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CUARTA PARTE - Caza mayor » 111

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Todo se puso blanco ante mis ojos. Era el final, sin duda. Amanda y yo íbamos a morir. Sentí el aliento de Henri en la cara mientras me apretaba el cañón del 38 en el ojo derecho. Amanda trató de gritar a pesar de la mordaza.

—Cierra el pico —ladró Henri.

Ella obedeció.

Mis ojos lagrimearon. Quizá fuera el dolor, o la triste certeza de saber que no volvería a ver a Amanda. Que ella moriría también. Que nuestro hijo no nacería.

Henri disparó a la alfombra, junto a mi oído, ensordeciéndome. Luego tiró de mi cabeza y me gritó al oído.

—¡Escribe el maldito libro, Ben! Vete a casa y haz tu trabajo. Llamaré todas las noches a Los Ángeles y, si no atiendes el teléfono, te encontraré. Sabes que te encontraré, y os prometo a ambos que no tendréis una segunda oportunidad.

Apartó el revólver de mi cara. Cogió una bolsa y un maletín con el brazo sano y dio un portazo al salir. Oí sus pasos alejarse por la escalera.

Me volví hacia Amanda. La mordaza era una funda de almohada metida en su boca, anudada sobre la nuca. Tiré del nudo con dedos trémulos, y cuando ella quedó libre la abracé y la mecí suavemente.

—¿Estás bien, cariño? ¿Te ha hecho daño?

Ella lloraba y balbuceaba que estaba bien.

—¿Estás segura?

—Vete —dijo—. Sé que quieres seguirlo.

Me arrastré, tanteando los bordes ondulados de aquella abarrotada colección de muebles antiguos.

—Sabes que tengo que ir —dije—. De lo contrario seguirá vigilándonos.

Encontré la Ruger de Henri bajo la cómoda y la empuñé. Abrí el picaporte ensangrentado y le dije a Amanda que regresaría pronto.

Apoyándome en el balaustre, caminé hasta disipar el dolor del muslo mientras bajaba la escalera, tratando de darme prisa, sabiendo que tenía que matar a Henri.

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