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CUARTA PARTE - Caza mayor » 97

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Nos abrazamos bajo las mantas, con los ojos bien abiertos, alertas a cada pisada, cada crujido en el pasillo, a los ruidos del aire acondicionado. Yo no sabía si era algo racional o pura paranoia, pero sentía la mirada de Henri.

Amanda me estrechaba con fuerza cuando empezó a gritar:

—¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

—Calma, cariño —traté de sosegarla—. No es tan terrible. Averiguaremos cómo nos ha rastreado.

—Dios mío… esto —dijo palpándome la nalga derecha—. Esto que tienes en la cadera. Te he hablado de ello pero siempre dices que no es nada.

—¿Esto? Pues no es nada.

—Míralo.

Bajé de la cama y encendí las luces. Fui hasta el espejo del baño seguido por Amanda. Yo no podía verlo sin contorsionarme, pero sabía a qué se refería: un cardenal que había permanecido inflamado unos días después de que Henri me dejara sin sentido en mi apartamento. Había pensado que era una magulladura causada por la caída, o la picadura de un insecto, y al cabo de unos días la molestia había remitido.

Amanda me había preguntado sobre esa inflamación un par de veces y yo, en efecto, había dicho que no era nada. Palpé el pequeño bulto, del tamaño de dos granos de arroz.

Ya no parecía que no fuera nada.

Busqué entre mis artículos de tocador, los arrojé sobre la cómoda y encontré mi navaja. La golpeé contra el lavabo de mármol hasta que la hoja se desprendió.

—No pensarás… ¡Ben, no querrás que yo haga eso!

—No te preocupes. A mí me dolerá más que a ti.

—Muy gracioso.

—Estoy muerto de terror —dije.

Amanda cogió la hoja, la mojó en un antiséptico y pinchó el bulto de mi trasero. Luego pellizcó un pliegue de piel e hizo un corte rápido.

—Lo tengo —dijo.

Me puso en la mano un objeto de vidrio y metal ensangrentado. Sólo podía ser una cosa: un artilugio de rastreo GPS, como los que se insertan en el pescuezo de los perros. Henri debía de habérmelo injertado mientras yo estaba inconsciente. Hacía semanas que usaba ese maldito adminículo.

—Arrójalo al retrete —dijo Amanda—. Eso lo entretendrá un rato.

—Sí. ¡No! Arranca un poco de cinta de ese rollo, ¿quieres?

Me apreté el aparato contra el flanco y Amanda rasgó un trozo de cinta adhesiva con los dientes. Pasé la cinta sobre el aparato, pegándolo de nuevo a mi cuerpo.

—¿Qué pretendes? —preguntó Amanda.

—Mientras lo esté usando, él no sabrá que sé que me sigue el rastro.

—¿Y qué?

—Pues que las cosas empiezan a ir en dirección contraria: ahora sabemos algo que él no sabe.

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