Billie

Billie


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En esa época no me limité a ver la tele, dejar de ir al colegio o ser la chacha de todos los chicos a los que no les importaban demasiado mis orígenes, también acepté un montón de trabajitos. Cuidé niños, cuidé ancianos, limpié escaleras, y hasta cogí un pico y una azada y recogí patatas.

El problema era siempre mi edad. La gente estaba dispuesta a explotarme, pero no podía contratarme como es debido. Decían que no tenían derecho. Sí, sí, claro… Para limpiarles el culo a sus abuelos o fregar sus baños, vale, no había problema, pero para pagarme un salario digno, los pobres no podían, claro, tenían que atenerse a las leyes…

Perdí de vista a Franck. Sabía que volvía algunos fines de semana o en vacaciones, pero ya no salía de su casa. No comprendí hasta más tarde que él también me necesitaba mucho en esos años, y todavía me guardo rencor a mí misma por no haber tenido el valor, o la feliz idea simplemente, de llamar a su puerta para distraerle de todas las ideas negras que tenía en la cabeza. Pero, de verdad, mi propia autoestima estaba demasiado baja para creer un solo segundo que hubiera podido tener la…, cómo decirlo…, la legitimidad de ayudar a alguien.

Era para mí el tiempo de la supervivencia personal, como otros dicen: «Era el tiempo de mi juventud…». Lo siento mucho, Francky querido. Lo siento mucho. No podía imaginar que para ti era todo tan difícil como para mí…

Te creía en tu cómoda habitación, leyendo, escuchando música o haciendo los deberes. Entonces aún no sabía que también la gente normal podía tener problemas…

Hasta que, un buen día, las cosas cambiaron.

Un buen día, sin hacerlo a propósito, claro, por fin mi padre se portó bien conmigo: murió.

Murió electrocutado mientras robaba cables o no sé qué en una línea de alta velocidad.

Murió, y una mañana en que estaba seleccionando patatas con un grupo de gitanos (ésos sí eran gitanos de verdad), vino a buscarme el alcalde.

Y me estrechó la mano, aunque yo las tenía sucísimas, y entonces…, en ese momento, comprendí que quizá las cosas estuvieran a punto de cambiar… Sí, cuando se despidió de mí, volví a mis patatas sonriendo a medias.

Estrellita, estrellita, empezabas a echarnos de menos, ¿verdad?

¡Levantad la cabeza, Franck y Billie! ¡Levantad la cabeza!

El alcalde me estrechó la mano y me pidió que fuera a verlo la semana siguiente. Una vez en su despacho, me contó que, primer punto, mi madrastra y mi padre nunca se habían casado, y que, segundo punto, el pedazo de tierra de las Morilles que había heredado tenía valor. ¿Por qué? Porque estaba en alto e interesaba a mucha gente que quería instalar allí repetidores para móviles o no sé qué antena.

Vaya… ¿De modo que iban de eso todas las cartas que nos mandaba desde hacía años y que nosotros ni siquiera leíamos?

Vaya… ¿De modo que yo era la única heredera de esa pocilga, y el Ayuntamiento se ofrecía a comprármela?

Vaya…

En el tiempo que duraron todos los trámites, cumplí por fin mi esperada mayoría de edad, a mi madrastra y a toda su patulea los realojaron en unas viviendas de protección oficial, cobré mi cheque de 11 452 euros, me tragué todo el rollo del notario sobre cuánto tenía que dejar para impuestos y abrí una cuenta a mi nombre en la caja de ahorros.

Por supuesto, en esa época mi madrastra me hizo la pelota y mil chantajes absurdos para que le diera una parte de la pasta… Al menos la mitad, porque si no quería decir que era una cochina desagradecida, con todo lo que ella había hecho por mí, que me había criado como si fuera su hija cuando en realidad era la hija de una guarra.

Pensaba que ya me había comido toda la mierda posible con ella, pero incluso entonces, incluso en esas circunstancias, esa palabra, eso de «guarra» me hizo daño… Para que veas. Incluso siendo un poco rico, uno nunca está todo lo blindado que cree estar… La escuché escupirme todo ese veneno fingiendo que quizá me diera lástima, quizá, pero durante toda mi infancia yo siempre la había oído quejarse de mi presencia, repetía que le había arruinado la vida y que soñaba con tener un sofá de masajes, así que le compré su puñetero sofá de masajes, encargué que se lo entregaran en su nueva madriguera y me largué de su vida de una vez por todas.

Todo el mundo me hacía la pelota en esa época, todo el mundo. Porque en los pueblos se sabe todo enseguida… Corría el rumor de que había ganado una pasta gansa, en plan millones y tal, y yo no decía ni que sí ni que no.

Ahora, desde luego, todo el mundo me saludaba por la calle, pero yo seguí trabajando como antes y, como por fin me había llegado la edad de los gloriosos curros legales, me cogieron de cajera en un supermercado.

En esa época vivía con un chico que se llamaba Manu, y, naturalmente, él también se volvió más amable conmigo. A ver, cómo no, había conseguido que su Bibi le pagara las facturas del taller y la escopeta de caza de sus sueños, y poco le costó hacerle creer a la Bibi en cuestión que la quería. Vamos, que la cosa iba bien. Casi, casi hasta hablábamos de boda.

Pensaba en las amigas de Camille que lloraban en su convento porque no tenían dote y me daba cuenta de que en este mundo todo depende del dinero que tenga uno…

Sí, estaba dispuesta a fingir que era feliz, pero de ahí a pedirme que me creyera mi propia trola había un buen trecho.

Había 11 452 euros.

Pero bueno, me tomaba las cosas como venían: tenía trabajo, un dinerito ahorrado, un novio que no me pegaba y radiadores eléctricos en la casita que estábamos reformando los dos juntos, así es que, en cuestión de felicidad, sabía que tenía toda la que podía aspirar a tener.

Todo marchaba más o menos, pero tú, estrellita, te sentías inútil, así es que, un sábado de invierno, el Manu de marras volvió de cazar y del bar (o más bien del bar, de cazar y del bar otra vez) medio borracho y sin parar de reírse como un idiota porque tenía una cosa muy graciosa que contarme: Eh, el mariquita ese… Que sí, mujer, el mariquita del pueblo de al lado… Ese que nunca saluda y que va vestido como una loca… Sí, pues se lo habían encontrado… Se lo habían encontrado paseando solo en las Charmettes y lo habían provocado un poco, al muy gilipollas, y como no contestaba y se había puesto en plan chulita, pues lo habían metido en el coche y se lo habían llevado… Joder, y en el coche de Mimiche, ¿sabes lo que le habían hecho? Lo habían rociado enterito con pis de jabalina en celo… Que sí, mujer, ya sabes…, esa cosa…, ese cebo…, ese producto que se pone en los troncos de los árboles y que atrae a los machos… Sí, tía… La botella entera le habían echado encima… ¡Jaja, qué risa! Eh…, empapado estaba… Y después lo habían abandonado en pleno bosque… ¡Así seguro que le daban por culo a ese maricón! ¡Lo que llevaba soñando tanto tiempo! ¡Jajá, qué risa! Joder, macho, lo que se habían podido reír… El muy gilipollas… El muy marica… Vaya noche se iba a pasar el cabronazo, ya podía darles las gracias a la mañana siguiente… Bueno, eso si consigue volver a andar, claro, ¿eh? ¡Jajá, qué descojone!

Me acuerdo de que estaba planchando, y ya había anochecido del todo. Joder, fue como un electroshock. En ese instante, exactamente igual que Hulk, volví a adoptar mi verdadera naturaleza.

Toda mi apariencia exterior de maruja se resquebrajó, y, en ese instante, volví a ser la gitanita rabiosa de las Morilles.

Entonces sí que les di las gracias mentalmente a mi padre y a todos esos imbéciles que me habían enseñado a cargar cualquier arma y me habían obligado a disparar contra todos esos animalillos que correteaban entre los chasis de los coches abandonados, sólo porque les divertía verme llorar.

Sí, en ese momento, sí.

En ese momento, les di las gracias.

En ese momento, por fin saboreé mi verdadero legado.

Y, en ese momento, el Manu como que no acababa de entender las cosas.

No dije nada. Desenchufé la plancha, cerré la tabla de planchar y la guardé en el sótano, fui a nuestra habitación, metí unas cuantas cosas en su bolsa de deporte, reuní mis documentos, me puse la cazadora, cogí mi bolso y, después, apuntando a la puerta con su bonita escopeta de caza, esperé a que terminara de mear todas esas cervezas y saliera por fin del retrete.

Como no parecía creerme, el muy gilipollas, le metí un balazo a la puerta y seguramente le arranqué de paso un pedazo de tímpano. Y después de eso, vaya usted a saber por qué, ya sí me creyó.

Sujetándose lo que le quedaba de oreja con una mano, me llevó al lugar donde lo habían abandonado. Si no lo encuentras, te mato, le advertí con mi voz irreconocible; si le ha ocurrido lo más mínimo, te unto de sangre el parabrisas.

Gracias a los bocinazos y a la luz de los faros, por fin lo descubrimos en un sendero ecuestre.

La escopeta, mi mirada, el otro imbécil medio sordo y muerto de miedo al volante: Franck enseguida captó de qué iba la cosa. Subió conmigo al asiento trasero, y nuestro amable conductor, tan servicial él, nos llevó a casa de sus padres.

—Haz como yo —le dije—, mete lo que necesites en una bolsa. Y date prisa.

Durante los diez minutos que tardó en volver, el otro gilipollas no paraba de repetirme: «Pero ¿lo conoces? Pero ¿lo conoces? Pero ¿lo conoces?».

Sí, gilipollas, lo conozco.

Y, ahora, cállate la boca. Porque da la casualidad de que eso es lo que quiero que hagas, y aquí se respeta mi voluntad.

Nuestro amable conductor, tan servicial él, nos llevó después a la ciudad en la que Franck había ido al instituto (hago aposta lo de no dar nombres, pero tú, estrellita, por supuesto, ya sabes de qué ciudad se trata) y aparcó delante de la comisaría. Le dije a Franck que fuera a buscar a un poli armado y, cuando volvió con él, le devolví el regalo a mi exnovio.

Porque, claro, agente… Santa Rita Rita Rita, lo que se da, no se quita…

El poli no entendió nada. De todas maneras, mientras miraba cómo el coche de Manu se alejaba, nosotros ya nos habíamos largado. Se cabreó un poco, como era de esperar, pero no tardó en volver a su madriguera.

También es que esa noche hacía un frío de cojones…

Fuimos a un hotelucho cutre cerca de la estación, y pedí una habitación con bañera. Franck estaba morado. Morado de frío, muerto de miedo de mí, muerto de miedo de todo. Sí, creo que en ese momento me tenía miedo. No sería extraño, vaya pinta debía de tener yo después de que se me vinieran de golpe a la cara casi veinte años de las Morilles…

Le preparé un baño bien caliente, lo desnudé como a un niño y, sí, le vi la polla de refilón pero no me paré a mirar y lo metí en la bañera.

Cuando salió del baño, yo estaba viendo una peli en la tele. Se puso unos calzoncillos y una camiseta limpia y vino a la cama a tumbarse a mi lado.

No nos dijimos nada, vimos el final de la peli, apagamos la luz y, a oscuras, cada uno esperó las palabras del otro.

Yo no podía decir nada porque estaba llorando en silencio, así que empezó él. Me acarició el pelo muy suavemente y, al cabo de un rato muy largo, murmuró:

—Se acabó, Billie… Se acabó… No volveremos nunca… Shhhh… Se acabó, te digo que se acabó…

Pero yo seguía llorando.

Entonces él me abrazó.

Entonces lloré aún más fuerte.

Entonces él se rió.

Entonces yo me reí también.

Y nos puse a los dos perdidos de mocos.

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