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TERCERA PARTE - Recuento de victimas » 63

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Henri pasó un fin de semana largo en el Sheraton del aeropuerto de Los Ángeles, moviéndose anónimamente entre los demás viajeros de negocios. Aprovechó el tiempo para releer las novelas de Ben Hawkins y cada artículo periodístico que Ben hubiera escrito. Había comprado provisiones y había hecho viajes de ensayo hasta Venice Beach y la calle donde vivía Ben, muy cerca de Little Tokio.

Poco después de las cinco de la tarde del lunes llevó su coche de alquiler hasta la autopista 105. Las amarillentas paredes de cemento que bordeaban los ocho carriles estaban iluminadas por una luz dorada, salpicada de espinosas matas de buganvillas rojas y moradas y góticos grafitos de pandillas latinas que daban a la sórdida carretera un sabor caribeño, al menos para él.

Henri siguió la 105 hasta la salida de la 110 en Los Ángeles Street, y enfiló en medio de un tráfico lento hasta Alameda, una arteria importante que llegaba al centro de la ciudad.

Era la hora punta, pero Henri no tenía prisa. Estaba entusiasmado con una idea que había rumiado en las tres últimas semanas y cuyo desenlace espectacular podía cambiarle la vida.

El plan se centraba en Ben Hawkins, periodista, novelista y ex detective.

Henri había pensado en él desde aquella noche en Maui, frente al Wailea Princess, cuando Ben había estirado la mano para tocar a Barbara McDaniels.

Esperó el semáforo, y cuando se encendió la luz verde viró a la derecha hacia Traction, una calleja paralela al río Los Ángeles cerca de las vías de la Union Pacific.

Siguiendo el coche abollado que lo precedía, Henri recorrió el acogedor vecindario de Ben, con sus restaurantes elegantes y exclusivas tiendas de ropa, y encontró un sitio para aparcar frente al edificio de ladrillo blanco y ocho pisos donde vivía Ben.

Se apeó del coche, abrió el maletero y sacó una americana de la bolsa. Se metió una pistola en la cintura de los pantalones, se abotonó la americana y se echó hacia atrás el pelo castaño estriado de plata.

Luego volvió al coche, encontró una buena emisora de música y pasó veinte minutos escuchando Beethoven y Mozart, mirando a los peatones que recorrían esa calle agradable, hasta que vio al hombre al que aguardaba.

Ben, vestido con pantalones holgados y un jersey, llevaba un elegante maletín de cuero en la mano derecha. Entró en el restaurante Ay Caramba, y Henri aguardó pacientemente a que saliera con su cena mexicana en un recipiente de plástico.

Henri cerró su coche y siguió a Ben por Traction hasta el corto tramo de escaleras. Ben estaba insertando la llave en la cerradura.

—Perdón —dijo—, ¿el señor Hawkins?

Ben se volvió con expresión alerta.

Henri sonrió, se abrió la chaqueta y le mostró su arma.

—No quiero lastimarte —dijo.

Ben habló con una voz que aún apestaba a polizonte.

—Tengo treinta ocho dólares encima. Cógelos. Mi billetera está en mi bolsillo trasero.

—No me reconoces, ¿verdad?

—¿Debería?

—Piensa en mí como tu padrino, Ben —dijo Henri, con más acento—. Voy a hacerte una oferta…

—¿Que no puedo rehusar? Sé quién eres. Eres Marco. —Correcto. Invítame a pasar, amigo. Tenemos que hablar.

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