Bikini

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SEGUNDA PARTE - Vuelo nocturno » 11

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Levon McDaniels tenía la mandíbula cuadrada, medía más de uno ochenta y pesaba unos ochenta kilos de puro músculo. Siempre había tenido fama de firme, enérgico, reflexivo, un buen líder, pero sentado allí con sus calzoncillos rojos, sosteniendo un minúsculo teléfono inalámbrico que no lo comunicaba con Kim, sentía revulsión e impotencia.

Mientras esperaba que el personal de seguridad del hotel fuera a la habitación de Kim e informara al gerente, su imaginación le trajo imágenes de su hija, lastimada o cautiva por un maldito maniático a saber con qué intenciones.

El tiempo pasó, quizá sólo unos minutos, pero Levon se imaginó surcando el cielo del Pacífico como un bólido, subiendo a grandes zancadas la escalera del hotel y abriendo a patadas la puerta de Kim. La veía apaciblemente dormida, con el teléfono descolgado.

—Señor McDaniels, seguridad está en la otra línea. La cama está sin deshacer. Las pertenencias de su hija parecen intactas. ¿Quiere que llamemos a la policía?

—Sí. De inmediato. Gracias. ¿Podría darme su nombre, por favor?

Levon reservó una habitación y llamó a United Airlines.

A su lado, Barbara respiraba con resuellos húmedos. Brillaban lágrimas en sus mejillas, y su trenza entrecana se deshacía mientras ella le pasaba los dedos una y otra vez. Su sufrimiento estaba al desnudo y ella no podía evitarlo. Barbara nunca ocultaba sus sentimientos.

—Cuanto más lo pienso —balbuceó entre sollozos espasmódicos—, más creo que es una broma pesada. Si se la hubiera llevado querría dinero, y no lo pidió, Levon. ¿Para qué llamó entonces?

—No sé, Barbara. Para mí tampoco tiene sentido.

—¿Qué hora es allá?

—Las diez y media de la noche.

—Entonces… ¿hace dieciocho horas que no la ven? —continuó Barbara, secándose los ojos en la camiseta de él, tratando de encarar las cosas con optimismo—. Quizá fue a pasear con algún chico guapo y tuvieron un pinchazo. O el móvil no tenía cobertura, o algo así. Quizás esté muy contrariada por no haberse presentado en el rodaje. Ya sabes cómo es ella. Tal vez esté atascada en alguna parte, enfadada consigo misma.

Levon había omitido la parte más aterradora de la llamada telefónica. No le había contado a Barbara que el hombre había dicho que Kim había caído en «malas manos». Eso no ayudaría a su esposa, y no hallaba las fuerzas para decírselo.

—Tenemos que mantener la cabeza fría —dijo.

Barbara asintió.

—Desde luego. Bien, iremos allá, Levon. Pero Kim perderá los estribos cuando sepa que le pediste al hotel que llamara a la policía. Ya sabes cómo se enfada.

Él sonrió.

—Me ducharé después de ti —añadió ella.

Levon salió del baño cinco minutos después, rasurado, con el cabello castaño y húmedo erguido alrededor de la coronilla calva. Trató de imaginarse el Walea Princess mientras se vestía, vio imágenes de postal con recién casados que caminaban por la playa en el poniente. Pensó que nunca más vería a su hija y sintió el filo de un terror cortante.

«Por favor, Dios, por favor, que nada le ocurra a Kim».

Barbara se duchó deprisa. Luego se puso un suéter azul, pantalones grises y zapatos bajos. Tenía una expresión de shock, pero había superado la histeria y su lúcida mente estaba activa.

—Sólo llevaremos ropa interior y cepillos de dientes, Levon, nada más. Compraremos lo que haga falta en Maui.

En Cascade Township eran las cuatro menos cuarto. Había pasado menos de una hora desde que la llamada anónima había desgarrado la noche y sumido a los McDaniels en una incógnita aterradora.

—Llama a Cissy —dijo Barbara—. Yo despertaré a los niños.

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