Bikini

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SEGUNDA PARTE - Vuelo nocturno » 55

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Henri iba sentado a dos filas de la cabina en un vuelo chárter casi sin pasaje. Miró por la ventanilla mientras el elegante y pequeño avión despegaba de la pista y se elevaba al ancho cielo azul y blanco de Honolulú.

Bebió champán y tomó caviar y tostadas que le ofreció la azafata, y cuando el piloto lo permitió, Henri abrió el ordenador en la mesilla.

Había tenido que sacrificar la minicámara instalada en el espejo retrovisor, pero antes de ser destruida por el mar, había enviado el vídeo a su ordenador.

Henri se moría por ver la nueva grabación.

Se puso los auriculares y abrió el archivo MPV.

Tuvo ganas de soltar un hurra. Las imágenes que aparecían en la pantalla eran bellísimas. El interior del coche relucía bajo la luz del techo.

Una tenue luminosidad bañaba a Barbara y Levon, y la calidad del sonido era excelente.

Como Henri estaba en el asiento delantero, no aparecía en la toma, y eso le gustaba. Ninguna máscara. Ninguna distorsión. Sólo su voz al desnudo, a veces como Marco, a veces como Andrew, siempre razonando con las víctimas.

«Le dije a Kim cuán bella era, Barbara, mientras hacía el amor con ella. Le di algo para beber, para que no sintiera dolor».

«Tu hija era una persona encantadora, muy dulce. No pienses que hizo algo por lo que mereciera morir».

«No puedo creer que usted la haya matado —dijo Levon—. Usted es un enfermo. ¡Un embustero compulsivo!».

«Te di su reloj, Levon… De acuerdo, mirad esto».

Henri abrió el móvil y les mostró la foto de su mano sosteniendo la cabeza de Kim por las raíces del cabello rubio y desmelenado.

«Tratad de entender —dijo, por encima de los gemidos y sollozos de los McDaniels—. Esto es un negocio. La organización para la que trabajo paga mucho dinero por ver a gente que muere».

Barbara se sofocaba con su llanto, le pedía que se callara, pero Levon pasaba por otra clase de infierno, y obviamente trataba de equilibrar su dolor y su horror con el ansia de salvar la vida de ambos.

«Vamos, Henri. Ni siquiera sabemos quién es usted —le dijo—. No podemos perjudicarlo».

«No es que yo quiera mataros, Levon. Se trata del dinero. Sí, ganaré mucho dinero con vuestra muerte».

«Puedo conseguir el dinero —dijo Levon—. ¡Puedo hacerle una oferta mejor!».

Y ahora, en la pantalla, Barbara suplicaba por sus hijos, y Henri la silenciaba, diciéndole que ya tenía que irse.

Había acelerado, y los neumáticos blandos habían rodado suavemente por la arena. Cuando el coche tuvo buen impulso, Henri se apeó y caminó junto al vehículo hasta que el agua cubrió el parabrisas.

En el interior, la cámara había grabado los ruegos de los McDaniels, el agua que chapoteaba contra las ventanillas, elevando los asientos donde los brazos de los McDaniels estaban amarrados a la espalda, los cuerpos sujetos con los cinturones de seguridad.

Aun así, les había dado esperanzas.

«Dejaré la luz encendida para que podáis grabar vuestra despedida —se oyó decir en la pantalla del ordenador—. Y alguien podría veros desde la carretera. Os podrían rescatar. No desechéis esa posibilidad. En vuestro lugar, yo rezaría por eso».

Les había deseado suerte y había subido a la playa. Se había quedado bajo los árboles mirando el coche, que se hundió por completo en sólo tres minutos. Más rápido de lo que esperaba. Piadoso. Quizás existiera Dios, a fin de cuentas.

Cuando el coche desapareció, se cambió de ropa y caminó carretera arriba hasta que consiguió que alguien lo llevara.

Ahora, cerró el ordenador y terminó el champán mientras la camarera le entregaba el menú. Escogió pato a la naranja, se puso los auriculares Bose y escuchó música de Brahms. Sedante, bella, perfecta.

Los últimos días habían sido excepcionales, un drama tras otro, un período singular de su vida.

Sin duda todos estarían satisfechos.

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