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CUARTA PARTE - Caza mayor » 103

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Los franceses se toman las armas de fuego en serio. Los permisos están limitados a la policía, las fuerzas armadas y unos pocos profesionales de seguridad que tienen que portar las pistolas en fundas a la vista.

Aun así, en París, como en cualquier gran ciudad, se puede conseguir un arma si uno la quiere de veras. Me pasé el día merodeando por el Goutte d'Or, el antro de venta de drogas cerca de la basílica del Sacré-Coeur.

Pagué doscientos euros por un viejo calibre 38 corto, un revólver para damas con un cañón de dos pulgadas y seis balas en el tambor.

Cuando regresé al hotel, Georges descolgó mi llave del tablero y señaló con la barbilla un bulto echado en un sofá.

—Tiene visita.

Tardé lo mío en asimilar lo que veía. Me acerqué, le sacudí el hombro y la llamé por su nombre.

Amanda abrió los ojos y se desperezó mientras yo me sentaba junto a ella. Me rodeó el cuello con los brazos y me besó, pero yo no pude responder. Se suponía que ella estaba a salvo en Los Ángeles.

—Vaya, al menos finge que te alegras de verme. París es para los amantes —dijo ella, sonriendo con cautela.

—Amanda, ¿qué mosca te ha picado?

—Ha sido un poco precipitado, lo sé. Mira, tengo que contarte algo que podría afectarlo todo.

—Al grano, Amanda. ¿De qué estás hablando?

—Quería decírtelo personalmente…

—¿Y has cruzado el Atlántico para eso? ¿Se trata de Henri?

—No…

—Entonces lo lamento, Amanda, pero tienes que regresar. No, no sacudas la cabeza. Tu presencia es una desventaja. ¿Entiendes?

—Bien, gracias. —Hizo un puchero, algo inhabitual en ella, pero yo sabía que, cuanto más me opusiera, más terca se pondría. Ya podía oler la alfombra ardiendo mientras ella le clavaba los tacones.

—¿Has comido? —me preguntó.

—No tengo hambre —dije.

—Yo sí. Soy experta en gastronomía francesa. Y estamos en París.

—No estamos de vacaciones.

Media hora después, estábamos sentados en la terraza de un café en la Rue des Pyramides. La noche diluía la luz del poniente, el aire estaba tibio y teníamos una vista de una estatua ecuestre de santa Juana, en la intersección de nuestra calle lateral con la Rue du Rivoli.

El ánimo de Amanda había cambiado. Parecía casi exaltada. Pidió la comida en francés, enumeró un plato tras otro, describiendo la preparación y la ensalada, él paté y el plat de mer.

Yo me conformé con galletas con queso y bebí café cargado, concentrando la mente en lo que tenía que hacer, sintiendo que el tiempo pasaba deprisa.

—Sólo prueba esto —dijo ella dándome una cucharada de crème brûlée.

—Amanda —repuse con exasperación—, no tendrías que estar aquí. No sé qué otra cosa decirte.

—Sólo di que me amas, Ben. Voy a ser la madre de tu hijo.

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