Billie

Billie


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Lo reconozco, hasta aquí me he recreado un poco, pero no te preocupes: tardaré menos en contarte lo demás. Y es que, bueno, no me queda más remedio porque ahora las noches son cortas y más me vale espabilarme si quiero decírtelo todo antes de que desaparezcas.

Pero hasta ahora era importante, ¿entiendes?, porque era la primera temporada. Había que situar la acción y todo eso. Luego vendrán episodios más o menos logrados, todos seguidos, uno después de otro.

Además, ya te los sabes…

Estabas presente…

Sí…

Estabas presente.

Bueno, sí, vale, a veces te distraías un poco, pero yo sé que estabas con nosotros. Yo lo sé.

En el primer episodio me he esforzado porque no hay que escatimar palabras para contar cómo nos conocimos. La esencia de nuestra amistad está en esa escena. Todo está ahí, de hecho, todo… Nuestra manera de ser, de no ser, de sufrir, de charlar, de ayudarnos y de querernos. Como le dije un día a Francky, nosotros somos vasos comunicantes, sólo que estamos llenos de mierda por dentro, así que, sí, era importante para mí contarte bien nuestros primeros pasos en la vida…

Y tampoco pasa nada, ¿no? Hay gente que te cuenta su infancia en seis tochos y luego escriben cuatro más para contarte su primer condón; yo te lo suelto todo en una escena, así que reconoce que tiene su mérito.

No digo que después de eso todo fuera más fácil, pero éramos dos, así que sí, lo digo: todo fue más fácil después. Ya para empezar en el recreo nos llamaban Camille y Perdican. ¿A que mola?

Precisamente porque no quisimos repetirla, nuestra hazaña se convirtió en algo como mítico, y los que se la perdieron porque no fueron a clase ese día porque estaban malos o lo que fuera, según los demás era como si se hubieran perdido una prueba olímpica en la que Francia se hubiera llevado una medalla de oro.

Los kilómetros y kilómetros de frases súper complicadas que la mocosa del poblado gitano se sabía de memoria, la rabia de Franck Mumu, que explicaba con voz de matón cómo el amor destrozaba a las mujeres, y nuestros trajes súper bonitos hechos a medida, todo eso se convirtió en algo enorme. No hizo que yo sacara mejores notas ni que Franck tuviera más amigos, pero bueno, en lugar de insultarnos, los demás pasaron a ignorarnos. Así que gracias, Alfred de Musset, gracias.

(Aunque, insisto, tampoco hacía falta que te cargaras a la pequeña Rosette para servir tu causa). (Si todos aquellos a los que les han puesto los cuernos hicieran como tú, no quedaría mucha gente interesante en este mundo…).

Franck y yo no nos hicimos amigos inseparables porque demasiadas cosas nos separaban todavía: su padre, majara perdido, que había transformado su paro de larga duración en una crisis aguda de paranoia y que se pasaba el día conectado a internet intercambiando información ultrasecreta con sus amigos legionarios defensores de la cristiandad; su madre, que se atiborraba a pastillas para olvidar que vivía con un chalado de ese calibre; mi propio padre, que no necesitaba ordenador para pensar que era una especie de legionario a sueldo, y la borracha de mi madrastra con toda su patulea de ratas y ratones, que no hacían más que berrear todo el santo día. Por más que intentábamos hacer como si nada, toda esa mierda nos jodía la vida, las cosas como son…

Perdona mi vulgaridad. Toda esa fatalidad nos cortaba las alas de lindos pajaritos abandonados en los nidos equivocados, las cosas como son…

Yo, además, como era más débil que él, siempre intentaba hacerme un hueco en alguna pandilla y que la gente me quisiera, mientras que él era un solitario. Él era como el protagonista de la canción de Jean-Jacques Goldman: caminaba solo, sin testigos, sin nadie, sólo se oía el ruido de sus pasos en la noche que perdona y todo eso.

Su soledad eran sus muletas, como para mí lo eran esas pandillas de niñas tontas.

Al principio intenté un par de veces acercarme a hablar con él durante el recreo, o sentarme a su lado en el comedor pero, aunque siempre era simpático conmigo, me daba cuenta de que le molestaba un poco, así que no insistí.

Sólo charlábamos un rato los miércoles por la tarde, porque ese día él iba a comer a casa de Claudine, y yo no cogía el autobús para poder acompañarle un trecho.

Al principio ella me invitaba a quedarme a comer, pero como siempre le contestaba que no, pues también ella acabó por no insistir.

No sé por qué le decía que no. Me parece que era una vez más por esa historia del regalo demasiado bonito y bien envuelto… Tenía miedo, si volvía a esa casa, de estropear algo. Esas vacaciones de Semana Santa eran mi único recuerdo bonito, y todavía no estaba preparada para sacarlo de su vitrina.

No lo entiendes muy bien porque aquí yo soy la única que farda, puesto que Francky está medio en coma, y desde entonces he aprendido a abrir el regalo, pero en aquella época yo tenía mucho miedo.

Muertita de miedo estaba siempre…

Tampoco es que me hubieran maltratado a lo bestia en mi infancia, en plan hasta el extremo de acabar en la primera página del periódico local de sucesos, pero sí que me pegaban

un poco todo el tiempo.

Todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo…

Que si una bofetadita aquí, que si una bofetadita allá, que si ahora una colleja, que si una patada en las piernas cuando pasaba por ahí o cuando ni siquiera pasaba por ahí, las manos siempre levantadas como diciendo te voy a meter una que te avío y tal, y eso me había… ¿Cómo decirlo?

Recuerdo que un día leí a escondidas en la biblioteca del colegio un folleto sobre el alcohol que decía que, por supuesto, no había que beber, pero que si por ejemplo te pillabas una buena cogorza una noche, era como derramar un cubo de agua en el suelo: no estaba muy bien, pero bueno, pasabas la fregona, el suelo se secaba y listo, mientras que el alcoholismo, incluso bien disimulado o incluso controlado, era como un goteo continuo, y que, poquito a poco, gota a gota, al final se te hacía un agujero en el suelo. Aunque fuera un suelo súper sólido…

Pues bien, eso eran las bofetaditas y los moretones que acumulaba sin tregua desde que era niña… No me mandaron a las páginas de sucesos ni llamaron la atención de las trabajadoras sociales, pero me perforaron la cabeza. Y por eso tenía tanto miedo siempre: hasta la más mínima corriente de aire me atravesaba de parte a parte y me derribaba. Y por aquel entonces Franck tampoco era lo bastante fuerte para taparme ese agujero como yo hubiera necesitado. Por eso nos andábamos con tantas precauciones el uno con el otro. Nos caíamos bien, pero no nos acercábamos demasiado para no atraernos más mala suerte.

Pero no importaba, porque todo eso, una vez más, ya lo sabíamos.

Sabíamos que no era desprecio ni indiferencia lo que había entre nosotros sino precaución y que, aunque no podíamos dejar que se viera, seguíamos siendo amigos.

Él lo sabía porque cuando yo notaba que estaba un poco más triste que solo o un poco más depre que pensativo, me ponía delante de él y le soltaba: «¡Levanta la cabeza, Perdican!», y yo lo sabía porque aunque alguna vez sintió las ganas o la curiosidad, nunca se ofreció a acompañarme hasta mi casa. Y, además, nunca me hacía preguntas demasiado precisas. Era educado, respetuoso y discreto. Como diría su padre, debía de imaginarse que donde yo vivía, las Morilles, no era precisamente la cuna del cristianismo…

La media hora de trayecto que compartíamos los miércoles hasta casa de su abuela nos daba carburante para el resto de la semana. No es que habláramos de cosas profundas, pero estábamos juntos y caminábamos hacia antiguos buenos momentos.

Y eso estaba bien.

Era un apoyo para nosotros.

Fue hacia mediados de junio cuando me empezó a entrar cague: yo no iba a conseguir pasar de curso, ni siquiera me admitirían en formación profesional, y él se marchaba interno a un instituto mejor.

Ya hacía tiempo que todas esas angustias me rondaban la cabeza con aire amenazador, y siempre me las apañaba para mirar hacia otro lado, pero ahí ya estaba claro, escrito negro sobre blanco en mi expediente: «Debe repetir curso», y en la carta que Franck me acababa de enseñar, súper contento: «Plaza reservada en el internado».

Zaca. Otro puñetazo más en la tripa.

Recuerdo que ese día le pregunté a Claudine si me podía quedar a comer con ellos, y fue una tontería porque no pude probar bocado.

Le dije la verdad, que me dolía la tripa, y Claudine me perdonó porque era normal que a una chica de mi edad le doliera la tripa, pero se equivocaba, claro… No era esa tripa la que me dolía…

Por suerte, aún nos quedaba un bonito recuerdo que compartir antes de separarnos: el viaje de fin de curso a París…

Era la última semana antes de tener que encerrarnos a estudiar el examen de fin de ciclo, y nos habían llevado al Louvre con los infantiloides de nuestra clase y los de la clase de al lado. Todos esos cretinos que se pasaban el rato sacándose fotos unos a otros y luego mirando las fotos estúpidas que acababan de sacarse, cuando había tantas otras imágenes mucho más bonitas que conservar…

Franck y yo nos sentamos juntos en el autocar porque éramos los únicos que estábamos solos.

Durante el viaje me dejó uno de sus auriculares. Había preparado una recopilación para la ocasión, y por fin pude escuchar a su famosa Billie Holiday… Tenía una voz tan clara que era la primera vez que entendía palabras sueltas en canciones en inglés…

Don’t Explain…, ésa sí que era bonita, ¿eh? Súper triste, pero súper bonita… Escuchamos varias seguidas, y luego el autocar paró para que pudiéramos ir todos al servicio, él recuperó su artilugio, y nos fuimos a dar una vuelta cada uno por nuestro lado para relajarnos un poco.

Cuando el autocar volvió a arrancar, Franck me contó cosas sobre la voz que acabábamos de escuchar. Me las contó así, como si nada, como si fueran cotilleos, y claro, yo me las tomé así también. En plan ¿ah, sí? ¿En serio? ¿No me digas? Pero, por supuesto, una vez más, los dos sabíamos muy bien lo que estaba pasando entre nosotros. En sentido literal.

Era como mi birria de explicación para decidir quién de los dos debía interpretar a Camille: las palabras que empleábamos no eran las adecuadas, pero aun así cumplían bien con su función de palabras…

¿Qué me contó sobre la hermosísima voz que acabábamos de oír, que era una de las más conocidas del mundo, que había emocionado a millones de personas desde la invención del jazz y que dos escolares de provincias seguían escuchando en el fondo de un autocar muy cerca el uno del otro más de cincuenta años después de su muerte?

Pfff…

Poca cosa…

Que a su madre sus padres la echaron de casa a los trece años porque se había quedado embarazada, que ella misma tuvo una infancia horrorosa, que se quedó muda mucho tiempo porque su abuela, a la que adoraba, había muerto en sus brazos, que un amable vecino la violó una noche, a los diez años, que la mandaron a una especie de hogar de acogida donde la torturaron y maltrataron, que acabó en un burdel con su madre alcohólica, y que ella también tuvo que acostarse con unos y con otros más a menudo de lo previsto, pero, en fin, aun así las cosas le habían ido de puta madre…

Que su vida, además de ser inmortal, había tomado la bonita forma de un corte de mangas.

Don’t explain, ¿eh?

Lo bueno era que, justo después, en su recopilación venían las canciones

I Will Survive, Brothers in Arms y

Billie Jean, dedicada especialmente

to soldat Bibi, así que pudimos despedirnos de ella sin tanta brusquedad.

¿Te enteras, estrellita? ¿Te enteras de quién es mi amigo Franck? Desde donde estás, ¿ves a mi principito, o necesitas unos prismáticos?

Si lo ves tal y como te lo estoy contando, es decir, desde muy cerca y sin el menor obstáculo, y le dejas sufrir inútilmente, ahí ya sí que vas a tener que explicarme bien tus motivos, porque te confieso que he encajado muchos golpes en mi vida, muchos, muchos, pero éste me huelo de antemano que me va a costar asimilarlo…

Yo en esa época estaba aún muy atrasada, pero para Franck, ese día, París fue un choque.

¿Por qué

un?

El choque. El choque de su vida.

Ya había ido varias veces a espectáculos pagados por el comité de empresa de su madre, pero era siempre en Navidad y, por lo tanto, de noche, y deprisa y corriendo, y encima con su padre, que se pasaba el rato señalándoles edificios y contándoles con qué tejemanejes tal o cual judío los había expoliado (ese tío está de verdad de la olla), por lo que el recuerdo que conservaba era bastante malo…

Pero ese hermoso día de junio, acompañado de su pequeña Billie, que creía que un masón era un

maso grande y que le señalaba con el dedo un montón de detalles bonitos para recordar, flipó a más no poder con París.

El Franck del viaje de ida y el Franck del viaje de vuelta no tenían nada que ver el uno con el otro. Cuando reemprendimos camino hacia nuestra aburrida adolescencia, se quedó callado, me dejó los dos auriculares y el resto de sus chuches, y se pasó todo el trayecto pensativo, contemplando la noche por la ventanilla…

Se había enamorado.

El palacio del Louvre, la pirámide, la plaza de la Concordia, los Campos Elíseos, yo le miraba admirar todo eso, y era como ver a Wendy y a sus hermanitos sobrevolar Londres con Peter Pan. Ya no sabía ni dónde poner los ojos porque todo lo maravillaba.

Más que los monumentos, creo que fue sobre todo la gente lo que le llegó al corazón… La gente, su manera de vestir, de cruzar la calle como le daba la gana, de bailar entre los coches, de hablar en voz muy alta, de reírse, de andar deprisa…

La gente sentada en las terrazas de los cafés, que nos miraba pasar sonriendo, la gente vestida súper chic o con traje y corbata haciendo picnic en los bancos del jardín de las Tullerías o tomando el sol a orillas del Sena, con sus maletines de ejecutivo como almohada, la gente que leía el periódico de pie en el autobús sin agarrarse a ningún sitio, la que pasaba delante de las jaulas del muelle no sé qué sin darse cuenta siquiera de que dentro había periquitos, de tan interesante que debía de ser su vida, mucho más que unos simples periquitos, la que hablaba, reía o se irritaba por teléfono mientras pedaleaba al sol y la que entraba o salía de tiendas súper elegantes sin comprar nada, como si fuera lo más normal del mundo. Como si a las dependientas les pagaran sólo para eso, para sonreír con los labios apretados.

Huy, sí… Eran demasiadas emociones para mi Francky, y los parisinos en primavera fueron su Gioconda particular…

En un momento dado, cuando estábamos en un puente, o más bien una especie de pasarela sobre el Sena, y a nuestro alrededor y dondequiera que mirásemos el panorama era increíble: Notre-Dame, la famosa

Académie française de nuestros ensayos, la torre Eiffel, los preciosos edificios como esculpidos a orillas del río, el museo no sé qué y todo eso, sí, cuando nosotros no sabíamos ya ni dónde mirar, mientras los demás paletos que nos acompañaban no paraban de hacer fotos a los candados de los turistas enamorados enganchados en las barandillas, me dieron ganas de hacerle una promesa…

Me dieron ganas de cogerle la mano o el brazo mientras él miraba toda esa belleza babeando, como un pobre chucho flaco ante un hueso súper jugoso pero fuera de su alcance, y decirle bajito:

Volveremos… Te prometo que volveremos… ¡Levanta la cabeza, Franck! Te prometo que algún día volveremos… Y nos quedaremos para siempre… Y nosotros también viviremos aquí… Te prometo que una mañana cruzarás este puente como para ir a Faugeret (era el nombre de la panadería de al lado del colegio), y estarás tan ocupado con tu súper teléfono extraplano que tú tampoco verás ya nada de todo esto… Bueno, sí, lo verás, pero babearás menos que hoy porque el hueso ya lo habrás roído bien… ¡Vamos, Franck! ¿Qué hombre hay que en nada cree? Puesto que soy yo quien te lo jura…, yo… yo que te debo tanto… Puedes confiar en mí, ¿verdad?

Mi hermano querido, tu familia y los cretinos del Prévert te han dado su experiencia pero, créeme, no es la tuya y no te morirás sin mudarte.

Sí, me dieron unas ganas terribles de prometerle esa certeza de un futuro de color de rosa pero, por supuesto, me callé, no dije nada.

Para mí el hueso no es que estuviera fuera de mi alcance, es que directamente estaba fuera de mi vida. Yo tenía muy pocas probabilidades de volver allí algún día… Por no decir ninguna en absoluto.

De modo que hice como él: contemplé el panorama y le enganché una especie de candado imaginario con nuestras dos iniciales grabadas.

Ya te he contado nuestro último momento bueno de la primera temporada.

Te la recapitulo como resumen del principio de la siguiente: los protagonistas somos nosotros, el decorado es una mierda, acción hay más bien poca y no la habrá hasta dentro de mucho tiempo, los personajes secundarios nos traen al pairo, las perspectivas de futuro son nulas, al menos para la chica, y razones para que aun así todo siga adelante no hay ninguna.

Bueno, qué, ¿no dices nada?

Eh… ¿Te has dormido o qué?

¡Levanta la cabeza, estrellita!

¡Sí que hay una razón! ¡Y lo sabes muy bien porque precisamente por eso hace horas que hablo contigo!

Esa razón es de lo más tonta, y apenas me atrevo a decirla. Esa razón es el amor.

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