Bikini

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SEGUNDA PARTE - Vuelo nocturno » 47

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El albergue Kamehameha se había construido a principios del siglo XX y para Levon tenía aspecto de haber sido una pensión, con sus pequeños bungalós y la playa más allá de la carretera. En el horizonte, los surfistas se agazapaban sobre sus tablas, hendiendo las olas, patinando sobre el agua, esperando la Gran Ola.

Levon y Barbara pasaron junto a unos mochileros mientras subían la escalera del edificio principal. El oscuro vestíbulo de madera tenía un olor mohoso, a humedad con una pizca de marihuana.

El recepcionista parecía haber recalado en esas playas cien años atrás: ojos inflamados, el pelo recogido en una trenza blanca más larga que la de Barbara, y una camiseta manchada que rezaba «Creo en Estados Unidos» y un nombre: «Gus».

Levon le dijo que él y su mujer tenían una reserva por una noche y Gus le respondió que tenía que pagarle al contado antes de recibir las llaves, que así eran las normas.

Levon le entregó noventa dólares en efectivo.

—No hay reembolsos y deberá dejar la habitación al mediodía.

—Estamos buscando a un huésped llamado Peter Fisher —dijo Levon—. Tiene acento australiano o sudafricano. ¿Sabe cuál es su habitación?

El empleado hojeó el libro de registros.

—No todos firman —dijo—. Si vienen en grupo, sólo necesito la firma del que paga. No veo a ningún Peter Fleisher.

—Fisher.

—Da igual, no lo veo. La mayoría de la gente cena en nuestro comedor. Seis dólares, tres platos. Pregunte más tarde y quizá lo encuentre. —Gus miró a Levon con atención—. Yo les conozco. Ustedes son los padres de esa modelo que mataron en Maui.

Levon sintió que su presión sanguínea subía. Se preguntó si ése sería el día en que sufriría un infarto de miocardio fatal.

—¿Dónde ha oído eso? —rugió.

—¿Cómo que dónde? En la tele y en los periódicos.

—Ella no ha muerto —espetó Levon.

Cogió las llaves y subió hasta el tercer piso seguido por Barbara. La habitación daba pena: dos camas pequeñas, con sábanas roñosas perforadas por los muelles del colchón, la ducha sucia de moho, años de mugre en las persianas, humedad en la alfombra, la tapicería y la moqueta.

Un letrero sobre el fregadero rezaba: «Por favor, limpie usted mismo. Aquí no hay camarera».

Barbara miró a su esposo con desaliento.

—Dentro de un rato bajaremos a cenar y hablaremos con la gente. No tenemos que quedarnos aquí. Podemos regresar.

—Después de encontrar al tal Fisher.

—Ya —dijo Levon, pero se preguntó si Fisher no se habría marchado de ese tugurio, si ese asunto no era un timo, como el teniente Jackson le había advertido el día que se conocieron.

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