas vacaciones en casa? Era imposible. Tenía que rechazar el papel. Sobre todo, Franck no se podía quedar conmigo, porque si lo hacía, le pondrían mala nota por mi culpa. Para mí las vacaciones eran sinónimo de… de lo contrario de la más mínima posibilidad de aprender lo que fuera. Y mucho menos todo ese blablablá de pechera de encaje escrito con una letruja enana.

Por eso, cuando me abordó al final de la clase, ni siquiera le vi acercarse de lo ocupada que estaba angustiándome a saco.

—Si quieres, podemos quedar en casa de mi abuela para ensayar…

Era la primera vez que oía su voz y…, oh…, oh, Dios mío…, me hizo tanto bien… Me relajó enseguida. Gracias a su voz, la angustia no me asfixió.

¿Por qué? Porque me evitaba tener que

pedirle nada a un adulto…

Como pensó que yo dudaba (pero no, era sólo la perspectiva de pasar quince días lejos de mi casa), añadió con timidez:

—Mi abuela era modista… A lo mejor nos puede hacer los trajes…

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