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CUARTA PARTE - Caza mayor » 115

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Cuando desperté, la luz entraba por un ventanuco. Amanda yacía de costado, mirando hacia el otro lado, su largo pelo oscuro derramado sobre la almohada. Y de pronto me enfurecí al recordar a Henri con su cara ennegrecida, apuntando el arma a la cabeza de Amanda, los ojos desencajados de ella.

En ese momento no me importaba por qué Henri había matado, qué se proponía hacer, por qué el libro era tan importante para él ni por qué parecía estar perdiendo el control. Sólo me importaba una cosa: proteger a Amanda y al bebé.

Cogí mi reloj, vi que eran casi las siete y media. Sacudí suavemente el hombro de Amanda, que abrió los ojos. Jadeó, pero al ver mi cara el semblante se le demudó.

—Por un momento he pensado…

—¿Que todo era un sueño?

—Sí.

Apoyé la cabeza en su vientre y ella me acarició el pelo.

—¿Es la manita del bebé? —pregunté.

—Bobo… Tengo hambre.

Fingí que hablaba para el bebé y me hice bocina con las manos.

—Hola, Rorro. Soy papá —dije, como si esa diminuta combinación de nuestros ADN pudiera oírme.

Amanda lanzó una carcajada y me alegré de robarle una risa, pero yo lloré bajo la ducha cuando ella no me veía. Ojalá hubiera matado a Henri cuando lo tenía encañonado. Ojalá lo hubiera hecho. Entonces todo habría terminado.

Mantuve a Amanda cerca de mí mientras pagaba la cuenta en la recepción, y luego llamé un taxi para que nos llevara al aeropuerto Charles de Gaulle.

—¿Cómo vamos a irnos a Los Ángeles justo ahora? —preguntó Amanda.

—No lo haremos.

Ella ladeó la cabeza y me miró sorprendida.

—¿Y qué estamos haciendo?

Le dije lo que había decidido, le di una breve lista de nombres y números en el dorso de mi tarjeta, y añadí que alguien la recibiría cuando aterrizara el avión. Ella me escuchó, sin poner reparos cuando le dije que no me telefoneara ni enviara e-mails, nada. Sólo tenía que descansar y comer bien.

—Si te aburres, piensa en el vestido que querrás ponerte.

—Sabes que no uso vestidos.

—La excepción confirma la regla.

Saqué un bolígrafo de la funda del ordenador y dibujé una sortija sobre el anular izquierdo de Amanda, con líneas que salían de un gran diamante refulgente en el centro.

—Amanda Diaz, te amo de todo corazón. ¿Quieres casarte conmigo?

—Ben.

—Tú y el Rorro.

Lágrimas de felicidad le surcaron las mejillas. Me rodeó con los brazos y dijo «Sí, sí, sí», y juró que no se lavaría el anillo dibujado hasta que tuviera uno real.

En el aeropuerto desayunamos cruasanes de chocolate y café con leche, y cuando anunciaron el vuelo de Amanda la acompañé hasta donde pude. Entonces la abracé y ella lloró contra mi pecho hasta que yo también rompí a llorar. ¿Podía haber una situación más escalofriante? No lo creía. El temor a perder a alguien que amas tanto.

Una y otra vez besé su boca magullada. Si el amor contaba para algo, ella estaría a salvo. Y también nuestro bebé. Y yo volvería a ver a ambos.

Pero el pensamiento opuesto me atravesó como una lanza. Quizá nunca volviera a ver a Amanda. Aquello podía ser el fin para nosotros.

Me sequé los ojos con las palmas y seguí a Amanda con la mirada cuando cruzó el puesto de control. Ella se despidió con la mano y me lanzó besos antes de enfilar el largo pasillo.

Cuando ya no pude verla más, salí del aeropuerto, tomé un taxi a la Gare du Nord y abordé un tren de alta velocidad para Ámsterdam.

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